Etapa 2




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Aquel que sabe recolectar, el Kharisiri, siempre estuvo presente en las leyendas que representaban a mi país. Oculto en los sueños lejanos de ancianos y las memorias empolvadas que nadie, ni siquiera yo, leía.

Jamás imaginé toparme de frente con ese ser mítico, o siquiera trabajar para él;  pero necesitaba su ayuda. La única forma de mantener vivo a mi hermano estaba en manos de una mujer decrépita y senil que no hacía más que hacerme recados extraños, mandándome a sitios remotos y lúgubres.

Pero por Miguel, por la extraña enfermedad que ningún doctor ni persona escéptica en el mundo podía comprender, me convertí en una extensión más del poder de esa mujer.

Mi viaje me había llevado a un pueblo frío y desértico, olvidado en el tiempo. Allí, los hombres tenían la piel curtida por el viento, las mujeres vestían atuendos raídos e impregnados de hollín, porque nadie en ese lugar conocía otra cosa que no fuera el eterno fuego de carbón que ardía en los fogones y las ollas de barro.

Aquel era un lugar donde los niños no sonreían.

Pasé algunas semanas allí, a la espera de un acontecimiento especial que me brindaría el material que necesitaba. Y él día llegó, el momento donde dos familias vistieron de negro y enterraron los cuerpos de un matrimonio joven.

En el cementerio, donde la misa de entierro a cargo del sacerdote en turno fue un mero teatro, el miedo corrió entre los presentes.

Si no guía sus caminos, él no se irá, y ella no descansará en paz.

Él se quedará...

Que Dios nos ayude.

La noche me refugió en sus sombras. Para robar —recolectar— aquello que necesitaba, no podía permitir que nadie me descubriera. El miedo, el terror a lo que sea que ocultaba esa tragedia, volvía a todos habitantes más suspicaces de los extraños.

Con la respiración acelerada, extraje el clavo oxidado que unía la cruz de madera que reposaba sobre la tierra removida, esa que cubría dos ataúdes. Lo guardé con cuidado, envolviéndolo en el cuero de animal que me había entregado la Kharisiri. Giré sobre mis pies y me encontré de frente con el asesino. El joven de ojos negros que había matado a su esposa embarazada.

En aquel pueblo también corría la leyenda de los Condenados, hombres y mujeres que cometían un terrible pecado. Ellos estaban obligados a pagar su condena vagando en la Tierra hasta el día en que sus pies sangraran.

Un gemido escapó de su garganta al tiempo que se acercaba a mí, sus extrañas y gruesas sandalias de acero brillaban por la luna.

No pude moverme, el terror y ese hombre me hicieron su presa. Extendió hacía mí sus manos manchadas de sangre; acarició mi mejilla y silenció mi grito con su boca antes de atravesarme como la niebla.

Mis piernas perdieron fuerza. Caí de rodillas antes de estrellarme de bruces contra el suelo.




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