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Desde niña Séfora fue presionada a seguir un camino musical. Primero fue la organeta, estuvo cinco años confinada a ese instrumento y en la actualidad no recordaba ni la más mínima tonalidad o siquiera donde iban los dedos, luego intentaron con la flauta pero para la pequeña niña era más divertido correr detrás de sus compañeros para golpearlos con la flauta que interpretar himnos aburridos y ciertamente trágicos que detestaba. El violín fue la ultima oportunidad que Astrid Cheng vio de convertir a su hija en un prodigio musical. La mujer estaba convencida de que si su hija pasaba un par de horas sin hacer nada saldría corriendo y quedaría embaraza del primer drogadicto que encontrara, así que desarrollar ese talento musical era por su propio bien.
O eso les decía a todo aquél que tuviera el infortunio de ver a la más joven la familia Cheng hacer una rabieta silenciosa para desahogarse, la verdad era mucho más sencilla de lo que cualquiera pensara: no había un Cheng musical en la familia; los parientes de Astrid gozaban de impecables doctorados y perfectos títulos colgados en las paredes de sus mansiones infinitas, pero todos en la familia añoraban que hubiera una oveja negra que criticar, alguien malo a quien echarle la culpa de todo lo malo en sus vidas o un ejemplo negativo de lo que le pasaría a las generaciones futuras si no se obtenía un titulo respetable. Cuando Astrid quedó embarazada se ofreció como tributo para llevar ese letrero en la frente con orgullo, pero la mujer se negó y vio en la negativa de sus padres por un aborto la oportunidad de desquitar toda su rabia. Tomo cada cosa que su hija amo y la convirtió en algo que llego a odiar con la misma pasión, todo mientras sonreía de manera gentil, yendo a las clases bíblicas cada domingo o jueves e interpretando a la perfección su papel de madre amorosa. Astrid fingía con tal maestría que hasta la propia Séfora a veces se preguntaba si no era ella la que estaba mal, la niña obligada a ser madre era tan buena fingiendo que podía insultar y golpear a su hija hasta la saciedad, y de alguna manera la chica terminaba disculpándose, y consolándola a ella.
Astrid fingía todos los días, todo el tiempo. Fingía que amaba a su hija, que en las reuniones bíblicas leían la Biblia (y no se la pasaba contando jugosos chismes tan deliciosos y suculentos como los bocadillos que acompañaban su té), que tenía un matrimonio feliz y que no añoraba que sus padres no la hubieran visto como un accesorio más.
La mujer había hecho de su misión personal arruinar todo aquello que la criatura que fue forzada a parir quisiera se convirtiera en algo que odiara, necesitaba convertirla en la oveja negra mientras ella desempeñaba con fervor su rol de "madre luchadora", todo bajo un velo de autocompasión y manipulación. La más joven de los Cheng se dio cuenta que no era una persona musical, no tenía ese instinto, esa pasión, simplemente no era lo suyo pero fue incapaz de decir cualquier cosa cuando su madre empujaba partituras por su garganta y la observaba de forma nada disimulada en sus clases de violín.
Pronto Séfora se dio cuenta que no le disgustaba el instrumento en sí, le disgustaba entonarlo sola, le agradaba la atención y los halagos que recibía cuando interpretaba junto a sus compañeros violinistas, chelistas y violistas cualquier canción folclórica de su país al ritmo de las tamboras, y la percusión, sentía la cultura vibrando en sus venas y le hacía feliz cuando interpretaba a la perfección las partes más difíciles de la canción, miraba por encima del hombro a sus compatriotas músicos sabiendo que era la mejor y se acercaba amigablemente a quienes amenazaban dicho titulo, pequeños comentarios y risas dulces hacían que ella se ganara el cariño de sus contrincantes logrando que renunciaran a sus partes especiales para dárselos a ella o en su defecto se la enseñaran para después tocarlo a la perfección y quedarse con el "solo". Tocar en la iglesia era distinto, para empezar no muchos tocaban el violín y aquellos que lo hacían interpretaban ese instrumento con tal maestría que la muchacha solo podía desear viajar en el tiempo y asesinar al malnacido que se le ocurrió crear ese instrumento, también le parecía peligroso lo que hacía: Dios lo sabe todo, absolutamente todo, por eso debía saber que ella solo pensaba en no "pasar vergüenza" al tocar frente a toda la congregación que en agradarlo a Él; para ella era una falta de respeto hacer tal cosa, pero sabía que su madre no la escucharía, la mujer no dejaba de repetir que "ella" había pedido el violín cuando nunca fue así y ahora debía hacerle uso a dicho instrumento.
La muchacha recordaba con claridad cuando su madre compro dicho instrumento: recordaba mirar al encargado de la tienda y con la mirada rogarle que no se lo vendiera, en su interior sabía que no quería tocarlo, pero también conocía que si llegaba a negarse o detener la compra una charla de "las mentes desocupadas son jardín del diablo" llegaría, también las criticas por el tiempo perdido en las clases, tiempo que la joven Cheng no se arrepentía de invertir en tan gráciles recuerdos pero que también le hubiera gustado emplear en otras cosas.
Séfora solo quería danzar con libertad, recostarse en el frío suelo mirando al cielo y pensar, dibujar o solo existir pero claramente eso era inaceptable, todas las madres quieren presumir que su hijo o hija es un musico excepcional, un maestro en los números, el mejor de su clase, primer lugar en deportes, mejor dibujo, mejor físico, mejor escritor, el o la mejor ambientalista, científico, artista, doctor, enfermero, deportista, astronauta, dictador, genocida, gobernador intergaláctico ¿Y por qué no? Animalista, los padres siempre quieren eso, que su hijo o hija sean los mejores en esto o aquello, pero no porque los amen o porque sus hijos les guste, solo para que otros padres o no padres les acaricien el ego y pidan sus secretos, solo quieren ser señalados como "los que hicieron de tal persona lo que es hoy". Es difícil como hijo cuando se da cuenta de eso, la joven Cheng lo descubrió cuando encontró a su madre presumiendo de que ella sabía interpretar la organeta, flauta y violín a la perfección cuando de las dos primeras no tenía ni el más mínimo recuerdo de cómo tocarlas, lo supo por la forma en la que ella movía la cabeza como un gato cuando es acariciado y sonreía con falsa modestia a la vez que casi flotaba por el orgullo, pero pronto razono que no estaba mal que su madre quisiera eso, de todas formas alguna clase recompensa habría de obtener a cambio de criarla por todos esos años. Intento amar con la misma devoción de antes ese instrumento hueco de madera con cuerdas, pero simplemente no pudo hacerlo, no más, su amado dispositivo sonoro estaba manchado por las exigencias de especiales en la iglesia, por comentarios molestos y miradas maliciosas de sus hermanos en Cristo hacía ella.
Pero si se negaba o comentaba su inconformidad su madre empezaba una diatriba sobre "alabar a Dios" y <<Yo no te obligo a nada, la decisión es tuya>> pero la decisión no era suya, si no lo hacía no podría escuchar a algún otro musico interpretar su melodía sin sentir enojo por no ser lo suficientemente talentosa como para hacerlo bien eso sin contar las miradas frívolas que su progenitora le dedicaba. Astrid Cheng tenía un talento nato para transformar todas aquellas cosas que su hija amaba en autenticas pesadillas, podía tomar el vestido más lindo que la chica tuviera y amara para convertirlo en un costal de papas sin forma, todo en nombre de la modestia que tanto predicaba el pastor Nick Colleman.
A veces Séfora se recostaba en su habitación y miraba al techo, imaginando cómo sería decirle la verdad a su madre, pensaba que sería fuerte, valiente e incluso en su imaginación llegaba a gritarle o golpearla, pero no se atrevía, nunca lo haría porque entendía que en el momento en que las palabras <<No quiero>> salieran de su boca habría perdido a su madre para siempre.
Y todavía no estaba lista para hacerlo. La joven muchacha anhelaba ser abrazada, amada y que la mirarán a los ojos, que la vieran a ella, a una persona y no un proyecto a largo plazo, una inversión a concretar.
— ¿Al final abandonaste el violín? — pregunto Astrid en un tono neutro que intentaba ocultar su decepción, desde hacía meses su hija no ponía las manos sobre el instrumento bajo la excusa de que estaba dañado y cuando la descubrió inventando que los instrumentos "tienen fecha de caducidad" no pudo enojarse más porque si lo hacía cometería homicidio.
— Claro que no — se apresuro a decir la chica —, solo...no he estado de ánimos para tocarlo.
Y no mentía, quería volver a sostener ese instrumento entre sus manos, contemplarlo, sosteniéndolo cerca de su pecho y mirar al cielo para agradecerle a Dios por iluminar a un vil mortal para que lo creara. Añoraba sostenerlo con delicadeza y tocarlo con dulzura. No romper sus cuerdas con una tijera y golpearse la cara para fingir que la cuerda había explotado, y la estaba lastimando.
— Consigue los ánimos y empieza practicar, pronto habrá un evento en la iglesia y necesitan de tu música.
— No-no me siento feliz, últimamente me he sentido triste, no tengo las energías para interpretar un himno para Dios.
Astrid levanto la cabeza y observo con desazón a su hija, apartando por fin la mirada de su teléfono, tomo aire profundamente dejando la comodidad que su sillón de masajes le podía otorgar, camino haciendo sonar sus tacones de aguja y flotar la falda de su exquisito vestido. Con lentitud se inclino sobre la criatura que en contra de su voluntad tuvo que gestar, enrollo sus manos sobre sus antebrazos y la levanto con delicadeza, Séfora dejo de respirar y bajo la mirada, temerosa de encontrarse con los ojos feroces de su madre.
— Pues comienza a practicar, estás triste porque te apartaste de Dios, si empiezas a practicar a tocar para nuestro Señor verás que serás feliz — la mujer atrajo a la chica en un forzoso abrazo y deposito con sus labios pintados de rojo un beso en la mejilla de la adolescente, le sonrío de la misma manera en la que se le sonríe a alguien a quien se odia pero se le debe cortesía y regreso al sillón de masajes que cual canticos de sirena la invocaba. Se recostó con cuidado y estiro sus piernas, tomando de nuevo su teléfono, levanto una ceja al ver que la chica no se movía de su lugar y con la misma falsa sonrisa le dedico una mirada de amenaza — ¿Y bien? ¿Por qué sigues aquí? Vete a practicar y aprende un himno nuevo, siempre tocas los mismos, innova un poco, ¿Quieres? — Astrid regreso su mirada a su teléfono pero supo que su hija estaba a punto de llorar.
Contuvo una carcajada cuando la niña se fue tambaleando por la rabia de ser forzada a tocar y siguió mirando algunos videos en su teléfono, intentando ignorar la sensación desoladora que la invadía. Astrid deseaba amar a su hija, quería amarla pero simplemente no podía, intento ser una buena madre por unos meses pero se dio por vencida al entender que en realidad jamás podría llegar a quererla, ni siquiera como individuo, todo en ella le desagradaba y molestaba, por ello decidió que solo se aseguraría de mantenerla viva y de protegerla de todo, y todos. A veces la mujer deseaba poder convertir a la niña en una muñeca, ponerla en una linda caja y olvidarla en el ático, donde sabía que nada ni nadie podría dañarla o molestarla para solo buscarla cuando quisiera cambiarle el peinado o vestido y regresarla al interior de la caja, para olvidarla.
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