Suecia: Euphoria

SUECIA: Euphoria -


Tamborileo con los dedos en el reposabrazos del banco de madera. El supuesto representante de nuestro dios está dando la misa. No tengo ni idea de lo que está hablando, así que pienso en lo que en menos de una semana me deparará el futuro: casarme con un hombre de mi edad (veintiún años), elegido completamente al azar. Intento vivir la vida en el presente pero ¿cómo? Sé a qué edad tendré un bebé y a la que moriré. En estos momentos, me quedan nada más y nada menos que nueve años y tres días de tiempo.


Inculcándonos una religión que dice que el más allá es la verdadera vida desde la infancia, nos hacen creer que la muerte es maravillosa, y que cuanto antes abandonemos el mundo de los falsos vivos, mejor.

Sin embargo, odio esa manera de despreciar lo terrenal. Dan una vida cómoda y agradable que dura menos de un suspiro: treinta años; morir cuando tu salud aún es buena para no sufrir los problemas que aparecen cuando el ser humano envejece.

Por supuesto, para tener a los ciudadanos controlados, el gobierno no tolera los suicidios ni los asesinatos. Una persona alcanza la vida muriendo por causas naturales o cuando ellos provoquen su muerte a las tres décadas de edad.

Una mano se posa en mi hombro y pego un respingo.

Una mujer encargada de vigilar me está indicando que la misa ha acabado. Me levanto del frío asiento y me uno al gentío que está saliendo del lugar de culto. Ya en los pasillos del edificio al que debemos hacer llamar ciudad, acelero el paso para llegar lo antes posible a mi habitación. Compruebo a través de la ventana de la puerta que no haya nadie y palpo con las manos en el bolsillo delantero derecho de mi pantalón hasta que encuentro lo que busco: un llavero de metal.

No tengo ni que aproximarlo al rostro para leer la frase que mis padres grabaron en él, pues desde que lo encontré esas palabras se grabaron a fuego en mi memoria. Lucha por tu vida.

A pesar de que ayudaron a que me tomara más en serio mi vida, mi ímpetu por no morir y aprovechar lo terrenal nació hace más de una década: el día en que mis progenitores salieron de esta misma habitación para no volver nunca más. Aún recuerdo las lágrimas que corrían por sus mejillas al mirarme por última vez, y la manera apresurada en que se las secaron cuando unos funcionarios irrumpieron en la habitación para llevarlos a lo que el Gobierno hace llamar El cambio. Según su estúpida religión, aquellos humanos que mueren tras haber dejado descendencia dejan su cuerpo en la mala vida y su alma viaja al mundo del más allá, el que ellos dicen que es la buena vida.

Por el contrario, mis padres parecían saber la verdad, que más allá de la muerte no hay nada, y que nuestros líderes la rehúsan para mantenernos dóciles y aceptar todo lo que nos dicen en la capilla.

Aprieto los puños y cuento hasta diez para calmar mi furia. Debo esperar un poco más. Le doy un beso al objeto y lo vuelvo a meter en mi bolsillo. Después salgo al pasillo y me dirijo al invernadero, ya que todos los lunes tengo la tarea de ir allí para cuidar de las plantas. Por el pasillo me cruzo con jóvenes e incluso con una pareja de treinta años con las manos entrelazadas que se dirigen a la sala en la que realizarán El cambio o, lo que es lo mismo, a la muerte. A pesar de sus rostros sonrientes, el temblor de la mano de la mujer me hace pensar que sabe lo que les espera en realidad. Siento lástima del destino de los dos, pero ya es demasiado tarde para ellos.

En cuanto abro las puertas de mi destino y el aire cálido me llena, el corazón me da un vuelco. A pesar de los años que llevo realizando esta actividad periódicamente, la sensación de satisfacción al recibir el impacto del calor utilizado para cuidar las plantas me parece siempre nueva.

Me adentro del todo en el lugar y no puedo evitar taparme los ojos con las manos por unos segundos: las lámparas tienen una potencia parecida al de la estrella situada en el centro del Sistema Solar. Es una de las habitaciones más grandes de toda la ciudad: solo la supera en tamaño la sala de oración.

Por pura suerte no hay nadie aparte de mí, por lo que me tumbo entre los cultivos con cuidado y miro el techo, donde están colocados los falsos soles. Cierro los ojos y me concentro, y casi puedo imaginarme que no estoy encerrada en un edificio de metal y hormigón, sino en un huerto en el exterior recibiendo el calor y la luz del auténtico sol. Sin embargo, cuando vuelvo a abrir los ojos mi fantasía se desvanece. La ira aparece en mí como un volcán en erupción: no se nos permite salir fuera de estas instalaciones en toda nuestra vida terrenal, ya que la adoración del dios de la muerte implica que el cuerpo humano no puede recibir la luz del sol. Solo cuando el alma es libre, después de El cambio, posee ese privilegio. Chorradas, chorradas y más chorradas. Es solo otra excusa para que queramos cumplir con "nuestro deber".

Sumida en mis pensamientos, no me doy cuenta de que alguien ha entrado en la estancia hasta que veo destellos de las placas doradas que llevan los funcionarios. Me levanto para quedar cara a cara con ellos. Son tres hombres de algo más de veinticinco años. No me suenan de nada, por lo que deduzco que hace poco han renovado la plantilla y que bastantes personas han cumplido los treinta años. Tienen el rostro serio, y no se molestan ni en mostrar sonrisas falsas. Mierda, creo que me he metido en un lío.

-Belén Gómez Vall, al no haber completado a tiempo la tarea que se le había solicitado, permanecerá en su estancia lo que queda de semana hasta que contraiga matrimonio con el hombre elegido para usted. Solo podrá abandonar su cuarto una vez al día para asistir a la misa. Recibirá la comida a través de la trampilla de su puerta. No intente escapar, pues de lo contrario nos veremos obligados a suprimir su compromiso y a llevarla ante la muerte sin la oportunidad de realizar El cambio.

Mientras hablaba, los otros dos guardias de seguridad me agarran por los brazos para evitar que escape, me arrastran fuera del invernadero y me conducen a mi habitación.

Por el camino recibo miradas curiosas y furtivas, pero aparte de eso la gente sigue con su monótona vida sin hacerme caso alguno.

Cuando los funcionarios se han ido de mi habitación, la furia que contenía en mi interior aflora en cuestión de segundos. Ahora ni siquiera podré salir de aquí hasta que me obliguen a ir al altar con un hombre desconocido de mi edad.

Suelto un bufido y empiezo a clavar las uñas en el papel de pared negro y a arrancarlo. Parezco una chiflada, pero ya me da igual.

Sin embargo, no llevo ni diez centímetros destrozados cuando me doy cuenta de que debajo del papel hay algo más que una pintura blanca: unas líneas horizontales y verticales negras, que parecen formar algún patrón adornan la pared. Curiosa, desgarro todas las paredes hasta que no queda ni un solo centímetro recubierto de papel negro.

Mi sorpresa es mayúscula al descubrir lo que parece ser un plano de la planta baja de la ciudad. Me fijo aún más y reconozco los lugares que aparecen representados: el lugar de rezo, el comedor, el invernadero, la sala de El cambio... Además, al lado del invernadero hay representada una puerta que reza: salida al exterior. ¿Pero qué...? ¿Desde cuándo existe? Nunca he visto algo que parezca serlo.

Convencida en resolver el misterio, me imagino la entrada al invernadero e intento recordar algo que pudiera parecer una salida. Me acuerdo entonces de que hay un espacio de pared vacío entre el invernadero y el comedor. Ahí estará la puerta hacia la libertad.

Apenas puedo creerme que mis padres hayan creado todo esto. Los trazos firmes del plano indican que pusieron mucho tiempo y empeño. Las palabras grabadas en el llavero acuden a mí como un rayo de esperanza: lucha por tu vida. Ellos querrían que yo continuara con su deseo, y eso es lo que haré.

Tres días después, dos pares de manos me colocan un velo rojo delante del espejo de mi habitación, a juego con el vestido de boda. Al terminar las funcionarias con el peinado, me levanto de la banqueta y las sigo hasta la sala de oración, que no posee ningún adorno especial fuera de lo común. Antes de que cierren las puertas de la gran sala, lanzo una mirada furtiva al invernadero, que se divisa al final del pasillo.

Procurando mantener una expresión neutral en el rostro, los hombros hacia atrás y la cabeza bien alta, comienzo la marcha hacia mi destino.

Llego al final de la estancia, el altar, donde el representante del dios y mi supuesto prometido se encuentran. Este último no me suena de nada, aunque eso en unos minutos dará igual, ya que no habrá alianza que forjar.

-Queridos hermanos fieles a nuestro dios de la muerte -comienza el obispo, ha- ciendo callar los murmullos de los invitados-, estamos aquí para crear un lazo entre dos simples humanos, que en nueve años alcanzarán la verdadera gloria. Este es el primer paso para conseguirla. Sabemos que no tenéis oportunidad de elegir -añadió, mirándome a los ojos con sus achinados ojos negros-, pero vuestra vida ahora no vale apenas nada. Solo hay que evitar corromper el alma antes de El Cambio, tan esperado por todos. A pesar de ello, debo seguir con el protocolo. Así pues, Marco Morillas Roldán, ¿aceptas a esta mujer como tu legítima esposa hasta que la muerte una vuestras almas en la verdadera vida?

El recién nombrado me coge la mano con indecisión, pero su contestación suena firme y clara:

-Sí.

Ahora es mi turno, por lo que el creyente se dirige a mí.

-¿Y tú, Belén Gómez Vall? ¿Aceptas a este hombre como esposo hasta que la muerte una vuestras almas en la verdadera vida?

No puedo evitar sonreír con amargura segundos antes de mi contestación.

-No.

Los gritos de asombro y estupor son acallados rápidamente gracias al inicio del plan que ha tomado forma en estos últimos días. Tal y como teníamos previsto, en cuanto yo dijera la palabra clave los sistemas de seguridad antiincendios debían ser accionados para causar confusión. El siguiente paso en la lista: huir despavoridos hacia la salida. Dejo a mi casi marido con una cara de perplejidad en el altar y al obispo con la decepción y el horror grabado en su rostro.

Corro hacia la salida y mis seguidores y yo (la mayoría de la gente presente en la sala) nos abrimos paso entre los ciudadanos.

Abro las dobles puertas de madera y salimos al pasillo. Noto el rubio cabello mojado, pero lo ignoro. Empiezo a correr todo lo que me permite este vestido hacia el final del pasillo, para llegar al espacio aparentemente vacío a la derecha del invernadero. Me giro y le indico a un chico que trabaja como técnico que se acerque con el mazo que le pedí. Él, obediente, se coloca a mi lado, esperando órdenes.

Miro impresionada durante unos segundos a todas las personas que me han seguido hasta aquí. Parecen estar un poco asustados, pero por lo demás, su confianza hacia mi plan me deja sin aliento. Voy a indicarle al funcionario que comience a agujerear la pared, cuando un grito inesperado me pone en tensión:

-¡Poned las manos sobre la cabeza ahora mismo! ¡Hacedlo o disparo!

Casi paralizada por el miedo, hago caso y me giro hacia nuestra nueva amenaza: un funcionario con un arma que me apunta directamente a la cabeza.

El hombre esboza una sonrisa maliciosa, y entonces recuerdo quién es: fue uno de los idiotas que me llevó por la fuerza a mi dormitorio hace casi una semana.

-Bien hecho, Belén. Has logrado escapar de tu boda pero ¿sabes? No hay motivo para hacer lo mismo con tu muerte. Has causado demasiados problemas a nuestra sociedad. Tus compañeros vivirán, pero su incoherente rebelión fallecerá contigo -veo cómo posa su dedo sobre el gatillo y, a pesar del terror que noto en mi interior, me obligo a mí misma a no apartar la mirada del obstáculo que se interpone entre nosotros y la libertad.

-Prefiero morir por un puto disparo que hacerlo nueve años después siendo fiel a vuestra religión.

No sé de dónde saco esas palabras, pero el caso es que surgen efecto. El hombre borra la sonrisa que tenía en la cara y sujeta la pistola con más fuerza aún.

-Bueno, si esas son tus últimas palabras, lo único que queda es que pierdas la pureza de tu alma muriendo prematuramente, sin marido y sin descendencia.

Me tiemblan las manos, aunque miro a mi asesino y espero a que apriete el gatillo. El sonido de un disparo hace que me estremezca, pero segundos después, la persona que se derrumba en el suelo encharcado es él, no yo.

Bajo las manos y giro la cabeza hacia el nuevo atacante: una chica de entre la multitud que porta un arma, pero que en vez de disparar balas dispara dardos tranquilizantes.

-Gracias -es lo único que se me ocurre decir.

Ella agacha un poco la cabeza, realizando un gesto de respeto.

Calmo los latidos acelerados de mi corazón y me acerco al funcionario técnico.

-Destroza esta pared -le pido.

Esboza una sonrisa y comienza a dar golpes con el mazo. Poco a poco, la capa superficial va rompiéndose y resquebrajándose. Al final, cuando el humo se disipa y veo una puerta sencilla de metal, le ordeno que pare. Él asiente y me deja pasar. Observo el camino a la libertad y me giro, antes de nada, a mis seguidores:

-¿Preparados?

-¡Sí! -exclaman todos, casi al unísono.

Coloco las manos sobre la palanca que tiene la puerta y la acciono, provocando que se abra unos centímetros. La empujo más y, por fin, diviso el exterior. Camino unos pasos hasta que mis zapatos rocen hierba en vez de mármol, e invito a los demás a salir del edificio, incapaz de decir nada por la emoción.

Cuando todos estamos en el verdadero lugar al que pertenecemos, miramos con aprensión el sol, reluciendo en lo alto del cielo, que nos acoge con sus cálidos brazos. Deberemos luchar para poder vivir como queremos; lo conseguiremos, puesto que nosotros tenemos algo con lo que ellos no pueden ni soñar: ganas de vivir.

Pero ahora no hay necesidad de preocuparse por eso. Me tumbo en la hierba y la euforia aparece por primera vez en mi cuerpo. Una sensación que, sin duda alguna, sentiré más de una vez en mi vida.

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