♱02: Pensamientos
En el mundo en el que se habita, desde tiempos de antaño, se ha aprendido a coexistir entre distintas razas. Unas saben sobre ellas, otras las imaginan y otras, simplemente las ignoran. Entre esas razas están los Dioses, los semidioses, los humanos y aquellos que tienen un poder distinto; los brujos, de esos ya quedan pocos.
Más allá del corazón del Bosque Profundo una pequeña parte de esos semidioses y humanos formaron una pequeña aldea. En ella se resguardan de la vista dañina del resto de los humanos. Han pasado cientos de años viviendo en aquel lugar que les ha facilitado los elementos necesarios para subsistir. Es un páramo lleno de árboles, flores, frutos y un riachuelo de agua cristalina; alrededor, formando una especie de muralla, han construido las pequeñas casas, cómodas y cálidas, las cuales a su vez, están custodiadas por los enormes robles que se entrelazan desde las raíces.
Esa noche, dos hombres altos y de rasgos faciales parecidos caminaban bajo el manto tranquilo de la noche. A lo lejos se escuchaba el murmullo de voces risueñas que el viento traía consigo, el rocío del riachuelo les salpicaba el rostro y el suave frío apenas podía colarse entre sus ropas.
—¿Cuándo será el día que decidas venir conmigo? —preguntó el hombre más delgado y con el cabello color chocolate. Él vestía con una chaqueta de cuero, unas converse y pantalón tubo, totalmente de acuerdo con la modernidad del mundo exterior; mientras el otro vestía de manera muy distinta, pero lo que más realzaba de su ropaje era la espada de plata que llevaba sujeta a un cinturón.
—No lo sé, Mikes —respondió y alzó la mirada al cielo—. Es difícil responderte con sinceridad...
Hubo una pequeña pausa, las risas de felicidad continuaban escuchándose y a esta algarabía se sumó el croar de las ranas que vivían entre el monte crecido alrededor. Ellos tomaron asiento sobre un par de rocas enormes, y tras suspiros cansados la charla continuó, era el mismo camino de siempre.
—Este ha sido mi hogar desde que nací, y lo sabes bien. Me gusta ayudar a ésta gente, me siento tranquilo sabiendo que tienen mi protección.
—Pero... Gerard —susurró despacio. El mencionado giró su rostro y le vio serio, mantenía las cejas fruncidas. Tanto tiempo sin que nadie lo llamara por su nombre—. Ellos no están en peligro, y tampoco están desprotegidos. Me atrevería a decir que este es uno de los jodidos lugares más seguros en el mundo.
Gerard relajó la expresión y volvió la vista hacia el frente. Tomó un puñado de piedrecillas y comenzó a lanzarlas una por una sobre la superficie del agua, provocando que pequeños círculos se expandieran sobre la quietud cristalina y un leve chapoteo hiciera eco.
—Vivir entre los humanos te ha hecho hablar como uno de ellos.
—No es tan malo estar de aquel lado. Allá también puedes ayudar...
—Cómo tú. Usas tu poder y a cambio recibes todo ese dinero —mencionó recordando el rollo de billetes que había recibido de su parte, como cada que lo visitaba. Aunque no podía quejarse demasiado ese dinero le era bastante útil—. En un futuro próximo, no me veo de esa manera. O no lo sé, todo es incierto.
—Necesitas salir de aquí.
—¿Porqué?
—Por qué quiero a mi hermano conmigo. No es justo tener que esperar cada tantos meses y viajar medio mundo para poder estar a tu lado un par de días.
—Pero...
—Podemos hacer grandes cosas juntos —interrumpió—. O al menos puedes intentarlo, y si no te gusta te devuelves con tu gente.
—¿Qué pasará con ellos si yo me voy?
—Estarán bien, son fuertes y saben como defenderse. Además, no hay ningún peligro asechándoles ahí afuera, y la seguridad que este lugar les brinda es casi perfecta.
—Aún así... El mundo es cruel.
—Pero también es hermoso. Vas a ser muy feliz conociendo...
—Ya he conocido —murmuró recordando, de todas sus experiencias, la última vez que había estado en la ciudad. No iba a olvidarlo, estaba seguro.
Aquella tarde, Gerard había viajado a la ciudad en busca de confituras, esas de las pocas cosas que le gustaban y no se producían en la aldea. Era quizás un poco travieso de su parte emprender un viaje tan largo por algo tan banal, pero valía la pena ir. Trató de vestirse más moderno, con pantalones de chándal negro y un suéter gris, que había recibido como regalo de cumpleaños por parte de su hermano pequeño. Por el mismo motivo dejó en su hogar sus armas, solo se llevó consigo una pequeña daga sujeta a su pantorrilla por debajo de la ropa. Hizo enormes sacrificios para no llamar la atención, pues no era normal en los tiempos actuales ver a alguien con su apariencia, e incluso, con su acento.
Con los paquetes de cerezas rojas en sus manos, Gerard comenzó a caminar por la acera del parque. Le gustaba ver la fuente que se alzaba ahí al centro, era curioso ver a la sirena con las manos abiertas y echando agua por la boca; siempre se preguntaba porque los humanos idolatraban a las sirenas de esa forma, tan ajenas a como ellas eran realmente.
Unos gritos de auxilio provenientes desde el fondo del parque le hicieron salir de su ensimismamiento. Guardó rápidamente los dulces en los bolsillos de su pantalón y corrió a ayudar.
De todos los escenarios posibles, no se imaginó encontrar a un súcubo atacando a un joven. La demonio había sacado sus garras y sus facciones de doncella habían cambiado por ojos hundidos, dientes puntiagudos y piel pálida.
Gerard se arrepintió de haber dejado su espada pero no perdió tiempo, era cuestión de segundos para que ella cortara en dos partes la garganta del chico. Él sacó la daga y en voz baja comenzó a conjurar un hechizo para envenenar la daga.
Los pasos de Gerard eran casi imperceptibles, por ello no tuvo en problema en acercarse al súcubo, la tomó de los hombros con fuerza y clavó la daga en el lado izquierdo de su pecho. Ella saltó y luchó contra su agarre hasta consumirse, quedando únicamente un puño de cenizas a los pies de Gerard.
Le tendió la mano al joven y al ver que estaba herido decidió llevarlo a la aldea, un viaje largo pero que era necesario para curar una herida causada por un demonio. Gerard se debatió en sus acciones, no podía llevar a cualquiera a la aldea pero el muchacho necesitaba ayuda. El curandero que tenían era un hombre sabio, que sabía curar casi cualquier enfermedad terrenal o no, era poderoso, aunque no tanto como su hermano Mikey, pero él estaba demasiado lejos.
Convencido de que era lo correcto, Gerard le brindó toda la ayuda necesaria a Anthony, ese era el nombre de quien se convirtió en su buen amigo.
Durante su recuperación Anthony le contó todo sobre su vida a Gerard, desde que tenía memoria hasta el momento en el que le salvó la vida, aún así algo no cuadraba, ¿porqué un súcubo lo había atacado?
Después de saber la verdad y ayudarle a Anthony a escudriñar los rastros que aún desconocía, Gerard descubrió que su aldea y el mundo en general estaban ante un peligro inminente.
Nadie sabía nada de eso. Tampoco lo sabía Mikey.
No quería contárselo, todavía existía una oportunidad para resolver las cosas y aplacar la ira de los Dioses. Había planeado junto a Anthony la manera de arreglar todo; pero, ya habían pasado muchos días desde la fecha de partida y Anthony no regresaba con su hermano.
Era eso lo que tenía preocupado a Gerard, pasaban muchas cosas por su mente y Mikey hablándole de irse a vivir con él a otro continente, era algo que en ese momento simplemente no tenía lugar en sus pensamientos.
—Gee... —susurró el menor llamando su atención—. ¿Qué piensas? Te quedaste callado, viendo a la nada...
Sin embargo, Gerard no pudo responder.
Entre los árboles que formaban el frente del páramo se escuchó un doloroso aullido. Sin dudarlo todos tomaron sus armas a la brevedad, y Mikey y Gerard se desplazaron al lugar, listos para el combate. En sus rostros estaba reflejada la preocupación, pues ese llanto lastimero pertenecía al Grifo. La bestia que custodiaba la entrada al páramo, ella únicamente atacaba a los desconocidos y Gerard temía que ese fuese el inicio de una guerra desconocida a la que se enfrentarían.
Avanzaron con cautela, Gerard con la espada en alto y Mikey con las llamas rojas salientes de sus manos, pero al cruzar los troncos enlazados encontraron al Grifo, retorciéndose y atado por una enorme cuerda de agua, tenía las alas y las patas apretadas dolorosamente.
Buscaron con la mirada al atacante y solo pudieron encontrar el menudo cuerpo de un muchacho sobre el pasto que crecía sobre el suelo. Estaba tirado y el cabello negro le cubría el rostro, sin embargo, mantenía la mano derecha alzada con firmeza y de ella provenía el ataque que mantenía al Grifo prisionero.
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