Resurrección

Solo existe algo en esta vida que siempre te encuentra, por mucho que te escondas: la muerte. Tarde o temprano ella toma tus manos y te dice: "acompáñame". Pero solo ella sabe el justo momento en que abandonas la vida, no una droga hecha por el hombre. Fue por eso que un fuerte olor a ébano hizo recobrar la conciencia a la Princesa Elizabeth, aunque no tuvo fuerzas para abrir sus ojos, su mente estaba presente. Tardó unos minutos en recordar por qué estaba allí, y al hacerlo se sintió triunfante. A partir de ahora solo podían suceder dos cosas: volver a ver la luz a través de las manos de Poppy, o morir. Pero la opción de vivir con el sabor de la amargura en su boca, ya no.

El funeral de Elizabeth fue mil veces más hermoso que su boda. El Rey estaba destrozado, sin fuerzas para mover un dedo, pero aliviaba su moribundo corazón haciendo un glamuroso funeral para su amada hija. La triste noticia había llegado a todos los confines del reino, llenando de asombro a todo el que escuchara la historia de la joven princesa que murió virgen, repentinamente y sin razón. El sacerdote brindó una emocionante misa, que llenó los ojos de lágrimas a todos los presentes. Algunos de los más fanáticos creyentes especulaban afirmando que era una santa, y su destino fue ser virgen para toda la eternidad: la virgen Elizabeth.

El pecho de la sirvienta Poppy latía sin control. Rezaba sin parar para que cada detalle saliera como fué diseñado por la Princesa. Su cara de miedo y preocupación fué la causa de que nadie sospechara en lo más mínimo.

El oxígeno comenzaba a ser escaso en el espacio de Elizabeth, quien intentaba con todas sus fuerzas mantenerse serena, para no hiperventilar y acelerar su apnea. Ella  se preguntaba qué tiempo llevaría en la el ataúd, cuánto tiempo faltaría para acabarse esa agonía, o quizás ya estaba bajo tierra y Poppy no había podido hacer nada por ella. Por un momento comenzó a asustarse mucho, se sintió perdida, acabada, asumiendo que era su final. Por fin sintió un movimiento, un tambaleo que la hizo volver de vuelta a la esperanza, eran los hombres descendiendo la caja de ébano en la fosa. - ¡Falta poco!- pensaba para darse fuerzas.

La sirvienta estuvo allí hasta el último segundo, junto a los Reyes, y los súbditos más fieles. Hasta que llegó el momento de marcharse, y decir adiós. Poppy era la única sirvienta que quedaban en ese instante junto a la tumba. Todos comenzaron a extrañarse de que aún no se hubiese marchado. Las miradas punzantes de todos los presentes sobre ella la hicieron entender, así que decidió irse a su lugar, asegurándose de que nadie viera cuando se escondió detrás de unos arbustos bien tupidos, dónde se encontraba escondida una pala y una palanca para abrir el ataúd.

Elizabeth dentro de su tumba, a una distancia de profundidad incompatible con la vida, comenzaba ya a desvanecerse, se sentía mareada por la falta de oxígeno en su cerebro, sus manos estaban heladas, sus labios entreabiertos, y sus encías resecas. Pasaron unos veinte minutos que fueron eternos, y los familiares y demás comenzaron a marcharse. Poppy dió un tiempo prudencial para que llegaran al Palacio y no dieran vuelta atrás. Entonces salió de su escondite, por suerte el lugar del entierro fué alejado de Westminster, dando más libertad para excavar la tierra sin que nadie la molestara, absolutamente nadie podía saberlo, de lo contrario su cabeza rodaría. La mujer excavó sin cansancio, sin parar ni un segundo, con la agilidad y destreza que requería el momento. Hasta que chocó la pala con algo duro, por fin el ataúd, mientras más avanzaba más asustada estaba la pobre sirvienta, aterrada de encontrarse a se querida Elizabeth muerta, ésta vez de verdad. Quitó los últimos montones de tierra y comenzó a abrir la caja. - ¡Mierda! ¡No puedo!- comenzaba a desesperarse mucho, al punto de sentir un dolor en el pecho característico de un paro cardíaco. De repente sintió algo romperse en el ataúd, poco a poco comenzaba a abrirse. Una fuerza descomunal e inexplicable salió de los brazos de Elizabeth, que intuía que si no lo hacía ahora, definitivamente moriría. Dió un fortísimo empujón a la tapa que la abrió completamente. La princesa automáticamente elevó su cabeza para tomar una bocanada de aire fresco, la sensación de volver a respirar fué realmente un regalo de Dios.

- ¡Mi niña! ¿Se encuentra bien?- dijo entre sollozos su salvadora.

Elizabeth no sé encontraba en condiciones de decir palabra alguna, aún no terminaba de recuperar su aliento. Pero un abrazo en agradecimiento le bastó para devolver  la sonrisa de ambas.

Cuando por fin pudo pronunciar palabras, la princesa murmuró en su oído: - No me bastará la vida que me resta para agradecerte.-

- Que Dios te bendiga- fue la respuesta de su ángel salvador.

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