Capítulo 29

—¿Qué? ¿Có-cómo? –preguntó Bellatrix sintiendo un escalofrío.

—Me dijiste que no te gustó que los dragones vivan encerrados. Los liberamos y que hagan su vida –respondió Grindelwald con simpleza.

La chica lo miraba como si se hubiera vuelto loco. Claro que la idea la excitaba, no solo por los animales, sino por el riesgo y la emoción de llevarlo a cabo. Pero se le ocurrían múltiples impedimentos. El principal era que ahí había docenas de trabajadores que igual no estaban de acuerdo... Y así se lo comentó a su profesor.

—Es la una de la mañana –constató él—. Los dragonologistas, según me contó Mathew, duermen en una especie de motel ruinoso en la zona mágica de Edimburgo donde mañana debería ser la exposición. Los únicos que pernoctan aquí son los cinco guardias de seguridad y la junta directiva: Stanescu y media docena de sus colegas. Tienen varios bungalows de lujo en una zona resguardada más allá de las jaulas. Los dragones son una inversión tan fuerte que no los dejan solos ni un minuto.

—Eso son doce personas. Y supongo que serán buenos con sus varitas, no sería fácil aturdirlos a todos.

—Más que buenos son brutos... —murmuró Grindelwald— Pero yo no he hablado de aturdirlos, señorita Black. Son gente que hace daño a los dragones y ni siquiera son de sangre pura. Considero que convendría ser más... eficaz para no dejar pruebas.

Bellatrix parpadeó varias veces preguntándose si estaría soñando o bajo el influjo de algún maleficio. ¿Grindelwald le estaba ofreciendo liberar dragones y matar humanos? No parecía querer expresarlo tan claro, pero deducía que la idea era esa... ¿¡Pero a qué clase de profesores contrataba Dumbledore!? ¿Y si era una trampa? Quizá pese a todo Grindelwald y Dumbledore estaban aliados contra Voldemort y querían tenderle una emboscada para meterla a Azkaban y eliminar así a sus partidarios. Aunque sonaba demasiado retorcido...

—¿Pero Stanescu no era su amigo? ¿No pretendía hacer negocios con él? –pregunto escéptica.

Grindelwald se encogió de hombros.

—No me cayó en gracia. Anoche creyó que la dragona te iba a carbonizar y no hizo nada por evitarlo. Tengo más socios con los que hacer negocios.

Bellatrix guardó silencio calibrando sus palabras. Unos densos nubarrones ocultaban la luna y no había ninguna iluminación en varios kilómetros. Pero aún así, sentía cómo Grindelwald escrutaba su rostro. Fue él quien habló de nuevo:

—Quizá me he equivocado, no pretendo obligarte a hacer nada, no debes demostrarme nada. Si quieres que volvamos al castillo o...

—¡No! –exclamó Bellatrix de inmediato— ¡Tenemos que liberarlos! Es solo que...

—Dime –la alentó él.

—No sé cuándo parar. Si empiezo a... hacer justicia con esos maltratadragones no pararé hasta que no quede ninguno. Y preferiría no ir a Azkaban...

—Así es como deben hacerse las cosas, señorita Black. Cuando empiezas algo, lo terminas –sentenció él—. Descuida, nadie sabrá que hemos sido nosotros. Solo necesito que confíes en mí. ¿Lo harás?

A Bellatrix le desquiciaba que le hablara de usted y de tú en el mismo párrafo; le desquiciaba y le encantaba. Su profesor causaba ese efecto en ella. Así que decidió arriesgarse y asintió.

—Entonces no perdamos más tiempo. Es el momento perfecto, con el cielo tan nublado los dragones podrán huir sin ser vistos. Usa el encantamiento desilusionador y si quieres decirme algo una vez entremos al área de protección, métete en mi mente, ¿de acuerdo?

"De acuerdo" respondió ella dentro de su cabeza. Ambos ejecutaron el encantamiento y se volvieron invisibles. Grindelwald le dio las últimas indicaciones:

—Recuerda que el punto débil de un dragón son sus ojos, ciégalo si necesitas huir. ¿Puedes sentir mi aura mágica?

—Perfectamente.

—Muy bien, así podrás localizarme si nos separamos. Yo también siento la tuya... que por cierto es mucho más poderosa que la primera vez en que hablamos junto al lago, quizá no te acuerdes pero...

—Claro que me acuerdo.

Fue la primera vez en que él la tocó y le permitió familiarizarse con su magia. Fue muy especial e íntimo para ella y le hacía ilusión pensar que también para él.

—Si en cualquier momento experimentas el más mínimo temor, sal de área protegida y aparécete. Y si precisas mi ayuda, grita (mental u oralmente). ¿De acuerdo?

A Bellatrix aquello le sonó muy extraño. Eran indicaciones contrarias a las que le daba Voldemort: solía lanzarla sola al peligro, castigarla si huía y torturarla si osaba pedir ayuda. Pero aun así mostró su aquiescencia. Grindelwald insonorizó sus pasos con un encantamiento y le indicó que cogiera su mano. Ella la asió con dificultad al no verlo y comenzaron a caminar hasta la barrera invisible. La cruzaron sin ningún problema como la noche anterior. En esta ocasión los recibió el silencio: ni llamaradas ni rugidos. Unas antorchas que marcaban la ubicación de las jaulas mostraban que los animales seguían ahí. A lo lejos se adivinaban las siluetas de los bungalows, alguno tenía la luz encendida, probablemente su morador estuviese bebiendo o trapicheando con otros delincuentes de alto rango.

Como había previsto Grindelwald, cinco guardias de seguridad casi del tamaño de troles se paseaban entre las jaulas. Ejecutó la potente versión de desmaius que era su hechizo firma y al momento los cinco cayeron inconscientes. A Bellatrix seguía fascinándole lo poderoso que era. Se aceraron un poco más. Los dragones dormían en sus jaulas, algunos revolviéndose en sueños molestos por su minúsculo hábitat. Salvo uno...

El colacuerno está despierto —pensó Grindelwald.

Aun en su mente, Bellatrix notó que el animal le infundía respeto.

Si nos detectan y empiezan a rugir y a lanzar fuego, alertarán a todo el mundo y esto será un caos —caviló el mago —Cuanto más tarde en suceder, mejor.

Aunque los animales no pudieran verlos, podían sentir su calor, su olor y su magia. La teoría estaba clara. Lo que Grindelwald no decidía era cómo empezar el motín ahora que tenían a las fieras a pocos pasos.

Voy a avisar a Saiph - resolvió Bellatrix—. Él se lo explicará al resto.

Soltó la mano de Grindelwald y se separó sin que él pudiera detenerla. Escuchó en su mente réplicas de que era una locura y un suicidio; aún así no sonó muy vehemente, tenía bastante fe en ella. La chica dio un rodeo para evitar al colacuerno que husmeaba el aire sin parar y se acercó por un lateral a la jaula de los wiseshadows. La dragona dormía con dos cachorros entre sus patas y otros dos ovillados en su cola. Pese a que todos eran parecidos y la luz de las antorchas que delimitaban la zona era escasa, Bellatrix supo distinguir cuál era su amigo.

—Saiph –lo llamó con suavidad acercándose a los barrotes.

Antes que el cachorro se despertó la madre. Profirió un gruñido sordo y fijó la vista en el punto donde se hallaba Bellatrix. Ella eliminó el encantamiento de invisibilidad para no asustarlos y por el momento la dragona no atacó. Bellatrix repitió el nombre que le había dado a la cría y una de las bolitas negras de dormitaban desplegó sus alas y revoloteó junto a los barrotes.

—Hola, Saiph, soy Bella —susurró en voz baja— Mi... amigo y yo hemos venido a liberaros. Vamos a sacaros de aquí, ¿lo entiendes? No vamos a haceros daño, solo a abrir vuestras jaulas para que podáis huir. Avisa a tus compañeros si sabes hacerlo.

Se oía a sí misma y se sonaba ridícula. ¿Qué estaba haciendo tratando de tramar un plan con un dragón? Aún así, algo dentro de ella le decía que tenía sentido. Obviamente Saiph no la entendía, pero si comprendiese su intención... El dragoncito empezó a revolotear sobre sus hermanos y su madre sin hacer ruido. Bellatrix examinó los barrotes y se dio cuenta de que aquello no iba a abrirse con ninguna versión de alohomora; o Grindelwald sabía cómo abrirlas o ella no tenía ni idea. De nuevo dudó. Era una misión suicida... ¿Y si los dragones abrían fuego y moría quemada? Eso sería peor que Azkaban...

—¿Gellert? –susurró en la oscuridad algo asustada.

Fue la primera vez que le llamó por su nombre. No hubo respuesta. De repente le dio miedo que se hubiese marchado y la hubiese abandonado en aquel espacio donde no podía aparecerse. Ni siquiera recordó que le había indicado que entrara en su mente en lugar de hablar. Pero cinco segundos después notó que alguien con un perfume que ya le resultaba inconfundible la abrazaba suavemente por la espalda.

—Estoy aquí –susurró en su oído reconfortándola.

Por desgracia su presencia sí que alertó a los dragones que empezaron a gruñir y revolverse nerviosos. "Deshaz el conjuro desilusionador, tienen más miedo si no nos ven" ordenó Bellatrix. Él obedeció y aunque los animales seguían vigilándolos, se calmaron y volvió el silencio. Grindelwald le contó lo que había averiguado:

—He examinado la jaula del galés, son de acero mágico reforzado, el material más inviolable que existe. Cada jaula tiene una única llave que guarda Stanescu y solo las sacan cuando abren para alimentarlos. Ningún hechizo de apertura funcionará.

—¿Entonces no podemos sacarlos? –preguntó ella triste por haberle dado falsas esperanzas a Saiph.

—No podemos abrirlas... podemos volarlas. Pero en ese caso el escándalo está garantizado. Además, si los dragones no cooperan esto puede terminar de forma catastrófica para todos. ¿Es un riesgo que estés dispuesta a asumir?

Bellatrix lo comprendió: provocar una explosión tan grande como para quebrar ese acero en una jaula tan reducida podía ser muy peligroso. Los dragones tenían una piel muy recia, si estaban quietos no recibirían daños, pero como se movieran o atacaran la explosión rebotaría en sus escamas y todo se descontrolaría. Lo pensó bien. Miró a Saiph que aleteaba frente a ella y a sus hermanos que, aunque somnolientos, también se habían despertado y la miraban sin separarse de su madre. Tras unos minutos de duda (durante los que Grindelwald tuvo que volver a aturdir a un par de vigilantes que habían despertado) murmuró:

—Yo confío en ellos.

—Yo confío en ti –respondió él—. ¿Recuerdas mi versión que te enseñé de bombarda máxima? Vamos a usarla los dos a la vez, centrándonos en los mismos veinte barrotes. Naturalmente se despertará y acudirá todo el campamento, pero es la única posibilidad si quieres hacerlo, ya lidiaremos con ellos. ¿De acuerdo?

—Sí –respondió ella temblando de los nervios.

—¿Por cuál empezamos? Los que están dormidos tienen menos riesgo, pero...

—Por esta, ellos sabrán hacerlo, es la raza más inteligente. Si tenemos suerte, el resto los imitarán –indicó Bellatrix volviendo a acercarse a los wiseshadow—. Saiph, vamos a provocar una explosión aquí. Pégate a tu madre, tus hermanos también. Protegeos hasta que podáis salir.

Bellatrix temblaba de miedo porque algo saliera mal. Pero de nuevo, sentir que Grindelwald la abrazaba por la espalda en lugar de llamarla loca por hablarles a los dragones calmó sus nervios. En silencio observaron como el cachorro revoloteaba sobre su madre. Se refugió entre sus patas y sus tres hermanos le imitaron. La dragona extendió sus enormes alas todo lo que la celda permitía y protegió su cabeza y a sus cachorros.

—A la de tres –susurró Grindelwald cuya mano no temblaba.

Ejecutó la cuenta atrás y cuando llegó al cero, los dos provocaron una soberbia explosión. El estruendo que generó fue solo comparable a la densidad de la humareda. Grindelwald protegió a Bellatrix estrechándola junto a sí para que no respirara el humo mientras él contemplaba la escena sin estar seguro de si había funcionado. A lo lejos empezaron a oírse gritos.

—¿La hemos roto o no? –preguntó Bellatrix intentando distinguir algo entre el humo.

Entonces, revoloteando frente a sus ojos apareció Saiph. Pese a que todos los manuales aseguran que los dragones no disponen de los músculos faciales necesarios para sonreír, Bellatrix jamás había visto una expresión de felicidad similar. Con un par de movimientos de varita Grindelwald despejó el humo y comprobó que no era el único que había salido. La imponente dragona abandonaba la jaula intentando desentumecer sus músculos tras años de cautiverio.

—¡Marchaos, Saiph, volad lejos! –le indicó Bellatrix al ver al animal desconcertado por su repentina libertad— Hay muchos bosques y montañas en los que seréis felices. ¡Idos!

El dragoncito frotó su morro contra el rostro de Bellatrix y después ascendió en vertical como una flecha, haciendo piruetas por ser la primera vez que volaba libre. Sus tres hermanos le imitaron (sin duda Saiph era el alfa) y al momento la dragona ascendió tras ellos. Grindelwald y Bellatrix no se quedaron a ver cómo desaparecían entre las nubes, restaban cinco jaulas por abrir y Stanescu y sus compañeros se acercaban corriendo y bramando.

—¡El colacuerno ahora! –le indicó Grindelwald— Con la piel que tiene, aunque se mueva el daño será menor.

La chica obedeció. El animal rugía nervioso, pero cuando Bellatrix le gritó "¡Quieto!" sería la sorpresa o el miedo pero se quedó inmóvil. Sin necesidad de cuenta regresiva los dos magos volaron simultáneamente sus barrotes. El dragón abandonó la jaula dando coletazos furiosos. Antes de alzar el vuelo lanzó una llamarada hacia los seis magos dueños de aquello que se habían acercado. Eso generó una cortina de fuego que les dio a los dos intrusos un pequeño margen de tiempo antes de enfrentarse a ellos.

—¡El galés será fácil, está asustado! –señaló Bellatrix corriendo hacia la jaula en cuestión.

Efectivamente, el movimiento había sobrecogido al animal que se había ovillado en un rincón de su jaula (aún así ocupaba más de la mitad del espacio). Cuando lo liberaron quedó paralizado, ni siquiera los gritos de Bellatrix le hicieron salir. Grindelwald creó una especie de snitch gigante que revoloteó frente a su rostro. El animal intentó atraparla, pero la pelota le hizo un quiebro. Se lanzó a perseguirla y sin darse cuenta alzó el vuelo y se alejó a cielo abierto.

Quedaban el opaleye de las antípodas que se revolvía nervioso en su jaula sin dejar de escupir fuego, el bola de fuego chino que contemplaba el cielo sin entender cómo sus compañeros habían podido salir y el ironbelly ucraniano que profería unos rugidos que a Bellatrix le erizaban la piel.

Profesor y alumna se compenetraban muy bien, ninguno tuvo duda de que el bola de fuego era la mejor opción. A Bellatrix no le había sucedido aquello en ninguna misión: sentía una mezcla de miedo y placer que hacía centellear su sangre, Grindelwald sobre el terreno era aún mejor que en sus entrenamientos. Sabía complementarse con ella, anticiparse a los problemas y solucionar cualquier contratiempo sin titubear. Era como ella soñaba que fuesen las misiones con Voldemort. Solo que con él era real. Acababan de liberar al bola de fuego, que ascendió al cielo como una exhalación, cuando Stanescu y otro de los cabecillas lograron superar las barreras de fuego.

—¡GRINDELWALD! –bramó lanzándole un maleficio que el mago desintegró sin dificultad.

Por desgracia, esos dos reanimaron a tres vigilantes que encontraron a su paso y estos despertaron casi más furiosos que los dragones. Bellatrix se lanzó a atacarles. Comprobó que Grindelwald tenía razón: eran más brutos que diestros. Estaba luchando contra dos a la vez cuando el tercero se lanzó contra ella optando por la fuerza bruta. Recordó las enseñanzas del libro de Morgana: "Sírvete de tu entorno, fúndete con la naturaleza". Retrocedió unos metros sin dejar de defenderse y justo cuando el troll humano se arrojó contra ella, una llamarada del opaleye lo carbonizó.

—¡Te sacaré, te lo prometo! –exclamó Bellatrix al animal.

Se alejó de la jaula porque sola no podía romperla y aún seguía defendiéndose de los otros dos magos. La primera muerte unida al olor del fuego y la sangre estimuló sus sentidos. Su versión más demente, la que brotaba en las misiones, empezó a adueñarse de su cuerpo. Liberar dragones era terreno desconocido, pero torturar hombres... oh, sí, ese era su campo.

—¡Vamos! ¡Venid a atraparme! –gritó entre carcajadas— ¡Crucio! ¡Crucio!

—¡AAAAHHH! –aulló el receptor eclipsando los bramidos del ironbelly.

—¿Te has meado encima? ¡Por Circe, qué asco! Tan grande y tan cobarde... —se burló ella— ¡Oye, mira! Así probamos mi maleficio para envenenar.

Lo probó y fue lo último que el mago hizo en su vida.

—¡Tengo otro para ti! –exclamó eufórica ante el otro matón que empezaba a temer a aquella cría que tan poca cosa parecía — ¡Este es más nuevo! Hace que tus intestinos se transformen en serpientes y te coman por dentro. Aún lo estoy perfeccionando, ¡vamos a ver si funciona!

—¡No, no! –bramó el hombre— ¡SERÁS...!

Una serpiente desgarró su vientre desde dentro y acabó con su vida asfixiándole.

—Uy... —murmuró Bellatrix acercándose a examinar el repugnante cadáver— Eso no debería haber sucedido... Se supone que debían devorarlo desde dentro... Qué le vamos a hacer, tengo que perfeccionarlo, ¡a ver qué otra cobaya tenemos por aquí!

Se giró y comprobó que Grindelwald había matado a los otros tres guardias de seguridad. De los seis magos que quedaban, dos habían intentado huir, pero el opaleye y el ironbelly los habían ajusticiado con sus llamaradas. Para los dragones era un juego como los que les obligaban a participar a ellos: debían cumplir las normas, si alguien intentaba huir, era asesinado. Grindelwald se batía en duelo contra Stanescu y los otros tres maltratadragones (así los llamaba Bellatrix en su mente). Se notaba que no se esforzaba lo más mínimo, él también disfrutaba con aquello.

Sin embargo, cuando Bellatrix contempló a los cinco magos, estos tenían las varitas alzadas y humeantes pero habían hecho un alto en sus ataques. Frunció el ceño al ver que todos miraban pasmados hacia donde estaba ella. Creyó que habría algún dragón u amenaza peor a su espalda, pero se giró y no vio nada.

—¿Qué pasa? –preguntó extrañada.

Lo que pasaba era ella. Los magos habían estado batiéndose en duelo en silencio y con el temor de que los dragones los quemaran vivos. Cuando en medio de aquel escenario apocalíptico vieron que una cría que no tenía ni veinte años empezaba a reírse, a chillar y a mutilar cuerpos para examinarlos después, no dieron crédito. Ni siquiera los dragones que habían logrado huir estarían tan eufóricos como ella.

Grindelwald la había entrenado y observado luchar durante meses, pero no era nada comparado a aquello, nunca la había visto en su estado natural. Porque le quedó claro que la verdadera Bellatrix no era la alumna inocente que le pedía consejos y flirteaba con él cual adolescente. No. La auténtica Bellatrix era la que ahora tenía delante: sádica, desquiciada, incontrolable y absolutamente salvaje. Su melena caía enmarañada por su rostro dejando entrever sus labios rojo sangre y sus ojos con destellos de malicia a juego con la capa manchada de la sangre de sus víctimas y apestando al fuego que empezaba a rodearlos. Era la imagen más hermosa, erótica y poderosa que Grindelwald había visto jamás. Estaba tan epatado contemplándola que apenas vio como Stanescu (el único incapaz de vencer la parálisis) alzaba su varita hacia él:

—¡Ava...!

Grindelwald iba a defenderse, pero su alumna se le adelantó:

—¡Crucio! ¡Será tramposo! Tienes suerte de que no haya traído mis dagas o te arreglaría esa cara de dementor enfermo.

Stanescu no pudo terminar de pronunciar la maldición asesina: el dolor que sintió no lo había imaginado ni en las pesadillas en las que los dragones se vengaban de él. Mientras se retorcía en el suelo, sus tres compañeros alzaron las varitas (aunque menos seguros que al principio) para defenderlo. Bellatrix acabó con uno y Grindelwald con el otro. Quedaba solo uno y Stanescu, que cuando se recuperó del crucio miró al profesor y comentó con una mueca de burla y desprecio:

—Parece que además de estar buena tu putita también está loc...

El aullido de dolor que profirió asustó hasta a los dragones (que contemplaban la batalla entretenidos, por una vez no eran ellos la carnaza). Con un solo movimiento Grindelwald había separado ambos brazos de su cuerpo. El mago seguía vivo, le habían quedado dos muñones pegados a los hombros.

—¡Hala! –exclamó Bellatrix fascinada— ¿¡Cómo lo ha hecho!? ¿Por qué no se desangra? ¡ENSÉÑEME!

Grindelwald soltó una carcajada ante la admiración de su alumna. Primero ejecutó un hechizo de envoltura en frío para preservar el oxígeno y que las llamas cada vez más próximas no les afectaran. Después, con la misma calma con la que le explicaba los conceptos en clase, comentó:

—Es un método de tortura que inventé hace años (aunque ahora me avergüenzo porque los suyos son mucho más creativos, señorita Black). Si se desangra, muere enseguida y no es tan divertido. Ven, coge la varita así, como si fuera una guadaña.

El profesor le indicó con total calma la posición y las palabras que debía repetir. Mientras, el compinche de Stanescu que quedaba vivo buscaba la forma de huir. Esa área contaba con conjuros antiaparición, debía salir de los límites para poder hacerlo. El problema era que dos de las salidas estaban flanqueadas por dragones y las otras dos por un profesor y su alumna que habían resultado ser dos maníacos. No sabía qué equipo le daba más miedo, así que se quedó inmóvil. Iba a atacar a la chica cuando vio que esta, imitando a la perfección a su tutor, le cercenaba las piernas a Stanescu que se convirtió en un torso con cabeza. Eso le quitó todas las ganas de atacar.

—Discúlpate –le espetó Grindelwald a lo que quedaba del líder.

—Si creéis que... —empezó a amenazarles Stanescu.

—Tienes un acento que me provoca dolor de cabeza –le interrumpió Grindelwald—. Y hablando de dolor de cabeza...

Repitió el movimiento por tercera vez y le seccionó la cabeza. Definitivamente estaba muerto.

—Vaya... Ya solo queda un cerdito para jugar... —murmuró Bellatrix con tristeza— ¿Puedo matarlo yo? ¿Puedo? ¿Puedo? –preguntó mirando a Grindelwald poniendo ojitos.

Él sonrió y respondió:

—No podría decirte que no a nada.

—¡Hemos pedido refuerzos! –exclamó el hombre que quedaba en pie— ¡Nuestros compañeros están por venir, les hemos avisado de que era Grindelwald! Si me matas será mucho peor porque...

—Mientes –le cortó Bellatrix con su sonrisa demente—. No habéis avisado a nadie porque revisarían el campamento y tenéis frascos con sangre de dragón extraída ilegalmente. Además de que no cumplís las medidas de seguridad y sanidad y os caería una multa que os arruinaría. Habéis pensado que si os aprovecháis de semejantes bestias os podíais divertir mucho torturando a los intrusos como hacéis siempre que algún dragonologista intenta destapar vuestros negocios sucios.

El hombre la miraba horrorizado sin entender cómo sabía aquello. Bellatrix no le explicó que su mente era un libro abierto para ambos, que muriera con la duda. Grindelwald lo contempló y comentó:

—Tienes suerte, despojo humano, cuando llegues al infierno podrás presumir de que te ha matado la mejor bruja del mundo –se burló Grindelwald—. Todo tuyo, ma belle.

Bellatrix profirió un gritito de satisfacción y Grindelwald se apartó un poco para darle espacio. Su enemigo le lanzó varias ofensivas, pero ella las desvió todas. Decidió que ya que era último debía aprovechar la oportunidad de usar el hechizo que más placer le causaba...

—¡Crucio, crucio, crucio!

El hombre se retorcía en el suelo con la expresión de más pura agonía que Grindelwald había visto jamás. Tras cada ataque Bellatrix se reía a carcajadas, daba saltitos y se aplaudía a sí misma. Pronto el hombre reunió toda la fuerza que le quedaba para suplicar que le matara.

—¿Tuviste tu piedad con los dragones a los que robaste sangre? ¿Eh, pequeño cerdito? –canturreó Bellatrix— ¿No? Pues... ¡CRUCIO!

Repitió su movimiento firma durante varios minutos, totalmente sumida en el gozo que aquello le provocaba. A ratos cerraba los ojos y se estremecía de placer. La luz roja salió tantas veces de su varita que Grindelwald no fue capaz de contarlas. Pese a que intentó alargarlo lo máximo posible, pronto fue evidente que el hombre había perdido la consciencia hasta tal punto que ya no sentía ni el dolor. Bellatrix se acercó, le dio un par de golpes con la punta de su bota y confirmó que ya no podía considerarse un ser humano. "Pues ya está" murmuró un poco triste porque hubiese terminado la diversión. Miró a su profesor que parecía petrificado.

—Joder, Bella... —fue lo único que Grindelwald fue capaz de balbucear.

Nunca había usado el apócope de su nombre ni una palabra malsonante, pero tampoco la había visto nunca usar su hechizo predilecto. Ahí estaban, sudorosos y ensangrentados tras el combate, con una docena de cadáveres a sus pies, dos bestias rugiendo en sus jaulas y un círculo de fuego de varios metros de altura estrechándose cada vez más. Pero Grindelwald no era capaz de ver nada más allá de Bellatrix. Ella se acercó a él muy sonriente.

—¿Qué tal lo he hecho? –preguntó con una inocencia demente como cuando practicaban en la Sala de Menesteres.

Grindelwald la atrajo por la cintura con brusquedad y la besó, no fue capaz de responder de ninguna otra forma. Pese a su carácter posesivo y dominante y a la brutal ansia que sentía por devorarla, el beso no fue demasiado agresivo. Hubo pasión y ansiedad mientras ella le arañaba suavemente la espalda y él le acariciaba la mejilla; ambos reprimieron gemidos y jadeos mientras sus lenguas se entrechocaban. Y a la vez, fue la sensación de seguridad y pertenencia más fuerte que había experimentado Bellatrix. Se separaron solo cuando la necesidad de oxígeno amenazaba con asfixiarlos.

—¡Tenemos que liberar al resto, vamos! El opaleye primero.

Casi por inercia y porque Bellatrix lo arrastraba de la mano, Grindelwald obedeció. Liberaron al opaleye, que salió raudo hacia el cielo, y dejaron el último al ironbelly, el más salvaje de todos. Cuando su jaula quedó destruida, el animal empezó a salir lentamente; era más grande y menos veloz que el resto. Entonces Bellatrix se dio cuenta de que debían deshacerse de los cadáveres que alfombraban el suelo. No podían arriesgarse a que el fuego no los calcinara por completo y los aurores encontraran pruebas.

—¡Oye! –le gritó al dragón— ¡Mira, la cena!

De la varita de Grindelwald emergió una lucecita que se posó sobre el hombre que había quedado en estado vegetal tras los crucios. El ironbelly lo devoró de un bocado. La luz le fue guiando de un cuerpo a otro y el dragón no dejó ni un hueso.

—Los hacen pasar hambre para controlarlos mejor, qué asco –masculló Bellatrix observando al hambriento animal.

En cuanto terminó, los miró con fiereza y abrió de nuevo las fauces. Pero finalmente alzó el vuelo también y desapareció. Viendo que la misión había sido un éxito, Grindelwald agarró a Bellatrix, salieron del área protegida y los apareció de nuevo en la sala común de Slytherin. Obviamente estaba desierta, eran casi las tres de la mañana. Bellatrix cerró los ojos y se centró en calmar su respiración para volver lentamente a su estado más sosegado. Cuando unos minutos después consiguió apaciguarse, toda la velada le resultó surrealista.

Hacía dos horas estaba tumbada con Eleanor en el sofá (casi) segura de no volver a hablarle a Grindelwald en la vida. Ahora habían liberado a una decena de dragones, destruido un campamento, asesinado a doce magos y le había comido la boca a su profesor de Defensa (que por cierto había cumplido su promesa de incendiar algo juntos). Le hubiese parecido una alucinación de no ser porque estaba cubierta de sangre y hollín, apestaba a fuego —su olor favorito— y su boca sabía a menta y aguardiente. Grindelwald la contemplaba en silencio. Ella optó por lo práctico:

—¿Cuánto tardarán en darse cuenta? ¿Alguien lo habrá oído?

—Unas pocas horas, hasta que sobre las siete los dragonologistas acudan para trasladar a los animales al recinto de la exhibición. No, el campamento es una burbuja aislada en el bosque, desde fuera no han podido oír nada y dentro no ha sobrevivido nadie para contarlo.

—¿Pero qué creerán que ha pasado? Mathew y el resto de dragonologistas recordarán que no me gustó que los tuvieran encerrados, si buscan sospechosos...

—Ahora me ocupo de eso, no te preocupes. Dúchate y acuéstate.

Ella asintió con una sonrisa suave. Grindelwald la miraba y parecía nervioso por primera vez en la noche, lo cual a Bellatrix le resultaba inédito y adorable. Se acercó a él, le abrazó con torpeza y susurró: "Muchas gracias, ha sido la mejor cita de mi vida". Le dio un beso en la mejilla y se marchó a su dormitorio con una inmensa sonrisa. 

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