16. AZUL OCÉANO

Una tenue luz está penetrando a través del fino cristal de mi habitación, y se escuchan unas risas en la habitación de al lado. Las ruidosas voces hacen que despierte y empiezo a moverme en la cama inquieta. Esto es lo que más odio de las residencias, en el fondo. Hoy es viernes, y hay compañeros míos que han estado divirtiéndose toda la noche. En la universidad es así. Todas las noches representan una oportunidad para juntarse en la casa de alguna fraternidad y ponerse pedo hasta las tantas de la madrugada. Alcohol, drogas, sexo y rock and roll.  Y Harvard no va a ser diferente. 

El estruendo de unos cristales rompiéndose en el cuarto de al lado, hacen que aparte mi edredón y me levante de la cama adormilada. La alarma todavía no ha sonado, eso quiere decir que son menos de las 8:15, y Berta no está. ¡Qué raro en ella! Ha ido a clases. Sonrío complacida y pienso que cuando quiere, puede ser muy responsable. En general, yo soy la que la suelo despertar y tirar de ella. 

Escucho unos gemidos  y levanto una ceja. Sí, que se lo están montando bien los vecinos de al lado. Además, escucho varias voces, una de mujer y sin duda son dos voces de hombre ¿o tres? Entre gemido y gemido me pongo de mal humor y desganada, me pongo de pie y doy unos golpes en la pared que hay en la cabecera de la cama, con rabia. 

—¿No sabéis que son las ocho de la mañana, joder? ¡La gente está durmiendo! —y vuelvo a golpear esa pared muy tenaz. 

Interrumpo los gemidos. Me han escuchado, y eso es porque las paredes son básicamente papel de fumar, tan finas son. 

—¡Métete en tus asuntos niña! —escucho una voz varonil impetuosa. 

Y aquellos ruidos de sexo puro y duro se vuelven a escuchar. Vuelvo a golpear aquella pared blanca, agrietada, y estoy con ganas de demolerla. Pues sí que estoy muy encabronada por las mañanas. 

De nuevo silencio y tras unos segundos, vuelvo a escuchar una voz, pero diferente de la del hombre de antes. 

—¡Para ya, amargada! ¿O es que necesitas un meneo? 

—¡Idiota! ¡Tu cara sí que necesita un meneo! —grito demasiado turbada por la situación y estoy deseando darle dos puñetazos en toda la cara a aquel juerguista.  

—¡Chica, tú lo que necesitas es que te la metan! —vocifera la primera voz—. ¡Vente para acá y te tranquilizamos! 

Y empiezo a escuchar unas carcajadas horribles a través de la pared. Despego mi oído de aquella pared un poco humillada y le doy una patada a mi almohada enfurecida. Esta cae sobre el suelo de parqué de la habitación.

—¡Imbéciles! —grito al mismo tiempo a todo pulmón. Para que me escuchen. 

¡Mierda! Estoy aquí discutiendo con unos idiotas, cuando lo que debería hacer es ducharme y prepararme para el vuelo. Queda ya menos de una hora hasta la hora de quedada. 

¿Tan obvio es que necesito que me la metan? Una verdad tan grande como un templo. O como el miembro del profesor. Mi mente no puede borrar la imagen de aquel inmenso y erecto falo que se asomaba por el cierre de su pantalón de traje en su despacho... aquel fatídico día.  

Verdaderamente, no sé qué me está ocurriendo esta mañana, pero se me ha ido la cabeza totalmente y lo achaco a mis jodidos nervios. Mientras que intento encontrar la razón, me acerco al mueble de cocina y me doy cuenta de que Berta me ha hecho café, y al lado hay una nota "¡Pásalo bien EX-santurrona! A la vuelta nos vemos. Te quiero". 

¡Bert es un amor! 

Le doy un sorbo al café, cojo un trozo de pan y caigo en la cuenta de que me queda media hora. Y los malditos gritos de placer de la habitación de al lado no cesan.

Menos mal que tengo el equipaje hecho, pienso esto mientras que reviso la pequeña maleta rosa que llevo con unas cuantas prendas de ropa cómodas, mi bikini y uno o dos vestidos elegantes. Y también llevo mi propia ropa interior, que reconozco que no es como la que me envió el profe, pero es mía y para mí  sí,  es sensual. La caja de su jodida lencería lujosa sigue en el armario, se la devolveré a la vuelta. 

Deprisa y corriendo me ducho y me echo mi crema corporal adictiva. Me coloco rápidamente unas zapatillas converse y unos pantalones blancos, junto a una camiseta playera y colorida, bastante pegada y escotada, mi reloj y unos sutiles pendientes.

Un poco de maquillaje y estoy más que lista. 

Deslizo mi pequeña maleta sobre las losas del pasillo de la residencia y al salir, oculto mi vista con mis gafas de sol color tostado de "Chic Me", que me costaron veinte pavos en el Mall. Tras andar unos cuatro pasos apática, aunque a la vez ilusionada de visitar Miami y acompañar al profesor, escucho un suave pitido.  

Es él. En realidad, yo estaba buscando otro tipo de coche, me dijo que mandaría un coche a recogerme, no de que iba a venir él. Y la sorpresa es que se baja de su Mercedes Benz, cierra la puerta del piloto rápidamente y me hace una señal. Aunque no lleva puesto un traje, como sería lo normal en él, hoy lleva unos jeans negros preciosos muy pegados a sus nalgas "toqueteables" bien sabrosas y una camiseta gris oscura, con un símbolo de Versace. La camiseta encaja muy bien con sus músculos bien fornidos, y deja entrever con claridad su robusto torso, al igual que las venas que están por explotar en sus fuertes brazos. 

Mis piernas empiezan a temblar, y la soberbia y determinación que llevaba de camino al coche, se han esfumado. Todo eso se ha transformado en un suave rubor, mis mejillas se vuelven rosadas y un temblor casi incontrolable recorre todo mi cuerpo. En mi mente veo muy avergonzada nuestra imagen ahora mismo: es como si un cachorro le empezara a ladrar a un león. Y este le pega un enorme rugido y lo acobarda. Así me siento ahora mismo: como un cachorro. Lo vuelvo a mirar embobada,  nunca lo había visto vestido de manera coloquial. Debo decir que es muy... pero muy sexy. Y comestible. 

¡Aylin! Vuelve a la tierra , es mi conciencia, que me recuerda que no puedo ver a los hombres como comida. Se me están pegando ya las cosas de Bert parece. Enseguida, hago un movimiento suave con la cabeza, como diciendo "¡neuronas, volved!¡hormonas, fuera!"

—¡Hola! —dice mientras se acerca a mí y coge el mango de la maleta que llevo arrastrando, sus dedos rozando mis manos. Él alarga ese roce a propósito y sigue manteniendo su mano sobre la mía unos segundos más—. Me alegro mucho verla. 

No puedo notar la expresión en sus ojos porque lleva esas gafas oscuras de sol. 

—¡Hola! —retiro mi mano—. Dijo que iba a mandar un coche. 

—Bueno, he pensado en venir yo mismo a recogerla —contesta mientras que mete mi equipaje en el maletero y lo cierra de un golpe. 

—¿Pensaba que me echaría para atrás? —pregunto con voz mordaz y me monto en el asiento del copiloto. 

—Posiblemente —contesta y se acomoda en el asiento del piloto. 

Arranca el coche. 

—¿Y si hubiese sido así, que hubiese hecho? —indago inquieta, en un desesperado intento de conocerlo mejor. 

—Pues... ¿quiere que le diga la verdad?

—Me lo prometió. Me dijo que hoy hablaríamos abiertamente sobre todo. 

—Si me hubiese dejado plantado, hubiese ido a su habitación. Y hubiese golpeado esa puerta hasta que me habría abierto. 

Agrando los ojos, aunque no sé por qué me sorprende. 

—¿Aun con el riesgo de que le vea todo el mundo?

—Con todos los riesgos, señorita —y me mira—. A tal grado llega la locura que provoca en mí. 

¿Me debo sentir halagada? Supongo que sí, y por dentro sonrío complacida. Si se arriesgara a hacer eso, quiere decir que algo significo para él. Planeo en mi cabeza los pasos que voy a dar: primero tenemos que hablar, y después... ya se verá.

La cuestión no es acostarme o no con él. La cuestión es qué haré después de eso.

Evalúo en mi mente rápidamente y veo que tengo dos opciones: Una, si me convencerán sus argumentos, me lo follaré y si todo va bien, seguiremos dándonos placer mutuamente (con fecha de caducidad, por supuesto: hasta que aparezca aquel príncipe azul que espero). Dos, si no me convencen sus argumentos, follaré con él esta noche, y a la vuelta lo mandaré al carajo. 

—Bueno, dígame los planes que tenemos para hoy. 

—Cogeremos el vuelo a Miami, tardaremos sobre tres horas en llegar. 

—¿A qué hora sale el vuelo?

—A ninguna. Cuando nosotros queramos. 

Como abro los ojos de una manera tremendamente evidente y me quito las gafas, echándole una mirada de consternación, observo que las comisuras de sus labios se arquean con suavidad. 

—Pero usted quién es ¿el puto presidente?

Aquella sonrisa se acentúa. 

—Lo sabría si fuera el presidente. La hubiese llevado a la Casablanca, no a un piso en Back Bay

—¿Entonces a qué se refiere?

—Viajaremos en un jet privado. 

Abro los ojos más todavía. Este hombre me quiere volver chalada. No me esperaba a esto. 

—¿Entonces está metido en la droga? —añado impactada—. Si es un narcotraficante mejor dígamelo. Del sueldo de un profesor universitario sería imposible que tuviera un jet privado. Eso vale millones de dólares. 

—¿Está subestimando a los profesores? 

—No, pero no soy tonta. 

—Siento decepcionarla, pero no soy un mafioso —me vuelve a mirar, aunque a través de esos cristales oscuros—. Tengo ciertos negocios. 

—Ya lo entiendo... American Express —contesto finalmente. 

 Tiene que ser eso. Su negocio es una agencia con mucho prestigio mundial, seguro que gana mucho dinero. 

—Después de llegar al hotel, iremos a la habitación y nos arreglaremos para el almuerzo —cambia de tema enseguida—. Almorzaremos solos. Y esta noche tenemos una cena, donde conocerá a varios socios de la costa sur. 

—¿Y cuándo es la charla en la universidad? 

—Mañana por la tarde. Y después una fiesta en la playa. 

—¡Vaya! Suena interesante —me entusiasma bastante la idea. 

—¿Le gusta bailar? —pregunta con curiosidad. 

—Sí. ¿Y a usted? —digo sin pensar. Él solamente me vuelve a mirar. Y juro que como me siga mirando continuamente, tal y como lo está haciendo, nos vamos a estrellar. 

Al instante me doy cuenta de que no es una pregunta muy acertada. 

—No tenía que haber preguntado, perdón —y me paso la mano por la frente nerviosa. 

—No se preocupe. Solo que bailar no se me da bien. 

Claro, a él se le da bien otras cosas... susurra mi mente sucia. 

—Aunque con usted podría hacer una excepción —añade inequívoco. 

—Profesor... vamos a Miami para cuestiones de trabajo —digo rápido, recordándole las mismas palabras que él mismo me dijo en mi habitación hace tres días. 

—Entonces ya no le da miedo quedarse asolas conmigo —afirma, y detiene el coche en un semáforo. 

Puedo notar desde aquí el imponente aeropuerto Internacional Logan de Boston.

—Nunca me ha dado miedo. 

—Vaya. No opinaría lo mismo. 

No le contesto, solo abro mi ventana con disimulo y saco un poco la cabeza por la ventana para que me dé un poco el aire. 

De momento llegamos al aeropuerto. El profesor estaciona su deportivo y le entrega las llaves a una persona que nos está esperando, tras saludarnos educadamente. Quiero cargar mi maleta, pero él me hace una seña con la mano. 

—No es necesario. Robert llevará nuestras maletas. 

El señor empieza a cargar los dos equipajes y me siento realmente inútil. Ahh! Se me olvidaba que está forrado y que tiene empleados por doquier. Vamos caminando unos cinco minutos hacia unas puertas plateadas, donde hay unos oficiales y dos azafatas. Mientras que el ruido de nuestros pasos se escucha sobre el suelo porcelánico del aeropuerto, las personas que pasan por al lado nuestra, se nos quedan mirando. Seguramente es porque a mi lado está caminando una persona famosa. 

—Buenos días, señor Woods —saluda cortésmente uno de los oficiales—. Señorita.. —añade, e inclina un poco la cabeza—. Por aquí.

Los demás no dicen nada y las azafatas nada más se dedican a sonreírnos y a comerse al profesor con la mirada. Que no piensen que no me he dado cuenta. 

Nos indican el camino hacia fuera del aeropuerto a través de un pasillo poco transitado y lo curioso es que ni siquiera nos piden el documento de identificación. Directamente,  salimos fuera del edificio, nos montamos en un coche y en unos pocos minutos ya estamos llegando a la aeronave. Noto un avión en miniatura, un jet privado que brilla espectacularmente en los rayos del sol. En lo bajo de las escaleras de aquella ave de acero se encuentra un oficial de vuelo, que también inclina la cabeza al vernos, y una azafata rubia y de cuerpo bien esculpido.

—¡Bienvenidos a bordo! —saluda el oficial y mueve su poblado bigote canoso. 

Yo solamente les sonrío y el profe asiente con la cabeza. El chofer traslada nuestras maletas a la zona del equipaje. El profesor me deja a mí subir primero, y él va detrás. 

—Tiene usted un buen culo, ¿se lo he dicho alguna vez? —comenta este murmurando, intentando que las dos personas a bordo no nos escuchen. 

—Pues me parece que aquí tiene mejores vistas —le digo insinuante, a la vez que le señalo con la cabeza a la azafata que en este preciso momento se está agachando de manera descarada, dejando ver su trasero bien trazado a través de la falda de tubo negra pegado, y con una abertura en el dorso, que le llega hasta cerca de la entrepierna. 

—¿Está celosa?

—¿De cuál de ellas en concreto? —y levanto la ceja—. Hay tantas mujeres que lo rodean, que ya me estoy perdiendo. Me volvería loca si estuviera celosa de todas. 

Me mira suspicaz. 

—¡Póngase cómoda! —dice y me señala un asiento gigantesco de cuero. Enfrente de aquel asiento, hay otro, donde se acomoda él. 

El jet, como me lo esperaba, es más que lujoso. Hay solo unos cuantos asientos, todos ellos de cuero blanco, y todo parece muy limpio. Noto hasta un aroma de lavanda en el aire, posiblemente sea el ambientador. Todo está dispuesto y cuidado hasta el más mínimo detalle. Con decir que hay también una pequeña mesa repleta de aperitivos de todo tipo y una botella de champán en una cubitera.

Me gustaría que Berta viera esto. 

—¿Puedo echar una foto? —pregunto, mientras que el profesor saca su iPad de un maletín que había en un mueble. 

—Sí, no hay problema. 

Entonces saco dos fotos enseguida y se las mando a Berta. ¡Esto lo tiene que ver ella! A la vez que miro el móvil, levanto la vista hacia él, y únicamente espero que no piense que soy una cateta. 

—No ha ido nunca en un jet, ¿verdad?

—Creo que es obvio —y esbozo una sonrisa. 

—¿Le gusta? —pregunta rápido y carraspea. 

—Sí, ¿a quién no? En realidad, he visto el interior de un jet nada más que en las películas —continúo—... y bueno hace unas semanas en un vídeo que Harry Styles subió. Iba a los Emiratos Árabes. Sin embargo, todo se ve mucho mejor en persona. 

Parece que el profesor también está sonriendo, pero no dice nada. Es realmente una persona impenetrable, y no hay manera de conocerlo más. De todas formas, ya estoy preparando un interrogatorio mental para ponerlo en práctica hoy mismo, en el almuerzo. Me prometió que íbamos a hablar. 

—¿Quiere usted tomar algo? —pregunta cortés y veo que se acerca a mi cara. Como pienso que desea besarme, mi cara se queda quieta, y mantengo hasta la respiración ¿De verdad me va a besar?

Sin embargo, se agacha un poco y me aprieta el cinturón de seguridad que hay en mi silla a mi cuerpo.  

—Su cinturón... Vamos a despegar —añade. 

—Ahh... sí, por supuesto.

Los grandes motores del jet se ponen en marcha y, al instante, las ruedas empiezan a deslizarse sobre el suelo, primero con lentitud, para después acelerar de manera desbocada y levantarnos al aire. Mantengo un poco la respiración y cierro los ojos. Siempre que el avión despega o aterriza, noto una sensación muy peculiar, y no me gusta para nada esa sensación. El mareo no tarda en acecharme, y permanezco con los ojos cerrados unos breves momentos. 

—¿Está bien? —dice y no me quita la vista. Sus ojos negros me miran con intensidad. 

—Sí. Es solo la sensación de volar. 

Aunque lo curioso es que cuando abro los ojos, observo algo de lo que no me había percatado con anterioridad. Todas las diminutas ventanas del aeroplano están ocultas detrás de unas cortinas, y no se ve ni una nube. Pienso que me gustaría admirar el cielo y mirar por la ventana.

—Ahora vuelvo —comenta este y se levanta cuando el jet se encuentra estabilizado en el aire. 

Se dirige a la zona de los servicios. Mientras, miro el móvil y veo que Bert me ha contestado con un mensaje que pone " ¡Qué pasada! ¿Es que el profe tiene un jet? Espero que la próxima vez te apiades también de tu amiga y la invites". Empiezo a reírme. Su mensaje viene seguido de un montón de emoticonos de corazón, aviones, nubes etc. 

Por cierto, hablando de nubes, las quiero ver. Para mí sería impensable volar en un avión sin verlas, con lo bonitas que son. 

Enseguida deslizo las pequeñas cortinas opacas de las dos ventanas que hay al lado de nuestros asientos, para poder mirar fuera. Son preciosas, parecen algodón de azúcar y los rayos de sol hacen que se vean más especiales todavía. 

—¿¡Qué está haciendo!? —escucho de repente la voz del profesor. 

Miro en dirección a su voz y noto que está a un metro de los asientos. Ha vuelto del servicio, y no sé sinceramente a qué se refiere. Me encojo de hombros y levanto un poco las cejas, con expresión inocente. Él, sorprendentemente está fijando su vista en ... las ventanillas. 

—¡Joder! ¡Eche las cortinas ya! —levanta el tono de voz, turbado. 

—¿Qué..? ¿Las cortinas? —pregunto confundida y me dispongo a ocultar rápidamente aquellas ventanillas con las cortinas. ¿Qué mosca le ha picado?

Sus facciones se relajan un poco, y empieza a caminar molesto hasta su asiento. 

—¿Tiene usted vértigo?

—Señorita, viajará más veces conmigo en este jet. Le advierto, ¡no vuelva a dejar las ventanas a la vista!

—Vale —contesto incómoda—. No sabía que tenía vértigo. No volverá a pasar. 

—No es vértigo. 

—¿Entonces? —de repente me está entrando mucha curiosidad. 

—No le puedo contestar —replica tan jodidamente tranquilo, dejándome con todas las ganas de saberlo—. Debo realizar una llamada urgente, discúlpeme. 

No le digo nada más, ni insisto porque percibo su irritación y, además, tampoco me deja muchas opciones. Está ya con el móvil en la mano, efectuando aquella llamada. 

Me coloco unos auriculares en mi móvil y empiezo a escuchar música. A la vez, pienso que estamos empezando bien. Hoy me tendrá que contestar todas las preguntas que tengo sí o sí. 

Para entretenerme, durante el viaje en avión también me entretengo leyéndome un libro que me he traído sobre la rentabilidad. Parece que el profe también está trabajando con su iPad, aunque de vez en cuando interrumpe su tarea y me mira con interés. Pero prefiero estar centrada en lo mío, y pienso que la reacción que ha tenido antes me ha dejado un poco descolocada. 

Me encuentro un poco nerviosa, y parece que él tampoco está muy por la labor de comunicar. Mejor pasar de él, y así se da cuenta de que no quiero rarezas en mi vida. 

***

Al cabo de unas horas, que en realidad se me han pasado rápido porque he escuchado unas tres veces mi lista de canciones de Spotify, he sacado apuntes del libro, y he hablado con una amiga de la infancia de Long Island por WhatsApp,  llegamos a Miami. En menos de media hora nos estamos dirigiendo al hotel en un automóvil pomposo, igual de caro que que todos en los que me he montado desde que el profesor ha entrado en mi vida. 

—Ha estado muy callada durante el viaje —lo escucho hablar —¿Le digo al chófer que suba el aire acondicionado?

Estamos los dos sentados en el asiento de atrás. 

—Sí, un poco por favor —le contesto. 

Posiblemente, ha notado que estoy resoplando por la calor abrasadora que hay en Miami. La pantalla del coche muestra 27,5º. El cambio de Boston —una ciudad al norte, mucho más fría— al sur, es bastante notable. Tengo las piernas sudadas, ya que llevo pantalones largos y estoy deseando llegar al hotel para ducharme. 

—Aquí tiene un pañuelo —él también se ha dado cuenta de que estoy empapada de sudor. Su frente también está brillando. 

—Gracias. 

Saca un pañuelo del bolsillo y en lugar de dármelo en la mano, acerca su mano a mi cuello, al igual que su cara a la mía. Me coge desprevenida cuando roza mi piel con aquel trozo de papel, y lo va deslizando por mi cuello con mucha sensualidad, mientras no quita su vista de mis labios y ojos. Empieza a pasear aquel pañuelo sobre la piel de mi cuello y baja hacia el escote. 

En este instante, algo se empieza a remover en mi interior cuando noto sus manos y el papel tocando el sitio donde mis senos se juntan. Y si antes estaba sudando, me parece que ahora estoy peor que si saliera a hacer footing envuelta en una bolsa de plástico. 

Suspiro por el placer que me provoca su tacto. 

—Pensaba que no  soportaba los pañuelos de papel —le suelto y sonrío sin querer cuando recuerdo el primer día que nos conocimos.

—¿Sabe? Me parece que hasta les he tomado cariño. 

Me guiña el ojo y se baja del coche. Suspiro de nuevo y en mi cabeza me planteo que puede ser encantador a veces. 

Una persona que hay en la entrada del hotel donde vamos a pasar el fin de semana se apresura en abrirnos la puerta. Tras entrar por una puerta de las giratorias —que de hecho me encantan—, entramos en aquel suntuoso hotel. Enseguida, una mujer de mediana edad, vestida muy elegante se presenta y nos indica que subamos a la habitación. Detrás de nosotros, va los botones cargado con nuestro equipaje. Y yo me vuelvo a sentir una inútil. Siempre he llevado yo mis maletas y mis cosas, y que ahora no lo tenga que hacer, todo eso hace que me sienta fuera de lugar. Tras dejar las maletas en la habitación, se retiran los dos y nos cierran la puerta. 

—Profesor, ¿cuál es mi habitación? —digo, mientras que miro maravillada la suite en la que nos encontramos. El olor de las flores que hay en los jarrones colocados estratégicamente en todos los rincones, me embriaga. Y los sofás y mesita de café estilo victoriano, al igual que los cuadros ostentosos, y alguna figura decorativa que otra, hacen que sienta que estoy en la habitación de un castillo, y no en un hotel. 

Y fijo mi vista sobre la cama colosal que hay en medio de la habitación. 

—Vengase por aquí —me contesta. 

Camino detrás de él, mirando encandilada aquellos objetos tan exorbitantes de la suite. Este abre unas puertas dobles de roble y me hace entrar en una habitación próxima, igual de grande que en la que nos encontramos, con unas vistas a la playa impresionantes. No protesto demasiado, porque sino sería demasiado hipócrita. Sabemos para qué hemos venido aquí, y estoy satisfecha de que voy a tener mi propia cama y habitación, al menos. 

Cuando mi mirada alcanza las amplias ventanas de aquella estancia, no puedo evitar salir al balcón y mirar el océano. Tan sumamente impetuoso... e infinito.

—Precioso, ¿verdad? —escucho su pregunta, cuando se acerca por detrás y posiciona sus manos en la barandilla del balcón, al lado de las mías. 

—Precioso es una palabra muy insignificante comparado con lo que siento cuando lo miro —y sigo fijando con mi vista aquella belleza. Aquella infinidad azul calmada y reluciente, que es el océano. 

—Es lo mismo que siento yo cuando la miro a usted... y cuando miro sus ojos del mismo color que el océano —dice de repente el profesor con voz ronca, y toca con los dedos suavemente mi mano, que se encuentra al lado suya. Acto seguido, la coge entre sus dedos, y de alguna manera, hace que me vuelva a él. Estamos de frente. 

—¿Me está diciendo la verdad? —pregunto con el corazón desbocado. 

—La pura verdad —dice enseguida, y lleva mi mano a su boca. Después, posiciona sus labios sobre mi piel, mientras que noto aquellos ojos negros anclados en los míos. 

En estos momentos siento que estoy flotando. 

Brian Alexander Woods me tiene embaucada. Sin lugar a duda. 





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