mI pRoFeSoR
Por mucho que me hubiera hipnotizado para el éxito, el viernes no fue mejor que el jueves. No hubo mirada cómplice, sonrisa, ni guiño por parte de Alex. No hubo nada en absoluto.
A penas lo vi, y las contadas veces en las que lo hice, fueron de lejos.
El fin de semana fue un horror de aburrimiento y congoja. El sábado por la mañana solo salí para ir al centro comercial y visitar el herbolario con Sasha. Por la noche, para evitar moverme de mi casa, donde había decidido atrincherarme hasta el final de los tiempos, invité a las chicas a ver una película.
Gracias a que se me daba bien esconder mis sentimientos, ninguna de las dos se dio cuenta de lo apagada que estaba. Tampoco notaron que corría a mirar el móvil cada vez que sonaba. Pero ninguna de las ocasiones se trató de Alex.
¡Menudo imbécil!
Si no se había muerto de verdad por ese resfriado no tenía excusa alguna para ignorar a alguien que se preocupaba por su salud.
El domingo lo pasé incluso más aburrida. Me vi dos películas románticas en mi habitación, y ordené mi cajón de la ropa interior. Cualquier excusa valía para no tener que relacionarme con mi familia y explicarles mi mal humor.
Al menos hasta las nueve de la noche cuando la respuesta al fin llegó, para dejarme aun más molesta.
Alex Fabri dice:
Recuperado y dando guerra.
¡Y eso fue todo!
—¿Sí? pues va contestarte tu abuela —le chillé a mi teléfono, y me dejé caer sobre la cama, no queriendo reconocerme ni a mi misma cuanto necesitaba que me escribiera algo más. Pero eso nunca ocurrió.
La semana pasó torturantemente lenta. Mi humor se estabilizó en la parte oscura del espectro de emociones humanas. Alex continuó ignorándome, y apenas le veía por la escuela. Mi corazón se había roto del todo.
Allá para el jueves comencé a acostumbrarme a la nueva situación y me centré en llevar mis asignaturas al día y en la lectura de Moll Flanders que, contra todo pronóstico, no estaba tan mal.
Tenía que olvidarme de Alex.
No ahora, sino en dos o tres años, cuando se me pasara la depre.
El viernes por fin hubo una interacción aunque sospeché que solo se había dado para confundirme aun más ahora que me había resignado a olvidarme de él.
Ocurrió antes de que empezara la clase de literatura, la única asignatura en la que coincidía con Alex. Yo ni siquiera me había dado cuenta de que él ya estaba en clase, entretenida en cómo estaba en una revista abierta por un artículo acerca de todas las adaptaciones que habían tenido hasta el momento las obras de Jane Austen sobre la mesa de la profesora y que esta se la encontrara al llegar.
Hecho eso, me senté sobre mi pupitre y reanudé la lectura de Moll Flanders, no solo para avanzar con la historia sino para que además la señorita Bond me viera como una estudiante aplicada y fuera más indulgente al puntuarme.
—¿Qué estás haciendo? —la voz de Alex a mi espalda me hizo dar un salto sobre mí misma.
Me giré y lo vi tomar asiento en el pupitre detrás del mío.
El hecho de que llevara casi dos semanas sin dirigirse a mí, hizo que esa interacción me pusiera bastante nerviosa. O quizá era la ceja alzada con la que me estaba observando.
—Estoy... —miré mi libro insegura de por qué me preguntaba algo tan obvio— leyendo.
—No, me refiero a qué estás haciendo con la señorita Bond. Le has dejado una revista abierta en la mesa, y el martes escribiste El uso de la ironía en Orgullo y Prejuicio en la pizarra antes de que llegara.
—Ah... eso — ¿Cómo iba a explicarle eso? Tragué saliva y oculté una sonrisita—. No, vas a... entenderlo.
—Pruébame—insistió Alex demasiado curioso como para dejarlo ir.
—Está bien, pero va a sonarte muy extraño —le advertí—. El caso es que no se me da muy bien literatura. El año pasado tuve una nota baja y este año necesito mejorarla si quiero entrar en psicología. De todo el temario, Jane Austen es lo que mejor llevo, así que estoy... eh... estoy tratando de sugestionar a la señorita Bond para que ponga a Austen en el examen final.
Alex abrió la boca anonadado por mi respuesta.
—¿La estás hipnotizando?
—Se podría llamar de ese modo —confesé, sabiendo que después de algo así iba a considerarme un bicho raro. En fin, realmente lo era, ¿para qué ocultárselo cuando ni siquiera me consideraría para un rollo de unos días?
La sombra de una sonrisa fascinada asomó en su rostro, abrió la boca pero la profesora llegó interrumpiendo lo que fuera que iba a decir. Me giré hacia delante y traté de olvidarme de que estaba ahí y centrarme en el análisis que estaba haciendo la señorita Bond de de la primera parte de Moll Flanders. Lo cierto es que era más fácil e interesante seguir las clases cuando estabas leyéndo la obra en cuestión. Tomé nota dirigentemente de todas las puntualizaciones de Bond, pero en especial me fascinó la idea de que Daniel Defoe fuera un feminista antes de que el feminismo existiera siquiera y que tuviera que fingir que eran hecho reales para que no lo juzgaran por invertarse un cuento en lugar de escribir sobre historia. ¿Quién iba a pensar que leer ficción había sido considerado en algún momento algo vergonzoso? Pero así habían nacido las novelas... de crónicas que fingían contar historias verídicas.
El sábado por la mañana no salí ni para ir de compras con Sasha. El fin de semana se avecinaba aun peor que el anterior, pero tampoco me importaba. Al menos logré terminar Moll Flanders cuya vida, aunque fatídica, era más emocionante que la mía. Decidí salir a correr e hice pesas a la vuelta. No iba a permitir que un hombre me destruyera por completo. A pesar de hacer ejercicio por la mañana, mi único plan para la noche era ver alguna película romántica cuya protagonista sufriera tanto como yo. Solo que al final todos sus problemas se solucionarían. De pronto el chico la querría, sus amigas la perdonarían y hasta le ofrecían el trabajo de su vida. La ficción demostraría, una vez más, ser mucho mejor que la realidad.
Pero mi triste plan no llegó a consumarse.
Antes de la cena, Lauren me llamó y me dijo que me pusiera guapa para las nueve.
¡Horror! Eso no sonaba a un plan que incluyera ni mi pijama, ni mi cama, ni guapos actores ingleses.
—Hay una fiesta en la residencia de estudiantes de David —continuó ella, al otro lado de la línea.
Al fin Lauren había llegado a la conclusión de que su primo era la mejor opción como profesor para mí. El problema era que no me encontraba para nada de humor para lecciones románticas. Las clases de David tendrían que esperar a otro día o a otra década.
Incluso se me ocurrió que quizá morir virgen, como Jane Austen, no era una perspectiva tan mala.
—Voy a ignorar tu negativa. Es imperativo que acudas a esta fiesta. ¿Sabes cuantos chicos habrá allí?— insistió ella emocionada.
Solté un bufido de puro tedio.
—Quedamos a las nueve en la estación —se limitó a decir y tuvo la osadía de colgarme.
Bajé a cenar con mi familia, sopesando mis opciones. Si hacía lo que me apetecía y me quedaba en casa con Colin Firth, el lunes me encontraría con Alex y sus, aun más horas de experiencia en la "guerra", y yo siendo aun más friqui y patética.
Por el contrario, si salía, socializaba y me emborrachaba, al menos me sentiría como si tuviera algo parecido a una vida.
De pronto, emborracharme sonaba mejor.
Siguiendo el consejo de una foto en Pinterest me vestí mejor de cómo me sentía. Me puse unos pantalones negros pitillos, que me daban un aire sofisticado de femme fatale y la última camiseta que me había comprado, para asegurarme de que aun estaba de moda. El tono dorado metálico del canalé, los tirantes finos y el cuello en uve me hicieron sentir sexy. Lo completé con una bomber cortita marrón para ahuyentar el frío de la noche. Me ondulé el pelo con las tenacillas y me atreví con un maquillaje de noche que nunca antes había probado. Era el momento de intentar cosas nuevas. Con las indicaciones de una youtuber, me apliqué un ahumado en los ojos e incluso me perfilé las mejillas para resaltar los pómulos. Cuando terminé, me quedé totalmente encandilada con la imagen del espejo. Estaba, aunque lo diga yo misma, muy guapa. Era una pena que Alex no fuera a verme así, pensé acongojada, hasta que me acordé de las redes sociales y los móviles con cámara. Tenía toda la intención de hacer muchas fotos esa noche, acompañada por hombres, atractivos a ser posible, y asegurarme de que Alex las viera.
Salí de casa con mis ideas terroristas en la cabeza para encontrarme con las chicas en la estación de tren.
—¡Madre mía Lena! —exclamó Alisa boquiabierta cuando me aproximé a ellas—. ¿Quién te ha poseído y guiado tu mano mientras te maquillabas?
—Pinterest y Youtube—me limité a decir, encogiéndome de hombros.
—Pásame los enlaces —demandó Lauren y no supe si lo decía enserio. ¿A qué venía eso de todas formas? Ellas siempre se maquillaban y vestían muy bien. No necesitaban la ayuda de youtubers ni DIYs en Pinterest.
Había un salón principal y una cocina gigantescos, y la gente se esparcía por ambos y también por el jardín trasero. Los que se sentían románticos, se perdían por las habitaciones de la planta superior; pero ese era un territorio en el que yo no me aventuraba. Al menos la antigua yo no lo había hecho.
La cantidad de gente solía ser descomunal y hoy no era diferente. Lo que si era distinto era la cantidad de atención masculina que estaba recibiendo. Más cabezas que de costumbre se giraban para verme pasar, y recibí varias ofertas directas antes de llegar al salón.
—Creo que voy a enrollarme con alguien esta noche —les grité a las chicas—, con quién sea.
—Ni se te ocurra —me cortó Lauren—. Tenemos a tu hombre dispuesto y listo para consumir.
—¿A sí? —dije sin molestarme en fingir entusiasmo. Paseé la mirada por la habitación en busca de David. Era muy guapo, pero por alguna razón nunca había logrado encenderme, de hecho, ni siquiera me sentía tímida con él. No me provocaba los efectos que Alex tenía en mí. Y justamente porque me daba igual lo que pensara de mí, sería el profesor perfecto.
Alex.
Me mordí el labio inferior. Tenía que dejar de pensar en él y concentrarme en lo que tenía delante de los ojos. Que dícese de paso, tampoco era David. ¿Dónde estaba mi futuro profesor?
Cogí el vaso que Alisa prácticamente lanzó contra mi mano, lo olí y puse cara de disgusto al notar que se trataba de cerveza.
Me cerní sobre la mesa de la que Alisa había sacado las bebidas.
—¿No hay vino? —pregunté a nadie en particular. Una chica me señaló una botella de vino blanco y le mostré mi pulgar como agradecimiento. Solté la cerveza sobre la aun organizada mesa y me llené un vaso con vino. Evitaba la cerveza porque una sola bastaba para inflarme la tripa como un globo y nunca llegaba a emborracharme por una simple cuestión de falta de espacio en mi estómago.
El vino, en cambio, me aseguraba el puntillo en tiempo récord. Una vez cargada con nuestras bebidas, nos acercamos a una de las ventanas. La música era agradable y me dejé llevar por el sonido. Mi primer vaso había bajado ya cuando un grupo de chicos empezó a hablar con nosotras, pero no podía interesarme menos su charla estúpida típica de fiestas. En otras ocasiones las llegaba a disfrutar, pero esa noche no lograba sacarme a Alex de la cabeza. Me hubiera gustado que estuviera allí, y que me viera así de guapa, hablando con esos chicos. Sin él para presenciarlo, todo era en vano.
—¿Dónde está mi profesor? —Le pregunté a Lauren.
—Aun no ha llegado —me respondió ella, con una sonrisa misteriosa.
Fruncí el ceño. ¿David no había llegado a una fiesta en su propia residencia? Me fui a por otro vaso; en realidad me aliviaba que David no estuviera allí. La idea de subir a una de las habitaciones a enrollarme con él me desagradó más ahora que era inminente, de lo que lo había hecho en mi imaginación hacía una semana.
Quizá era una de esas personas asexuales que no estaban hechas para el amor. Ninguno de los tres chicos, con los que había intercambiado besos, me habían hecho sentir nada.
Qué triste. Acabaría sola y sin descendencia, en una casa llena de gatos.
En el camino de vuelta hacia mis amigas un joven se interpuso en mi camino, obligándome a detenerme.
—No veas cómo te quedan esos pantalones —me susurró al oído.
Era guapo, e incluso podía llegar a atraerme, pero no me gustó su comentario. Había otras miles de formas de entablar conversación menos obvias.
Por suerte Lauren y Alisa acudieron a mi rescate y, agarrándome de un brazo cada una, me empujaron hacia las escaleras.
—Prepárate Lena —me dijo Alisa—. Está en la habitación número doce.
Puse una mueca de fastidio.
—No estoy preparada para perder mi virginidad esta noche —me queje, oponiendo resistencia. Se detuvieron al ver que dejaba de caminar—, y menos en la habitación de una residencia. ¿Es su propia habitación, al menos?
—No —respondió Lauren, extrañada con mi pregunta, por alguna razón—. Es una habitación desocupada, que no pertenece a nadie este año. Me lo ha dicho David.
¡Vaya con David! No iba a dignarse ni a llevarme a su propia habitación. Con esa actitud quizá incluso quisiera cobrarme por sus servicios.
—No estoy de humor esta noche —insistí, cruzándome de brazos.
—Lena, no vas a perder tu virginidad esta noche, y menos en la habitación de una residencia de estudiantes —me calmó Alisa—. Relájate y confía en la experiencia del profesor que hemos escogido para ti.
Puse los ojos en blanco y vacié mi vaso de vino entero. En cuanto llegara a mi sangre me daría un poco más igual aquella tontería. ¿En qué había estado pensando para idear un plan así?
En Alex, por supuesto. En obtener experiencia para seducir a Alex, me recordé a mí misma.
Me dejé arrastrar hasta la primera planta, donde las chicas se pusieron a buscar la habitación con el número que David les había indicado.
—¿Cuándo llega él? —pregunté. No quería esperar sola en una habitación a que viniera un chico a darme clases de sexo. Era incluso más patético.
—Él te está esperando en el interior —respondió Lauren, deteniéndose frente a una puerta—. Aquí es —anunció emocionada. Deseé compartir su entusiasmo.
—Sabes, en estos momentos me das envidia—me confesó Alisa, situándome delante de la puerta. No sabía que le gustaba tanto David. Me volví hacia ellas de espaldas a la puerta y me crucé de brazos, mientras llamaban con un golpe seco un par de veces, para inmediatamente abrirla y empujarme al interior.
La puerta se cerró en mi cara y me quedé mirando la superficie durante unos segundos. No podía continuar ignorando al joven a mi espalda durante mucho más tiempo, así que me di la vuelta a regañadientes.
El chico que estaba allí, me miró de arriba abajo, sus ojos demorándose en mi cuerpo y luego en mi rostro, y entonces dijo para sí mismo en portugués algo que sonaba como:
—Puta qui pariu.
Lo siguiente que salió de mis labios que se habían separado en forma de O fue su nombre.
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