54. Kanade (Editado)
La noche ha dejado caer su pesada cortina y como dos amantes nos encontramos en la orilla de un lago helado. En la sombra de un día cualquiera. Destruirnos el uno al otro sería más divertido si hubiéramos sido amantes.
Apenas distingo su silueta. La luna va y viene entre las caprichosas nubes. Durante todo este tiempo, las lágrimas han estado resbalando por sus mejillas. Incluso los cerdos lloran y sienten miedo cuando están al borde de la muerte.
Acomodo las gafas sobre el puente de mi nariz. Si voy a matarlo debo ver el espectáculo con todo detalle.
—¿Vas a decir algo más? —Muevo la mano que lleva el anillo en un gesto aburrido—. Quería ganar tiempo, no perderlo. Ah, dudo que puedas entender esta contrariedad.
—Pensé que no volvería a verte —musita acercándose de nuevo hasta que soy capaz de percibir su aliento.
—Siéntete honrado —susurro y poso un dedo sobre su sien. Si acciona el reloj, su cabeza desaparecerá para siempre.
—Necesito saber qué te dijo Eire antes de morir —dice envuelto en su desesperación. No se mueve, parece muy seguro de que no voy a activar el anillo. El muy idiota, al menos una pierna suya me llevaré al infierno.
—Muchas cosas.
Y es cierto. Aquella mañana fue la primera vez y última vez que me arrepentí de haber robado algo. A causa del collar todo se había complicado. El miedo superaba cualquier cosa y Henry aterrorizado era capaz de matar a cualquiera.
—¡Necesito esa flor!
Sonrío y llevo mi dedo hasta su cuello.
—¿Vas a morir pronto, Henry? —Sus grises ojos se clavan en mi rostro.
Traga saliva. Por un momento, creo que va a volver aquel muchacho tímido que se ofreció a buscar con nosotros información sobre el mundo oculto.
—Tú no lo entenderías.
—Sí lo entiendo. La muerte es algo tan inevitable como el nacimiento. No importa lo mucho que escapes, siempre logrará alcanzarte. —Me retiro, dejando de apuntarle—. Tú vas a morir. Y eventualmente yo también. ¿De qué ha servido volverte loco buscando la manera de burlar el destino de todo ser humano?
—¡Deja de hablarme en ese tono! —grita. Su cabello surcado de hebras blancas brilla con un oportuno rayo de luz lunar.
—¿Cuál tono? ¿Sarcástico? Discúlpame, creo que siempre hablo así. Un mal hábito.
Eire estaba tan asustada. Temblaba de miedo al pedirme que recogiese a sus hijos y a su marido por la mañana. Sabía que había llegado la hora. A pesar de todo, en ningún momento me dijo que se trataba de Henry. De haber sido así, yo mismo hubiera cortado el problema de raíz. A estas alturas me pregunto qué pretendía realmente Eire Williams.
—¡Todo esto es culpa tuya! —Agarra mi corbata, acercando de nuevo su cara a la mía. Por favor, mi paciencia está a punto de agotarse—. Te seguí como un estúpido. Me metí en el grupo por ti. ¿Y para qué? ¡Me abandonaste! ¡Mi vida se volvió un infierno desde que toqué eso que llevas al cuello!
Bien, hora de activar el anillo.
Me concentro, solo voy a ofrecer una pequeña parte de mi energía vital. Hago un fino movimiento con la mano. Siento el calor de la magia en mi dedo. El sonido que produce la magia resuena entre los árboles y parece rebotar en el agua. La carne de la pantorrilla de Henry se desgarra y desaparece de la faz de la tierra.
Un sonido de sorpresa y dolor sale de entre sus labios, al mismo tiempo que se aparta de mí con brusquedad. Cae al suelo y se apresura a taponar su herida.
—¿Abandonarte? Ni que fueras un bebé. Eres mayor que yo, montón de mierda. Y un cobarde.
—Lo has usado contra mí.
Echo un vistazo al anillo, lo retiro con parsimonia antes de guardarlo en el bolsillo.
—Sí. Y eres un afortunado. Sé que vas a morir pronto y por eso no voy a ensuciar mis manos. —Me acuclillo a su lado—. ¿Sabes? Eire nunca te mencionó. Te consideró un amigo hasta el final. Y tú, hijo de puta, calcinaste su casa. Disparaste en el pecho a su marido, separaste a sus hijos y cuando encontraste al mayor lo encerraste en el sótano de tu mansión para sacar una información que no sabía.
Henry permanece en silencio mientras se afana en detener la sangre que fluye sin control con su propia chaqueta.
—Tú amabas a Eire. —Sus palabras hacen que alce mis cejas momentáneamente—. Siempre la amaste.
¿Amarla? Dirijo mi vista hacia el lago.
—No tengo ni la menor idea. Lo que sí sé es que no merecía ese final.
El móvil de Lavestre irrumpe la conversación. Este lo saca del bolsillo de su camisa con lentitud. Su cara se va volviendo más dura conforme escucha. Cuelga sin decir nada.
—Ya han encontrado el tesoro de Eire. Si esquivan a los guardaespaldas que me quedan vendrán a tu lado —masculla.
—Entonces estás acabado. Vas a morir lentamente como predijo esta maldición que llevo. —Antes de que me incorpore, aferra mi muñeca y me arrastra hasta que mi pecho tropieza con el suyo. Su mano ensangrentada pasa por mi barbilla hasta llegar a la parte trasera de mi cabeza. Este imbécil va a besarme. Intento apartarme, pero algo afilado se introduce en mi vientre.
Muerdo los labios ante el sonido de dolor que pretende escapar de mi garganta. Intento moverme, pero Henry todavía está sujetando la navaja.
—Voy a vivir —me dice al oído—. Esa flor podrá curar mi cáncer. No voy a pasar mis últimos días mirando el techo de un hospital mientras mi cuerpo se deteriora cada vez más.
Una vez retira el filo, siento la sangre deslizarse y un leve mareo me sobreviene.
—¿Amiga? Esa zorra prefirió proteger una flor que salvar a sus amigos. Escogió una flor por encima de sus propios hijos.
Aparta su boca de mi oreja.
—No voy a morir en un hospital. Si todo ha de terminar esta noche, te llevaré conmigo.
Sonrío y ladeo la cabeza.
—Buena suerte con ello —musito. Tomo su mentón y rozo con suavidad sus labios. Él se sorprende al principio, sin embargo, se apresura a corresponderme. Muerdo con fuerza su labio hasta que la piel se rasga bajo mis dientes y saboreo su sangre. Antes de que pueda apartarse, trato de alcanzar la navaja.
Forcejeamos. Rodamos hacia la orilla del lago; las piedras se clavan en mi espalda. Estoy muy mareado.
—¡Basta, los dos! —chilla Seraphine. Otra cobarde más.
Consigo arrebatarle la navaja. Lanzo su arma lo más lejos que puedo. Esta se hunde en las aguas negras del lago.
Nos apartamos el uno del otro pretendiendo levantarnos de forma lamentable.
—¿Te has dado cuenta alguna vez de que somos el recuerdo que dejamos? —jadeo—. ¿Qué clase de memoria crees que vas a dejar, Henry?
No consigo enfocar la visión. Quizás sí logrará llevarme al infierno con él. Quizás se pueda cambiar el destino que el collar nos mostró.
La deslumbrante luz de lo que parece una linterna me ciega.
—No te muevas, Lavestre. —Esa es la voz de David. Son más rápidos de lo que pensaba.
Me esfuerzo para poder examinar el rostro distorsionado de Henry. ¿Esto fue lo último que vio Eire? Locura. Desesperación. Miedo.
Se lanza hacia mí sin prestar atención a los recién llegados.
https://youtu.be/eGmxc0LCPOY
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