53. Matthew (Editado)
Los minutos se deslizan a pesar de que el tiempo semeja haberse quedado estancado.
Arthur y David necesitaban espacio y soledad, pero lo cierto es que no tenía el valor suficiente para ver a su madre. Por más que lo niegue, soy el hijo de Henry Lavestre. No quiero profanar el recuerdo que ha dejado para los hermanos con mi presencia.
Si estoy aquí, de pie en este angosto pasillo, es por Arthur. Deseo proteger lo que él ama y eso también me llena de angustia. Nos hemos enfrentado a cosas que están muy lejos de ser convencionales. El mundo ha abierto su gran boca para engullirnos y ahora caminamos a tientas en busca de una luz.
Luz. Miro hacia la lámpara que pende del techo, en mitad del pasillo, cuya superficie es de cristal de diversos colores. Presiono el botón y el corredor se ilumina bajo diferentes tonalidades, confiriéndole un aspecto mágico acorde con el lugar.
La magia existe. Funciona a través de objetos, por lo que he llegado a comprender. Complicado. Interesante. Aterrador.
Cierro mis párpados. Necesito que mi mente escape a otro sitio o voy a enloquecer. Ojalá poder volar durante unos segundos. Anhelo la libertad de los pájaros. De los que viven en libertad, por supuesto. Un pájaro enjaulado no es más que el reflejo de la envidia humana, pues no podemos alcanzar el cielo y sentir el viento como ellos.
—Matt.
Sacudo la cabeza, procurando que la maraña de pensamientos que se cruzan por mi mente se centre.
—Matthew.
Alguien toma mis hombros y me sacude, provocando que abra los ojos con brusquedad.
—Qué —replico, hundiéndome en los ojos de Lya. Son oscuros, brillantes.
—Parece que vas a desmayarte de un momento a otro —con hosquedad, como siempre. O puede que en su infancia no fuera así. No la conozco tanto en el fondo—. Deberías recostarte en el suelo o al menos sentarte con la espalda apoyada en la pared.
—Estoy bien.
Ella me sigue mirando durante unos segundos hasta que termina por encogerse de hombros. Se sienta en el suelo a mi lado.
—¿Te duele? —La cuestión suena tan absurda que me arrepiento de haberla dicho. Es evidente que sí. A veces soy absolutamente ridículo.
Cabecea afirmativamente.
—Sanará con el tiempo. Si es que salimos de esto.
¿Qué pasará después? Afrontar esa pregunta es demasiado difícil. Tendré que vivir, eso es evidente. Y, sin embargo, no tengo ni la menor idea de cómo hacerlo. Nunca he pasado apuro económico, los estudios no son mi fuerte. Ni siquiera sé cocinar. Henry Lavestre tenía razón en un punto: soy un completo inútil. Estoy vivo gracias a él, no por mis propios medios. Dejo escapar el aire que se acumula en mis pulmones.
Lya me observa con atención.
—Quién hubiera imaginado que tú y yo seríamos amigos. —Sonríe de una forma cálida—. Estarás bien.
Lo dudo.
Seguimos esperando hasta que Art y su hermano salen de la sala del tesoro. Examino sus rostros en busca de alguna acusación, algo que indique que ha llegado el momento en el que deben odiarme por mi procedencia. Lo que transmiten es determinación.
—Vamos a romper esto —declara Arthur señalando hacia una botella que sostiene David. En su interior flota la flor más hermosa que he visto en toda mi vida. Tiene seis grandes pétalos blancos y se abren de una manera delicada, con un leve brillo.
—¿Una botella con una puta planta? —bromea Lya con un tono sarcástico.
David se acerca para ayudar a Lya a incorporarse. Arthur contempla sus zapatos como si la llave para abrir la puerta a otros universos estuviera en ellos.
—Vuestra madre protegió esa flor con su vida, ¿no? —Me obligo a hablar.
—Sí —contesta David.
—Esto es lo único que quiere Lavestre, si lo rompemos, ya no tendrá la necesidad de molestarnos —explica Arthur—. Puede que nuestra madre quisiese protegerlo incluso a costa de su vida, pero...
—Nosotros no tenemos por qué hacerlo —termina por decir David.
Lya da un par de golpecitos a la botella.
—¿El viejo quiere una flor?
—Cree que puede evitar su muerte. —David aprieta el agarre de la botella de tal manera que sus nudillos se ponen blancos—. Tiene sentido, evadir la muerte es una de las pocas cosas que no puedes comprar.
—Romper este tarro será similar a destruir su esperanza —especula Lya apoyando uno de sus brazos sobre el hombro de David—. Un tanto cruel.
—Henry Lavestre no merece compasión —declara David.
Llevo una de mis manos hasta el pecho ante la punzada de dolor que me traspasa. ¿Se va a morir?
Arthur agarra mi mano y entrelaza sus dedos con los míos.
—Lo siento.
Niego con la cabeza varias veces.
—¿Esa flor sirve para curar o resucitar? —Lya contempla más a David que a la flor mientras pregunta.
—No —expone Arthur—. Según nuestra madre, es el recuerdo de un dios olvidado. Una vez la botella se rompa, dejará de existir.
—Eso sí es crueldad —susurro.
Un pesado silencio cae tras mis palabras.
—Tendremos que contactar con Kanade. —David toma el teléfono móvil de su bolsillo—. Como era de esperar, aquí no hay cobertura.
Nos quedamos inmóviles.
—Es posible que Lavestre tenga preparada una trampa para nosotros en cuanto salgamos —dice Arthur.
David vuelve sobre sus pasos y entra la cámara del tesoro. Escuchamos como rebusca durante un buen rato, a pesar de ello, no encuentra nada que nos pueda servir de arma. Todavía no entienden el funcionamiento de los objetos que hay allí guardados.
—Pillaré una piedra en cuanto salga —insta Lya moviéndose hacia la salida sin esperarnos.
La seguimos con el miedo rodándonos como si de una araña se tratase. En lo personal, odio las arañas. Son feas.
El agujero se abre en cuanto David posa su mano en él, dejando entrar el aire cargado de las fragancias florales que inundan el invernadero.
Salimos.
No estamos solos.
Hay una persona que está de pie frente a la entrada de la cámara. La luna, escapando de las nubes, deja caer sus tenues rayos sobre ella. Me percato que hay gente aparentemente inconsciente a sus pies.
Nos quedamos paralizados durante unos segundos. ¿Aliado o enemigo? En la penumbra apenas se distinguen las siluetas.
Da un paso antes de que su voz suene.
—Ahí abajo hay una pulsera —dice, lleva una escopeta y la parte posterior parece manchada de sangre.
Por un momento, mi cerebro se congela.
—¿Alice? ¿Te los has cargado tú? —exclama Lya. Se ha adelantado para comprobar si están inconscientes.
Ella encoge los hombros restándole importancia. Nos muestra la palma de su mano.
—Debería estar en una pequeña caja de música. Es mía y la quiero de vuelta.
David se pone en tensión. Arthur eleva un brazo para evitar que siga avanzando.
—Bajaré contigo para que la busques.
—No vas a ir tú solo con esa mujer —objeta David.
Alice se mueve con destreza hasta llegar a la entrada sin que nadie pueda hacer nada.
—Solo quiero mi pulsera. —El cañón de la escopeta se posa sobre la sien de Arthur—. Después me iré.
https://youtu.be/2ZkaMRfelMI
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top