29. Arthur (Editado)
En cuanto salimos del cuarto de baño, siento el calor de la chimenea encendida. Aun así, es refrescante comparado con aquellas cuatro paredes repletas de asfixiante vapor.
Lya está colocando platos en la mesa. Huele a estofado de carne con verduras bien salteadas previamente en la sartén.
Me siento descolocado. Toda esta situación es muy extraña, si sumamos lo que acabo de hacer... Meneo la cabeza sacudiendo las imágenes del cuerpo desnudo de Matt. Me he dejado llevar. He olvidado el dolor y el cansancio. La ansiedad fue acallada de golpe, mis sentidos se centraron en lo que estaba haciendo y percibiendo.
Busco por la estancia al chico llamado David, sin encontrarlo.
—¿Y David? —pregunta Matt. Se sienta en la mesa y observa la comida con detenimiento. Creo que está pensando en todos sus ingredientes.
Lya llena su vaso con un poco de zumo de arándanos, o eso parece, por el color rojo intenso que tiene.
—Está fuera. —Señala con la cabeza la ventana cuando se sienta—. Sigues en tu propio mundo, ¿no te preguntas que hago aquí a estas horas?
Lo cierto es que yo tampoco me lo he cuestionado, estaba más concentrado en mis propios pensamientos. Cojo un pedazo bien grande de pan, percatándome del hambre que tenía.
—Pues cenar, ¿no? —contesta Matt repantigándose en la silla—. Supongo que eres amiga de David.
—¿No tendrá frío? —me preocupo dirigiéndome a la ventana con la intención de atisbar lo que hay fuera, pero las contraventanas están cerradas. Me giro para ver si hay algo con lo que pueda abrigarme y salir. Encima de uno de los sillones reposa la cazadora de cuero del chaval. Como es muy ancho de espaldas, presupongo que me servirá a pesar de que no tiene aspecto de ser demasiado abrigada. La llevo de todos modos—. Voy a ver si entra.
Ni Lya ni Matt dicen nada, me miran sin más. Es como si esperasen que saliera.
Recibo el aire frío y cortante de la noche. Un contraste demasiado grande con el acogedor interior. Está oscuro, el encapotado cielo no deja ver las estrellas. Semeja que va a llover de un momento a otro. El tiempo inestable va acorde con mi vida.
No lo veo delante de la casa, por lo que camino alrededor. Mis deportivas hacen un ruido exagerado en la gravilla. Están tan desgastadas que prácticamente siento los guijarros clavarse en las plantas de los pies.
Desde la penumbra, la casa es siniestra. Ninguna rendija de luz se cuela al exterior y da la impresión de estar abandonada. O muerta. Me estremezco al pensar en eso. No quiero ver a nadie más morir.
Una mano se posa en mi hombro y me sobresalto. Estoy en el patio trasero y estoy seguro de que hasta hace unos segundos él debía estar metido en Narnia.
—Salir con este frío después de una ducha no es lo más recomendable —susurra David. Apenas puedo ver sus facciones. El viento comienza a soplar revolviendo mis húmedos cabellos. Las nubes se mueven desplazándose lo justo para que la luna se asome, tímida. Frente a mí, el brillo de la plata capta mi atención.
Mis temblorosos dedos se posan en la pequeña cruz que pende en su cuello. Estoy temblando y las lágrimas pican en mis ojos.
—Tienes una cruz igual que la mía —hablo con la mente sobrecargada.
Su mano se cierra sobre la mía y la retira con cuidado.
—Cómo sabes que es igual. —Lleva mis dedos hasta el bolsillo para que entre en calor. Sin embargo, yo me sacudo de su agarre y tomo la pequeña joya con cuidado. Le doy la vuelta. Hay un cisne grabado allí. Al contrario que el mío, este es negro.
Quito mi collar y se lo muestro, presa de una ansiedad que me carcome.
No. No son iguales. Mi cisne es blanco. Son parte de un conjunto. Las llaves que abrirán la caja.
—Te la dio mi madre —sentencio. Y si se la dio mi madre, tiene que ser familiar mío, ella jamás se lo hubiera dado a un desconocido.
—Nuestra madre, Art.
El viento vuelve a alzarse con fuerza. Esto parece una escena sacada de cualquier película. O serie de televisión. Pero no hay ninguna cámara, ni gente que nos diga cómo actuar. Mi corazón se contrae, con un dolor insoportable que me hace tambalear.
David me sujeta antes de que pueda caer.
Los latidos de mi corazón resuenan en mis oídos.
—Sois muy especiales, ¿sabéis? —Mamá sonríe mirándonos con ternura mientras volvemos a casa con nuestros collares en los respectivos paquetitos, todavía reacios a ponerlos—. Salvo los mellizos y los gemelos, es muy difícil que los hermanos nazcan el mismo día. Y aquí estáis, a pesar de que os lleváis cinco años.
—Poque quiedo a Davi —balbuceo, dejando caer el chupete y volviéndolo a recoger. Afortunadamente está atado a una cadenilla de plástico y sujeta con un imperdible a mi ropa.
—Eso es demasiado vergonzoso, bolita. —Estoy en el regazo de David, agitando el paquete como si me fuera la vida en ello.
—El ocho de marzo es una buena fecha —continúa ella, llevándonos hasta el coche.
En el presente, las lágrimas se derraman sin poder detenerlas.
—Respira, Arthur. —David tiene mi rostro sujeto con ambas manos. Procuro inspirar con todas mis fuerzas.
—¿P-Por qué t-te olvidé? —Es hermano. De verdad. Busco aliento, sin encontrarlo. Los hipidos de mi llanto apenas me dejan boquear.
—Eso no importa. —Frota mis hombros tratando de reconfortarme—. Estoy aquí para ti. No permitiré que vuelvan a hacerte daño.
Me quedo mirando las sombras que rigen su rostro. Hay tantas cosas que quiero preguntar. Tantas que no recuerdo. Mi vida parece haberse esparcido cuan piezas de un inmenso puzle que debo completar a toda costa.
—¿Recuerdas cuando dije que no podía revelarte quién era?
Asiento con un horrible dolor de cabeza que reverbera en mis sienes.
—Soy David Williams —dice—, tu hermano.
Se saca la chaqueta de lana que lleva puesta y me ayuda a retirar la apretada cazadora de cuero. Enseguida noto como el calor recorre mi cuerpo, permitiéndome dejar de temblar.
—Eso es lo que no podía decirte. Porque tenía miedo que te doliera.
—No soy tan debilucho, aunque esté gordo. —Seco las lágrimas que contradicen por completo mis palabras.
—Lo sé, y estar gordo no es un defecto ni te hace más débil.
Sin decir nada, nos quedamos un rato más en el patio trasero, mientras intento calmarme. Los pensamientos se atascan en mi mente, la cual cada vez está más colmada y pesada. En nuestro camino de regreso, pateo las pequeñas piedras que bordean la casa.
Tengo demasiado que asimilar. Me cuestiono si podré resistir todo esto y mantenerme cuerdo hasta el final.
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