𝐂𝐚𝐩𝐢́𝐭𝐮𝐥𝐨 𝐗𝐗𝐗𝐕𝐈
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𝐅edor era atento y amigable, aunque en el tono de su voz y en sus ojos plateados se podía percibir una pizca de amargura. Pese a esto, no era difícil adivinar cómo había conectado con Lysander en el pasado.
—¿Qué es lo que te ha quitado el sueño a ti? —preguntó Leandros, con la mirada fija en el Templo de los Antiguos, visible a través de la ventana del fondo.
El cansancio llegó con un brote de aire caliente y con un olor a amargura y hierbas.
—Velenias está muerta.
El príncipe alzó la mirada. El rostro de Fedor se mantenía impasible, aunque se masajeaba del puente de su nariz hacía su sien repetidas veces, como si el movimiento lo relajara.
—Me han informado hace unas horas —explicó con una voz rasposa y quebradiza, como las hojas en ese duro otoño—. Le cortaron el cuello de lado a lado, le drenaron la sangre y dejaron su cuerpo como si fuera un saco de basura al que desechar.
Leandros se quedó en silencio. Los enormes ojos de Eris, llenos de una curiosa necesidad, llegaron a su memoria. No la había visto desde su primera comida en palacio, aunque tampoco le prestó demasiada atención. Pobre chica, pensó, la habían dejado sola en este mundo. Y él, más que nadie, conocía ese sentimiento.
—¿Alguien sabe lo que ocurrió?
Fedor sacudió la cabeza.
—La veledra no tenía enemigos, que yo sepa. Lo único que atesoraba era a su hija. A quien tampoco hemos podido localizar. Los guardias han dicho que lo más posible es que se la hayan llevado. Aunque eso no explica cómo Velenias ha quedado sin una pizca de sangre en su sistema. —Recargó la barbilla en sus nudillos—. La gente está asustada, piensan que algún demonio chupasangre aterroriza la zona de los Escombros. —Otro exhalo cargado de cansancio escapó de sus labios pálidos—.
Pero dejemos eso de lado por ahora.
Se levantó y, de uno de los estantes, agarró una robusta caja forrada de terciopelo de un rojo oscuro, la cual entregó a Leandros.
—Era de Lysander —explicó mientras tomaba asiento de nuevo—. Me la dio hace dos meses, tal como si supiera que algo terrible estaba por acontecer. Me dijo que, cuando llegara el momento, la debía abrir. Lo hice en cuanto supe... —Se calló, con la mirada puesta en el asiento a su izquierda—. Dijo que era su gran tesoro y no lo quería perder. —Sus ojos volvieron a Leandros, quien se limitaba a sostenía la caja—. Ahora sé por qué. Ábrela.
Las manos le temblaron en cuanto la abrió. Lo primero que le dio la bienvenida fue un montón de papeles con garabatos y escritos intangibles. Al sacar uno de ellos, se percató de que se trataba de sus primeros borradores de cuando aprendió a escribir y leer. También estaban guardados varios de sus primeros y últimos bosquejos. Incluso encontró una figura de madera que había intentado tallar antes de darse por vencido.
Más abajo estaba acomodada una mantita con distintas figuras bordadas con hilo de oro. Era la manta de bebé de Elysande. Los demás cuadernos los reconoció como propios de su hermana.
Había pequeñas prendas enrolladas con hilos para que ocuparan menos espacio, manualidades, informes, pinturas... Todo les pertenecían tanto a Leandros como a Elysande. Todas esas cosas que alguien más habría desechado, Lysander las conservó.
Suspiró un par de veces, pero no fueron suficientes para evitar las lágrimas acumuladas. Pasó los dedos por cada pertenencia.
¿Había dicho que eran su mayor tesoro?
—Lysander guardó cada cosa relacionada a ustedes. —La voz de Fedor viajó con una suavidad impropia del momento—. No era un hombre que dijera te quiero a menudo, creo que nunca lo decía, pero sí demostraba cuánto podía llegar a amar a alguien. Y a ustedes dos, los amaba más que a su propia vida, de eso estoy muy seguro.
Su primera pintura estaba guardaba de forma recelosa. Su primer poema tenía una pequeña nota donde decía: «Esto es lo más horrible que he leído, pero este lerdo tiene potencial». No sabía si reír o traer de la muerte a su hermano para golpearlo. Optó por sonreír. Algunos de los apuntes de Elysande también tenían pequeñas notas. Después de todo, a pesar de apenas haberse visto, Lysander lo quería. Estaba atento a cada cosa que hacía y la atesoraba.
—Es tuya —le dijo Fedor—. Te pertenece. —¿Puedes guardarla por mí? Al menos hasta que tenga un lugar asegurado para guardarla. —La cerró y se la entregó.
Su primo asintió, dándole unos golpecitos en la superficie de la tapa con los dedos.
Estaba profundamente agradecido con Fedor. La liberación de lo que almacenaba lo hacía sentirse más ligero, más sereno. No sabía con precisión si su primo terminaba por comprender sus sentimientos tan poco complejos para esa situación tan aterradora, pero agradecía cada consejo que le había brindado. Los tomaría como el mayor regalo e intentaría tenerlos presente en cada aspecto de su vida.
Se despidió y se marchó, no sin antes echarle un último vistazo a aquella caja. Ojalá hubiera sabido por qué sintió más remordimiento que nunca.
***
Para regresar a su alcoba decidió tomar otro camino más largo, con tal de evitar aquel jardín que le daba escalofríos. Al doblar una esquina, vislumbró una figura que aguardaba detrás de la puerta. Llegó a pensar que sería Kay; sin embargo, la figura era más delgada.
Mientras se acercaba, hizo que el tacón de sus botas produjera ruido a propósito para llamar la atención de quien fuera. Cuando la figura se volvió, reconoció a su tía. Melisande lo alcanzó a medio pasillo.
—¿Dónde has estado? —le preguntó con tono preocupado—. Me han dicho que te vieron vagar.
—¿Quién? —quiso saber Leandros, con el ceño fruncido. Estaba seguro de no haberse tropezado con nadie, los pasillos estaban desérticos. Aunque debía recordar que en ese palacio solo era un invitado, no conocía sus trucos o los ojos confidentes.
—No importa. —Su tía hizo un ademán con la mano para restarle importancia—. Tu madre también solía escabullirse en las noches donde no podía conciliar el sueño. —Le acarició la mejilla; tenía un tacto frío—. Ya que no puedes dormir, tal vez... pueda enseñarte algo.
—Está bien, solo necesito...
Su tía no esperó y se marchó a paso firme. De todas formas, se dijo, Kay estaría durmiendo. No tenía caso despertarlo. Siguió a Melisande a través de esos pasillos ausentes de sonidos, oscuros y solitarios. La mujer no lo condujo a las puertas principales del palacio, sino que tuvieron que atravesar una serie de pasajes, hasta que dieron con una puerta detrás de las cocinas. Una cortina oscura ocultaba una salida.
En cuanto atravesaron la cortina, Leandros pudo avistar un canal que pasaba junto al jardín. Caminaron por el puente, sin detenerse a contemplar las claras aguas llenas de hojas doradas y rojas. Detrás de unos arbustos, otra puerta secreta los esperaba. Melisande la abrió con una facilidad digna de aplaudir. La salida los condujo a una calle desconocida.
—Vamos, vamos. —Melisande le hizo un gesto para que no perdieran el ritmo.
La mujer se acercó a Leandros y le colocó una capa, para cubrirle la cara; ella también se cubrió con una más desgastada. Marcharon con la cabeza baja, pese a que las calles estaban vacías. Muchos celebraban la llegada del invierno en la plaza de las Virtudes o dentro de sus hogares, orando a los dioses para que el frío fuera soportable.
En una casa construida en un terreno algo hundido y ladeado, Leandros observó a una familia cenar. En el interior de su estómago se formó un nudo, aunque en su mente solo se preguntaba cuántos días le quedaba a esa construcción antes de caer en pedazos o hundirse por completo.
Bajaron por aquella calle llena de viviendas tanto humildes como vistosas, que se mezclaban sin pena, y llegaron a la Pérgola de los Cascabelillos, de donde provenían varios canticos y gritos de devoción. Pasaron por la Antigua Soleada, que estaba rodeada de cavernas y posadas. En los Cinco Ases, Leandros se dio cuenta de que estaban al otro extremo de la ciudad. Demasiado lejos de la entrada.
A una calle de distancia, la gente bailaba entusiasmada. El camino estaba tapizado de flores de alstroemeria y crisantemos. Una gran fogata alargaba las sombras de los bailarines e intérpretes. Las risas se fusionaban con el viento frío. Incluso si nevaba, nada haría retroceder a esa gente que le daba la bienvenida a las cosechas que sembraron y cuidaron durante todo el año.
Cuando el bullicio disminuyó, al igual que la calidez, Melisande se detuvo delante de una casa de dos plantas. Al lado es expandían los campos que adquirían un tono más ambarino, pero con el verde todavía invicto ante el invierno cercano.
—Cuando estaba molesta, Galene escapaba del palacio y venia aquí. —Su tía señaló la casa.
Leandros se tomó su tiempo para observarla. Dos balcones, enredaderas con espinas que escalaban la estructura del color de las perlas. La madera de la puerta parecía algo vieja, aunque resistente. Era una casa cualquiera. Idéntica a las demás de alrededor.
—Este era su refugio. Se hizo de él cuando cumplió catorce. Vendió sus joyas y las de mamá para comprarla —contó Melisande, con la mirada puesta hacia cuarenta y cuatro años atrás—. Si la buscaba, aquí la encontraría. Usualmente era cuando discutía con mamá. Ellas nunca se llevaron bien. Una respiración fuerte era suficiente para tener a una encima de la otra. Se odiaban como los Imperturbables odian a nuestros dioses.
Ya llevaba tiempo que no escuchaba de los Imperturbables. Una banda de forajidos que solían decir que Thornvale era un hereje por rezarle a dioses falsos. Los hombres procedían de Myrtathorn, aunque el mismo reino terminó por cansarse de sus canticos, donde todos estaban mal, menos los Imperturbables. Ni siquiera los dioses que veneraba Myrtathorn eran suficientes para ellos.
—Yo no tuve mejor relación con mi madre. —Una nota de tristeza cruzó su voz—. Ella era muy estricta. Le importaba lo exterior antes que una miserable gratitud del corazón. Siempre nos pedía más de lo que podíamos dar. Todos menos a una... Esmira siempre fue su favorita. Y, a pesar de su continúo rechazo, me da vergüenza admitir que una parte de mí la amaba. Era mi madre, ¿cómo no hacerlo? Pero Galene... A Galene tenías que ganártela. Si querías su respeto, tenías que hacer la cosa más valerosa que pudieras.
Leandros esperó mientras escuchaba el viento aullar en la lejanía de las montañas.
—Cuando murió, me dolió en el alma. Busqué durante tanto tiempo a su asesino. Hasta que un día, él vino a mí. —Se giró y le dio la espalda a Leandros—. Galene no parecía afectada. Pensé que alguien lo estaría, además de mí. Pero a nadie le sorprendió ver a nuestro padre con aquel cuchillo ensangrentado. Dijo que lo había hecho por el bien de todos. Nuestra madre había vendido información de máxima importancia. Si Eldric se llegaba a enterar... Mi padre le dio una muerte digna. Eldric no lo habría hecho. —Bajó la cabeza—. Sinceramente, yo tampoco. Un traidor merece lo peor.
El silencio que cayó era aterrador. Era como si Regalbriar hubiera contenido el aire en sus enormes pulmones. Esperaba. Esperaba ver su reacción. El príncipe no tuvo ninguna.
—Es tuya. —Melisande le depositó una llave en las manos—. Lysander se hospedó un par de días aquí, así como Elysande. Tu madre —su mirada se sentía como un poso profundo, tan arrebozar de piedras, que había perdido su agua hacia tiempo— era una mujer que trabajó duro en su vida.
—Fue una mujer fuerte —asintió Leandros. Percibió el frío metal sobre su palma. Cerró la mano y dejó que la marca quedara impresa en su piel.
—Y dio a luz a hijos fuertes. —La sonrisa de Melisande irradiaba una enternecedora sensación de maternidad—. Leandros —el intimo momento, tan cálido como las sábanas, se desvaneció—, no sé por qué hiciste lo que hiciste, pero confío en que fue lo mejor para el reino.
—No sé de qué hablas —se apresuró a decir, alejándose de ese repentino cambio.
Su tía bajó la mirada. Su boca se volvió una fina línea en su rostro apesadumbrado.
—Dravenor ha hablado conmigo —reveló—. El tiempo ha cambiado. El aire se siente diferente. Es como si una fibra del universo hubiera cambiado todo el orden de nuestro mundo. De nuestra existencia. —Sacudió la cabeza a la vez que soltaba un suspiro—. Lo siento bajo la piel, al igual que toda la familia. Algo se avecina. Algo surca los cielos y nos acecha como si fuera un dios. Pero no es nuestro dios.
Sus palabras lo atrajeron, de eso estaba seguro Leandros. En un momento, se encontraba parado muy quieto; al otro, intentaba mantener el equilibrio. Un gran rugido salió de entre las montañas del norte. No aplacó a los ciudadanos, tan solo los hizo bajar la voz. Leandros miró a su tía. Era aterrador la tranquilidad en la que se mantenía, como si ella hubiera calculado el tiempo entre sus palabras y aquel estallido.
El rugido no duró ni dos segundos, pero fue suficiente para hacer mecer la tierra debajo.
—¿Qué fue eso?
—Se está despertando —dijo su tía—. Ya tiene un portador. Ellos se arman, preparados para el combate.
—¿Quién? —Leandros sintió el impulsó de sacudirla y hacerla hablar con más claridad. Odiaba que las personas dijeran información incompleta. Un segundo rugido, dos segundos, calló—. Los dragones rugen. —Fue un comentario aleatorio, en recuerdo a las historias que había escuchado y leído, pero un brillo afirmativo apareció en los ojos grises—. Debes estar bromeando —le espetó entre dientes—. ¡Los dragones se han extinguido! Myrtathorn predica mentiras. No se ha encontrado ni un resto de esos animales místicos.
—Tampoco hay restos de osos con cuernos, pero tenemos a uno en nuestros jardines. —Melisande esbozó una tenue sonrisa que se evaporó—. Allá, en el norte, no hay dragones como los que encontrarás apoyados como montañas en Myrtathorn. Allá, en el norte, encontrarás algo peor. Cuando despierte, créeme, príncipe, desearás un dragón que te respalde.
—No son nuestros protectores —negó Leandros. Ya no se escucharon más rugidos.
—Nosotros tenemos a nuestros propios alados. —Colocó la mano en el corazón de su sobrino—. Mantén su mente cerrada y este mundo jamás lo comprenderás. Ábrela y descubrirás hasta el más mínimo detalle. Más allá de nosotros, alguien más cuenta una historia. En esa historia, atraviesa desiertos y mantos de hierbas. Va en la búsqueda de lo mítico, y lo encontrará. —Sus ojos se dirigieron hacia la casa—. Te dejo para que la mires. El mundo es un paraje desconocido. No le des la espalda ni por un momento.
Introdujo la llave en la cerradura, con cierta dificultad abrió la puerta, y fue azotado por aquel aroma a hierbas aromatizadas, madera de cebro, aceitunas y lavanda. El olor por completo de su madre. No había ni un rastro del de sus hermanos o algún desconocido. Su madre reinaba en esa casa.
Recorrió con la punta de los dedos los libreros que tapizaban la primera habitación, con una silla para leer junto a una ventana. En una pequeña mesa habitaba una planta seca, que se rehusaba a caer hecha polvo. A la derecha de la estancia esperaban unas escaleras, Leandros rehuyó de ellas, no quería ver lo que se escondía allí arriba. Tampoco había luz que lo hiciera orientarse, más que la que se colaba por la puerta y las ventanas.
Se dirigió a la cocina y, aunque llena de polvo, le sonrió. Tiempo atrás la habrían utilizado. Leandros imaginó a su madre parada en medio de un desastre, con la frente perlada en sudor, el horno a punto de explotar, y el fuego que intentaba alcanzar el techo, donde había dejado una marca oscura.
En una mesa se hallaban hojas empolvadas con recetas. Recetas para los más incautos en la cocina. Galene Gadour había aprendido a valerse por sí misma en aquella casa, en aquella cocina. Tal vez fue eso lo que la hizo tener el corazón de piedra para con sus hijos.
No encontró respuestas en aquel lugar, solo recuerdos de otra persona.
Al final de la casa, había un tipo de estudio. No había polvo. Leandros supuso que alguno de sus hermanos —quizá ambos— trató de limpiar para evitar que se perdiera lo que habitaba entre esas paredes. Libros de historia, mitos de todo el mundo, mapas de todos los continentes y sus mares, pinturas de reyes que desconocía, animales y batallas campales.
Se detuvo en el escritorio. Un libro grueso, lleno de hilos que actuaban como separadores, lo hacían abrirse de tantos que tenía. Leandros lo abrió en una página al azar. Por la luz que entraba por la ventana detrás, notó la caligrafía de su hermana, descuidada, escrita por los bordes en blanco. «Valorian y Gadour, sometidos en una danza», había traducido uno de los fragmentos, cuyo idioma desconocía Leandros.
«Cuando sus sangres se mezclen, serán la desgracia para los dioses».
Leandros pasó páginas.
«Los Dua'caris habitaron la residencia de los dioses, pero ambicionaban el poder de cambiar como las aves su plumaje. Desafiaron más allá de sus dominios. Cayeron en desdicha hacia la tierra, condenados a vagar por el fuego hasta que la sangre dorada lloviera sobre sus lenguas. Retornarán cuando el último rey caiga. La Era de los Infames regresará».
Era la caligrafía de Lysander.
Leandros no era capaz de ponerle sentido a lo leído, el cansancio no le dejaba prestar atención. Afuera escuchaba a su tía. Tomó el libro y salió de aquella casa. Al regresar a su lado, Melisande lo miró y, sin mediar palabra, regresaron al palacio.
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Nota de autora:
¡Bueno, hola, hola!
Quiero decir que lamento mucho no estar actualizando (si es que alguien sigue aquí, a la espera, jajaja). No tengo internet por el momento y han ocurrido varias desgracia de las que apenas estamos saliendo mi familia y yo, afortunadamente ya estamos mejor.
Espero pronto seguir con las actualizaciones. Por el momento, les dejo este capítulo y espero poder programar uno más✨💕. ¡Muchas gracias por seguir acá! Disfruten y hagan teorías xd.
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