𝐂𝐚𝐩𝐢́𝐭𝐮𝐥𝐨 𝐗𝐗𝐗𝐕

𝐄l cielo apenas clarecía cuando el silencio reinó por el palacio. Todos dormían, a excepción del príncipe, quien continuaba inmerso en sus pensamientos. ¿Qué pasaría cuando fuera a ver al duque y a su... prometida? ¿Qué pasaría con Kay? ¿Y qué pasaría con el propio Leandros?

No quería proseguir con la boda —si aún quedaba una remota posibilidad de llevarse a cabo—, pero era una gran oportunidad que no podía desperdiciar. Debía recordarse que no se trataba de lo que Leandros deseaba, sino de lo que el príncipe heredero debía hacer.

Con cuidado de no despertar al hombre que dormía plácidamente a su lado, Leandros se deslizó fuera de la cama, se visitó y, antes de macharse, le depositó un besó en la mejilla a Kay. Caminó por los pasillos solitarios mientras regresaba al pasado: de niño odiaba el palacio y sus paredes tan blancas que cegaban. Prefería quedarse en la habitación que compartía con Lysander.

Se detuvo en medio del pasillo y miró hacia las escaleras que conducían a su pasado. ¿Seguirían ahí las pertenencias de Lysander, acumulando polvo? ¿Las paredes aún conservarían su aroma? ¿La esencia de Elysande también vagaría por aquel lugar?

Retomó el paso por el mismo camino que recorrieron su madre y su tía antes que él. ¿Cuántas veces se habrían escabullido por esos pasillos y dejado sus huellas en la piedra clara? ¿Cuántas veces Bredon, el padre de Fedor, habría escalado hasta el balcón de Melisande para cortejarla?

¿Cuántas veces habrían dejado los muertos su esencia en los caminos que recorrían los vivos?

Pasó por uno de los pequeños jardines, donde se encontraba una fuente con agua de un violeta luminiscente. Las estatuas de los antiguos Gadour lo miraban con desaprobación desde arriba. «Vemos desde la tierra de los muertos que somos la única esperanza para que el alto brille de nuevo», le gritaban. Y tenían razón.

Una de las estatuas que más destacaba era la de Ser Gregor el Despojado, asesinado por Dravenor Corvo. En una mano sostenía un hacha y su boca estaba torcida en un grito de batalla. En una ocasión, su tío le contó la historia de lo sucedido en la batalla de los vinos derramados. Fue tan grotesco que no quiso volverla a escuchar.

Mientras se alejaba del reproche de los difuntos inmortalizados en piedra, se convenció de que todo rey debía hacer lo posible por su reino, sin importar los medios... o las consecuencias.

***

Tocó tres veces y Fedor lo dejó entrar.

—¿Qué se te ofrece, primo? —le preguntó mientras se retiraba de la ventaba y se acercaba a la mesa a servir dos copas.

—Quería hablar contigo, Fedor. Si me das permiso. —Inclinó la cabeza en señal de respeto.

Notó la pila de papeles que requerían urgentemente su atención, pero Fedor los apartó a un lado y le pidió a Leandros que se sentara, entregándole una de las copas. No era vino como creyó, sino una infusión de hierbas, que lo despabiló en cuanto la probó. Su primo le explicó que era un remedio contra el sueño.

—Lo lamento, es lo único que tengo.

La gran jarra llena de ese brebaje estaba dispuesta en otra mesa. ¿Cuántas veces se vaciaría a la semana?

—Entonces, dime, ¿qué sucede? —quiso saber su primo—. ¿En qué te puedo servir?

—Hablé con el duque —le explicó mientras intentaba acomodarse—. Si quiero mantener nuestro acuerdo y su apoyo incondicional con nuestra Casa, antes de partir a Marrenia, debo pasar a visitarlos. Tengo que hablar con Delythena en persona.

—Me parece perfecto —dijo Fedor sin reparar en la molestia del príncipe—. En caso de que todo resulte bien, podrías beneficiarte con la aportación de armas. No es mala idea. Debes hacerles ver que estás muy comprometido con la causa de desposar a su hija y convertirla en reina.

Leandros dejó la copa en la mesa y repasó la situación. Matrimonio... No quería saber nada de matrimonios y esposas. Ojalá no tuviera que ir.

—Hueles a él —comentó su primo con la nariz arrugada y los labios fruncidos en una mueca—. Mira, ya no hablaré del tema, Leandros. Haz lo que quieras. Todos lo hicieron y lo hicimos. No podemos venir aquí a decirte que tú no puedes, no sería justo. Lo único que se necesita saber es si vale la pena.

No le fue difícil responder.

—Sí.

Sosteniendo su copa en un brindis solitario, su primo bebió.

—Te lo dejo en tus manos, primo mío. —Su pecho se elevó y bajó al expulsar su habitual suspiro pesado—. Aunque yo mantengo mi posición. Hasta que todo este... desastre pase, no puedo confiar en él. Hay algo y no sé qué es. Su mirada fría y oscura, su tono de voz y su acento. La forma en que actúa... Hay algo en todo eso que no me termina de encajar. —Sus ojos se mantuvieron fijos en la lejanía. Luego sacudió la cabeza—. ¿Y bien? ¿Algo más?

—¿Por qué crees eso de Kay? —No fue su intención arremeter con brusquedad.

Fedor encogió los hombros y alzó las palmas de las manos.

—Debes aprender a desconfiar incluso en tu copero. Te lo repito: que tú confíes en él no quiere decir que otro también lo hagan.

—Pues me parece que no confías en mi buen juicio —replicó el príncipe. Tomó su copa y bebió, rezando para que se convirtiera en vino.

—Y eso te preocupa... —Entrecerró los ojos—. ¿Te preocupa que tenga razón?

—Me preocupa tener que elegir —respondió con cierta irritación.

—Yo no te pediré que elijas. Ser una opción no es parte de mi persona.

—Lo puedo ver ahora.

Un incómodo silencio se cernió sobre ellos como una manta de polvo. Fedor continuaba perdido en sus pensamientos, mientras Leandros tamborileaba los dedos de la mano en la mesa, sin saber cómo continuar con la conversación. De reojo, observó cómo su primo se preparaba para hablar.

—¿Lo quieres? —preguntó.

Cuando apoyó la espalda en la silla, admitió para sí mismo que, en el fondo, estaba encantado con la idea. Se había adaptado tan rápido a Kay, como si se conocieran de antes, que le resultaba fácil responder que sí. Sin embargo, su lado racional le decía que debía temer lo que deparaban los tiempos oscuros. Solo en esos momentos se podía ver la verdadera cara de las personas.

—Lo hicimos —dijo Leandros—. Lo besé y fuimos más allá de eso, aunque... no tan lejos. —Cuando miró a su primo, este ya tenía la cara tapada con la mano, como si se tratara de un tema bochornoso para él—. No creo que lo merezca. Nadie merece la vida de porquería que puedo darle yo. Mi prioridad debe ser el reino. Y yo... —Sus manos golpearon la mesa sin pretenderlo—. ¡Tengo miedo! Miedo de mí mismo, Fedor. —Dirigió su puño contra su pecho—. Ya no sé en qué creer. No sé lo que pude hacer. No sé a quién pude amar. Y ya no puedo hacer nada.

Con el cuerpo tembloroso, se volvió hacía su primo, quien lo observaba con atención. Su rostro se había suavizado, incluso se veía más joven. Debían ser los problemas más insignificantes que hubiera escuchado en años. ¿Qué clase de príncipe desterrado y mancillado iba a contarle problemas románticos a un primo de casi cuarenta años?

Tras unos instantes, Fedor rio.

—No sé qué decirte —dijo sin desdibujar la sonrisa. Llevaba la barba bien recortada y unos cuantos toques del maquillaje de esa noche, parecía otro hombre—. Poca gente se cree digna de alguien y, por lo que he podido constatar, casi siempre es una mentira que ellos mismos se creen. —Tomó la jarra con la infusión de hierbas y se sirvió—. En cuanto a los demás... deja que decida Kay. Si, a pesar de saber lo que le espera, él decide quedarse contigo, será su penitencia, no la tuya.

—Pero... —saltó a decir Leandros; calló cuando su primo levantó la mano.

—No puedes elegir quién debe quedarse a tu lado. Solo puedes elegir si quieres que lo hagan. Si no, si de verdad no quieres, entonces despídete y vete. Déjalo. —Bebió y dejó que su cuerpo se relajara.

No quería dejarlo y lo dijo: quería a Kay a su lado. Lo único que deseaba era tenerlo en otras circunstancias, en circunstancias favorables.

—Has cambiado, primo. —La sonrisa volvió a aparecer en el rostro de Fedor—. Has cambiaste por completo. Te has vuelto atrevido. Si mi tía estuviera aquí, seguro te hubiera castigado una eternidad por tu forma de hablar.

Las comisuras de sus labios se alzaron y le dio a su primo un amistoso golpe en el hombro.

—Si quieres que te sea sincero, se nota que se gustan —prosiguió Fedor, luego dio un gran bostezo—. Tus ojos y su mirada, tus palabras y su cantico. Su cercanía... Recuerdo cuando Aurelia y yo nos conocimos, tuvimos los mismos encuentros. No podía dejar de verla, y ella siempre buscaba una excusa para estar cerca de mí. Su calor me reconfortaba. Me hacía querer ser mejor, porque ella merecía a alguien así.

Leandros no pudo evitar que un retortijón de culpa sacudiera su interior. Era un sacrilegio que les guardaran aquel secreto, aún más en esa posición tan íntima y familiar. Sin embargo, debía recordarse que no le correspondía revelarlo.

—Al principio tenía miedo. No quería lastimarla de ninguna forma. Además, esto era nuevo para ella. Llegado el momento, fue... —Una risa nerviosa se escapó mientras se mordía el labio inferior—. Había estado con muchas mujeres, Leandros. Con muchas. —Alzó las cejas con cierta socarronería—. Pero la primera vez que estuve con Aurelia, te juro que sentí que no sabía nada. Me ganaron los nervios, no podía acomodarme. —Con la mano trató de ocultar sus mejillas sonrojadas—. Tenía miedo de todo. Cuando amas de verdad, lo último que quieres es ver sufrir a esa persona. —Miró a Leandros con la duda remarcada—. Estar con Aurelia me hizo ver que no quería estar con nadie más. Ella se convirtió en todo lo que necesito. Hoy en día, mi corazón sigue latiendo con la misma velocidad que la primera vez que la besé.

El frescor del aire no era suficiente para evitar el sudor frío que resbalaba por la espalda de Leandros. El amor de Fedor por Aurelia era sólido, como la tierra misma. En su mirada expresaba su devoción hacia ella, lo que hacía que la culpabilidad fuera más fuerte, al igual que envidiable.

—¿Qué pasó con el hecho de que ella era una... campesina? —preguntó, aunque las palabras le supieron amargas.

Fedor se encogió de hombros como si eso ni siquiera fuera relevante.

—Me casé con Aurelia en secreto. Me adelanté a todos. Antes de que mi madre escogiera mi esposa, yo di el primer paso. No me importó nada ni nadie. Yo quería estar con ella. Ella quería estar conmigo. ¿Qué más que el tiempo nos podía detener? Si los dioses no nos retienen con cadenas, ¿por qué no hacerlo? Yo la amaba, la amo. Ella me amaba, me ama. Hicimos lo que hicimos porque nuestra opinión era más importante. Además —añadió con un tono más burlón—, la segunda vez que estuve con ella, la embaracé. Nadie podía hacer nada. Peor les sentaba un posible bastardo.

El vasallo dejó caer la cabeza hacía atrás. La luz de la luna reposó en su rostro con suavidad. Incluso si sus rasgos marcaban su edad, bajo aquella luz parecía tener la misma edad que Lysander.

—¿Tú sientes lo mismo por Kay?

—Me gustaría que el tiempo no fuera tan corto —respondió para su sorpresa—. Me siento egoísta y cruel. Lo he traído a una vida de muerte. Lo atraje y quiero que se quede aquí, conmigo.

—¿Por qué?

—Porque —se pasó una mano por el cabello ahora corto— no siento que esto vaya a funcionar de ninguna manera. Quiero... sentir que puedo darle lo suficiente y saber que será recíproco. Sé que Kay también lo quiere. Anhela a alguien que lo ame incondicionalmente, y temo no ser ese alguien.

—¿Ya habías sentido lo mismo?

Leandros sacudió la cabeza.

—No... Bueno, sí. Creo que lo sentí con Aveline.

—¿La hermana mayor de Delythena?

Asintió.

—Mmm, sí, Lysander decía que te comportabas muy diferente con ella. Pensé que terminarías comprometido con esa muchacha. Tendría más sentido. —Frunció el ceño—. Hay algo que aún me carcome la cabeza. ¿Por qué Eldric quería que te acostaras con otras mujeres? Si te comprometieron a los treces años.

—Desde que cumplí los once años, de hecho —le corrigió. No había una respuesta concreta. Ni siquiera Leandros comprendía esa enfermiza obsesión que tenía su padre. Aunque una vez su institutriz le dio una vaga explicación—. Madame Morell me dijo que mi padre tenía miedo a que fuera infértil. Es lo único que sé.

—¿Y qué te hace diferente, primo? —Fedor lo miró suspicaz.

—Creo que el amor depende de los recuerdos que se compartan. —Recostó la cabeza en la palma de su mano—. Sé que no tengo voz ni voto en esto; sin embargo, me gustaría, ya sabes, casarme con alguien a quien pueda amar, sin sentir la necesidad de huir. Estar enamorado como se debe. Quisiera más tiempo. Poder estar con ella en mis noches de insomnio, hablando durante horas, hasta que el sol asome entre las montañas. Caminar por los jardines mientras formo una conexión con ella. Me disgusta la idea de una vida vacía junto a alguien igual de vacía.

Fedor alzó el dedo índice.

—Solo que no es ella..., es él. Leandros, ese es el principal problema. Tu miedo proviene de fallar o que te fallen. —Se levantó y sostuvo el rostro de Leandros entre sus manos. De cerca, el príncipe distinguió esas arrugas llenas de vejez y sabiduría, brillantes por el cariño que portaban.

Decía la verdad. Leandros había luchado toda su vida para no decepcionar a nadie, en especial a su padre. Para él, su padre era su héroe, su ídolo, un dios, un todo. Lo respetaba y lo quería tanto como a Rowena. Y lo decepcionó.

Eldric, el Grande, lo decepcionó.

Amó sin ser correspondido. Amó con plenitud a alguien que apenas conocía. Amó con una fuerza impropia a alguien que solo lo miraba como un reemplazo que debía ser mejor que él.

Todo el esfuerzo que había hecho para enorgullecerlo, ahora no valía de nada.

—El amor no tiene límites —dijo Fedor—. No tiene dimensiones ni ecuaciones. Tiene un por qué, tiene razones y químicos. Tiene explicación, y ni aun así lo puedes evitar. Es lo que es. Vivimos de él para estar en paz. —Apretó su frente contra la de Leandros—. Créeme, jamás vas a terminar de conocer a alguien. Siempre vamos a crecer en pensamiento y obra. Tenemos que cambiar y evolucionar con el tiempo. No te puedes estancar. Tú no eres el mismo niño que yo conocí. Todo el mundo cambia, y debes adaptarte o irte. El tiempo jamás será suficiente. Así que no dejes que el miedo interfiera en ti. Nadie es dueño de los pensamientos ajenos, y no puedes controlar eso.

—¿Y si todo se desvanece? ¿Si un día ya nada es igual?

—Nunca lo es. —Fedor se alejó para volverse a sentar—. ¿Qué te preocupa, además?

Tragó saliva y sacudió un poco la cabeza para despejarse del tacto tan tosco.

—No recuerdo mucho de esa noche. No como debería. —Bajó la voz—. Tu padre murió ahí. Rowena murió ahí. Y yo apenas puedo recordar. Esta noche, cuando Kay cantó, imágenes vinieron a mi mente. Estaba en el palacio de Ilium, mi madre me sostenía. Solo que no era ella. —Guardó silencio con el vello de sus brazos erizado—. Mi madre real apareció y la que me sostenía se convirtió en Rowena. Había fuego y una bestia la atacó. No sé qué pasó después.

—Tú sabes lo que era. —La voz de Fedor aminoró con las últimas palabras, solo dejando que el viento terminara de trasmitirlas por él.

—Es un mito —replicó Leandros. No quería pensar en eso.

—Nosotros somos mitos.

—¿Qué hacía un dua'caris en el sur? —preguntó aun si sabía que no había respuesta—. Son típicos del norte. Esa estúpida leyenda la trajeron del norte los forasteros.

—Los dioses vienen de todas partes. Los monstruos se mueven. Las personas difunden. Somos parte de las mismas invenciones —dijo, antes de añadir tras un suspiro—: Al menos recordaste.

—No es suficiente.

—Para ti nunca lo será. No te culpo, debió ser horrible. Eras muy pequeño cuando eso sucedió. Y creo que has perdido más de lo que crees. Está bien no recordar. No cuando te hará daño la realidad.

—Ya no soy un niño —le espetó Leandros mientras cerraba los ojos con enfado. Estaba harto de que lo trataran como si no fuera un adulto.

—Los niños no son los únicos que tienen derecho a no sufrir, Leandros.

Guardó silencio. Las incógnitas seguían rondando por su cabeza, pero esa conversación las había apaciguado un poco. Iban con suavidad, dispuestas a no alterarlo demasiado. Era un paso importante para Leandros. Sus latidos se calmaron. Ojalá hubiera tenido conversaciones así con sus hermanos. Deseaba, en la fría e inhóspita soledad, haber tenido más.

Pero ya era tarde.

—No quiero perderlo, Fedor. Me ha dicho que no le importa lo que nos depare el futuro, muerte o triunfo. Sé que estamos en el mismo camino, no queremos estar solos. Por eso, temo depender de él para ser feliz. No quiero que se convierta en mi vida entera.

—No será así. Si bien dudo que sea lo mismo para él. Creo que no le importa depender de ti, y eso traerá severas consecuencias.

Severas consecuencias, se repitió en sus adentros.

—Lo quiero —murmuró.

—Ya descubrirá, primo, que eso no es suficiente. No te presiones más. No pienses demasiado. Vamos a una guerra, así que no te mortifiques y solo disfruta. Si lo quieres, tenlo. Si crees que lo mejor es dejarlo, hazlo. Si él te quiere tanto como dice, lo deberá comprender. Aunque, viendo que no deja de robarles la comida a mis hijas, se nota que no es un hombre de mucha compresión —masculló con la quijada tensa.

Leandros lo miró con los ojos entrecerrados.

—Hablas muy sabio. Menos lo último. El dulce es la debilidad de Kay.

Fedor se rio. Se veía tan relajado y tranquilo.

—Bueno, esta es la conversación más humana que he tenido en bastante tiempo. Nada de estrategias —sacudió la cabeza—, nada de posible guerra, nada de preocupaciones. Nada de... nada. Solo sentimientos humanos. Gracias, lo necesitaba. Necesitaba conocer más al próximo rey.

Leandrosasintió con la cabeza, aunque aún tenía mucho que decir. Decidió callar ybeber, a la espera de que el futuro fuera clemente. 


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