𝐂𝐚𝐩𝐢́𝐭𝐮𝐥𝐨 𝐗𝐗𝐗𝐈𝐈𝐈

Bajaron hacia los jardines principales, donde los invitados se pavoneaban de un lado a otro, presumiendo sus lujos. Un rey del este llevaba una larga capa de plumas de pavo real, la cual quedó en segundo plano cuando una mujer apareció con la cabeza del pavo real como adorno en su diadema. Incluso los niños competían por ver quién llevaba el mejor traje, con espadas de madera bañadas en oro y plata.

Pese a que el festival tenía como propósito honrar el otoño, las personas aprovechaban para despilfarrar y presumir la cantidad de poder que tenían guardado en el banco.

Kay se aferró a Leandros al notar una mesa con utensilios que solo se usaban en ocasiones de sacrificio.

—¿Qué van a hacer con ellos?

Una parte importante de la celebración era honrar a la diosa Syrinx y a la diosa Celestria, en agradecimiento por las cosechas del año. Ofrecían tres terneros, tres ovejas, tres cerdos y un alma joven. Ese día, el alma que sacrificarían contaba con tan solo dieciséis años. Llevaba un sencillo pero hermoso vestido blanco. Su cabello, del color del trigo, ondeaba con el viento, y sus enormes ojos verdes observaban al cielo. Lucía orgullosa por servir a sus diosas.

—Es la ley de la vida —respondió Fedor al pasar a su lado, vestido con una túnica ceremonial blanca que le llegaba hasta los tobillos. Iba coronado con un par de ramas asomándose como cuernos y hojas doradas y rojas. Desprendía un olor a oliva y aceite de racimo—. ¿Quieres decirnos por qué, Leandros?

Sabía muy bien que los demás lo escuchaban, atentos a cada palabra. Cada paso que diera, sería una prueba para ellos.

—La comida da vida. El pago por la vida es otra vida. —Miró a Kay, cuyo maquillaje había sufrido imperfectos por lo sucedido en el balcón, y sonrió—. No es un pago, es un agradecimiento. Aquí mueren —señaló a los seres vivos destinados al sacrificio—, pero las diosas tomarán sus almas puras y, en su reino, vivirán. Tres terneros para honrar la sed, tres ovejas para honrar el frío, tres cerdos para honrar el hambre, y una vida humana para honrar la muerte. Cuando falte uno, sabremos lo que significa perder algo tan esencial.

—Así es —asintió Fedor mientras avanzaba con los pies descalzos. Aurelia, junto a sus hijos, le entregó una espada curva como la media luna que brillaba esa noche. Debajo de cada animal habían colocado un cuenco para recibir la sangre.

Al ver a Kay tan nervioso, Leandros se acercó a su oído y le susurró:

—Mira el cielo, las estrellas. Observa a las diosas descender.

Los ojos oscuros se posaron primero en los labios del príncipe, luego se desviaron hacia arriba, como se les indicó.

—Estamos aquí presentes para honrar a las madres de la tierra por su grata gentileza —comenzó a decir Fedor, con la guadaña en alto y su hoja resplandeciente—. Hemos tenido grandes disputas este año y, aun así, no nos han dejado sufrir la hambruna de nuestros pecados. Tampoco olvidemos que cada trabajador, mujer, hombre, anciano y niño ha contribuido para que hoy podamos ofrecer estas vidas.

Algunos ciudadanos se habían aglomerado detrás del enrejado para presenciar la escena. Esperaban a lo que estaba a punto de ocurrir, y Leandros estaba especialmente emocionado de que Kay también pudiera presenciarlo.

—Diosas, reciban las recompensas de sus hijos. —Fedor pasó por cada animal y les cortó la garganta, dejando que la sangre cayera en los cuencos hasta derramarse. Cuando llegó el turno de la joven, ella sonrió—. ¿Qué elijes? —le preguntó el vasallo.

El príncipe sintió cómo una mirada se posaba en él, penetrante y cargada de cierta ingenuidad.

—Quiero que el Bendecido por los Dioses me lleve de vuelta a ellos —respondió la joven.

Su corazón palpitó un poco más rápido al escucharla.

—¿Lo harás? —preguntó Kay al verlo inmóvil—. Hazlo. —Le dio un empujón con el hombro—. Te ha elegido, ¿no es así? Supongo que es algo bueno.

Eso era lo no comprendía, pues era un acto reservado para aquellos que cumplían el servicio de novicio en el Templo de los Antiguos, como lo habían hecho tanto Fedor como Lysander. Sin embargo, no retrocedió. No quería desperdiciar la oportunidad de complacer a los dioses, aunque también temía estropearlo.

Le echó un vistazo rápido a Kay y después se acercó a la chica. A pesar de los protocolos, ella lo abrazó y le dio un beso en los labios. Cuando se retiró, Fedor le entregó una daga plateada a Leandros, la que recibió con un temblor.

Había recibido un beso de Muerte.

—Todo saldrá bien —lo animó su primo, retirándose.

—Lo será —le prometió la chica. Alzó los brazos, con las palmas hacia arriba, y dejó al descubierto su garganta—. Llévame a la verdad, llévame a las estrellas de mis señoras, llévame a la vida.

—¿Cuál es el nombre de nuestra sierva que dará su vitalidad esta noche? —le preguntó Leandros mientras deslizaba su mano por aquella nuca con la piel tibia.

—Sahira.

—Que las diosas vean lo que este sacrificio representa —Leandros repitió la misma oración que se pronunciaba en cada Ceremonia del Otoño—. Somos su sangre y su carne, por eso hoy les entregamos la misma valía. ¡Diosas, escuchen nuestras gratitudes para con ustedes! ¡Les entregamos a Sahira, su hija, que va de vuelta a ustedes! ¡Reciban a Sahira! Y perdonen nuestros pecados de carne y espíritu.

Sujetó a la chica y deslizó el filo por su garganta. El rostro de Sahira se iluminaba con la anticipación de una muerte lenta. Pero no había temor alguno, esto lo demostraba con una sonrisa tan grande como las inmensidades del propio palacio. Y cuando las gotas de su sangre tocaron el pasto, una tenue luz amarillenta brotó. Leandros la depositó con cuidado en el suelo. Cada cuerpo degollado resplandecía.

El mundo quedó en silencio para rendir respeto al sagrado ritual.

Leandros se colocó de nuevo junto a Kay y señaló el cielo, donde dos enormes estrellas brillaban más que la propia luna. Ondas de colores surcaban la oscuridad, como el arcoíris; líneas onduladas de color verde, azul, amarillo y blanco se extendían por el cielo. Los árboles y los animales irradiaban el mismo fulgor. Las diosas estaban presentes.

Lo que nadie esperaba era que el príncipe resultara ser víctima de la luz. Esta emanaba de su piel en un tono amarillento. No le quemaba, solo lo embriagaba, deslizándose con suavidad por sus brazos. Se miró las manos, sin comprender lo que sucedía.

De pronto, frente a él, apareció la mujer más alta que jamás hubiera visto, con los cabellos verdosos arremolinándose a su alrededor. Su vestido parecía hecho de hojas verde entretejidas. Sus ojos, tan blancos como la espuma de mar, miraron a Leandros.

La diosa Celestria. Aquella que lo salvó.

—Mi hijo está vivo. —Estiró la mano hacia el príncipe. La caricia quemó—. Mi último hijo vive para contar la historia. ¡Para salvarla! ¡Debes ir hacia la gloria, llevarnos a ella! —Su voz sonaba desgarradora, como si le hubieran arrebatado las cuerdas vocales y apenas pudiera hablar por el dolor. Muchos de los presentes cayeron de rodillas, con las manos en los oídos debido a la tristeza asfixiante que corría por ese tono. Un deseo lo llevaba a querer calmar esa angustia que afligía a la diosa—. El rey de sangre dorada debe reinar sobre estas tierras.

—Mi diosa... —murmuró, dando un traspié.

—Tú debes ocupar el trono. —Se acercó a Leandros y pegó su frente contra la suya—. Un mal aqueja tu vida. Un demonio se desliza por tu mente, fingiendo ser un ángel en tus recuerdos. Recuerdos donde no eres el mismo de ayer. Un precio es lo que debes y no has pagado. —Se alejó y, tan pronto como apareció..., se esfumó, al igual que los cadáveres; toda luz se disipó y desaparecieron.

—¿Leandros? —Fedor lo llamó, sacudiéndolo por los hombros—. ¡Leandros!

En ese momento, más parecía que el demonio residía en su interior. El peso sobre sus hombros se volvía cada vez más insoportable. Ya no solo luchaba por la sobrevivencia del reinado, sino también contra la confianza e intriga a la que la diosa lo sometió.

Los dioses lo observaban... Como pieza de ajedrez, debía moverse y derrotar a la reina al otro del tablero.

—¡Salve el Bendecido por los Dioses! —gritó alguien. Después se convirtió en un coro que se expandió más allá del palacio.

No podía escucharlos. No quería. Leandros se marchó, dejando atrás a los nobles arrodillándose a cada paso que daba. Incluso los ciudadanos regalbrienses se postraron ante él.

***

Sentado en el borde de la cama, frente al balcón abierto, sentía que el aire se agotaba.

Cada vez que respiraba, las voces se disipaban un poco más. Dentro de pocas horas, algunos entrarían al palacio y otros optarían por marcharse antes de que se hiciera más tarde.

Las noticias de lo sucedido esa noche ya se estarían esparciendo por todo el reino. Antes de que llegara un nuevo día, Brennard lo sabría.

Sabría la respuesta de Regalbriar.

La cabeza le daba vueltas mientras se quitaba el maquilla, el arete, la capa y el jubón. El vacío se expandía en su pecho como si cavara a profundidad. Su corazón estaba en riesgo de sucumbir ante las penumbras. Le dolía el cráneo, y una voz interna le gritaba que nada era normal. En forma de picor, le indicaba la ausencia de un fragmento en su memoria, un punto relevante en la historia.

Su cuerpo temblaba con rabia. Estrelló su puño contra su frente una y otra vez, deseando olvidar lo que lo atormentaba. No quería más presiones, solo descansar. Quería volver a empezar desde cero, sin tener que conectar su pasado con su presente. Estaba harto de los problemas.

Se golpeó hasta que sus nudillos detectaron un pequeño montículo en el punto donde concentraba la mayoría de los golpes.

Para su sorpresa, los siguientes castigos no llegaron, solo un firme agarre en sus muñecas.

—Basta... —Kay lo detuvo en su tortura proclamada—. ¿Por qué te golpeas? ¿Qué es lo que pasa?

—Estoy bien —respondió avergonzado, mientras apretaba con más fuerza sus párpados cerrados. Lo último que quería era ser visto en su martirio, y menos aún que fuera Kay quien lo sorprendiera. Hasta ese momento había controlado su temperamento arrollador. Había sido cuidadoso en mostrarse calmado, pero la mentira siempre duraba poco.

No era un secreto que en Thornhaven se enseñaba a las personas, desde niños, a castigarse cada vez que hacían algo malo. Leandros solía tener varios métodos de tortura cuando cometía un agravio: el peor de todos era leer Los Continentes Consagrados a la Fe, un libro que bien podría servir como arma al tener más de tres mil páginas. Leerlo era su calvario, aunque nunca llegó ni siquiera a la mitad. Esto mismo ya era una ofensa, y también era algo por lo que debía castigarse.

—Leandros, mírame.

Se negaba a obedecer. Sentía las manos tensas bajo su agarre. No se había infligido suficiente dolor físico como para olvidar el mental. El ansia por continuar lo hizo temblar con más fuerza.

—Leandros.

El aliento, desatado tras un resoplido, contenía el dulzor de un vino añejado por el tiempo. Kay se sentó a su lado, lo que hizo que Leandros vibrara por la cercanía y la situación tan vulnerable. Mantener tantas crisis en un solo día era agotador.

—Te pierdes la diversión. Todos allá abajo preguntan por ti. —Recargó la cabeza en el hombro del príncipe—. ¿Quieres volver?

Su frente ardía. Una punzada de culpa le atravesó como una lanza.

—Me estoy comportando como un niño. —Se avergonzaba de tan solo escucharse decirlo. Ese no era el hombre que crio el Gran Eldric.

—Tienes diecinueve años, ¿verdad? Leandros, no te comportas como un niño...

No lo hizo sentir mejor. Dejó caer su espalda sobre la cama; Kay lo imitó, sin apartar la mirada de él.

—Soy el heredero al trono, no debería comportarme como un niño porque nunca me trataron como uno —explicó. Su voz apagada resonó en las blancas paredes—. Soy un hombre desde que me comprometieron. Soy un hombre desde que hui como un cobarde. Soy un hombre desde que decidí acabar con la vida de mi sangre. Soy un hombre desde que... estuve contigo. —Al alcanzar una almohada, se tapó la cara ardiente con ella.

El silencio que siguió fue roto por las risas de Leandros cuando Kay atacó su costado cosquilludo. Le quitó la almohada y detalló cada parte de su rostro, que estaba sonrojado. Kay le acarició el cabello, aún sobre de él. Era un tacto suave y delicado.

—No eres un cobarde. Un cobarde se habría quedado para ser asesinado. Tú estás vivo —le recordó—. Y ahora me tienes a mí, ya no te tienes que preocupar por nada. —Lo haló de los brazos para levantarlo. Al ser bastante fuerte, solo necesitó de dos intentos para ponerlo en pie.

—¿Qué quieres, Kay? —quiso saber Leandros, con la cabeza echada hacía atrás.

—Que veas mi estelar —respondió, sin dejar de tirar, aunque ya no era necesario, pues captó su atención de inmediato.

—¿A qué te refieres?

Kay dejó de insistir y se acercó.

—Querías que cantara, ¿no? —Le acarició la mejilla; una mueca se instaló en su boca al darse cuenta de que Leandros ya no tenía ni una sola gota de maquillaje y, en su lugar, había adquirido un bulto en la frente—. Hablé con Fedor y accedió. No fue fácil, pero le prometí que no me desnudaría frente a todos.

Leandros rio. Era un choque de emociones contradictorias respecto a las que sentía cuando estaba acompañado de sus pensamientos. Kay le hacía sentir mejor.

—Cantaré para ti —le aseguró con una gran sonrisa—. Solo para ti.

—¿No te molesta que ellos te escuchen? Después de todo, son parte de la Corona.

—Parte —repitió cerca de sus labios—. Tú eres la Corona, Leandros, y te canto a ti.

—¿Por qué? —La pregunta salió sola y llena de desconcierto.

—Porque te quiero. —Lo besó. Un encuentro de labios que, aunque breve, lo llenó de un sentimiento dulce que lo hizo sentirse como si pudiera despegar los pies de la tierra. Era como si pudiera volar. Se sentía ligero y listo para partir a cualquier lugar.

«Porque te quiero». Te quiero... Esas palabras no venían de su madre, aunque no recordaba cuándo fue la última vez que se las escuchó decir. No provenían distraídas de su padre. No venían con la frialdad de su hermana. Ni indirectas, como las de su hermano. Venían cargadas de calidez, firmes y reales, sin titubeos. La última persona que le dijo que lo quería, sin prisas y con la voz dulce, había sido su tía Rowena...

—Me quieres. —Sonrió mientras sus labios rozaban los de Kay.

—Pensé que estaba implícito. —Se separó para entrelazar sus dedos en lo alto de sus cabezas—. Supongo que tendré que mejorar mi coqueteo.

—Ah, ¿coqueteabas? —replicó Leandros con el ceño fruncido.

Kay puso los ojos en blanco mientras jugaba con sus manos.

—Todo este tiempo. Haciéndome el irresistible, el mujeriego, el misterioso, el distante, el amigo, el caballero de brillante armadura, el bromista, el celoso, el...

—Ya entendí —interrumpió Leandros entre risas. Luego, le depositó un beso en la mejilla—. Sé que hiciste algo, no sé qué, pero después de todo esto, al final algo te funcionó.

—Y mira lo bien que lo hice.

Se miraron durante un breve instante.

—Quiero escucharte cantar —declaró Leandros con una renovada energía. 


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