𝐂𝐚𝐩𝐢́𝐭𝐮𝐥𝐨 𝐗𝐗𝐈𝐈
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𝐍o existían muchos registros que hablaran acerca de los Dua'caris, o Dobles Cara. El único nombre que todos parecerían reconocer, el primer nombre que se les venía a la mente cada vez que se mencionaba a esa clase de demonios, era el de Azra. Aunque se creía que había otro demonio más antiguo y poderoso.
Por desgracia, ese demonio llamado Azra siempre se vinculaba con la familia Gadour. En algún momento, entre los doce y catorce años, Leandros estudió parte de esa historia a escondidas para que su madre no se enterase. Su padre le prohibió hablar de eso con ella. En aquella época, su mentor le contó acerca de cómo ese dua'caris mantuvo una estrecha relación con las princesas Gadour, Fleur y Jude, cuando su familia todavía más allá del norte, cientos de años atrás.
Sin embargo, al igual que con cualquier otra historia, solo se consideraba un mito. Una leyenda que el reino o incluso la propia familia habrían inventado para destacar. Si bien Fleur y Jude eran reales, según los criterios de Leandros, su historia no resultaba muy asombrosa. Fleur ascendió al trono como reina, mientras que Jude había muerto a manos de su propia gemela.
Todo se reducía al poder.
Brennard, el Conquistador, a pesar de su escepticismo hacia lo que sus ojos no pudieran ver, era capaz de convivir con esa invisibilidad para alcanzar la victoria. En la Corte, era bien sabido que ese rey desquiciado conversaba con entes malignos desde las sombras, con el único propósito de adquirir más de lo que un mortal debería poseer. Por tanto, para el príncipe no era sorprendente saber que las brujas trabajaban para él. Sin embargo, lo que le desconcertaba era que Vorak estaba involucrado. Un reino tan cauteloso con sus invenciones no debió haber cedido a entregarlas con tanta facilidad.
Mientras caminaban hacia su alcoba asignada, Leandros notaba la incomodidad de Kay entre tanta ostentación. Incluso lo encontró intentando evitar que su cuerpo tocara algo de valor, como si temiera que lo acusasen de ladrón. La cabeza le daba demasiadas vueltas como para decirle a su compañero que no se preocupara.
En cuanto llegaron a la puerta, el comandante Iluises agarró a Kay del hombro y lo condujo a otra.
—Esta es la tuya... Ammm...
—Kay —murmuró él mientras se alejaba del alcance del comandante—. Me llamo Kay.
—Tampoco es que seas tan relevante, muchacho —replicó el hombre con un tono monótono—. No veo ni siquiera necesario que aprenda tu apellido.
—¡¿Disculpa?! —gritó Kay, con las orejas rojas y los puños apretados. Dio un paso hacia delante, sacando pecho.
Otros guardias se interpusieron entre los dos por órdenes de Melisande Gadour. Ella abrió la boca para decir algo, pero luego le echó un vistazo a Leandros y le concedió la palabra.
—Comandante, sé que me recuerda —dijo el príncipe en un tono tranquilo, aunque sus extremidades estaban tensas.
El hombre le hizo una reverencia en un gesto muy sumiso.
—Así es, su Grandeza.
—Muy bien —prosiguió Leandros—. Sé que nos respeta. Sé que me respeta. —Caminó hasta situarse frente al comandante, quien aún mantenía la cabeza gacha—. Entonces, le pediré que también respete a quienes considero amigos y confío en ellos, porque si les falta el respeto, me lo estará faltando a mí también, así como a mi familia, que en la paz de los Dioses descansen.
Los presentes repitieron las últimas palabras en un susurro. Leandros debía acostumbrarse a esa nueva expresión.
El comandante asintió y se disculpó. Enderezó la espalda y aguardó a las siguientes órdenes.
—Eso mismo —agregó Kay con una enorme sonrisa—. Mi línea de sangre no determina mi valor —recitó con la frente en alto—. Y es Mickelson, no me avergüenzo de mi apellido.
—Tampoco exageres —le murmuró Leandros mientras el viajero colocaba su brazo alrededor de él.
—Leandros —su tía se acercó—, necesitamos hablar. Espero que tu amigo se sienta cómodo en su habitación. Pronto mandaré a unas sirvientas para que le proporcionen ropas nuevas y le preparen un baño.
—Eso suena bien. —Kay se cruzó de brazos, sin moverse del lado de Leandros.
—Por supuesto —musitó el príncipe, dirigiendo su mirada hacia Kay para que comprendiera. Este soltó un bufido y entró a la habitación, cuya puerta fue flaqueada por el comandante.
Melisande no lo dejó preguntar, lo tomó de la mano y lo condujo hacia la otra alcoba. Era espaciosa, con sus paredes pintadas en un suave tono perla. Las cortinas permitían que la luz del balcón ingresara a raudales. Recordaba un poco a su antigua habitación en el castillo.
Su tía se sentó en el borde de la cama y contempló el cielo despejado frente a ella. En su mirada se reflejaba su angustia. Elysande la había nombrado madrina del bebé que, según se suponía, nacería en unos meses. Durante semanas, habían armado una lista de los posibles nombres.
—Los incineraron —le reveló. Su voz parecía haber ascendido desde lo más profundo de un pozo, luchando por liberarse entre las rocas—. Ese imbécil de Brennard sabía que consideramos eso como la mayor falta de respeto. Esparcieron las cenizas. Ya no queda nada. Lo lamento, mi niño. —Se volvió para mirarlo.
Leandros, sin embargo, no derramaba lágrimas, aunque su respiración se volvía más difícil de manejar.
—Ojalá hubiera podido hacer algo —murmuró a la par que se sentaba a su lado.
—Era un gran ejército. Nadie podría haberles hecho frente. —Le rodeó los hombros y su sobrino descansó la cabeza en su hombro. Ese aroma a tierra y hojas que su madre y Rowena solían llevar lo envolvió—. Pero ahora se codean con los Dioses. Debemos hallar consuelo en eso, porque desde allá te cuidarán. Jamás te abandonarán.
—Siempre se puede hacer algo más —respondió, desviando intencionalmente la conversación—. Siempre se puede pelear un poco más.
Ella guardó silencio, limitándose a mecerlo como si fuera un bebé. Su abrazo emanaba calidez, y el amor se desprendía de su piel como una suave fragancia. Aunque su voz era dulce y relajante, no era suficiente. El sufrimiento persistía, y eso jamás se desvanecería con palabras dulces o calidez. Era una cicatriz que perduraría para el resto de su existencia. Cada tanto, se abriría y permitiría que la infección del dolor resurgiera.
—No podemos borrar nuestro pasado —susurro Melisande—. No podemos cambiarlo. Lo que sí podemos hacer es moldear el futuro y la tierra que pisamos. Podemos optar por ser mejores o peores. Podemos decidir si ser más fuertes o caer. Cada día llevará su carga de dolor, mi niño, pero estamos en tiempo de guerra. En épocas de guerra, no puedes permitirte sentir lastima por ti mismo. No lo hagas hasta que tengas la corona otra vez sobre tu cabeza y, debajo de ti, el trono de este reino. Mis hermanas no habrán muerto en vano.
La carga lo sofocaba. Debía detenerla y hacerse cargo de ella. Era el peso que siempre había llevado consigo, solo que, en esa ocasión, podía sostenerlo, retorcerlo y utilizarlo para fortalecerse.
—Lo haré. Haré que todo esto no sea en vano. Por eso estoy aquí. —Se hizo a un lado y la miró—. Dime lo que tengo que saber. No quiero más cuentos de hadas.
Su tía apretó la mandíbula mientras intentaba, a secas, formar una sonrisa que le costó. Se levantó y le dio la espalda.
—Tu padre se corrompía —comenzó a decir—. Galene enloquecía. Elysande divagaba. Lysander iba y venía. No sabíamos lo que sucedía, nadie nos explicaba nada. Eldric estaba convencido de que el hijo que esperaba tu hermana era una clase de demonio. Galene gritaba que Dravenor apostaba en contra de ellos. Elysande solo se la pasaba llorando, maldiciendo y gritando enojada. Y Lysander parecía... distraído. —Alzó las palmas, como si no hubiera más palabras para describir a su hermano—. Algo sucedía y creo que ni siquiera tú lo notabas. —Se volvió hacía él—. Te ocultaron tantas cosas, mi niño. Un claro ejemplo sería que el niño que esperaba Elysande era el segundo.
Leandros se enderezó de la cama. El movimiento tan brusco le hizo marear, pero esto no impidió que se quedara patitieso.
—¿Qué?
—Ya antes Draven la había embarazado, solo que perdió al niño. Lysander la trajo en cuanto se le notó el estómago, ¿recuerdas? Fue con la excusa de...
—... De querer ir a Ilium —asintió al recordarlo. Se había marchado por medio año.
—Sí, vino aquí a tener al bebé. Pero, nadie entiende la voluntad de los dioses, y en una noche lo perdió. Fue una... curiosa perdida, de hecho.
—¿Eso qué quiere decir?
Su tía entrecerró los ojos, mientras las sombras danzaban en su rostro, creando una imagen casi perturbadora en la tenue iluminación de la habitación.
—Envenenó al niño que llevaba en su vientre. Estoy segura de que fue ella. Solía decir que no soportaba al monstruo que le crecía dentro. Decía cosas fatales sobre él. El primer hijo fue un varón, y según los rumores, el segundo niño también lo era.
—Hablas de Elysande, una mujer a la que le gustaba que todo tuviera un orden, que todo se cumpliera y que la gente fuera responsable —espetó Leandros entre dientes. Comenzaba a alterarse. Se alejó para evitar cualquier arrebato que fuese a tener—. ¿Por qué se habría producido un aborto? ¿Sabes lo que dirían de ella si se enterasen?
—Es la verdad, aunque no puedas verla.
Se acercó al balcón y abrió las puertas. El aire azotó su rostro, lo que ayudó a despejarse. No podía ser cierto lo que decía su tía. No tenía sentido que se lo ocultasen. ¿Cuál era el propósito para mantenerlo en secreto?
—Es mentira —murmuró para sí mismo. Cada imagen que tenía de su hermana era de alguien respetable. Aquella mujer que describirían estaba muy lejos de ser Elysande.
—Que no creas no significa que no sea real. —Lo abrazó por detrás, dejando un margen de distancia—. Jamás diría algo que te lastimase, lo sabes bien. Los amaba con todo mi corazón. Y ahora, ahora estoy rota. No mentiría con algo así.
Leandros bajó la cabeza, las lágrimas se negaban a caer. En cambio, sus puños se apretaron y el rencor afloró, como si todo ese tiempo hubiese sido una semilla esperando germinar cuando él estuviera listo. Lo estaba. Leandros estaba listo para sentir dolor y rencor. Se mezclaban como pintura en su interior. Solo que esta mezcla no generaba otras emociones en base a su emparejamiento. Solo danzaban.
Tardó en reponerse, en doblegarse y sentirse ligero una vez más. El sol ya se estaba poniendo cuando su mente volvió a apaciguarse. Su tía logró hacerlo sentar en la cama y le trajo un vaso de agua con miel, mientras cambiaba de tema en la conversación. Sin embargo, a Leandros todavía le costaba enfocarse. No sabía de qué había estado hablando, solo podía verla mover los labios sin emitir ningún sonido aparente.
Sus hombros se relajaron y notó que el agua con miel contenía unas gotas de vino. Las mejillas de su tía se sonrojaron, a la par que se disculpaba.
—Pero no hay mejor forma de tranquilizarse —señaló.
—¿De qué has estado hablando durante este tiempo? —preguntó Leandros, masajeándose las sienes palpitantes.
—Me he tropezado con Kay en las cocinas —respondió ella con una sonrisa cómplice—. Ese muchachito es todo un canalla. Se logró escabullir por la ventana, el muy descarado. Me ha preguntado por ti. Quiere darte tu espacio, pero parece muy preocupado. ¡No ha dejado de comer! Un poco y termina con la despensa. No sé cómo Iluises aún no se ha dado cuenta. —Hizo un gesto divertido.
Aunque Leandros rio, esperaba que su compañero no recibiera una reprimenda por parte del vasallo.
—¿Ustedes... qué son?
La pregunta y el tono tan confidencial lo sacaron de su aturdimiento. Parpadeó y dejó de lado el vaso.
—Ya he respondido. Es mi amigo. Me ha ayudado a llegar hasta aquí. Además, sabe quién soy.
—Eso último ya lo dedujimos, Leandros. ¿Cómo se enteró? —Melisande comenzó a servir dos vasos de vino, pero Leandros rechazó el suyo—. Más para mí. —Se tomó ambos de un solo trago.
—¡Tía, por favor! —exclamó. Tuvo que sacudir la cabeza varias veces para concentrarse—. Casi nos matan dos veces. Los primeros fueron unos mercenarios y la segunda era una jasara. —Apropósito descartó lo sucedido con Elara.
—¿Y guardó el secreto?
Leandros asintió.
Unos toquidos los hicieron ponerse en alerta. Melisande se acercó y abrió la puerta. Al otro lado se encontraba el comandante Iluises agarrando a su compañero, quien tenía la boca llena de azúcar y unos panecillos en las manos.
—¡Hay mucho dulce aquí, Leandros! —exclamó Kay con los ojos algo desorbitados.
El príncipe solo sacudió la cabeza, mientras que su tía se reía.
—Creo que esto es suyo —dijo el comandante tras empujar a Kay dentro de la habitación—. Lo encontré consumiendo casi todas nuestras reservas...
—Qué exageración...
—E incomodando a las sirvientas.
—Solo les pregunté si eran muy recatadas en...
—Y, de paso, borracho —le espetó el comandante, con la mirada entrecerrada fija en aquellos ojos negros que no se quedaban quietos.
—¡Te traje panecillos! —exclamó Kay mientras los alzaba hacia un Leandros cruzado de brazos y enfadado.
—Gracias, Kay. Aunque no era necesario que los robaras.
—¿Eso hice? —Enarcó una ceja negra.
—No importa —interrumpió el comandante, dando un paso hacia delante y haciendo una reverencia con la cabeza—. Su Grandeza, el señor Gadour demanda su presencia en la sala de tronos.
El corazón le volvió a latir con fuerza, pero se obligó a asentir con la cabeza, y se volvió hacia su tía.
—Está bien, ve. No es bueno hacer esperar a Fedor. —Le dio un beso en la mejilla con una cálida expresión que solía tener su tía Rowena. Si forzaba su imaginación, podía verla reflejaba en ella. Eran sus altos pómulos y su piel tersa, eran sus grandes ojos y sus delgadas cejas. Era su cabello negro y lacio, era su esbelta y alta figura. No obstante, no era ella. Nadie se le asemejaría a Rowena, ni siquiera a Galene. Eran únicas.
Se alejó y pasó junto a Kay, quien le ofreció un panecillo, por cortesía lo recibió y dio gracias.
—¿Yo también te puedo dar un besito
Leandros carraspeó y le lanzó otra mirada amenazante.
—Compórtate, Kay. Y vete a tu habitación a dormir un poco.
—Como ordene, mi Grandeza. —Rio.
El príncipe tomó aire y siguió al comandante sin mirar atrás, sin ver si Kay le obedecía o se quedaba a solas con su tía. Se concentró en comerse aquel panecillo que sabía a frambuesas, mientras observaba cómo sus botas se movían detrás de aquel hombre, cuyo silencio casi le perturbaba. No podía creer que, a pesar de todo, no le dirigiera ni una sola palabra sobre lo acontecido. Aunque supuso que, dado lo sucedido con Kay, era de esperar que se mantuviera a cierta distancia recelosa.
Al llegar a las puertas, el comandante se detuvo y le indicó que entrara.
—¿Está solo el vasallo? —preguntó Leandros.
—Así es, mi Grandeza.
No era la audiencia que él había pedido. Todavía tenía que esperar para saber lo que sucedería a continuación.
Respiró hondo y expulsó el aire por la boca. Después, dirigió su mirada al comandante Iluises.
—Lo recuerdo —dijo.
El hombre ladeó la cabeza.
—Yo también. Sin embargo, estoy seguro de que lo que usted recuerda y lo que yo recuerdo no son las mismas cosas, mi Grandeza.
—¿A qué se refiere?
Dio un paso hacia el príncipe, firme y con el rostro inescrutable.
—Exacto. —Hizo una reverencia y se marchó.
Leandros decidió no darle importancia y entró a sala.
Fedor estaba sentado en aquel pequeño trono, con el mentón descansando en sus nudillos y la mirada perdida. El cabello despeinado caída sobre su rostro. Ese tipo de silencio era el que más pesaba, el que más terminaba por gritar.
Todo a su alrededor estaba sumido en penumbras.
—Te haré preguntas y quiero respuestas simples y cortas. No quiero explicaciones. Ahórratelas para el Consejo —sentenció Fedor.
—Bien.
Un estremecimiento le recorrió la espalda cuando se encontró frente a aquel hombre. Se sentía como un niño, enfrentándose a la figura imponente de su padre en el castillo. Recordaba su mirada fría y calculadora, siempre un paso por encima de todos, listo para una contienda. Aunque sus sonrisas a veces parecían auténticas, en ocasiones se sentían como una farsa. A pesar de que nunca le había puesto una mano encima, una vez vio cómo Lysander regresaba con el rostro destrozado y el puño de su padre sangrando. Ambas cosas no guardaban relación, era lo que se repetía cada noche hasta que lo olvidó.
—Dime, por favor —la voz de Fedor titubeó—, que tú no tuviste nada que ver con lo sucedido.
—No —respondió firme. Sabía cumplir con las órdenes.
Su primo se removió.
—¿Cómo escapaste? —Se levantó y se colocó frente a él. Incluso sus pasos eran desafiantes. No temía a la muerte ni a un Valorian todavía armado.
—Corrí por las torres y salté al foso. —Alzó el rostro, aunque de inmediato se arrepintió y lo volvió a bajar.
—¿Al foso? —Fedor arqueó una ceja—. ¿Por qué hiciste eso?
—Porque... porque me perseguían nuestros propios guardias y mi tío.
—¿Por qué?
—No lo sé.
—¿No lo sabes? —Fedor caminó alrededor de Leandros, inspeccionando cada gesto. Sigiloso y con ojos astutos, representaba al animal de Regalbriar: un lince—. Interesante —murmuró—. No lo sabes. Pero, ¿cómo no podrías saberlo, Leandros?
—Yo... —balbuceó. De pronto el oxigeno le faltaba—. ¡No lo sé! Creo que maté a Draven.
Fedor se detuvo a su lado.
—¿Hiciste qué?
Por mucho que tragaba saliva, sentía la garganta seca.
—Me persiguieron. Draven... él me atacó. La última vez que nos encontramos, yo asesté el golpe final. No sé si sigue vivo. —Por instinto, su cuerpo se contrajo, una reacción cobarde cuyo origen desconocía. Como si esperase una reprimenda seguida de un golpe.
Sin embargo, su primo se había quedado paralizado.
—Draven... Sabía que era un imbécil que se la pasaba discutiendo con Lysander, pero esto... Esto, Leandros... ¿Qué es esto?
El príncipe se encogió se hombros.
—No lo sabes... —Dejó que las palabras murieran e inspeccionó a Leandros desde la distancia—. ¿Y qué sucede con Elysande? ¿Quién la mató?
—Ella ya estaba muerta para cuando fui a verla —respondió con el estómago revuelto.
—No me creo que Draven haya matado a su propia esposa e hijo...
—Aún no lo era. —Pensaba en los decorativos, en las tarjetas de invitación, en su propio traje. Aquello tan banal que les fue arrancado. Un último suspiro y todo se desapareció.
Encorvó un poco la espalda y se percató de que su primo lo estaba observando con una expresión de confusión, con los ojos entornados y los labios fruncidos en una mueca.
—¿Cómo que aún no lo era?
—La boda —dijo Leandros— aún no se celebraría.
Vio cómo Fedor pasó su peso de una pierna a otra y colocó las manos alrededor de su cintura, donde descansaba una daga de obsidiana. Era la reliquia más preciada de los Gadour, tan poderosa como la que había adquirido Kay.
—Primo —Fedor se acercó a él como si fuera un niño al que debían explicarle las reglas básicas de la vida—, la boda fue hace un año, ¿recuerdas? Ellos se casaron hace un año, así que ya son... eran esposos.
De inmediato, Leandros retrocedió, aturdido. Sacudió la cabeza varias veces antes de mirar de nuevo al vasallo. ¿Por qué le mentía con tanto descaro? ¿Por qué, de pronto, todos tenían algo malo para decir de su familia?
—¿Por qué demonios me mientes, Fedor? Los arreglos... Todo estaba previsto para que la boda fuera dentro...
—Eran para celebrar el nacimiento del niño, Leandros. —No le mentía, se podía ver con claridad en sus facciones. Incluso se percibía su lástima.
Los dientes del príncipe rechinaron. Trataba de apaciguar su rabia latente, por lo que decidió tomarse un descanso. Le dio la espalda a su primo y se enfocó en el tapiz dorado, con toques verdosos y azulados. Todo ahí representaba el campo, la tierra, la vida y la prosperidad. Era cierto que ese lugar tenía un encanto que te hacia querer quedarte. Te calmaban los colores pálidos y vividos. Sin embargo, un picor le decía a Leandros que había algo más. Al girar de un lado a otro, se encontró con la veledra, quemando unas hierbas en un rincón apartado. Ni siquiera notó el olor.
—Ayuda a tranquilizarme —le explicó Fedor—. Quizá te confundiste, Leandros. Pasaron tantas cosas que, tal vez, tu mente mezcló todo y... confundiste las celebraciones. Aquí nadie te miente. Hace un año que Draven y Elysande se casaron.
Bajó la cabeza y asintió muy a su pesar.
—Sí, quizá eso pasó —contestó. Aunque no creía que esa fuera la respuesta más coherente. No le gustaba la idea de que su cabeza se confundiera de esa forma. No podía permitirse en ese momento que su propia mente le jugara en contra.
—Solo necesitas descansar —le aseguró su primo con una sonrisa un tanto forzada—. Esperemos que mañana todo esté listo para la audiencia. Hasta que eso ocurra, comprenderás que tendré que mantenerlos bajo vigilancia, a ti y a tu amigo. Por lo tanto, he pedido que esta noche duerma contigo. No creo que sea un inconveniente, ¿verdad?
Leandros suspiró un poco más calmado.
—¿Por qué? Ya le asignaron una habitación.
—Sí, y por lo que sé, escapó y se comió los panecillos de mis hijas. —Su tono era burlón, pero su cara denotaba irritación—. Te lo repito: tú confías en él, yo no. Se quedarán en tu habitación hasta mañana.
—¿Con guardias?
—Ahora que sé que tan escurridizo que es tu amiguito, sí.
Era justo.
—No creo que le guste —comentó Leandros.
—Eso no me importa.
—De acuerdo.
Ambos callaron, aún de pie. Mientras uno fijaba la mirada en el suelo, el otro contemplaba el techo. Fue entonces cuando el rostro de Fedor se iluminó en una sonrisa genuina.
—Tienes ciertos rasgos idénticos a ellos. Aunque no lo creas, sí estoy feliz de que estés vivo.
Lo que prosiguió después tomó tan por sorpresa a Leandros, que su mano fue directo al pomo de su espada. Nunca antes había recibido un abrazo de su primo. Era la primera vez que se enfrascaba en su aroma y eso le hizo casi desplomarse, pues olía igual que Lysander. Recibió unas cuantas palmadas en la espalda y se aferró a eso con fuerza, en un intento de poder imaginar que de verdad se trataba de su hermano.
Ojalá hubiese tenido más de esos momentos con él. Ojalá lo hubiera abrazado una última vez. Ojalá hubiesen hablado antes de la guerra. Ojalá hubiese podido pasar su infancia con sus hermanos, con su familia. Ojalá... Comenzó a lagrimear, por lo que se apartó.
Fedor pareció entenderlo.
—Está bien —dijo—. Yo también los extraño. Me desesperaba, pero Lysander era parte de mí. Era como mi hermano.
Ese fue el golpe que esperaba, el que necesitaba para que Leandros se despidiera y saliera de aquel lugar. Al doblar una esquina, se tropezó con el comandante Iluises, quien solo lo miró como si el mundo se estuviera derrumbando a su alrededor. Quizá eso era lo que realmente estaba pasando. Todo se derrumbaba.
Regalbriar era preciosa, pero contaba con el veneno capaz de asesinar a cientos de soldados. Sus bellas espinas eran terribles a la hora de decir la verdad. Nunca titubeaban frente a la dura y trágica realidad.
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