𝐂𝐚𝐩𝐢́𝐭𝐮𝐥𝐨 𝐗𝐋𝐈𝐕

𝐎culto entre sus pensamientos, Leandros decidió que su imaginación le jugó una mala pasada. Apenas se habían visto en varios años. Quizá la culpable de su incomodidad y miedo fue la atmosfera tan sombría que se desató. Además, estuvieron en una habitación pequeña, claustrofóbica... Todo se acomodaba para crear un escenario erróneo.

Debía recordarse que fue Draven quien lo traicionó, quien le apuntó con el arma más letal e intentó asesinarlo.

Valerianos nunca fue una mala persona, nunca le hizo daño cuando eran niños. En sus visitas, le llevaba una gran cantidad de regalos a Leandros, ya fueran sus dulces favoritos, libros que iban más allá de la política o de historia, ropas caras y, en una ocasión, le regaló un caballo que habían traído desde el Gran Mar de Enneas.

Tenía que estar delirando. Tenía que ser un fallo. Su primo, con quien sí compartieron varias cartas en su momento, no intentó propasarse con él. Sus palabras debieron significar algo más. Después de todo lo que se enteró cuando estuvo en Regalbriar, Leandros no podía confiar en sus recuerdos... En su cabeza. Algo andaba mal dentro de él si creía que Valerianos intentó rebasar los límites.

Valerianos de las Tormentas, hijo de unas de las hermanas mayores de su madre, no intentó más de lo que debería. No intentó ni hizo nada. No significaba nada. Valerianos era un adulto. Leandros era un adulto. Ambos eran adultos y ningún haría nada en contra del otro. Lo que sea que hubiera escuchado en aquella habitación tan estrecha, aquel miedo que sintió instalarse en su pecho, no significaba nada.

El príncipe de Thornvale estaba por quedarse solo, con tan poca familia que daba lástima. Comenzar a ir en contra de los únicos parientes que tenía era absurdo. No quería quedarse por completo solo, sin aliados y sin tener en quien confiar. Así que no, no pasó nada.

Recordaba cuando tenía diez años y Valerianos le nombraba cada constelación mientras navegaban en las aguas de la Clemencia. Eran buenos recuerdos, y los buenos recuerdos no debían atraer el miedo, sino alejarlo. Pero entonces, se preguntó, ¿por qué sentía tanto temor al ver el mar? Ese temor paralizante y destructivo.

—Leandros. Leandros, ¿mírame? ¿Estás bien? ¿Necesitas que llame a alguien?

Nadie malo haría cosas buenas. Las personas malas hacen cosas malas. Las personas buenas hacen cosas buenas. Blanco y negro. ¿Quién sonríe con dulzura mientras apuñala a otra persona con frialdad?

—Llamaré a alguien.

—No. —Leandros agarró el brazo de Kay justo cuando este estuvo a punto de darse la vuelta.

Cuando su compañero se volvió hacia él, dejó entrever algo más que angustia, era una rabia genuina que lo envolvía en una oscuridad abrumadora. Hasta ese momento, Leandros no llegó a ver a Kay tan alterado. La oscuridad consumía su mirada a tal punto que sus escleras también se perdieron en la penumbra. Sin embargo, como el amanecer, un fuego creció en sus ojos. Leandros supo entonces que Kay no mintió cuando dijo que mataría a quien sea que le hiciera daño a él. Su rostro reflejaba lo que sería capaz de hacer. Envolvería al mundo en llamas si fuera necesario.

—¿Qué hizo? —preguntó despacio y en voz baja, como si temiera hacer reaccionar a Leandros.

—Nada. —No mentía, pues no le había hecho nada—. El problema fui yo. —Bajó la cabeza tal como su mano se deslizó de aquel brazo—. Estuve pensativo.

—¿Qué pensabas? —Si la rabia tuviera voz, sería la de Kay Mickelson. Tan profunda y filosa que podría hacer que la tierra se partiera en dos para mostrar las llamas del infierno.

—El pasado. Lo que solía regalarme Valerianos cuando viajaba. —La verdad tenía un regusto de amargo—. Quisiera volver a esos días. —Se obligó a alzar las comisuras de sus labios para ocultar cualquier rastro que lo delatara.

Kay se acercó a él, sin despegar sus ojos de los suyos. Una parte de su rostro quedó envuelta en las sombras del granero.

—No me gusta que me mientan —le advirtió—. Esta vez te lo dejaré pasar porque sé que te ha afectado. Lo que no dejaré pasar es que ese idiota vuelva a estar a solas contigo. —Se alejó y, con la cabeza, le indicó que salieran—. Vamos. Te tienes que cambiar esa ropa.

—¿Y el comandante? —preguntó muy a su pesar.

Kay se detuvo al lado de Cordelia, ella aprovechó esto para restregar el hocico en su mano.

—Siempre he sabido cuando estás mal, principito —admitió—. Y también... sé cuando mientes. Tómalo como un don o una maldición, pero ojalá supieras cuánto te he llegado a conocer.

***

Una sirvienta los condujo, bajo las órdenes de su señora Elaiza, hacia sus habitaciones. Era una mujer baja, y de su piel morena se extendían manchas blancas. Aunque Leandros era conocedor de lo que ella portaba, Kay parecía reacio a dejar que el príncipe se acercara. Ni siquiera quería que la punta de sus botas la tocaran.

—Puede ser contagioso —murmuró. Debió olvidar que el eco de los pasillos era sorprendente en aquella fortaleza.

—Le puedo asegurar, mi señor, que lo que porta mi piel no es contagioso —comentó la mujer. Ladeó la cabeza y les brindó una amable sonrisa.

—¿Brujería? —Kay enarcó una ceja, todavía sin dejarse convencer.

La sirvienta le dedicó una mirada casi caritativa.

—Nada de eso, mi señor. Soy de la Bahía de Pollux. Nuestra piel con manchas proviene de nuestra procedencia, mis señores. Es más sensible al sol, por eso decidí trabajar en la Torre Negra. Este lugar me permite deambular sin tantas preocupaciones por la exposición a la luz solar.

—Eres una siren...

—Tampoco, mi señor. Me disculpará, pero hablar de mi procedencia nos llevaría a observar miles de años de historia, y ya hemos llegado a sus aposentos. —Bajó la cabeza y con la mano señaló dos puertas contiguas—. Mi Grandeza, esta es su alcoba y, la de aquí, es la de su compañero. —Dicho esto, se marchó.

Cuando los pasos desaparecieron, Kay se volvió hacia Leandros.

—Ni creas que dormiré en otra habitación —le aseguró mientras entraba a la que le confirieron al príncipe.

—Lo supuse —rio, y también entró.

La habitación no era mucho más grande que la de Regalbriar. Las paredes desnudas solo contenían una única ventana alta. Cinco antorchas y unas cuantas velas dispersadas sobre los muebles trataban de mantener el calor. Sobre la cama alguien dejó las pertenencias de Leandros y un cambio de ropa limpio.

Kay no tardó en dejarse caer sobre la cama y cerrar los ojos, con los brazos detrás de la cabeza.

—Me gusta —dijo.

Leandros sintió un retortijón al ver a Kay acostado, tan tranquilo y dispuesto. Quiso dar un paso hacia él, besarlo... Abrazarlo. Sin embargo, se detuvo. «Sin familia y todavía teniendo el tiempo de revolcarte», las palabras de Valerianos lo golpearon. Por mucho que se repitiera que nada era real, el sentimiento no conseguía irse. Soltó un bostezo y se cambió de ropa. Cada movimiento que hacia era perseguido por la mirada implacable del viajero. Agradeció en silencio que no tratara de hacer nada.

—¿Listo? —preguntó Kay una vez Leandros terminó—. ¿Estás bien?

—Estoy bien, Kay. Estoy bien. Durmamos.

***

Durante toda la noche se le dificultó cerrar los ojos. Oscuras imágenes saltaban a su cabeza. No sabría explicar lo que representaban, lo que le querían decir. Su cuerpo se mantenía paralizado, como si se hubiera cubierto con una manta de hielo en vez de una con piel de oso. Hacia lo posible por permanecer lejos de Kay, por mucho que a este le gustara dormir abrazado a él. Cuando por fin comenzó a escuchar voces ir y venir en los pasillos, pudo respirar tranquilo.

Salieron de la habitación en cuanto el viajero dejó de quejarse por no poder dormir un poco más. Una sirvienta se encargó de encaminarlos hacia el comedor para desayunar. Esa mañana, Valerianos no los acompañaría, les avisó la mujer. Tanto el señor de Marrenia como sus nobles habían salido a cazar y a visitar los otros dos asentamientos militares.

Respirar con tranquilidad por no ver a alguien no debía ser tan gratificante.

En la mesa ya estaban presentes el comandante Iluises y sus hombres.

—Alteza. —Se levantaron en cuanto vieron a Leandros.

El príncipe los saludó y, con la mano, les pidió que se volvieran a sentar.

—Tengo que notificarle —comenzó a decir el comandante cuando Leandros y Kay fueron atendidos— que ya envié una misiva de lo acontecido a Regalbriar, su Alteza. Todavía esperamos saber acerca del paradero del duque y su familia.

—Muy bien. Gracias.

De reojo, Leandros notó la mirada interrogativa de Kay, pero no se atrevió a decir más palabras. Él solo esperaba que tanto el duque como Delythena estuvieran a salvo. Ya había perdido una oportunidad, no podía perder otra, por mucho que sonara muy egoísta de su parte. Así eran las cosas.

Al terminar de comer, se levantaron de la mesa y se dispersaron. El comandante iría a verificar cuántos soldados y armamentos tenían en total, mientras que a sus hombres les tocaría entrenar junto con los de Marrenia.

—¿Quieres ver a Cordelia? —le preguntó Kay.

Todavía se sentía pesado y la cabeza le retumbaba. Tuvo que negarse a acompañarlo. Lo único que quería era despejarse. Permitir alejarse de esa manta fría que lo paralizaba. Kay no insistió más y se marchó. No le gustaba tener que alejarse tanto de él, pero lo mejor era estar solo.

Entre los rincones de aquella fortaleza oscura y fría, Leandros encontró lo que parecía una biblioteca. Se acercó a una de las estanterías. Los libros estaban viejos y polvorientos. Recorrió la estancia y leyó cada título que todavía no se borraba por el paso del tiempo, aunque ninguno llamó mucho su atención. Sin embargo, al toparse con una sección dirigida a los niños, se detuvo en un título: «La Huida del Lobo del Norte».

—Tú y Valerianos no parecen ser muy amigos —dijo de pronto una vez que le hizo dar un respingo a Leandros. Se llevó la mano a la empuñadura de su espada, pero entonces vio a Elaiza, que se alejaba—. Oh, lamento haberte asustado ¿Qué haces aquí?

—Hay libros. —Señaló Leandros las estanterías. Bajó la mano mientras aspiraba una gran bocanada de aire por la boca—. Buscaba alguna lectura que me entretuviera por el momento.

—Ya veo. —Elaiza estiró la mano y rozó, con la punta de sus dedos, el lomo de unos cuentos viejos—. ¿Sabes? Es extraño. Mi esposo me habló mucho de ti. Supuse que serían grandes amigos... —Lo miró de reojo—. Ahora no creo que lo sean.

—Quizá te confundiste.

Ella enarcó las cejas.

—Puede que sí. —Comenzó a andar, dando círculos alrededor de Leandros—. ¿Te puedo hacer una pregunta? ¿De verdad piensas que ganarás?

No sonaba maliciosa, más bien curiosa. Aunque eso no lo hacía menos intrusiva.

La mirada del príncipe la seguía. Esa mañana, Elaiza parecía distinta. Debajo de sus ojos se trazaban unas ojeras pronunciadas y llevaba los labios partidos. Era como si siempre hubiera una persona que representara lo mal que estaba el tiempo.

—No lo sé —respondió Leandros—, pero debo intentarlo.

El vestido blanco se ondeó cuando Elaiza se dio la vuelta para sentarse en una se las mesas.

—Estoy segura de que Aurelia te diría que eso es lo mejor: intentarlo. Yo te digo que es una tontería. No lo intentes, hazlo. Marcha hacia la guerra como si ya la hubieras ganado, no con probabilidades.

—Me sorprende que una mujer como tú no crea en las probabilidades —replicó con los ojos entrecerrados.

Una mueca apenas similar a una sonrisa se dibujó en el rostro de la mujer.

—Las probabilidades siempre estarán presentes. Si te digo ahora mismo las que tienes a tu favor, te pondrías a llorar. En cuanto más bajas la guardia, peor es la probabilidad. No se trata de esperanza —dijo con el tono firme— o probabilidades, sino de cuánto esfuerzo hayas puesto en realidad. Mi padre decía que, mientras más hundido estás, más grande debe lucir tu sonrisa. ¡Ja! —La risa que emitió se asemejó más al gruñido de algún roedor que a un gesto humano—. Supongo que es por eso que se suicidó. No le des demasiado conocimiento a una pobre alma mortal. No lo resistirá.

—¿Cuántos meses llevas? —dijo para cambiar de tema, ya comenzaba a fastidiarlo con tanta palabrería.

Elaiza sacudió la cabeza.

—Falta un mes. O dos. —Hizo una mueca de disgusto—. Espero que ya nazca, Valerianos es insoportable. Se la pasa apostando para ver qué será, si niño o niña. Yo solo ruego para dejar de tener los pies tan hinchados. —Estiró una de sus piernas, pero Leandros no se tomó el tiempo de comprobar—. Aurelia debe estar muy feliz con sus cuatro hijos, ¿cierto? —Bajó la pierna—. Tal cual, el mundo le da la fortuna a quienes ni siquiera se esfuerzan por tenerla.

—Este año hay muchas mujeres embarazadas —observó Leandros en voz alta.

—Hay reuniones de maternidad. Son más de las que crees. —Esta vez, su risa sonó más genuina y similar a un sonido humano—. Competimos para saber quién de nosotras dará un bienaventurado. ¿Quién sabe? Puede que la leyenda sea cierta. —Miró a Leandros por un instante, antes de desviar su atención.

Era una absurda leyenda que se contaba en las tierras del sur. Hablaba sobre un mal presagio que se avecinaba cuando mujeres importantes daban a luz en un mismo año. Decían que, una de ellas, albergaría un mal en su vientre. El redentor que lo sacrificaría. Esto solo significaba que una gran guerra se aproximaba. Una guerra que no terminaría y que involucraría incluso a los dioses.

Leandros tenía suficientes problemas como para creer en más leyendas.

—Me voy —dijo Elaiza a la par que se levantaba—. Te dejo para que puedas despejar la mente entre los libros de este lugar. Necesitas escapar un poco de tu realidad, Leandros.

El príncipe agradeció el silencio que prosiguió. Se permitió leer «La Huida del Lobo del Norte» y otros cuentos infantiles que lo regresaron a su niñez. Se imaginaba la voz de su tía leyéndoselos. A cada personaje solía asignarle una distinta voz y personalidad. Se quedó oculto en aquel lugar hasta una sirvienta fue a buscarlo. Valerianos y los nobles habían vuelto.

La siguió hasta que salieron al exterior, donde varios hombres rodeaban una mesa en cuya superficie habían desplegado un mapa.

—Qué bueno que has venido. —Valerianos alzó una carta; rompió el sello y la leyó en voz alta—: «Se les informa que el ejército de Avaloria se encuentra en Valhur, a la espera de nuevas órdenes. El regente pide que el príncipe Leandros los lidere en persona, pues, después de todo, es su gente. Bajo la atenta guardia, que los dioses los protejan».

—Debemos partir en cuanto podamos —dijo el comandante Iluises, con la mirada puesta de Leandros—. Señor Valerianos, ¿cuándo podremos partir?

—Espere, comandante —lo detuvo el comandante de Marrenia, con la palma en alto—. Todavía tenemos que esperar a que Regalbriar indique la siguiente posición.

—¡No tenemos tiempo! —escupió Iluises—. El invierno se acerca con rapidez, si no nos damos prisa, no quedará nada. Ni siquiera un ejército. Debemos atacar de inmediato. Regalbriar ya dio inicio a la evasiva desde antes de que el príncipe partiera.

—Estoy de acuerdo —dijo Valerianos—. No tenemos tiempo que perder. ¿Cuál es el lugar designado?

Las cabezas se giraron hacia Leandros. Necesitaban un lugar estratégico para marchar hacia Thornhaven. Uno que fuera seguro y libre de la vigilancia de los soldados de Brennard. Además de que los protegiera de la nevada que podría desatarse en cualquier momento. El único lugar que contaba con eso y más, se encontraba en las Planicies del Suroeste, en Solgard. Estaba a las afueras de Thornhaven, en un distrito concurrido. Allí era donde se encontraba uno de los castillos de los Corvo.

El castillo de los Corvo había sido construido con el único propósito de resguardarse de una guerra.

—Nos dirigiremos a las Planicies del Suroeste —anunció con cierta determinación en su tono. Tenía la espalda firme, pero se hundía de hombros con cada palabra que pronunciaba—. Nos haremos con el castillo de los Corvo.

Nadie le despegó la mirada de encima. Valerianos lo observó unos pocos instantes, hasta que bajó la vista hacia el mapa. Parecía sopesar las opciones y consecuencias de arribar hacia Solgard. Se consideraba un distrito repleto de bárbaros. Su gente le rezaba a los viejos dioses y deidades de otros reinos. Lysander solía viajar mucho a Solgard, contaba que su cerveza era la mejor del reino.

—¿Estás seguro? —preguntó su primo en voz baja—. Tendremos que pelear para ello.

—Ya tenemos que pelear —refutó Leandros.

—¿Qué pasaría si su tío y su primo ya están refugiados en el castillo? —preguntó el comandante de Marrenia—. ¿Qué hará entonces, príncipe?

—Pelear —respondió sin meditarlo—. No cabe lugar a dudas. Si ellos me arrebataron mi reino, ¿por qué importaría que yo les quite su castillo? A comparación, es muy poco.

No se habló más del tema, se limitaron a detallar el mapa y trazar caminos. Estaba claro que dudaban en la propuesta del príncipe, pero ninguno era capaz de decirlo en voz alta. Menos aun eran capaces de debatir. Al final, optaron por dirigirse a las Planicies de Suroeste. Por mucho que buscaran, no había otro mejor camino que los respaldara. Sí, habría muchos, pero llevaría tiempo y soldados atravesar los caminos empinados, las montañas y montes. No tenían opciones.

—Decidido—dijo Valerianos tras llegar a un acuerdo—. Hablaré con mis soldados. Mientras tanto, que alguien mande una respuesta a Avaloria y otra consigna a Regalbriar, necesitamos noticias cuanto antes. Mandaré también a algunos de mis nobles para reunir suministros. Además, tengo que hablar con mi esposa sobre volver a Marrenia. Ah —se volvió hacia Leandros, sin mirarlo—. Por cierto, necesitamos hablar. Hay algo que tienes que saber.   


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