𝐂𝐚𝐩𝐢́𝐭𝐮𝐥𝐨 𝐗𝐋𝐈𝐈
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𝐔n manto azul se extendía hasta tocar el sol y las olas blancas dejaban rastros en la fina arena. En cuanto sus patas dejaron el pasto, Cordelia soltó rebuznos como si la vista le gustara. Leandros le acarició el cuello mientras recargaba la barbilla en su cabeza. Seguía siendo una vista maravillosa, tal como la recordaba de años atrás. Desde la posición en la que se encontraban, también podían observar la Torre Negra de Marrenia.
Los esperaba.
A sus espaldas, escuchó a Kay acercarse junto con su nuevo compañero de viaje. Al parecer, el caballo los había seguido durante la persecución que tuvieron, y a Kay le gustó la idea de montarlo por un rato para acostumbrarse a él. Leandros no estaba muy seguro de que Cordelia estuviera muy de acuerdo con el cambio, aunque ya no protestaba cuando era él el encargado de manejarla.
—No creí que fuéramos a llegar —comentó Kay sin dirigirle la mirada.
Por mucho que ambos se hubieran reconciliado por lo sucedido tras la emboscada, Leandros continuaba molesto por la decisión de su compañero al haber vuelto al recinto cuando fueron atacados. Y aquel semental no hacía más que empeorar la situación.
El comandante Iluises les hizo una señal para detenerse a descansar cerca del mar. Los hombres suspiraron aliviados de poder hundirse en las aguas cristalinas. Leandros bajó de la carreta y condujo a la mula hacia la arena, sin dejar de acariciar su cuello. Cordelia avanzaba despacio, con sus enormes ojos posados en el agua que se le acercaba a las patas.
—Como si el mar fuera parte de ti —le susurró Leandros.
La mula giró un poco la cabeza hacia él, como si lo hubiera entendido. El príncipe acarició su hocico y miró el mar. Por un instante, algo parecido al miedo se apoderó de él. Recordaba un barco y una canción que se asemejaba más a un silbido. Alguien murmuraba que las aguas de aquel océano guardarían el secreto.
Parpadeo para despejarse, pero no hizo más que atraer imágenes donde era apenas un niño sentado en un barco, a solas con alguien que sonreía de una manera que no le gustaba. Las piernas se le entumecieron. Se aferró a la mula mientras se estabilizaba.
¿Qué era aquello que le había logrado cerrar la garganta?
Cerró y abrió los ojos para reponerse. Se masajeó la frente con una mano mientras que con la otra se abrazaba al cuello de Cordelia. Inhaló y exhaló de forma repetida. Hasta que un frío tacto en el hombro le hizo dar un respingo.
—¿Estás bien? —le preguntó Kay en voz baja y preocupada—. ¿Necesitas sentarte? No has comido muy bien en estos días...
—¿Por qué te fuiste? —le reprochó Leandros mientras se apartaba de él. Estaba demasiado cerca—. ¿Por qué bajaste? ¿Por qué regresaste? ¿Qué era tan importante como para dejarme?
Kay soltó un suspiro. Dio media vuelta y se dirigió hacia la parte trasera de la carrera. Alcanzó algo que se ocultaba bajo unas lonas y luego regresó junto a Leandros. Le tendía su alforja. El príncipe abrió los ojos, sorprendido de volverla a tener. La tomó con las manos temblorosas. Llegó a pensar que ya no la recuperaría.
Rebuscó dentro y encontró los dos libros y su ropa sucia, tal como los había acomodado.
—Tenía que volver —respondió Kay.
—Eres un idiota. —Aun así, le apretó el hombro en un gesto de agradecimiento.
—Jamás te abandonaría. Espero que tú tampoco, Leandros.
—Lo dices como si lo hubiera hecho —rio.
Kay permaneció en silencio, hasta que el comandante les pidió retomar el camino hacia donde la Torre Negra los vigilaba.
***
Dos noches más tarde, se encontraban frente a la imponente fortaleza de Valerianos Gadour de las Tormentas. Era como un castillo, remansado de un negro carbón, con un muro alrededor que lo protegía del enemigo. Más de diez soldados les dieron la bienvenida, junto con otros quince arqueros arriba de la torre.
—No es necesario las presentaciones —dijo uno de ellos, que lucía la insignia de su batallón—. Desde lejos se ve quien es usted, Alteza. —Hizo una reverencia con la cabeza hacia Leandros, y con la mano hizo una seña para que abrieran las puertas.
Lo que tenían delante de ellos era una parte de Marrenia. La Torre Negra estaba dispuesta a ir en contra de los enemigos que quisieran pararse delante de las puertas de su ciudad. Ya que el historial de los inmensos ataques hacia sus costas era largo, y la cantidad de traidores que llegaron a albergar mucho más, tuvieron que armar la ciudad hasta los dientes. En Marrenia, los jóvenes, tanto hombres como mujeres, a la edad de dieciséis años, eran obligados a cumplir al menos cuatro años de entrenamiento militar y jurar lealtad con sangre para con el reino de Thornvale.
Así pues, el ejercito con el que Leandros regresaría para pelear por su corona, la mayoría estaría conformado por jóvenes de su edad. Eso lo intuyó desde que notó a los soldados postrados en los jardines de la fortaleza. Algunos incluso eran más jóvenes. Todos vestían un uniforme de azul marino y sus cabezas rapadas. Varios lucían su estrella o más de tres colgadas en el pecho, como símbolo de su rango y las batallas ganadas.
Leandros tragó saliva. Finalmente llegaron a la recta final. A unos quinientos kilómetros a la redonda, estaría el punto de partida para la batalla. El resto del ejército los esperaban allí, dispuestos a terminar con lo que alguien más empezó. La visión se le tornó borrosa mientras avanzaban hasta quedar en la puerta de la fortaleza, cuya torre sobresalía.
Tan cerca del final.
El comandante Iluises bajó de su caballo y se acercó a otro comandante, el que dirigiría a Marrenia. Ambos hombres conversaron por un rato, sin dejar de mirar al príncipe, a los guardias y a los soldados que los acompañaban. Cuando sus voces aminoraron, el comandante Iluises se volteó hacia ellos y dijo:
—Podemos pasar, Alteza.
Desmontaron y dejaron que unos criados se llevaran a los caballos. El único que parecía reacio a separarse de sus animales era Kay. Tanto el caballo como la mula permanecían a cada lado de él.
—Quiero que los cuiden muy bien. —Paseó la mirada sobre aquellas cabezas rapadas—. No confío en esta gente.
—¿Por qué? —preguntó Leandros, acercándose.
—No confío en nadie de aquí. —Fue lo único que respondió el viajero.
Leandros sacudió la cabeza. Llamó a un criado con la mano y le pidió que cuidara casi con su vida a la mula y al purasangre.
—No se preocupe, mi Grandeza —dijo el hombre, con la cabeza baja—. En Marrenia tenía una granja, con muchas mulas y burros, sé bien cómo lidiar con estos hermosos animales. Déjemelo a mí. —Hizo una reverencia y se llevó consigo a Cordelia y al otro caballo a los establos que estaban detrás de la fortaleza.
Con la alforja en su hombro y la espada sujeta a su cintura, se encaminó hacia las puertas. La fortaleza tenía una profundidad de al menos cien metros. Sus muros alcanzaban los quince metros de altura, repletos de pinchos y hojas afiladas de espadas que les fue arrebatado al enemigo. Quien se atreviera a atacar la Torre Negra, terminaría atravesado por una flecha o por los mismos muros.
En cuanto entraron, lo primero que notó el príncipe fue lo acogedor que era el interior, pese a que no entraba mucho la luz. La estructura no estaba hecha para ser cómoda y residir ahí. Sin embargo, mantenían cada rincón limpio, y sus paredes blancas absorbían la luz de las velas. Las pinturas del océano y del «Gran Aleta Plateada», un pez que, según las leyendas, concedía un deseo y su carne daba la inmortalidad, se mostraban por el salón. También tenían una pintura del rey Eldric junto al padre de Valerianos, el antiguo rey, Mossés.
Se detuvo a contemplar el rostro jovial de su padre. Durante ese viaje, solo había escuchado de las peores cosas que había hecho su padre. En su interior, una vocecilla le gritaba que, cada una de esas cosas que le dijeron era verdad. Pero el hombre que describían, no era el mismo al que recordaba. No estaba ni cerca de ser el mismo.
—¡Bienvenidos! —Una voz femenina de acento marcado los saludó. Detrás de una silla parecida a un trono, salió una mujer alta y con el vientre hinchado—. ¡Leandros Valorian Gadour, qué pronta sorpresa! Pensamos que tardarían más tiempo en venir. Tendrás que disculpar a Valerianos —se acercó con paso decisivo y le plantó un beso en ambas mejillas a Leandros, luego a Kay y al resto de los soldados, algunos se llegaron a ruborizar—, no sabíamos que vendrían tan pronto, y se ha ido a cazar.
Elaiza se colocó frente a ellos, sonriendo. Era una mujer muy hermosa. Con un solo ademán sería capaz de hacer que cualquier hombre o mujer hiciera lo que ella quisiera. Leandros observó a los soldados y a los guardias, todos estaban encantados con ella. Pero Elaiza más que por belleza, era conocida por matar con un simple beso. Era experta en el arte de los venenos.
—Lamento haber aparecido tan temprano —dijo Leandros—. Tampoco teníamos contemplado llegar tan rápido.
—Nos atacaron, mi Señora —explicó el comandante Iluises tras dar una reverencia—. Tuvimos que acelerar el paso.
—Nos ha besado —le susurró Kay a Leandros, quien le dio un codazo para que se callara.
Elaiza enarcó una ceja. Nada se le escapaba.
—¿El bastardo de Brennard? —preguntó ella. Su mirada se paseaba por cada rostro que tenía delante.
—Su hijo menor —respondió el comandante.
Ella hizo un gesto con la mano.
—Dicen que una criatura diabólica ayuda a ese engendro —comentó—. No me sorprendería que uno de los reinos más radicales en cuanto a la religión, sea el primero en quebrantar sus propias creencias para hacer uso de otras. Tiene sentido. Brennard cogería con el propio Dralluos si con eso tiene una victoria asegurada.
—Eso cualquier rey lo haría —replicó la voz de un joven que entraba por una de las puertas. El chico era muy pequeño todavía. Cuando se acercó a Leandros para inspeccionarlo, la coronilla de este apenas rozaba la nariz del príncipe—. Mmm. Desde que era niño, escuché que usted era uno de los hombres más hermosos de esta nación... Lo dudo.
—¿Disculpa? —interrumpió Kay, con la quijada tensa.
El chico se acomodó al lado de su hermana. Los iliumienses no solo eran cortantes en cuanto a palabras, también eran terriblemente honestos y con la lengua afilada.
—Les presento a mi hermano Winlarr —dijo Elaiza mientras lo señalaba.
—¿Qué clase de nombre es ese? —preguntó Kay, sin despegar su mirada furiosa del joven de cabellos castaños.
—Es un nombre. Que alguien como tú, iletrado, no lo conozca, no es mi problema —respondió Winlarr con un dejo de aburrimiento en la voz.
—Basta —le recriminó su hermana con una clara advertencia en su tono. Sus ojos marrones se desplazaban de los puños apretados de Kay al rostro inexpresivo de su hermano—. Lamento la boca inoportuna de mi hermano menor, Alteza. —Las comisuras de sus labios se elevaron hacia arriba, pero más allá de forzar una sonrisa, su boca se curvo en una clase de mueca—. Tiene solo quince años y no respeta ni a sus propios padres. —Dirigió sus manos hacia el cabello su hermano para peinarlo; sin embargo, aquella maraña terminó más despeinada—. Sirve de algo y ve a buscar a Valerianos. Dile que su primo ha llegado.
El chico pareció querer protestar, pero la mirada de su hermana se intensificó, por lo que solo dio una reverencia formal a los presentes y se marchó.
—Lysander siempre lo odió —le contó Leandros a Kay en voz baja—. Desde muy pequeño ha sido un fastidio.
—Mis hijos no serán así —aseguró el viajero—. A la primera que te digan algo feo, los abandonaré en una zanja.
Una sonrisa tierna se formó en la cara del príncipe, pero se esfumó al darse cuenta de que Kay, a pesar de todo, esperaba tener hijos. Una familia. Por mucho que lo usara como broma, había cierta esperanza en su tono de voz. Un carraspeo llamó su atención. Alzó la vista hacia Elaiza.
—El ejército está aquí —anunció con la voz pesada, como si cargara con una profecía que debía sacar de su sistema, después de que el dios Alum se la transmitiera—. Somos suficientes, pero lo «suficiente» nunca lo será al finalizar el día. ¿Han decidido las tácticas? —Dio un paso hacia los hombres, que se encogían con cada palabra—. ¿Han hablado ya de las tierras que atacarán primero? No pensarán ir primero a Thornhaven, ¿verdad? El ejército mayor de Aetherium se concentra en ese sitio. Y con las torres de su parte, ustedes no tendrán ninguna oportunidad. Espero piensen muy bien su siguiente jugada, porque no pienso perder a mi familia.
—Eso no sucederá —prometió Leandros, aún si su voz sonó como la de un niño.
—Muy bien. —La mujer dio un aplauso que los hizo dar un respingo—. Supongo que tendrán hambre. Ya íbamos a cenar. Acompáñenos. —Les hizo un gesto con la mano y los condujo hacía unos pasillos iluminados por antorchas.
Entre la oscuridad, sintió la mano de Kay apretar la suya, como si así pudiera trasmitirle un mensaje. A pesar del frío, su mano era cálida al tacto. Leandros no quería tener que soltarla, pero cuando la luz del día se hizo visible, deshizo el agarre y se adelantó unos cuantos pasos, al lado del comandante.
Delante del comedor había un gran ventanal que dejaba a la vista los jardines traseros. Elaiza les pidió que se sentaran, pero antes de poder hacerlo, las dos puertas al otro lado de la habitación se abrieron de par en par. Al lado de Winlarr, caminaba un elegante hombre, cuyos ojos bailaban entre el gris y el azul, y mostraba una radiante sonrisa torcida. En el hombro sostenía un arco y cinco conejos. Detrás, otros dos hombres llevaban un enorme venado.
—¡Ahg! ¡Valerianos, lleva eso a la cocina! No quiero sangre fresca en la comida —le gritó Elaiza mientras se tapaba la nariz con un pañuelo.
—¡Leandros, primo! —Valerianos dejó caer el arco y los conejos al suelo para brindarle un abrazo al príncipe. Lo apretó contra su pecho sin dejar de sacudirle el cabello—. Sabía que Fedor no mentía. Nunca ha sido ese tipo de hombre. Aunque, muy dentro de mí, pensaba que me había vuelto loco. Con lo amargado que es ese viejo. Oye, ¿y este qué? —Señaló con la barbilla al viajero mientras pasaba un brazo por encima de los hombros de Leandros.
Kay apretó los dientes. Tensó la quijada sin despegar la dura mirada de Valerianos.
—¿Eres un sabueso? —se burló Valerianos—. ¿Por qué gruñes? —Le dio un empujón en el hombro—. Oh, mira esto, gruñe más. —Se giró hacia Leandros y estudió su rostro—. Alegre están las mimosas por tu llegada y tu corazón latiente. Temí que hubieras muerto igual que mis tíos y primos. Lamento no honrar su partida como es debido, pero después de la muerte de mis padres, me es difícil guardar luto con otros.
No solo los iliumienses eran terriblemente honestos, también lo era Valerianos de las Tormentas.
—Está bien, Valerianos. —Leandros asintió con la cabeza, a la espera de conseguir alejarse, pero su primo lo apretó más a él—. No pido que nadie guarde luto en medio de la guerra y con sus propios pesares.
—¡Qué bueno! —Se acercó incluso más y le plantó un beso en la mejilla—. Dile a tu perro que deje de gruñir, ¿sí? —le susurró en el oído, luego se alejó—. Es mi primo, puedo besarlo y abrazarlo cuanto quiera, después de pensar que estaba muerto —le increpó a Kay, quien, en respuesta, apretó los dientes—. ¡Salazhar, trae a los perros! Parece que este chico se llevará bien con ellos.
Leandros se apartó de forma casi brusca, lo que provocó que su primo arqueara una ceja. Un fuego se encendió en su interior al ver cómo Valerianos trataba a Kay.
—Valerianos, basta, por favor —le pidió Elaiza antes de que Leandros pudiera pronunciar palabra. Si bien, «palabras» sería lo que menos utilizaría, su mano sujetaba con fuerza la empuñadura de la espada. Cuando sus ojos se toparon con los de Elaiza, ella esbozó una sonrisa macabra—. Créeme, Leandros, hace mucho que yo he querido cortarle la cabeza al infeliz de tu primo.
—¡Eh! ¡Eh! ¡Te he oído, Elaiza! —exclamó el nombrado mientras se acomodaba en la cabecera de la mesa.
—Pues claro, amor, si no estás sordo. Pero para alguien de tu edad, te comportas como un niño.
—Apenas estoy en la flor de mi juventud —replicó, con la barbilla en alto.
—En cinco años tendrás treinta —le recordó su esposa, sentándose a su izquierda.
—Me encantaría irme de aquí en cuanto podamos —admitió Kay en voz baja.
—Descuida, pronto nos iremos —le aseguró él, con la misma inquietud. El estómago se le revolvía como si un mal presagio le gritara que se mantuviera en alerta—. Cuanto mucho pasaremos tres noches más, mientras se organizan nuestros ejércitos y recibimos noticias de Regalbriar para empezar con los ataques.
—Eso espero —refunfuñó su compañero, sin dejar de mirar a Valerianos.
—Pero bueno, ¿qué hacen ahí, quietos? ¡Vengan a comer! —dijo Valerianos con una radiante sonrisa que resaltaba sus pómulos altos y marcados—. Leandros, aquí, a mi derecha. Tu perro puede comer en las cocinas o... en el jardín. —Le dedicó una hojeada a Kay—. Donde más le plazca.
—Se llama Kay Mickelson, Valerianos —dijo Leandros, acalorado por la rabia que se sentaba en la boca de su estómago—. No es mi perro. Es gracias a él que estoy aquí, en Marrenia. Y vivo, además. Te pido que lo respetes.
—Oh, entonces, lamento mis modales, Kay Mickelson. —Con la mano les pidió que se sentaran—. Comandante, usted y sus hombres también están invitados.
—Gracias, Señor. —Les hizo una seña con la cabeza a sus hombres para que se despojaran de sus armas y sus yelmos.
—Entonces, Leandros —llamó Valerianos mientras los criados servían la comida: cerdo bañado en salsa de miel y cerveza caliente—. ¿me contarás lo sucedido o debo deducirlo por mí mismo?
La mirada de su primo disparó algo dentro suyo: miedo. No había otra palabra que pudiera describirlo mejor. Se obligó a esconder las manos debajo de la mesa para evitar que notaran su temblor. Valerianos era muy diferente a Fedor, y no comprendía la razón. No entendía por qué Valerianos lo sometía como a un perro, lo doblegaba y lo volvía dócil con tan solo una sonrisa que se sentía como un latigazo.
Cualquiera que viera a su primo, diría que era uno de los hombres más apuestos del reino. Llevaba consigo un carisma que superaba al de Lysander, un encanto que iba más allá del difunto rey Eldric y una fiereza semejante al de Galene Gadour. No era para menos, pues era el único hijo que tuvo Idylla Gadour Ignace II, una de las hermanas mayores de su madre. Una mujer cuya belleza muchos admiraban.
Sin embargo, a pesar de lo que concebía Valerianos, a pesar de los años que lo llevaba conociendo, Leandros parecía temerle.
—¿Y bien, primo? —lo azuzó Valerianos—. ¿Me dirás que tan traidor eres?
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