𝐂𝐚𝐩𝐢́𝐭𝐮𝐥𝐨 𝐗𝐋𝐈

𝐋as manos le temblaban mientras agitaba las riendas. De vez en cuando, miraba sobre su hombro en busca de Kay, pero este no aparecía por ninguna parte.

Las flechas llovían sobre el pueblo de Rocaesmeralda como una infernal tormenta. Los gritos y los relinchidos de caballos, inundaron la noche. Las prendas festivas fueron reemplazadas por armaduras. Las mujeres corrían con los niños en brazos, mientras que los hombres se dirigían al oeste para enfrentarse a los atacantes.

Finalmente, los hombres de Brennard los habían alcanzado.

Un sonido ensordecedor se instaló en los oídos de Leandros mientras salían de Rocaesmeralda y se encontraban con otros hombres que entraban a tropel al pueblo. Varios de ellos portaban el estandarte de la Casa del duque Phyllis, otros eran enviados por los pueblos libres cercanos.

Se acercaban a la línea divisora que los llevaría a las montañas de Regalia, y Kay seguía sin aparecer.

Por mucho que no quisiera marcharse, el príncipe agitó más fuerte las riendas para que Cordelia corriera más deprisa. La franja de las montañas les dio la bienvenida. Detrás, el ruido de la batalla se volvía más escandaloso. Leandros tuvo que cerrar por un momento los ojos; sin embargo, cuando las imágenes de aquella noche en Thornhaven invadieron su oscuridad, tuvo que reabrirlos. La respiración comenzó a fallarle.

Huía. Huía de nuevo, sin poder hacer nada al respecto. Sin poder pelear, sin poder defender a nadie. Incluso había dejado a su prometida en manos de otros, con la vaga esperanza de que estuviera a salvo.

A lo lejos, un grito lo hizo estremecer. El cuerpo le tembló sin control cuando un pensamiento arremetió contra él. ¿Y si alguna flecha había impactado...? No. No... Sacudió la cabeza para no pensar en eso. Kay se lo había prometido. Estaría con ellos antes de que salieran del pueblo. Pero faltaban menos de diez metros para que eso sucediera.

«¿Dónde estás, Kay? ¿Dónde?», pensaba sin parar.

La mula atravesó la franja divisora, y fue justo ese instante en el que el relinchido de un nuevo caballo, los hizo ponerse alerta. Leandros de inmediato se giró hacia atrás y lo vio. Kay estaba arriba de un semental hermoso, negro como la misma noche. El viajero hizo una seña con la mano para que no se detuvieran.

Leandros sonrió y, por fin, pudo soltar el aire que había estado reteniendo hasta ese momento. Su corazón se tranquilizó al saber que todavía estaba con vida, y en una sola pieza. El semental se colocó al lado de Cordelia, Kay le dedicó una mirada fugaz al príncipe, y juntos se adentraron a las montañas que los conducirían a Marrenia.

Cabalgaron deprisa, a la espera de que el follaje fuera lo suficiente frondoso para ocultarlos en medio del alboroto que se producía. Sin embargo, sin importar cuantos rezos se les encomendaran a los dioses, estos no parecían escuchar, pues unas fuertes pisadas los persiguieron tan pronto entraron al bosque. Se escuchaba como si la punta de alguna de las montañas se hubiera desprendido y ocasionado que el suelo vibrara.

«Caballos Rojos», pensó Leandros. De joven, estudió las diferentes especies de caballos que existieron durante los años. Más allá de su océano, se decía, existían islas enteras gobernadas por dragones y guivernos. Un poco más adelante de estas islas, existían desiertos donde habitaba un caballo tan inmenso y salvaje, que, se contaba, solo aquel que pudiera domar a uno, se convertiría en rey. Por lo que se sabía, Aetherium hacia negocios con esta especia de caballos.

Por eso y más, no le sorprendió al ver al primer equino de pelaje rojizo y unos ojos que se perdían en la noche. Era tan grande que podría derribar un árbol en tan pocos intentos. Sus jinetes portaban con orgullo el escudo del león rugiendo, y sus miradas estaban concentradas en él. En el príncipe. Uno destacaba sobre los demás. Era alto y su cabello rubio resaltaba bajo la luz de la luna llena. El hombre sacó su espada, la alzó hacia el cielo y, cuando la bajó, del bosque salieron más caballos con sus jinetes.

Por el rabillo del ojo, Leandros vio como Kay bajaba de un salto de su caballo. En la mano llevaba la daga cuyo veneno se deslizaba en su hoja afilada. El viajero fue el primero en dar el primer golpe. El soldado enemigo cayó al suelo y dio inicio a la batalla.

Un soldado de Aetherium corrió hacia Leandros y Cordelia, dispuesto a cortarle el cuello a la mula, pero la espada del príncipe se interpuso. No estaba seguro de cómo bajó tan rápido. De lo único que estaba seguro era de que no permitiría que le hicieran algo a ese animal malhumorado. Cordelia trataba de retroceder entre el desorden mientras Leandros combatía con aquel hombre que le mostraba los dientes ensangrentados.

—El príncipe morirá hoy —clamó.

—Pero no será entre tus asquerosas manos. —Leandros se hizo a un lado y, al levantar la espada de nuevo, le cortó el cuello. El cuerpo del hombre cayó de rodillas, a la vez que sus manos intentaban detener el sangrado. Fue vago el intento. No tardó en morir.

Delante, el comandante Iluises lanzaban ordenes a la vez que peleaba por acercarse a aquel que aparentaba ser el líder de la emboscada. Le fue imposible alcanzarlo, porque el joven, no más mayor que Leandros, estaba frente a él.

—Tu cabeza lucirá muy bonita en una pica. —Una sonrisa de satisfacción se instaló en sus labios.

El príncipe conocía su nombre. Belmorn. El despiadado y joven Belmorn. Hijo menor de Brennard. Debía tener unos diecisiete años, pero hacia tiempo que se había hecho de un sobrenombre en cada batalla en la que participó.

—Le parezco atractivo al hijo de mi enemigo —dijo Leandros, sin moverse de su lugar—. Bien. Me complace. Aunque mi cabeza no obtendrás, te lo advierto.

Bel enarcó una ceja, divertido por su respuesta.

Los cinco metros que los separaban, pronto se vieron reducidos cuando las espadas de ambos príncipes chocaron entre sí. El metal produjo un horrible estruendo. Estaba claro que no fueron hechas del mismo material. La hoja de la espada de Belmorn soltaba una clase de luz roja, como si absorbiera la sangre de sus adversarios. Aunque no era lo único fuera de lugar.

Cada vez que sus armas chocaban contra la otra, el cielo centelleaba por unos relámpagos. Al principio, Leandros no les prestó menor importancia. Fue cuando salieron a un pequeño claro y la luna pasó de iluminar su cabellera a mostrar sus ojos, que se dio cuenta de lo que pasaba en realidad. Los ojos de Bel eran de un suave violeta. Él provocaba las alteraciones en la naturaleza.

—¿Lo ves ahora? —inquirió Bel, sin dejar de sostener la mirada de Leandros—. Tú y yo vinimos del mismo experimento fallido.

—No sé de qué hablas —bramó mientras se abalanzaba sobre él. Le rasgó el brazo y un poco de sangre cayó en la tierra—. Yo no soy ningún experimento.

El joven observó su nueva herida. Ladeó la cabeza y devolvió la atención hacia Leandros. Las comisuras de sus labios se alzaron.

—Mis ojos y tus ojos no se comparan —dijo—. La diferencia es que yo sé quién soy. Tú, en cambio, perdiste todo por no saberlo.

Leandros soltó un gruñido y arremetió de nuevo. Esta vez, el terreno falló contra el joven príncipe de Aetherium, pues resbaló y el tajo que le hizo Leandros en la pierna, le abrió la carne. El grito que soltó hizo estallar, no relámpagos, sino rayos que incendiaron unos cuantos árboles cercanos a ellos.

Sin terminar de comprender lo que pasaba, Leandros se alejó. Debía encontrar a Cordelia y a Kay. Debían marcharse cuanto antes. Corrió hacia el caballo que había robado Kay, a su lado estaba la mula. Antes de llegar a ella, tuvo que frenar. Un chillido estruendoso los hizo a todos llevarse las manos hacia las orejas. Era doloroso. Leandros se tambaleó mientras todo a su alrededor se deformaba.

Movía la cabeza hacia todas partes, en busca de donde provenía aquel infernal sonido. Hasta que lo encontró. Arriba de ellos, las nubes grises le abrieron paso a una criatura digna de canciones. Tenía una envergadura que se extendía por al menos un campo entero. Sus enormes ojos refulgían en un penetrante naranja. En la parte superior de su cabeza se alzaba una cresta semejante a la de un fénix, y estaba cubierta de escamas de color tanto cálidos como más oscuros y terrosos. Sus alas, fuertes y musculosas, abatieron el aire. Sus plumas se tornaron en un fuego anaranjado y rojizo.

No era un dragón. Era peor que un dragón. Y cuando abrió aquel hocico, con una suave curvatura hacia abajo y repleto de hileras con dientes afilados, Leandros estuvo consciente de que los dioses de verdad no estaban de su parte. La criatura soltó su furia sobre unos cuantos árboles.

El fennphos.

Hacía unos cuantos años atrás, era tan solo un mito. Hijo del dragón Polifeus, que nació en los reinos de los Espectros y fue asesinado en Myrtathorn, e hijo de un fénix nacido en Avaloria, engendrado en las Llanuras Altas, entre la frontera de Thornvale y Myrtathorn. Se decía que otro huevo sin eclosionar se resguardaba en Acantilados de Veraniego. La leyenda se había vuelto una realidad. Estaban frente al último fenn.

El miedo y la maravilla se saboreaban con la misma intensidad.

—¡Leandros! ¡Leandros!

El príncipe sintió como si una punzada llena de fuego comenzara a derretirlo por dentro, pero no podía apartar la mirada del cielo. La leyenda del fennphos... Ni un ave ni un dragón, capaz de destruir ciudades enteras con una sola bocanada de fuego amarillo. Existieron seis de ellos: dos fueron asesinados por Sir Lerinkson de la Espada Negra, otros dos por su hijo mayor, Berthor de las Cumbres Boscosas, y los restantes desaparecieron.

Encontraron a uno de los sobrevivientes.

O, mejor dicho, él los encontró a ellos.

—¡Leandros, por favor, sube a Cordelia! ¡Leandros! ¡¿Estás bien?! ¡Leandros, por los dioses, háblame! Reacciona. ¿Estás bien?

Sintió cómo lo agarraron de los hombros y lo condujeron a la carreta. Cuando se quedó de pie sobre la carreta, observó esos escalofriantes ojos amarillos que miraban con inquietud a Bel. Soltó otros graznidos. Más lastimeros, pero suaves y bajos. Como si le doliera verlo herido.

Los ojos de Leandros se abrieron de par en par al recordar la voz de su institutriz explicándole sobre el mito. El fenn le pertenecía. Le pertenecía a Bel.

Sin darle tiempo a procesar lo descubierto, Kay acomodó a Leandros y Cordelia comenzó a avanzar a paso veloz. Dejaron atrás a los jinetes, al hijo de Brennard y al Fenn. Se sumieron en lo más profundo del bosque, y no pararon hasta que la noche cayó tres veces.

El príncipe no estaba del todo consciente de lo que sucedía a su alrededor, por mucho que viera la luz del sol y rostros conocidos frente a él. Su mente todavía vagaba en aquel hibrido. Su conexión con Bel. El rugido que se escuchaba en Regalbriar.

El rugido provenía del fenn. Todo ese tiempo, esa bestia se hacía presente.

Por fin, a la cuarta noche, el velo se cayó y Leandros dejó atrás la sorpresa y el miedo que sintió al ver a la leyenda levantarse de entre los mitos. Subió la mirada para contar a los soldados restantes. Pese a la emboscada tan cruda que recibieron, no llegaron a tener tantas bajas. Al menos tres de los soldados habían perecido.

Ladeó la cabeza y descubrió a Kay, que lo observaba a su lado.

—Come, por favor. —Le ofreció un cuenco lleno de sopa.

Un nudo se le formó en la garganta a Leandros cuando notó los ojos humedecidos del viajero. Ahora lucía una pequeña cicatriz en el lado izquierdo de su rostro. Estuvieron muy cerca de dejarlo sin un ojo.

—Por favor —repitió Kay—. No has comido nada.

El príncipe le recibió el cuenco. Al dar el primer sorbo, no le supo a nada, pero continuó porque odiaba ver a Kay con aquella expresión. Sus cejas juntas y sus dientes apretados. Incluso tenía un leve temblor en el cuerpo.

—Estoy bien —prometió Leandros.

Kay se rascó la nuca con una desesperación que le produje cierta ansiedad a Leandros.

—Es la primera vez que dices palabra desde el ataque. Leandros, ¿en qué parte de tu mente estabas metido? ¿Eh?

A pesar de la vergüenza, se encogió de hombros.

—No lo sé.

No mentía. No lo sabía. Desde el ataque, todo lo demás le resultaba difuso. Era como si su cabeza intentara borrar cualquier rastro de lo sucedió. Aunque era imposible. La imagen del fenn surcando los cielos se le había quedado grabada. Una criatura tan majestuosa se convirtió en su más grande pesadilla.

Unos sollozos lo trajeron de vuelta. Era la primera vez que Kay se dejaba ver mientras derramaba lágrimas. Rodeó a Leandros con los brazos y lo apretó contra su pecho. Era como si temiera que desapareciera. Era como si el mundo se estuviera derrumbando a su alrededor.

Lo primero que pensó Leandros fue en que quería quedarse así para siempre. Lo segundo era que quería a ese hombre como a nadie más. Contemplaba, su tristeza. Y no solo la podía ver, también la podía sentir. Lo tercero que hizo fue corresponder al abrazo.

—Pensé que morirías —dijo Kay con la voz entrecortada. Tenía la cara hundida en el cuello del príncipe—. Te atacaron y ni siquiera te diste cuenta. No te diste cuenta de cuanta sangre perdiste. No respondías. No decías ni hacías nada. No entiendes lo horrible que fue. Lo horrible que me sentí.

Se quedó perplejo. No debía ser cierto. Quizá Kay exageraba, como de costumbre.

Bajó una mano y la deslizó por su costado, donde unas punzadas lo llamaron. No halló la herida, ya que todo su abdomen estaba vendado. Apenas sentía algo más allá de unas cuantas molestias y el calor que desprendía el cuerpo de su compañero.

—Estoy vivo —señaló mientras su mano volvía a aferrarse a la espalda de Kay.

—¿Estás seguro? Porque moriré si no es así. Aunque primero quemaré el mundo entero por haberse atrevido a tocarte —dijo entre dientes. 

—Te lo aseguro.

Cuando Kay se enderezó, notó aquel brillo escarlata al que ya empezaba a acostumbrarse. La oscuridad tenía muchos matices. El viajero acarició la mandíbula del príncipe con la punta de sus dedos, luego deslizó su tacto hacia su cuello.

—Lloré. —Lucía sorprendido ante sus propias palabras—. Yo... lloré. —Desvió la mirada como si lo avergonzara—. Mierda —masculló, sin apartarse—. Te quiero demasiado. ¿Eso está mal? Porque se siente como si estuviera mal. Pero estoy seguro de que, sin ti, no podría respirar.

Leandros sonrió muy a su pesar. No debía sonreír. No le parecía justo. Aun así, colocó su mano en el pecho de Kay para poder sentir los latidos enardecidos de su corazón. Latía por él.

—Jamás tendrás que vivir sin mí. —Eran las palabras más reales que hubiera pronunciado jamás—. Hemos vivido tantas vidas y nos encontramos en esta. Tú y yo. Estamos aquí. Siempre lo hemos estado, ¿no es así? Los dioses lo quieran o no, estamos hecho el uno para el otro.  


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Nota de autora: 

¡Bueno, buenooo, feliz año nuevo! Y, para celebrar este 2025, ¿qué mejor que empezarlo con la mala suerte de Leandros, jajaja?  Espero les vaya muy bien este año. Gracias por seguir  apoyando al príncipe de ojos dorados. <3

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