𝐂𝐚𝐩𝐢́𝐭𝐮𝐥𝐨 𝐗𝐈𝐕
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Leandros terminó durmiendo más de lo que le hubiera gustado. Para cuando despertó, ya era de noche y perdieron otro día de viaje. Aunque una parte de él se recriminaba a sí mismo, también culpaba a Kay por no haberlo despertado.
Al apartar las sábanas, se percató de que estaba solo en la cueva. Fue el bullicio animado que llegaba desde afuera lo que lo instó a levantarse y salir. El cielo estaba salpicado de estrellas, con la hermosa luna redonda iluminando el prado que descendía por la colina. En ese espacio, unos pocos de los Caminantes jugaban a las cartas, otros limpiaban sus armas o practicaban. Algunos se escabullían entre los árboles, de donde surgían risitas suaves y femeninas. Seguramente eran las Viajeras.
Si la información sobre los Caminantes ya era escasa, la de las Viajeras era nula. Solo se mencionaban de forma superficial, sin darles mucha relevancia. Todavía no se sabía cómo funcionaba ese plano astral donde convivían aquellas entidades, por lo que Leandros se preguntó si experimentaban alguna clase de deseo o amor. Le parecía curiosa la idea de que ellos también pudieran sentir algo tan humano.
Era el grupo de Caminantes más cercano a él lo que ocasionaba todo aquel ruido. Cantaban y cada uno tocaba un instrumento diferente. Detrás de ellos se encontraba Kay, recargado en el tronco de un árbol. Solo miraba cómo los demás se divertían mientras él se bebía una botella de alcohol.
—Nos la ha quitado —le dijo Gambo, situándose a su lado. Iba envuelto en vestiduras ligeras y negras, aunque ese color nunca se compararía con el de su piel—. Le gusta mucho beber. A mí también me gustaba cuando estaba vivo. Sin embargo, para serle franco, príncipe, ahora lo repudio. No hizo más que acortarme más la vida.
—Ya veo —murmuró Leandros, demasiado cansado para conversar.
A su izquierda, pudo ver a Cordelia en un pequeño corral, comiendo las manzanas que caían de unos de los árboles. Parecía bastante relajada.
—¿Usted bebe? —continuó Gambo, como si no diera rienda a la exasperación de Leandros.
—Por supuesto, aunque no con regularidad. Lysander era quien, como Kay, no le podías quitar el alcohol de encima.
La sonrisa de Gambo mostró sus dientes blancos y parejos, tan irreales, si bien a Leandros no le cabía duda alguna de que, en vida, aquel Caminante habría sido muy codiciado por las jóvenes.
—Escuché historias sobre el príncipe Lysander. Un hombre muy, muy apuesto, según dicen las mujeres.
Leandros enarcó las cejas mientras hacía una mueca. Por supuesto, su hermano mayor tenía rasgos distintivos, con su piel morena y sus ojos grisáceos; sin embargo, cuando se referían a lo apuesto que era, en realidad no se referían a su rostro. Era una broma burda en Thornhaven y alrededores. Cuando mencionaban que Lysander era muy, muy apuesto, se referían con énfasis a lo que tenía entre sus piernas.
—Sí..., muy, muy apuesto —se burló en voz baja.
Dado que Kay no parecía reparar en su presencia, decidió recargarse en la pared de la montaña para esperar a que lo notara. No funcionó como esperaba, ya que Gambo lo siguió.
—Usted también lo es —le aseguró el Caminante, persistente en entablar una conversación. Detrás de él, Leandros pudo vislumbrar lo que parecía una Viajera que observaba a Kay desde lejos.
—Gracias —musitó sin ganas. A pesar de haber dormido bastante, seguía sintiéndose más cansado que antes de dormir.
—Hablo en serio. —La aproximación de Gambo bloqueó su campo visual por completo—. Creo que es muy apuesto.
El príncipe asintió con la cabeza, sin comprender por qué la insistencia. No es como si no supiera que era apuesto, solo que más bien podría decirse que era algo modesto.
Gambo dio uno, dos, tres, cuatro, cinco pasos hasta quedar frente a él. Leandros contó cada uno, nervioso de lo que pudiera pasar a continuación. No tenía su espada, Kay estaba lejos y la mula torpe comía sus torpes manzanas.
Sería tan fácil acabar con su vida justo en ese instante.
—Tienes preciosos ojos —susurró Gambo. Su aliento chocó contra el de Leandros, emanando un olor a madera recién cortada.
—Dicen que los ojos se ven mejor de lejos —replicó este, algo tenso de la repentina cercanía. ¿Qué quería? ¿Asfixiarlo?
—¿Dónde dicen eso? —preguntó con una sonrisa ladeada. Al elevar la mano y acariciar el cabello de Leandros, este sintió un escalofrío que lo puso en alerta. Su respiración se entrecortó y su corazón empezó a latirle frenético. Quería marcharse. Necesitaba su espada.
—Gambo, ¿te podrías apartar? —le pidió con una voz demasiada baja para que alguien más pudiera oírlo.
—Lo lamento. —Pero no se alejó—. Durante diecinueve años, solo he escuchado maravillas de usted. Yo era pequeño, tendría unos siete años cuando su Gracia nació. Todos los reinos hablaban del niño cuyos ojos eran tan dorados como el oro y el sol mismo. Hace nada, escuché tantas cosas sobre... ti.
Un paso más. Un suspiro más. Solo un gesto sería suficiente para que Leandros le soltase un puñetazo a Gambo. No le gustaba la idea, pues ese hombre no parecía mala persona, pero todo aquello comenzaba a desagradarle.
—Me pregunto —continuó el Caminante, cada vez más atrevido— si todo lo que dicen de ti es real. Me gustaría comprobarlo, si me das permiso. Quisiera saber cuánto pueden brillar tus ojos.
—Ni que fueran linternas —escupió Kay detrás de ellos, sobresaltándolos a ambos. Estaba de brazos cruzados y con una ceja arqueada—. Te sugiero, grandote, que te apartes del heredero de Thornvale si no quieres dejarlo incapacitado para sentarse en un trono nunca más.
Fue un golpe bajo a su orgullo que Kay hubiera dicho eso tan alto, captando así la atención de los demás. Pudo escuchar sus risas, incluso Gambo soltó una risita incómoda.
—Lo lamento, no era mi intención...
—No, nunca lo es —replicó su compañero—. Pero míralo y mírate, le doblas en estatura. Yo no pienso traer conmigo un balde lleno de hielo para aliviar tu estupidez.
Gambo se tensó y una vena le saltó del cuello.
—Estás siendo muy grosero.
—Oh, ¿eso crees? —Kay dio un paso hacia delante, desafiándolo. No le importaba que Gambo le superara en altura por al menos dos cabezas—. Arrinconaste a alguien que ni siquiera entiende tu coqueteo. Amigo, vete con alguna Viajera necesitaba y deja al chico en paz.
—¿Eso es lo que te molesta? —Gambo imitó su gesto, cruzándose también de brazos—. ¿Que sea un hombre que desea a otro?
Kay se rio y dejó caer la cabeza hacia abajo mientras la sacudía.
—En lo mínimo —respondió. Para sorpresa de Leandros, quien solo observaba lo que sucedía desde su rincón, Kay hincó su dedo en el pecho de Gambo sin mostrar miedo alguno—, solo no me gusta la gente como tú. Ese chico de ahí —apuntó al príncipe—, nunca tendría nada contigo porque ni siquiera te conoce. No es una zorra, a diferencia de ti. Así que te sugiero que te alejes.
—No planeaba hacer nada de lo que nos fuésemos a arrepentir. Pero en tu voz solo escucho celos. Dime, ¿estás celoso?
Las risas de los demás Caminantes irritaron aún más a Leandros. Les divertía aquella pelea sin sentido. Dos hombres enfrentándose por el joven heredero, mientras él se quedaba al margen, una forma absurda de ser percibido por los demás, reflexionó Leandros.
Kay apretó los dientes, a punto de atacar a Gambo, cuando Leandros y Ulgaelt los detuvieron al unísono.
—¡Ya basta!
Ulgaelt permaneció a una distancia prudente mientras Leandros se interponía entre los dos hombres.
—Les diré algo a todos ustedes aquí —exclamó enfurecido—. No soy un juguete, ni mucho menos un tesoro para salvaguardar. Soy un futuro rey. —Miró a su alrededor, en especial a Kay y a Gambo—. No me gusta ser abordado, ni que me besen sin previo aviso. Tampoco me agrada que pretendan que pueden acostarse conmigo cuando les plazca. Aunque esté solo, les aseguro que solo necesito un punto débil para acabar con todos.
Se produjo un silencio, un frío silencio que se posó sobre los presentes como un velo tejido de témpanos de hielo. Incluso las Viajeras, apenas visibles, se detuvieron para escucharlo. Una de ellas, en particular, destacaba. Era la más alta del lugar, incluso más que el mismísimo Dios Ixthar. Su largo cabello negro ondeaba al viento, acompañado con su vestido gris. Su piel morena resplandecía bajo la luz de la luna.
La viajera Ahmeyalli se colocó frente a Leandros con una expresión solemne en su rostro.
—Me recuerdas a la gran Galene Gadour —dijo—. Ixthar tenía razón, ella se refleja en ti. Eres igual a tu madre, fuerte y valiente. Nadie te puede doblegar, por mucho que lo intente. Que felicidad poder verte esta noche. ¡Qué honor poder servirle al futuro rey Leandros, el Defensor de los Silenciosos!
La gran ola de aplausos lo consternó. Luego, notó la figura inmóvil de Ixthar detrás de la Viajera, con sus ojos clavados en ella como si nada más pudiera existir. Entonces, la historia que su madre le contó resonó en su memoria: la Viajera era un alma en pena, un espíritu con un trágico destino.
«Defensor de los Silenciosos...», repitió. Si observaba con detenimiento, podía distinguir las marcas oscuras que surcaban los labios de Ahmeyalli, tanto arriba como abajo, cicatrices de lo que le habían hecho sufrir. Su cuello aún presentaba moretones y signos de ahorcamiento. A pesar de los más de doscientos años transcurridos, su cuerpo aún conservaba las secuelas de su pasado. Sin embargo, ya no estaba encadenada, había ascendido a una deidad importante para aquellas mujeres que viajaban solas.
Antes de que algo más pudiera suceder, alguien tomó su mano y lo arrastró fuera de la vista. Al girarse, distinguió que era Kay quien lo llevaba hacia el corral de Cordelia, donde descansaba en un rincón. Leandros lo maldijo por haberlo alejado de la presencia del Dios Ixthar y de la Viajera, en especial mientras hablaban de su madre. Sin embargo, decidió no decir nada en alto. Su compañero ya parecía bastante enfadado, incluso tenía las orejas enrojecidas. Para empeorar las cosas, comenzó a lanzar las piñas que encontraba en el suelo al otro lado del corral, lo que enfureció a la mula. Esta pateó el corral y se alejó aún más de ellos, mientras su dueño solo chasqueaba la lengua, molesto.
—Ya sé que no te gustó el beso —comenzó a decir Kay entre dientes—, pero no era necesario que me lo echaras en cara delante de todos esos locos. Mucho menos cuando trataba de defenderte de esa vil montaña que te habría destruido el trasero.
Leandros se apartó de sus malhumorados lanzamientos. No llegó a pensar que sus palabras afectarían de esa forma a Kay. En realidad, era él quien se vio afectado. Le disgustaba que las personas no fueran capaces de respetar su espacio personal. No le gustaba que, al verlo en un estado tan vulnerable, pensaran que se podían sobrepasarse con él.
—No era mi intención. Lamento si lo sentiste como una ofensa. —Leandros agachó la cabeza en señal de disculpa—. No obstante, sentí que era necesario remarcarlo. Pues, además haberlo dicho en un arrebato, también lo decía por lo que parecía querer intentar Gambo.
—No te hagas, Leandros —espetó Kay—. Tú ni siquiera sabias qué quería. De seguro pensaste que te quería matar.
Las mejillas le ardieron contra el viento frío. Desvió de inmediato la mirada y sus manos se encargaron de quitar las astillas de la madera del corral.
—Quizá —admitió, apenado—. Lo lamento.
—Como sea —murmuró, a la par que lanzaba otra manzana. Tenía un buen brazo, Leandros le concedía eso—. Ya me quiero ir. —Lo miró y dejó escapar un suspiro—. No te despegues de mi lado, o juro que te dejo aquí varado. Vamos, tienes que comer.
***
Los Caminantes que se quedaron les ofrecieron un asiento cerca de la fogata que habían encendido, junto con frutos y algo de carne. Ya no había rastro de las Viajeras ni del Dios Ixthar, lo que defraudó a Leandros, ya que esperaba poder disculparse por el espectáculo que armó sin pretenderlo. Aunque agradecía que ni Ulgaelt ni Gambo estuvieran presentes. El ambiente estaba más tranquilo. Incluso Kay estaba más relajado, oportunidad que el príncipe aprovechó. Sabía que no era el momento más oportuno, pero llamó la atención de su compañero con el hombro, quien aún se mostraba molesto.
—¿Qué quieres?
—Canta —le pidió Leandros.
Kay lo ignoró.
—Por favor, canta.
—No tengo ganas —farfulló mientras arrancaba otro pedazo de carne seca.
Leandros no estaba dispuesto a desistir. Aunque nunca fue un niño a quien se le diera todo lo que quería, era cierto que tampoco era habitual que se le negara algún capricho, por lo que era inusual que Kay lo hiciera.
—¿Qué hago para que cantes? —preguntó en un murmullo suave. Sentía la suplica indigna de él.
Kay no dijo nada, se limitó a seguir comiendo con su mirada perdida en el bosque. Después de un momento, levantó la vista hacia Leandros, se hundió de hombros y asintió.
—Nada, no tienes que hacer nada. Cantaré si eso quieres.
El príncipe sonrió, sintiendo el calor en sus mejillas regresar. Esperó paciente mientras Kay se acercaba a los Caminantes. Les pidió permiso para cantar y ellos aceptaron.
—Bella es la luna al reflejar tus ojos —comenzó a cantar. Se sentó cerca de los sujetos.
Leandros lo contemplaba, cautivado antes de tiempo. No obstante, notó la mirada vacía que llevaba su compañero. Era más obligación por el deber que un simple gusto.
—Déjame ver, lo que aguardan tus labios rojos. Eres la reina que anhelo en mi reino, para reinar en mi corazón como dueño.
—Seré la espada, tu fiel protector, guardando la llave de mis sentimientos con fervor.
Seré el dragón, celoso custodio, de este amor profundo que solo es tuyo —cantó de pronto una segunda voz. De entre los árboles emergió una joven hermosa, envuelta en un vestido plateado de tela fina que resaltaba su figura. Parecía ser la misma Viajera que había estado observando a Kay.
Los ojos oscuros se dirigieron hacia ella, como si todo ese tiempo la hubiesen buscado.
—Permíteme entregarme a ti —respondió el joven hombre—. No estás sola en esta torre, aquí me ves.
—Tu nombre es más que aire en labios de pasajeros, es el fuego que aviva nuestros senderos —cantaron ambos.
La luz del fuego iluminó los rasgos de la Viajera: su piel suave, cabellos castaños, ojos verdes y labios rojizos. Era tan bella que era difícil de creer que fuera solo un espíritu. Así cómo su aproximación a Kay resultaba inevitable no pensar que fueran amantes desde hacía años.
—No soy un dragón.
—Tu fuego es suficiente. Cuando caiga la noche, solo quiero verte a mi lado. Solo eso necesito.
—No muevo montañas, lo sé muy bien, mas mi amor por ti no tiene fin —entonó Kay.
—No necesitas ser un fuego, tu cariño y amor son mi seguridad.
—Cuando la noche caiga, juntos estaremos, solo tu presencia a mi lado yo quiero. Lo que tú ves como un espejismo en verdad, es un amor real que nunca se va —terminaron la balada.
Leandros se sintió un tanto decepcionado. Había esperado más de esa canción, pero incluso la voz de Kay sonó... distante. Se distrajo. Carraspeó para llamar su atención, pero al no conseguir nada, se levantó y se retiró a la cueva.
Se acomodó en el espacio donde antes había descansando. Afuera, los sonidos se habían apagado junto con la fogata. Estaba sumido en un silencio que reflejaba su molestia. Solo quería escuchar una canción para calmar su ánimo. No le importaba que la intrusa hubiera acaparado la atención de Kay, lo único que le molestaba era que la canción no fue de su agrado. Era una balada típica de amantes, por eso no estaba en sus favoritas. Incluso su tía también la detestaba.
El tiempo apenas había transcurrido desde que entró, por lo que la pronta vuelta de Kay lo tomó por sorpresa. Levantó la mirada, extrañado al verlo regresar tan rápido.
—Lo lamento —dijo Kay. Mantenía sus manos ocultas en los bolsillos de su pantalón y la cabeza baja—. Me desvié un poco.
Leandros se encogió de hombros en un intento por restarle importancia. Kay pareció comprender, pero, al contrario de lo que el príncipe imaginó, no se fue. En lugar de eso, se sentó a su lado y le pasó la capa que había tomado prestada. Leandros la tomó sin mucho entusiasmo y se la colocó sobre las sábanas.
De reojo, observó cómo Kay sacudía la cabeza y soltaba un suspiro, momento en el cual comenzó a cantar.
—A través de amapolas en tu jardín de armonía, azules como tus ojos, un bello solaz. Nadie se asemeja a ti, mi amor. Las aves cantan, mas no alcanzan tu resplandor. En esta torre aguardaré a tu merced, hasta que decidas, hasta tu querer —finalizó.
Por mucho que intentara contener su descontento y resistirse, Leandros terminó con una amplia y radiante sonrisa en el rostro. Era complicado no ceder. No dejarse embriagar y sumergirse en aquella melodía. Anhelaba escuchar esa voz una y otra vez, hasta saciarse por completo. Sin embargo, Kay parecía algo agotado, su mirada se había perdido una vez más.
—¿Dónde la aprendiste? —preguntó Leandros, aún maravillado.
—De mi región, más al norte —respondió como si le diera pena admitirlo—. Mamá siempre la cantaba y la aprendí. Fue la primera de todas. —Se removió en su asiento ante una brizna invernal que se deslizó sobre sus rostros—. No me gusta cantarla porque me recuerda mucho a ella, y no disfruto esa sensación. Pero tampoco quiero que estés molesto conmigo, y si esto te contenta, entonces, lo vale.
Algo dentro de Leandros se agitaba con cada palabra. Su sonrisa se expandió, aunque tuvo que girar la cabeza ligeramente hacia otro lado para disimularla y evitar que se malinterpretara. La tensión que antes se percibía entre ambos se fue disipando, y en ese instante, el príncipe por fin sintió que podría llegar a ser amigo de ese joven, cuya vida parecía ser tan triste como la suya.
Cantó aquella canción con la intensidad de alguien que sufre y ama a la misma vez. Fue como si le entonara al mar para que le regresase a su amor que abordó tiempo atrás y se perdió en el tiempo. Sabe que no regresará nunca más y, aun así, cada mañana, renace la esperanza cuando el mar le hace creer que le ha traído algo. ¿Kay aún aguardaba el retorno de su madre?
«Yo también...», pensó Leandros, compareciente.
—Gracias por todo —dijo. Su gesto se volvió más discreto y se armó de valor para mirarlo directo a los ojos.
—Hemos pasado por mucho en tan pocos días, ¿verdad? —se burló Kay, con sus músculos más relajados—. Vaya, no pensé que fuese a desordenar tanto mi rutina, príncipe.
Leandros se rio. Ambos recostaron sus cabezas en la pared de tierra, tan cerca que Leandros podía sentir el lacio cabello de Kay mezclándose con el suyo.
—Ante mi defensa, debo declarar que no tenía la menor idea acerca de que me estaban cazando. Mucho menos pensé que me fuesen a coquetear en este viaje.
Su compañero ya no comentó nada al respecto, solo arrugó el ceño.
—¿Cómo te sientes al respecto? Creo que no te lo pregunté antes. No creí que fuese prudente. Pasamos por mucho con esos mercenarios. ¿Te dije que la hoja del cuchillo estaba impregnada de veneno? —Hizo un movimiento y sacó el arma de su bolsillo. La hoja estaba envuelta en una tela gruesa y sujetada con cordón—. La he observado por mucho tiempo, Leandros. La hoja parece estar hecha de... veneno. No importa cuánto la lave, la seque con trapos o la afile, no deja de escurrir veneno.
No quiso tocarla ni siquiera con el mango, aunque Kay le dijo que era seguro hacerlo. Solo había un lugar capaz de forjar una monstruosidad tal: una mezcla entre un hábil herrero y una bruja de los Albares. Torreónroca, junto con la complicidad de Vorak. Leandros conocía la leyenda de una espada que desprendía veneno y fuego, similar a ese cuchillo. Había sido un regalo para el rey Thorian, uno de sus parientes más lejanos. Apenas y había registros de su existencia. La espada nunca fue encontrada, como casi nada de esos mitos.
—Sería mejor que te deshicieras de eso —le aconsejó Leandros—. No vaya a pasar un accidente y te cortes a ti.
—De eso nada. —Kay guardó el cuchillo con la misma precaución que utilizó para desenvolverl0—. Con tu cabeza en una pica, esto nos vendrá de ayuda por si vuelven. Y ahora que sabemos que hasta bestias te pueden atacar, es mejor tener algo a nuestro favor.
Leandros no le discutió, era su decisión. Al notar cómo el silencio se volvía más reconfortante, se quedó dormido durante un tiempo, más calmado. Eso solo fue una excusa para eludir la pregunta que se le había planteado. No sabía cómo se sentía al respecto, a pesar de todo.
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