𝐂𝐚𝐩𝐢́𝐭𝐮𝐥𝐨 𝐗𝐈𝐈


𝐅inalmente, Kay se calmó y permitió que los Caminantes se acercaran para tratar sus lesiones. A pesar de su aspecto rudo de guerrero, las manos de los Caminantes eran hábiles a la hora de limpiar y cerrar heridas. Se movían con cuidado y con delicadeza. Sin embargo, para decepción de Leandros, no eran capaces de hacer milagros, y Kay no estaba en condiciones de viajar en ese estado. Aunque el joven trató de convencerlos de lo contrario, terminó desmayándose al intentar incorporarse.

Leandros terminó por aceptar la propuesta de que los condujeran al campamento de los Caminantes para descansar. Al principio, lidiar con las patadas hostiles de la mula resultó complicado, pero al final dejó que Leandros la guiara mientras Kay ocupaba los asientos, inconsciente. Una vez más, su camino tomó otro rumbo. Avanzaron durante horas hasta que el sol se alzó en lo alto del cielo. Con los pies adoloridos y el estómago vacío, llegaron a las faldas de una pequeña montaña que albergaba una cueva en su centro. Encontraron almohadas y sábanas dispuestas en el fondo de la cueva, donde prepararon un lugar para que Kay descansara.

—¿Duermen? —le preguntó Leandros al Caminante Ulgaelt.

—Sí, príncipe —respondió este, mientras les daba instrucciones a sus hombres para levantar con cuidado al joven desmayado—. Solo algunos. Uno de ellos es Gambo. Solo los Caminantes entre la vida y la muerte necesitan descansar por un corto periodo.

Leandros se giró a mirarlo con los ojos entrecerrados. No le gustaba sentirse confundido, sobre todo cuando le daba demasiada curiosidad. Pronto se dio cuenta que no era el único con esa expresión, pues Cordelia también observaba a Ulgaelt con recelo.

—¿Cómo es ese estado? —indagó.

Ulgaelt paseó la vista por el paisaje. Era hermoso, con sus campos amarillentos, hojas amontonadas y las aves cantarinas en el cielo. Dentro de unos meses estaría cubierta de blanco y el tiempo se habría agotado.

—Cuando has muerto, el Dios Ixthar te da una oportunidad porque ha visto algo en ti. Antes de cruzar el río Nemephos, de la vieja muerte, te trae de vuelta a la vida. Te conviertes en su discípulo. Tu antiguo cuerpo ha perecido, por eso te entrega uno nuevo. Es como... volver a empezar. Volver a nacer. —Una cálida sonrisa se instaló en sus labios, pero tal como vino, se fue. Sus facciones se endurecieron y continuó dando órdenes.

Leandros y Cordelia los siguieron hasta la cueva, donde Kay ya dormitaba. El joven lucía profundas ojeras y su ropa estaba desgarrada. Una sensación de culpa invadió el pecho del príncipe. Parecía que su presente insistía en recordarle su pasado en cada momento, en cada respiración y parpadeo. Quería recordarle lo que había pasado, lo que no pudo detener, lo que no pudo salvar. Era un cruel castigo, una penitencia que pagaría con quienquiera que estuviera de su lado.

Por eso, a pesar de las noches transcurridas desde entonces, el sueño donde vio a su padre en aquel paisaje sangriento lo atormentaba. Era un mal presagio, un recordatorio de que todo era su culpa. Si Draven estaba muerto era por sus decisiones.

Por otro lado, ese era también un acontecimiento único, pues no cualquiera tenía la oportunidad estar en su posición, observando a los Caminantes y relacionándose con ellos. El heredero de la Corona, ahora conocía sus rasgos y sabía sobre su origen. Era un conocimiento muy especial.

—Es hora —dijo Ulgaelt detrás de él—. Debes conocerlo.

—¿A quién? —Leandros se giró despacio, la mano aferrada a la empuñadura de su espada. Cada fibra de su cuerpo estaba tensa, preparada para el conflicto en cualquier instante. Incluso la mula parecía contagiada por su nerviosismo.

—Le hemos dicho que tenemos algo para decirle, príncipe —respondió el Caminante con el mismo tono monótono—. Sin embargo, no somos nosotros quienes le debemos esa información.

—¿A dónde me llevas?

—Con el mensajero.

***

Se refresco un poco y se aseguró de que atenderían bien a Cordelia, que no quería comer pero accedió a beber algo de agua. Cuando Leandros se cercioró de que todo estaría bien y, en caso de que estuviera fuera de lugar, podría confiar en que la mula le avisaría, siguió a Ulgaelt. Bajaron por colinas empinadas y atravesaron un bosque de pinos. No estaban tan lejos de Regalbriar, donde más abundaban ese tipo de árboles.

Cuando el cielo se despejó, se detuvieron en un claro donde la luz entraba cálidamente, tan suave que reflejaba figuras de las ramas en la tierra. Había ardillas empezando su hibernación y cuervos revoloteando en lo alto.

Sentado en una piedra, se encontraba un hombre viejo. Su piel negra estaba añejada y caída, llena de arrugas. El cabello largo y canoso le caía por la cara. Alzó la cabeza al oírlos, sonrió y luego se levantó. De inmediato, Leandros retrocedió al notar lo alto que era aquel Caminante. No llevaba camisa, por lo que a simple vista se apreciaba su abdomen firme y marcado, con cicatrices por doquier.

«Era viejo, no obsoleto», pensó sorprendido.

—Príncipe Leandros, por fin lo hemos podido localizar —lo saludó. Su voz resonaba tronante, como si pudiera convocar miles de rayos. Era profunda, masculina y carente de cualquier matiz emocional o acento.

Su primer instinto fue huir. Miró a su alrededor, temía ser rodeado por más Caminantes, pero se percató de que ya ni siquiera Ulgaelt estaba allí. Se quedaron los dos solos.

—No tema de mí si no tiene nada que ocultar —le dijo el anciano—. Mi nombre es Ixthar, Dios de los Caminantes, los espíritus extraviados que no encuentran paz, protector de los inocentes y esposo de la Viajera. Tu padre habló conmigo una vez que se perdió y me encontró. Era joven aún. Su esposa, Galene Gadour, apenas llevaba en su vientre a su primogénito. Los Dioses le concedieron el don del saber a su rey, y le vio a usted.

Al escuchar el nombre de su madre, que aún conservaba su apellido, sintió cómo su estómago se contraía. Apretó los dientes y se reprendió a sí mismo por el nudo en la garganta. Aunque algo lo consternó. ¿Acaso dijo que le concedieron el don del saber a su padre? ¿Eso qué significaba?

—¿Qué vio? —preguntó. Mantenía la cabeza baja y su voz salió más tímida de lo que pretendía. Se sentía como un niño de nuevo.

—A usted sentado en el trono, a él muerto y al mundo alzarse en un cuervo de fuego.

—¿Cuervo de fuego? —musitó.

—Temo decepcionarlo, príncipe, pues no profundizó en los detalles sobre nada.

Apretó los puños. Sí, su padre siempre había escatimado en detalles. Porque, de haber ondeado en lo que significaba llevar una corona en la cabeza, en lo que había más allá de la familia, entonces, Leandros no estaría en estos aprietos. Habría podido explicarse ante sus guardias, saber qué le sucedió al rey, a la reina y a los hijos de la Corona. Si su padre le hubiera revelado que estaba siendo envenenado, cabía la posibilidad de que hubieran tomado prevenciones. O al menos Leandros hubieran podido haber hecho algo más. Su padre pudo haber hecho tantas cosas.

—El mensaje —prosiguió el Dios— fue el siguiente: «Vi al primogénito de mi hermano morir prematuro. Vi a mi hijo de ojos áureos sentado en el trono. La vida da y quita con ambas manos. Nunca me perdonaré por los errores que he cometido. Nuestra sangre lleva consigo manchas del pasado. No creo ser un buen padre o un buen esposo, pero espero ser un buen rey. También espero que mi hijo lo sea en un futuro próspero. Es el rey, lo he visto. Tendrá que buscar al águila. Provenimos de las tierras fértiles, ensuciadas por el ser con una doble cara. El águila no es solo un emblema, Thornvale no es solo un reino y la corona no es solo un título».

«Vi al primogénito de mi hermano morir prematuro. Vi a mi hijo de ojos áureos sentado en el trono», las primeras frases ya carecían de sentido. Dravenor y Rowena solo concibieron un primogénito: Draven. Desde que Leandros tuvo consciencia, nunca escuchó hablar acerca de otro primer hijo que hubiese muerto. A menos que se refiriera a que Draven había muerto a sus veintidós años.

El rey no fue un mal padre. Lo de haber fracasado, eso solía gritarlo Lysander cada vez que estaba molesto o causaba problemas. Decía que su padre era el peor. Leandros discutió esto con él varias veces, pero la verdad, durante la mayor parte de su vida fue criado por Dravenor. Fue su tío quien le ayudó a afeitarse por primera vez la escasa barba que le crecía, le enseñó a cazar zorros azules y le dedico de su tiempo. Por eso le dolía tanto lo ocurrido.

Eldric de Valorian solía murmurar que amaba a sus hijos, siempre se lo decía a Leandros antes de dormir. Nunca dudaba en cargarlos en brazos y sonreírles. Fue un buen hombre, por eso no entendía por qué esa vocecita en el interior le susurraba que había cosas que no podía ver. A pesar de ello, no pensaba permitir que ensuciaran el nombre de su difunto padre. Fue un hombre imponente y frío, pero también amable y risueño.

Sin embargo, ¿cuál era aquel secreto? ¿Por qué su padre nunca le reveló a Leandros sobre ese don? ¿Por qué nunca le habló de esa supuesta visión? No se suponía que tuvieran secretos, menos con el heredero.

Leandros se alejó y se dejó caer entre las hojas caídas y quebradizas. Cuando era pequeño, se preguntaba por qué le había tocado cargar con el peso de un reino. No entendía por qué debía llevar el legado familiar sin tener la opción de decidir. Siendo el menor, al igual que su propio padre en su momento, no le veía sentido a que él fuese el primer rey. En los demás reinos, el príncipe heredero era el primogénito. Su padre logró ganarse la corona debido a que luchó por una causa justa en medio de duras y cruentas batallas. Su valentía y ferocidad destacaron por encima de su hermano mayor, Dravenor, y el resto de los hombres y comandantes. Era un guerrero innato, bendecido por la Diosa de la guerra. Fue así como se ganó el reino.

Sus manos se aferraron a su pelo, el cual crecía más rápido de lo que le gustaría. Se recordó a sí mismo que llorar no curaría ni revertería nada. Ya no tenía a sus padres, a sus hermanos, ni a su mejor amigo, ni a su segundo padre. No poseída nada. Aun así, el sentimiento que ya se había anidado en la boca de su estómago quería resurgía. Se mostraba más real que nunca.

—Las flores son frágiles, por eso tienen espinas. Las abejas son pequeñas, pero podría decirse que, tonta y valientemente, dan su vida en defender. La vida humana es frágil y efímera. En un segundo se puede arrebatar toda una vida. Sin embargo, príncipe Leandros, usted es quien decide si continua con esto. Piénselo bien. Tiene la oportunidad, aunque no lo crea, de alejarse de esta vida. De adoptar un nuevo nombre y pasar al anonimato. O, por el contrario, tiene la opción de revelar los secretos que, con crueldad, le fueron ocultados.

Lo único que escuchó fue que le ocultaban secretos. Todo lo demás era mentira o, al menos, una parte de ella. Siempre sería señalado como diferente por su apariencia, siempre estarían los recuerdos del castillo y sus tradiciones, siempre rezaría a los mismos dioses que lo abandonaron, siempre querría regresar. Además, ya sabían que seguía con vida, podría ocultarse por un tiempo, pero no para siempre. Tarde o temprano enviarían a alguien que cumpliría su cometido, ya fuese humano o criatura, uno triunfaría.

No podía decir que no pelearía por la corona, porque incluso eso sería una mayor deshonra. No había forma de escapar. Y si lo hubiera, estaría solo por el resto de su vida. ¿Quería eso? Ya podía ver lo que provocaba la soledad en la vida de Kay, y Leandros no se llevaba muy bien con los animales como para pasar toda una vida con uno.

—No —respondió al Dios y a sus propios pensamientos con una sola y pequeña palabra. No quería ser un cobarde. No iba a ser un cobarde—. La corona es mía, me pertenece. Mis padres lucharon por Thornvale, por lo que representa. Me da igual si a nadie más que a mí le importa. —Se levantó con la cabeza en alto—. Lucharé hasta el fin por lo que me pertenece. Y si muero, que todos sepan el motivo.

El Dios Caminante inclinó la cabeza en un gesto de respeto, un acto que pocos mortales podían presenciar. Leandros no se veía a sí mismo como alguien valeroso para tan alta estima, aunque el orgullo le llevó a erguir la espalda y elevar aún más el mentón. Un Dios le daba su respeto. Un Dios lo había buscado para transmitirle un mensaje de su padre. Dos dioses habían enviado ayuda para él, no podía ignorarlo. No retrocedería ni fingiría que carecía de importancia. Todo esto lo impulsaba a esforzarse hasta el límite. Podrían romperle los huesos y evitar que caminara, pero Leandros continuaría arrastrándose si era posible. Todo por una causa justa.

—Tu madre era igual que tú —dijo el Dios para sorpresa del príncipe, quien pensó que mencionaría a su padre, como todos los demás—. Nunca se han dejado vencer ante las adversidades que les dispone la vida. Algo que respeto, sin duda. Galene Gadour estaría orgullosa del joven en el que te has convertido y en el hombre que serás. Esperemos no cometas los errores de tu padre.

—¿Cuáles fueron, Dios Ixthar? —La voz apenas le salió, forzada y melancólica.

—Confiar en la sangre. 


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