𝐂𝐚𝐩𝐢́𝐭𝐮𝐥𝐨 𝐕

𝐅iguras danzaban bajo la luz de la luna. Las ramas parecían garras que se alargaban para tomarlo del brazo y arrastrarlo hacia un infierno. En algún momento, Leandros creyó ver una cabeza girar hacía él, pero resultó ser solo un búho que descansaba en el extremo de un tronco cercenado. 

Se arropó ante el viento rebelde que se filtraba a través de su gruesa capa. A pesar de ser lo suficientemente larga para cubrirlo, no era tan especial para darle abrigo. El calor no alcanzaba su piel tan rápido como el frío. Trepidaba y los parpados comenzaban a pesarle. Varias veces se encontró a punto de quedarse dormido. En una de esas ocasiones, un peso cálido se situó en su hombro. Abrió los ojos de par en par y se incorporó de inmediato. Estuvo a punto de desenvainar su espada cuando reconoció a Kay, enderezándose.

—Ya me toca la siguiente ronda de vigilancia —explicó este con un tono áspero—. Necesitas descansar. —Con la cabeza le señaló la manta.

Echó un vistazo a su alrededor. No quería estar en un modo tan vulnerable con alguien que no conocía y cuyas verdaderas intenciones también desconocía. Bien podría robarle y dejarlo abandonado en medio de ese lugar, o hacerle algo peor. Sin embargo, pensándolo mejor, iba a pasar al menos unas cuantas semanas con ese hombre, así que debía desprenderse un poco de su desconfianza. No tenía otra opción. Además, sabía las limitaciones de su cuerpo. Si lo forzaba demasiado, caería y no podría levantarse.

A regañadientes —por sí mismo— se acomodó sobre la manta, con la espalda contra el tronco y las manos listas en la empuñadura de su arma. Ante cualquier sonido o movimiento desconcertante, no iba a tener compasión. Cerró los ojos y se dejó mecer por la nueva calidez que se incorporaba con suavidad.

***

Un calor intenso se acercaba despacio a su rostro. La respiración era demasiada pesada como para no percibirla. Apretó los parpados mientras despertaba. Deslizó la espada lentamente, hasta que otra mano se posó encima de la suya. Leandros abrió los ojos y se encontró con Kay muy cerca de él. A este último se le dibujó una sonrisa torpe en el rostro.

—Tranquilo —dijo—. Ya va a amanecer.

—Me mirabas —le increpó Leandros al darse cuenta.

Los ojos de Kay se desviaron hacia el suelo por un segundo antes de volver a posarse en los de Leandros. Eso no generaba mucha confianza. Ese sería un gesto propio de alguien que guardaba un secreto, y no le generaba ninguna seguridad.

—No quería despertarte —se explicó en voz baja—, parecías muy cansado. Me costó reunir el coraje.

No era la respuesta que esperaba o quisiera obtener.

Kay se alejó para comenzar a guardar las cosas. Sin pronunciar más palabras, Leandros se incorporó y se palpó los bolsillos; la bolsa de dinero seguía allí. «¿De verdad puedo confiar en él?», se preguntó. 

Sacó del petate la comida que, por cortesía, se vio obligado a compartir con su nuevo compañero de viaje. Kay se negó a comer al principio. No comería si la torpe mula solo los observaba mientras pasaba saliva. Leandros, a pesar de señalar que el animal podía comer pasto, terminó por compartir los pedazos de manzana con los dos animales que hacían ruido al masticar.

Al terminar, volvieron al camino, con la mula a paso veloz y bien alimentada. Kay, a su lado, tarareaba una canción que conocía como «Viento de Otoño». Era una melodía que solía cantar con su tía Rowena, la hermana menor de su madre y esposa de Dravenor. Si algún ave pudiera tener una voz humana, lo más probable es que tuviera la de su tía. Alcanzaba notas tan altas que, en una ocasión, demostró ser capaz de romper una pequeña copa de cristal.

Fue el impulso de su pasado lo que le llevó a ordenar:

—Cántala. —No le prestó atención a la mirada inquisitiva de su compañero de asiento. Nadie podría igualar el barítono de su tía, pero deseaba escuchar una vez más esa canción.

Kay se aclaró la garganta y se tomó un tiempo considerable para decidir y proseguir.

—Madre mía —entonó con timidez al inicio—, oh, madre mía. Mira el cielo y dime con alegría, que el otoñal ha llegado ya. Veo el invierno a lo lejos, en la cima, pintada de castaño, la libertad está. No deseo llorar, solo sé que las hojas caerán como lágrimas en el vasto mar. Soy prisionero de ella, de la monotonía, que me lleva a pensar con melancolía, que la libertad llegará con el umbral del otoñal.

Fue como si su voz hubiera acariciado el rostro de Leandros y le hiciera girar para admirar al hombre que lo cautivó de inmediato. Era varonil pues, pero también sensible y poseía un rango vocal que se elevaba por encima de lo común. Una verdadera proeza.

—Quiero decirte, antes de que te vayas, que el camino hacia la libertad está despejado —continuó con el canto—. Soy hijo del otoñal, de las hojas caídas y el frío en espiral. Soy libre y corro por la pradera del hermoso umbral. Hacía las puertas abiertas por tus pasos, el otoñal ha llegado para curar mis heridas. No me guardes rencor por la decisión que tomé. Madre mía, no me odies por apagar tu corazón —finalizó.

Era la versión corta; no capturaba toda la emoción y esencia concentrada en la letra.

Leandros se hundió de hombros mientras detallaba cada centímetro de la expresión de Kay. No mostraba nada. Tampoco es que fuera una canción muy alegre. Había sido escrita como una forma de pedir perdón a una difunta madre. A pesar de sonar algo perturbadora, los niños solían cantarla cada otoño como parte de la tradición de la Cosecha.

—¿Dónde aprendiste a cantar así? —le preguntó Leandros, extasiado por escucharlo de nuevo.

—Eh, bueno, en ninguna parte. Yo solo canto. Me gusta. —Agitó las riendas para que la mula avanzara más rápido—. Me gusta aprender canciones y poemas.

—¡Eres extraordinario! Mi tía tuvo que recibir clases especiales solo para poder alcanzar esas mismas notas. —Le era difícil no titubear, estaba demasiado fascinado por su descubrimiento—. No puedo creerlo. ¿Cantas en alguna parte? Deberías prestarle tu voz a la Corona, tendrías mucho éxito y riquezas.

—¿A la Corona? —Se rio Kay—. Lo único que sé de la Corona, sin importar el reino, es que cuando tu gracia se agota y ya no te queda nada, te sacan a patadas de sus aposentos adornados con el mismo oro que tanto le hace falta a su pueblo. —Ladeó el rostro para ver a Leandros; sus dientes apretados marcaban su mandíbula—. Te utilizan hasta que no quede nada de ti.

Sus palabras se arrastraron como una serpiente a la cual le habían extraído su veneno hacía tiempo. Por primera vez, un piquete de curiosidad hizo que Leandros se interesase en saber más sobre su nuevo compañero.

—¿Has estado involucrado en alguna...?

—Algo así —respondió Kay. Sus nudillos se le blanquearon al aferrarse con más fuerza a las sogas del animal—. Mi madre era quien cantaba. Fue una mujer muy popular. Pero la vida no es justa, y los reyes tampoco lo son.

Leandros no estaba del todo de acuerdo, sin embargo, ¿cómo iba a contradecirlo después de lo que él, con sus propias carnes, sufrió? Fue víctima de las injusticias de una Corona. Alguien abrió las puertas hacia su destrucción sin dejarle más opción.

—Kay —habló con un mal presentimiento formándosele—, ¿crees que esa sería suficiente razón para que alguien traicionase al príncipe de un reino justo cuando su padre, el rey, murió?

—Bueno, eso es muy específico y a la vez no. ¿A qué te refieres con «alguien»?

—Guardias... Familiares.

Kay se desplazaba inquieto en el asiento, movía el hombro como si tuviese una clase de espasmo.

—No sé qué haría ese príncipe, para serte franco —respondió—. Tampoco hay forma de saber qué cruza por la mente de nadie. —Entrecerró sus ojos—. A veces puede ser la mejor alternativa. Otras veces puede ser algo que ya se venía planeando de antes.

—¿Mejor alternativa? —musitó mientras bajaba la mirada—. ¿Cómo asesinar es mejor alternativa?

—¿Asesinar? ¿De qué hablas? No son solo teorías, ¿verdad? —Kay se le acercó tan deprisa que el primer impulso de Leandros fue saltar a un lado. Para su desgracia, no calculó bien la trayectoria de dónde aterrizaría y terminó desplomándose de la carreta. Su espalda dio un fuerte golpe contra el lodo, mientras que sus piernas se enredaron en el asiento—. ¡Dioses! —exclamó Kay, sin reprimir la risa. Detuvo a la mula antes de que arrastrase más a Leandros por todo el camino lodoso—. ¿Estás bien, Lanz?

—¿Quién? —Alzó la cabeza, tenía el cuerpo adormecido y un hombro al borde de estar dislocado—. Mierda.

Escuchó a Kay saltar de la carreta para ayudarlo a levantarse. Cuando estuvo de pie, revisó su cabeza y sus brazos, sus piernas y sus costados. Al no hallar ninguna lesión, se alejó.

—Te seré sincero, no pensé que fueses a decir palabrotas —admitió el joven, riéndose—. Tan retacado que te ves. Bueno... —su mirada descendió hacía el desastre—, ahora ya no tanto.

Leandros ni siquiera se percató. La punzada de dolor hizo que olvidara por completo sus modales y los esfuerzos incesantes de su madre para educarlo como era debido, a pesar de las quejas constantes de su padre. Nada de groserías o palabras vulgares. Cada insulto le costó un golpe en las manos con una varilla de madera. Pero ya estaba harto. Todo llegaba a un fin, como bien ya experimentaba.

La cara le quemaba bajo las ráfagas de gélido viento.

—¡Maldito animal de los demonios! —rugió sin ya poder contener la ira que tenía acumulada—. ¡Me arrastró!

—¡Eh, tranquilo! —Kay alzó las palmas, al mismo tiempo que trataba de ocultar a la nula tras su espalda—. Por supuesto que siguió andando. Incluso de saber lo que te pasó, no es fácil detenerse de un segundo a otro. ¿Entiendes? No te desquites con ella, hombre. Es mi burrita, es la más inocente de todas.

Leandros echó un vistazo sobre el hombro de Kay. Su mirada, por un breve momento, se conectó con la de la mula. Pudo haber sido el fuerte golpe en la cabeza, pero juraba que el animal se burlaba de él. Incluso vio que le mostraba los dientes, como si se carcajeara. Parpadeó un par de veces y apartó la vista. Se concentró mejor en sacudirse los pantalones.

—Ahora, ¿qué? —Se quitó la capa y la dejó arriba de la carreta. Se arremangó la camisa blanca y se desató la funda de la espada.

—Necesitas un baño y ropa nueva. —Kay lo inspeccionó con ojos curiosos.

—No tengo más ropa —dijo. Era mentira y a la vez no. Su antigua ropa estaba ensangrentada y rota de algunas partes.

—Para buena fortuna tuya, boca de prostituta, tengo ropa limpia. —Señaló una bolsa en particular mientras recargaba el brazo en el hombro de Leandros, quien se le sacudió de encima.

—De acuerdo.

No tenía más opción... Era otra cosa que se le sumaba a su lista de desgracias.


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