𝐂𝐚𝐩𝐢́𝐭𝐮𝐥𝐨 𝐈𝐗
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𝐋a noche caía sobre ellos con una grata serenidad. La luna brillaba como si fuera ella la reina del lugar, brindándoles luz a la cantidad de hombres y mujeres que se encontraban desnudos, entregados al placer. Cuerpos de diversas formas se alzaban en torno a Leandros. No les importaba exhibir sus atributos, por muy desagradables que resultasen para algunos. Tampoco les importaba tener sexo en plena calle, con los ojos puestos en ellos.
Leandros no lograba formarse una opinión clara al respecto. Tal parecía, la gente venía allí solo por eso. Sin embargo, lo hacían por elección propia. Era su manera de expresar la libertad que se habían ganado a costa de la sangre derramada. Nadie los obligaba, ellos gozaban su liberación. O al menos eso proclamaban.
Llegaron a una plaza entre empujones para abrirse paso. En uno de los extremos de una fuente, se encontraba un hombre sentado en el borde, sosteniendo una guitarra en su regazo y con ojos trasparentes. A pesar de ser ciego, tocaba el instrumento con tal destreza y delicadeza que cautivaba a todo el público presente. El murmullo cesaba e incluso las respiraciones se suavizaban para poder disfrutar más de la música que esas manos, añejadas por el tiempo, producían.
De reojo, notó el anhelo en la mirada de Kay mientras seguía cada movimiento de las cuerdas con extrema atención. Su mandíbula se tensaba, porque sabía que aquello no era perfecto, pues le faltaba algo crucial. Algo que él poseía y guardaba con egoísmo.
—Canta —le pidió Leandros.
Kay lo miró como si le hubiera dado una bofetada sin razón.
—¡Jamás! Nunca. No podría. No.
—¿No has cantado antes en público?
Sacudió la cabeza como única respuesta.
—Es buen momento —sugirió el príncipe—. Les encantarás. Te he escuchado, Kay Mickelson, es como oír melodías que han nacido solo para unos pocos afortunados puedan oírlas. Los Dioses mismos querrían bajar solo para escucharte.
Kay enarcó una ceja y una media sonrisa se le asomó en su rostro.
—Así que Dioses, eh. —Lo dio un ligero empujón con el hombro—. No pensé que estuvieras tan enamorado de mi majestuosa voz, principito.
—Hazlo. —Lo agarró del brazo, obligándolo a mirarlo. No estaba dispuesto a ceder ante la negación. Tenía el pequeño deseo de escucharlo cantar acompañado de aquella armonía.
—Lo quieres, ¿cierto? —Los pequeños ojos oscuros se entrecerraron—. ¿Por qué?
—Dame el placer.
Kay le dio un breve vistazo antes de alzar la mano y decir que le gustaría hacer un acompañamiento. La reacción del público fue una mezcla de curiosidad y sorpresa, pero nadie se opuso. El joven se acercó al hombre con la guitarra, quien le brindó una sonrisa amable. Sin intercambiar palabras, solo dejaron que el mundo se paralizara por completo.
—Tus ojos lo expresaron —comenzó cantar—. Tu boca se detuvo ante el beso que marcaba nuestra despedida. Pero, cariño de mi corazón, ¿quieres saber la verdad? —Hubo una ligera pausa, luego continuó—. El día que te marchaste, mi agonía se volvió mi compañera. Mi fuente de inspiración se desvaneció con tu huida. Y aún te amo, pues el día que mi amor se marchite, será el día en que un árbol brote en mi inerte cadáver.
Leandros ya intuía cuan espectacular iba a ser aquella combinación. La entonación de Kay con la destreza de aquel hombre en su guitarra. Lágrimas y sonrisas brotaron por igual. El público estaba maravillado. Nada se le podía asemejar. No habría sido extraño si un Dios descendiera solo para contemplar la escena. Su corazón galopaba al compás de la canción, como si esta fuera suficiente para aliviar sus pesares. Era una medicina para su terrible enfermedad. Sin embargo, temía que el remedio se terminase, convirtiéndose solo en un recuerdo antes de la víspera de una guerra.
Su sonrisa, por primera vez en esa noche, se esfumó como cenizas llevadas por el viento. La simple idea de no volver a escuchar a Kay lo sumió en una profunda trinchera. No era una sensación que hubiese experimentado con anterioridad. No era la angustia de perder a su familia o de perder a alguien a quien comenzaba a apreciar. No, era algo aún más inusual y apremiante, que se asentaba en el fondo de su estómago y le hacía sentir las mejillas arder bajo la brisa invernal.
Podría pasarse una vida entera escuchando a Kay cantar, pero el tiempo no era compasivo ni con los vivos ni con los muertos. La canción terminó. El hombre llamó a Kay y le susurró algo al oído. Kay respondió y el anciano asintió. Luego, para sorpresa de Leandros, los ojos ciegos se dirigieron hacia él, cálidos y risueños.
Kay regresó a su lado.
—¿Feliz? —le dijo con un leve suspiro.
Leandros rio, complacido en absoluto.
—Te lo dije, tienes un don.
La gente comenzó a rodearlos para felicitar al nuevo prodigio. Le brindaron abrazos, muestras de apoyo y gratitud, comentarios llenos de goce y sonrisas satisfactorias. Este último gesto provino de una hermosa dama, quien lucía solamente la falda de su vestido. Se acercó a Kay y lo besó en la mejilla, lo cual provocó vítores por parte de la multitud. Las manos de Kay se enredaron en el cabello de la joven, y en ese preciso momento, Leandros tomó la decisión de marcharse para permitirle disfrutar.
***
Llegar a la posada no fue tarea fácil. Se vio obligado a preguntar cada tanto para lograr encontrar el camino. Ya en la habitación, sentado en la cama, sonreía con la respiración agitada. Era una gran noche que se grabaría por siempre en su memoria. Más allá de la muerte, seguiría sonriéndole a esa luna que le regaló su mejor momento. Y, por supuesto, todo se lo debía a Kay, quien todavía no aparecía. No importaba. Estaría ocupado hasta el amanecer. Se lo merecía después de todo lo que hizo por el príncipe, merecía que alguien pudiera recompensárselo.
No obstante, esperaba que sí volviera. Le preocupaba que Kay quisiera más tiempo en el pueblo. No quería retrasarse. Ansiaba ya poder pisar sus tierras una vez más.
Sus hombros se hundieron; prefirió recostarse en la cama antes de dejarse inundar de pensamientos intrusivos. A punto estuvo de acomodarse, cuando la puerta se abrió y vio a Kay con los ojos apagados, la boca fruncida y el cuerpo lánguido.
—¿Ha sucedido algo? —saltó a decir Leandros. Se incorporó de inmediato, con la respiración agitada.
—No te encontraba —le reprochó este. Sus cejas se fruncieron y un destello de furia cruzó en su mirada—. ¿Sabes lo qué pasé buscándote? —gritó mientras arrojaba su abrigo al suelo—. Pensé que te habían llevado y matado. Si esos hombres no me hubieran dicho que te vieron preguntando la dirección de la puta posada, me hubiera dado un maldito colapso. ¡Leandros, maldita sea!, ¿por qué te fuiste así?
Oh, no. No había forma de que Leandros pudiera comprender lo que sucedía frente a él. Lo último que esperaba es que le reprocharan por irse. ¿Por qué se lo increpaba? Una mezcla de emociones lo invadió. ¿Sentía ira por la injustificada reprimenda, tristeza por decepcionarlo o sorpresa? Tal vez solo era confusión.
—Estabas con una mujer —explicó en un hilo de voz—. Pensé que...
—¿Qué? ¿Qué me acostaría con ella? Pues estuve a punto de hacerlo.
—¿Y...?
—No... —Apretó los labios con fuerza. Al final, soltó un bufido cansado y se restregó los ojos con una mano—. No pude. —Con cada paso que Kay daba hacia la cama, la intensidad de su mirada comenzaba a apaciguarse. Se dejó caer pesadamente sobre las sábanas—. Lo intenté, pero solo pensaba en dónde diablos estarías.
—Kay —susurró el príncipe en un intento de contener su nerviosismo y no alterar más a su compañero—, pudiste haber considerado que regresé aquí, ¿no crees? ¿Acaso creíste que era tonto o algo parecido?
El susodicho gruñó con las manos tapándole la cara rojiza.
—Mierda, tienes razón. Igual —se destapó para que sus palabras fluyeran y fueran entendibles— no me gustaba. No es que no fuera mi tipo. Yo solo no sentí deseos de estar con ella ni con nadie más. Hace rato que me siento así, sin ganas de nada.
—¿Razón?
—No lo sé. —Lo miró con algo parecido a la vacilación, como si no estuviera seguro de lo que diría a continuación—. ¿Alguna vez te has acostado con alguien, Leandros?
Fue como si la pregunta lo arrastrase de vuelta al pasado, a esa triste realidad en la que estaba sumergido y que amenazaba con asfixiarlo.
—No. Pero sí he besado —añadió rápido ante la vergüenza—. Fue a la hija de una sirvienta. No fue nada especial. Ella quería saber qué se sentía y yo también. Yo nunca... fui como mis hermanos. —Una pequeña sonrisa se dibujó en sus labios al recordar fragmentos de su corta vida—. Mi hermano era el que se escapaba para acostarse con cualquier mujer que se le acercara. Tuvieron que enviarlo lejos, a las Islas Intermitentes, para evitar que engendrara una nación entera de hijos bastardos.
Kay rio y el ambiente se aligeró.
—¿Y tu hermana? —preguntó—. El rey Eldric tenía tres hijos, ¿no? —Frunció el ceño.
—Sí. Mi hermana Elysande. Ella... estaba enamorada de nuestro primo, Draven.
—Ah, ustedes y su incesto legal. —Kay rio y dejó caer la cabeza en las almohadas.
En Thornvale, era legal que entre primos se casasen y engendrasen, al igual que tíos y sobrinos. Esto, para otros reinos y naciones, resultaba repugnante. Más aún después de conocer las implicaciones de la mezcla de sangres: hijos deformes, brujas, híbridos nacidos a partir de alguna maldición que acarreaba la sangre. A excepción de Ilium, una de las ciudades de Thornvale que aborrecía ser parte del reino, nadie más había protestado por la relación de su hermana y su primo. Estaban emocionados por el nuevo primogénito de la corona, el nuevo hijo que cabalgaría junto a la siguiente generación.
—Oye —lo llamó Kay, enderezándose sobre sus codos—, ¿qué pasa? ¿Por qué la cara larga?
—Mis hermanos también están muertos —respondió Leandros, con el rostro ladeado para ocultar lo vulnerable que estaba—. Y yo ataqué a muerte a Draven. No sé si siga vivo. No sé si quisiera que estuviera vivo.
—¿Por qué lo hiciste?
—Porque él me atacó primero. Él y mi tío. —Deseaba con fuerza que Kay dejara de mirarlo. Tratar de ocultar su cara no era suficiente, quería esconderse lejos del juicio—. No me dieron tiempo de decir nada. Mi madre me advirtió que debía defenderme sin importar quién fuera mi atacante. Hice lo que ella tanto se esforzó por enseñarme.
—¿Te puedo hacer una pregunta?
El cambio tan inesperado en la conversación lo hizo removerse incómodo, aunque asintió con resignación.
—¿Por qué no tuviste más revolcones? —indagó Kay; sus ojos entornados.
La última palabra sacó al príncipe de su ensimismamiento, giró tan deprisa hacia Kay, que casi se torció el cuello en el proceso.
—¿A qué viene eso?
El joven se encogió de hombros, con una mirada burlona en sus ojos.
—Bueno —comenzó a responder Leandros, nervioso y sonrojado—, además de mencionar que soy el futuro rey y, por lo tanto, no puedo tener bastardos a diestra y siniestra como mi hermano o cualquier campesino, no me gusta la idea de acostarte con quien sea.
—Campesinos. —Se rio Kay en voz baja—. ¿O sea que tú no ves a una linda chica, con buenas tetas, y te excitas?
—Con esa descripción tan despectiva has conseguido que me importe menos —replicó Leandros.
De reojo vio a Kay acomodarse para quedar sentado a su lado; desprendía cierta calidez que, en otras circunstancias, hubiera agradecido.
—Supongo que como príncipe tendrás ya una prometida, ¿no? ¿Cómo le harás para procrear? —preguntó.
Antes de responder, Leandros se arrastró hacía atrás, para acostarse por fin. Recostó su cabeza en la almohada y pronto Kay lo imitó. Ambos quedaron a centímetros de distancia. Justo lo que no quería Leandros. No podía huir de ese joven metiche.
—Sí, estoy comprometido desde los trece años —dijo—. Respecto a la segunda pregunta, espero conocer más a mi futuro esposa y poder sentir... algo. —En cuanto le echó un vistazo a Kay, se arrepintió y volvió a posar la mirada en el techo—. Espero que algo despierte en mí para... poder asegurar un futuro heredero.
—¿No te gusta?
—Soy consciente de su belleza. —El destello de su fino y pulcro rostro pasó su mente—. Ella es la hija del duque de Montañas Crecientes, del reino de Myrtathorn. Nuestro matrimonio es muy importante y ayudará en gran medida a nuestros comercios. Solo que —rodó los ojos, irritado—, cuando abría la boca...
—¿Qué decía? —La voz de Kay tembló como si esperara el remate de un chiste.
—Que el mundo sería mejor si comiéramos dragones. —De reojo observó las expresiones de su acompañante—. Mencionaba que las brujas danzaban por su ventana para acostarse con ella, porque la consideraban una mujer muy atractiva y querían su sangre. También decía que los Dua'caris merodeaban el Fuerte de las Brumas, donde ella habita, aunque ella decía lo mismo cuando venía a visitarnos al Castillo de Thornhaven.
La expresión de Kay se alteró por un segundo ante la mención de lo último. No era para menos. Los Dua'caris, como explicaba su leyenda, eran demonios con la habilidad de cambiar de rostros, arrancándoselos a humanos. Los más poderosos eran capaces de solo proyectar la ilusión de una nueva identidad. Su madre solía decir que era otra forma de referirse a los hipócritas que tuvieran delante para que captaran la indirecta.
—Con esa loca te vas a casar —farfulló Kay. Sus manos comenzaron a juguetear con el borde de la sábana—. ¿Así que no has besado a nadie desde entonces?
—No. —Sacudió la cabeza.
Resultaba raro que aún hablaran de su posible matrimonio futuro, como si de verdad fuese a recuperar su corona para convertirse en rey, esposo y padre.
—¿Te gustaría?
—No.
—¿Por qué?
—Creo que no sentiré nada si no viene de alguien especial. —Adoptó la postura anterior de Kay y se tapó la cara con la mano. Explicar lo que albergaba dentro de él era demasiado difícil, más si él tampoco lo entendía. Podía recordar con nitidez las veces que se había sentido excluido por no tener la misma libertad que sus hermanos. Sus padres siempre buscaron emparejarlo con damas de alta alcurnia, y desde muy joven, se vio obligado a cortejarlas. El verdadero problema no residía en la falta de tiempo u opciones; el problema radicaba en que, a pesar de la belleza que ellas ostentaban, no lograba avanzar más allá del primer nivel, que solo consistía en tomarse de las manos.
Su familia llegó a pensar que tenía algún tipo de problema. La edad no parecía ser una excusa. Hubo una ocasión en la que Lysander lo obligó a ir a un burdel lleno de preciosas mujeres de cada parte del mundo y de varones. Leandros ni siquiera se inmutó. No sintió esa clase de estímulo. Él solo quería conversar, y si bien algunos de esos prostitutos entablaron conversación porque ya se les había pagado, el príncipe se fue como llegó.
—Estoy seguro de que no estoy hecho de témpanos de hielo —admitió él—, solo que no logro experimentar placer de un momento a otro. No quiero tener ninguna clase de intimidad con una persona desconocida. ¿No debería ser eso algo normal? Siempre he visto a otras personas ser capaces de tener sexo con cualquiera, sin saber siquiera su nombre. No comprendo cómo puedes acostarte con alguien a quien no conoces. ¿Cómo puedes estar con alguien cuya prioridad es comer dragones inexistentes?
—Leandros... —el murmullo de Kay salió suave, con la habilidad de erizar la piel de quien la escuchara—, hablas mucho cuando no entiendes algo, ¿lo sabías?
Se volvió para confrontarlo, pero de pronto, Kay Mickelson se posicionó sobre su regazo, con los labios a unos centímetros de los suyos. Se miraron, nerviosos. Después, Kay se inclinó y lo besó. Fue un choque de bocas tímido, sin intención de profundizar más. Cuando terminó, Kay se enderezó y Leandros se quedó atónico. Trató de recuperar el aliento cuando sintió se le cortaba la respiración. La sorpresa y la confusión le dejaron aturdido por un momento.
—¿Qué piensas ahora? —Las mejillas de Kay estaban encendidas de un rosado casi inocente.
—¿Has besado a un hombre antes? —inquirió Leandros solo para evitar responder.
—Pocas veces, solo para obtener algo a cambio. Poco me han gustado. Prefiero más a las mujeres.
Leandros pestañeó.
—¿Y qué haces encima de mí?
Las caderas encima se movieron en el lugar donde se plantaron, lo cual incomodó Leandros por el roce constante.
—Creo que me está fascinando ver tu cara —admitió Kay—. Hoy me... —pensó por unos segundos antes de encontrar la palabra adecuada, y cuando lo hizo, sus ojos se iluminaron— me deleitaste con tu sonrisa. No sabía que eras capaz de reír así.
—De acuerdo. Gracias.
Los labios rojizos chocaron contra los suyos por segunda vez. Kay intentó abrirse paso en su boca, pero Leandros lo detuvo. Esto era demasiado. Lo último que quería era... esto. Ya tenía una prometida que quizá ya ni lo fuera. Tenía que pensar en sus tierras usurpadas. También debía considerar que, en el peor de los casos, cualquier persona emparejada con él podría estar en peligro.
Comenzaba a sentir cierta estima por Kay, por su voz, por el recuerdo de su tía Rowena, por la amistad que podría afianzarse con el viaje. Quería un amigo, un confidente, quizá, pero lo que no deseaba en ese preciso instante, era un amante del cual aún no sabía ni una cuarta parte de su vida.
El príncipe aún guardaba luto, de una manera u otra. No podía permitirse que nadie se adentrara a su corazón, ni mucho menos alguien cuyo pasado era un misterio y con la probabilidad de que, después de llegar a su destino, nunca más se fueran a ver.
—Lo siento —dijo Leandros mientras apartaba el rostro—. No es que no me sienta halagado por esto; sin embargo, espero que comprendas que no estoy aquí por ni para esto. Y lamento si sueno duro, pero tampoco siento ningún tipo de atracción hacia ti. —Soltó un leve suspiro. ¿Tanto le habló sobre su situación para que hiciera esto?—. Kay, ni siquiera te conozco. Pensé que habías prestado atención a mis palabras.
—Me conoces —afirmó Kay con seguridad, pero pronto el color rosado de sus mejillas se tornó en un rojo ardiente—. Mierda. —Su mirada se disparó hacía todas partes, a la par que retrocedía—. Mierda. Lo lamento. —Intentó esbozar una sonrisa, pero el nerviosísimo se lo impidió—. Lo lamento, debe ser la cerveza. Bebí mucho.
Leandros no le creyó, ya que, si bien sí había bebido, no era suficiente para usarlo como excusa.
—Oye, lo lamento. Sí te escuché, es solo que..., ya sabes, estoy ebrio y... —Le echó un último vistazo antes de desaparecer por la puerta, sin terminar la frase.
Leandros no quiso especular sobre nada; prefirió dormirse y no pensar en el hecho de que aquella noche recibió su segundo beso, que resultó tan terrible como el primero.
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