𝐑𝐞𝐜𝐮𝐞𝐫𝐝𝐨 𝐝𝐞𝐥 𝐚𝐥𝐛𝐚

𝐄𝐥𝐲𝐬𝐚𝐧𝐝𝐞

╭─Advertencia: este capítulo contiene violencia un poco explícita. Además de salir de la línea de narración de Leandros.─╯

𝐒i a Elysande le hubieran dicho que su vida sería una miseria tras otra —con un padre enfermo por sus años de gloria, una madre tan sensible como una piedra, un hermano hueco y desconectado de la realidad, y otro hermano con el que apenas intercambiaba unas pocas palabras—, ella misma se habría enredado el cordón umbilical en el cuello para evitar tal fatalidad. 

Si le hubieran dicho que vería su ciudad reducida a cenizas por sus imprudencias y errores, tal vez habría saltado de aquel banco con la soga alrededor de su cuello, como intentó hacer cuando tenía solo trece años y quedó embarazada por primera vez. Habría sido mucho mejor ser una cobarde y acabar con todo.

Sin embargo, ahora era una mujer de dieciséis años y llevaba en su vientre a otro niño que aborrecía.

Cada noche sentía sus patadas con la fuerza de un caballo. Sentía el dolor de sus mordiscos. Él también la aborrecía.

La primera vez había sido un calvario. No fue del todo suyo, ni de él. Sin embargo, esta vez no podía evitar culpar a Rowena. Su tía había maldecido a su estirpe. Aunque amaba a Draven, también era su culpa. Los hijos de este estaban tocados y besados por los Avernos. Elysande estaba condenada a parir solo a monstruos, fallos. Ese sería su pesar. Era su condena por haberse enamorados de su primo, un maldito, igual que ella.

Debería ser fuerte y soportar el dolor, era lo que su madre siempre le decía. Pero ¿qué sabía ella? Una mujer que, por mucho que lo intentara, siempre dejaba que sus hijos se hundieran. Elysande no era su madre, no toleraba el dolor.

Con paso decidido, se acercó al tocador y agarró un vaso con un líquido rojizo, del cual bebió. Había machacado la planta hasta que desprendió su jugo: sangre pura. Una gota fue suficiente para convertir el agua en veneno. Este se deslizó por su garganta hasta que la hizo perder el equilibrio y cayó. No obstante, el bebé en su interior se negaba a morir. La pateaba con más odio, golpeándola con sus pequeños puños. Sus mordiscos la hicieron gritar y retorcerse.

—¡Muérete de una buena vez! —gritó la princesa con las lágrimas salpicándole el rostro.

El veneno debía funcionar. De lo contrario, Elysande moriría y ese monstruo habitaría el mundo. No conocía a Leandros tan bien como le gustaría, pero sentía aprecio por él. No soportaba a Lysander, pero lo amaba más que a su propia vida. De alguna forma, quería a sus padres. Y, sobre todo, amaba intensamente a Draven. Lo amaba tanto que, si él entrara por esa puerta y le pidiera, no, le rogaba que tuviera a ese niño, lo haría. Habría hecho mil cosas por él. Incluso dar a luz a un fallo.

Pero él no vendría y Elysande se negaba a morir. Con los puños apretados, golpeaba su vientre, importándole poco su propio dolor, ya había sufrido lo suficiente. Gritó tan fuerte por la rabia que empezó a llamar la atención en el palacio de Regalbriar. No permitiría que la interrumpieran y que ese engendro naciera. Si tenía que arrojarse por el balcón, pues así sería.

Alzó la mirada hacia la opción tentativa.

Otro grito le desgarró la garganta mientras la sangre comenzaba a escurrir por sus largas y delgadas piernas. No sería tan fuerte, pero era obstinada y persistente. Tenía mucho que contar y que vivir, aunque ya estaba marcada.

De pronto, su cabeza se echó hacia atrás mientras sus muslos se separaron ante el repentino malestar que se deslizaba por su intimidad. Apenas llevaba cuatro meses y, al parecer, era tiempo suficiente para que aquella abominación estuviera lista para salir.

Los sonidos de las puertas siendo aporreadas la distrajeron por un segundo. Querían entrar. Al otro lado, le pedían que aguantara, que la ayudarían. Elysande no necesitaba su ayuda. Ellos jamás entenderían el mal que había hecho Rowena Gadour.

Entre gritos y jadeos, parió al niño. Fue casi peor que tenerlo dentro. Unos diminutos cuernos rasparon la piel de sus muslos internos, unos brazos corpulentos se aferraron al suelo, y una cola de serpiente se deslizó fuera de ella. El monstruo recién nacido la iba a matar. No era casualidad que tuviera esas descripciones. Nada era casualidad. Era su demonio personal.

—¿Te crees suficiente? —dijo el fallo, con la voz de un niño de cinco años. Se volvió hacia ella y la miró como si la conociera de años.

—Desvaríos —murmuró Elysande, sofocada—. Desvaríos. Pero no soy débil. Tengo mis limites, como cualquier ser.

—Yo no tengo límites.

—Ni el infierno, y allá es a donde vas, infeliz.

Elysande atacó directo al cuello robusto del monstruo. Este se defendió con sus colmillos cargados de veneno y embistiendo con sus cuernos, que crecían a cada paso. Le hizo nuevas heridas en el cuello y en los hombros a la princesa. Ese dolor no se comparaba con lo que ya había sufrido desde el interior de su carne. Arrancó uno de los cuernos, arrebatándole un chillido, y se lo clavó en el pecho.

—Madre que mata a su cría —decía el infante corrupto, quien no parecía querer morir.

—¡No soy tu madre, bastardo! —replicó Elysande, sin parar de apuñalarlo.

—Soy tanto tuyo como tú mía. —Rio con la sangre acumulándose a borbotones en su boca, a la vez que en su estómago se abría un gran hueco—. Engendrado en tu vientre para ser mejor que nadie. Un Dios y un Nada. Un hombre y una bestia. Soy el temor de los habitantes en esta tierra. Me matas porque sabes que tú eres la causante de los horrores que están por venir. Me matas porque soy como tú, y tú no tienes límites, por mucho que digas lo contrario. Me matas antes de que yo lo mate. El oráculo lo predijo. Soy el salvador y soy el verdugo de tu propia sangre.

Elysande soltó un grito gutural que terminó de destruir sus cuerdas vocales. Tomó la daga de hierro que le dio su tía Melisande y acribilló al engendro, que había adquirido el tamaño de un niño de doce años. La cola de serpiente de la criatura la rodeó por la cintura y subió para apretarle las costillas. 

—Ingenua mujer, cree que puede acabar con su error. —Todavía hablaba.

—¡Infeliz, muérete! —le gritó en respuesta. Las lágrimas se deslizaron sobre sus mejillas como si fueran llamas.

—Adivina la infame respuesta que nuestro ser ha creado, madre maldita, carne de mi carne. La casualidad no existe, tú solo crees en la verdadera acción que llevó al hecho. Crees en lo que ves, no en las palabras tergiversadas.

—Solo quiero... —La fuerza ya le menguaba. No podía continuar, sus muñecas estaban doloridas y sentía los pulmones arder—. Soy un monstruo, lo sé. —Se detuvo, con el cuerpo temblándole—. Es por mí que eres así. No es por Rowena o Draven. ¡Es por mí! —Una gota de sangre salpicó en su lengua y la saboreó como antes lo había hecho. ¿Cuántas veces había probado sangre cuando perdía el control?

—Ahora lo ves —susurró el niño, cada vez más grande—. Él te otorgó el poder y tú se lo arrebataste. Él te lo entregó y tú se lo robaste. La realidad es tu mentira, mi mentira. Debo acabar con él porque así lo quieres.

—No... —Su voz apenas fue un suspiro tembloroso. La vista se le tiñó de gris, con el centro borroso. ¿Cuántas veces había traicionado a su propio linaje?

—Pídemelo y lo haré, madre. Haré todo lo que tú me pidas. Haré lo posible por complacerte. Para eso he nacido. Soy tu fallo.

—Muere —le dijo mientras sollozaba—. Necesito que mueras para cumplir con mi fin.

El adolescente, que debía tener la misma edad que ella, la contempló con su mirada gris. Su cabello rubio, oscurecido, estaba pegado a su frente. Acarició la mejilla a Elysande antes de decir:

—Tu error, tu agonía, madre. —Clavó en su propia garganta las uñas salpicadas de veneno. Poco a poco se consumió en muerte. Su cuerpo se encogió, rompiéndose los huesos, hasta adquirir el tamaño de un bebé neonato. Su último cuerno se desprendió de su cabeza y se hizo polvo. Solo su cola se mantuvo. El gris de sus ojos se expandió a su piel blanca hasta adquirir un tono morado, dejando al descubriendo la aberración que era.

Elysande rompió las sábanas para cubrirlo, y lo acomodó entre sus brazos mientras lloraba. Cuando apenas sintió los estragos del alumbramiento y del duelo, y se desplomó a los pies de la cama, las puertas fueron destrozadas con hachas. Al conseguir un hueco suficiente para pasar, Lysander corrió hacia ella.

—¿Qué pasó? —preguntó, acuclillado a su lado. Su mano vacilaba entre alzarse o permanecer donde estaba.

—Lo maté —susurró para que solo él pudiera escucharla.

Notó en su mirada, tan nublada como el cielo aquella noche, cómo algo dentro de él se rompió. Estaba emocionado por tener un sobrino, pues desconocía del primero. Elysande sabía que le había comprado juguetes y una cuna, además de aprender a zurcir para hacerle su propia ropa al bebé.

Era triste. 

Su hermano había pasado varios años con la culpa carcomiéndole la cabeza y el corazón. Estaba perdido en un limbo del que no veía salida. Carecía de amor, pero, sobre todo, carecía de una familia propia. Había tenido tantos desvíos en su vida que había perdido el sentido de la misma. A pesar de que su corazón era noble, un marrón marchito lo comenzaba a absorber.

El Lysander que tenía delante no era el mismo del pasado. Aquel del pasado habría alzado la copa y brindado por la muerte. Un destello de esa malicia aún se vislumbraba en sus ojos, expectante ante la bebida.

Lo conocía muy bien. En muchas ocasiones se odiaban y se arrojaban lo que tuvieran a mano. Pero, a pesar de todo lo que su hermano mayor había representado y seguía representando, si Elysande debía confiar plenamente su vida y la de sus seres queridos a alguien..., ese alguien sería Lysander.

Su hermano se inclinó y la abrazó, sin dejar ver al bebé que comenzaba a pesar. Sus pensamientos se desvanecieron como la vida. Horas después, aquel despojo fue cremado. Elysande no quería saber nada más. A quienes conocían del embarazo, se les informó que el bebé había muerto en su vientre, un aborto natural. El doctor confirmó que no había sido acto para vivir, como todos aquellos que nacían con algún defecto y no merecían respirar. No era acto para vivir... Mejor muertos que ser considerados fallos, brujas o monstruos. 

Elysande no derramó ni una sola lágrima al verlo arder frente a ella. No le pesó su muerte. Lo que le pesaba era la mirada destrozada de Draven, quien los observaba desde la distancia. Aunque era doloroso ver cómo su expresión se descomponía, no se arrepentía. La destrucción de quienes amaban era algo que los Valorian sabían hacer demasiado bien. Era parte de su naturaleza. Estaba en su sangre sentir placer por el sufrimiento, así como la tortuosa agonía del amor.

Le gustaba ver a Draven sufrir.

Se acercó a él y lo rodeó con los brazos, aún lastimados. Su amor estaba hecho pedazos. Él solo anhelaba una familia, y lo peor era que nadie, ni siquiera fuera de la sangre, podía dársela. Estaba corrompido, al igual que todos. Como Elysande pariendo demonios, Lysander sin poder formar vínculos y Leandros perdido entre fantasías.

El viento alborotó los cabellos rubios de la princesa y su velo verde oscuro se deslizó por su cuello. Draven apoyó la cabeza en su pecho.

—¿Qué sucedió? —preguntó con la voz rota.

Draven. El pequeño Draven que no tenía nada. El pequeño Draven que debía criar a un futuro rey. El gran Draven Corvo Gadour, destinado a ser sometido por los Valorian. Ella sabía bien el futuro que le guardaba. Ella misma había trazado el bosquejo principal.

—Lo que tenía que suceder, amor —respondió Elysande—. Una vida por otra vida.

Él la miró, parecía comprender y, a la misma vez, no. No sabía que, en lo más profundo y recóndito de un bosque, algo aullaba en señal de victoria.

El primer hijo estaba listo para atacar.

La guerra ya había sido marcada con la sangre de la traición. 


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Nota de autora:

Después de leer esto, necesito saber si ya tienen alguna teoría,  preguntas... o traumas, jajajajaja.

Siento este capítulo tan, pero tan random xd. Sin embargo, créanme, todo esto tiene sentido. Por el momento, ya tienen otra escena con Draven, ¿alguna opinión sobre él? 

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