𝐂𝐚𝐩𝐢́𝐭𝐮𝐥𝐨 𝐗𝐗𝐗𝐈


𝐓ardó en reponerse. 

Al menos, las atracciones de esa noche ayudaban a ocultar el retraso en la presentación de su Alteza Real.

Kay ya estaba alistado, vestido con ropas más modestas y bordados de espinas en un verde pastizal tan suave que apenas se distinguía a simple vista. Le habían recortado las puntas del cabello y sus cejas se veían más finas.

Era muy atractivo cuando estaba limpio y vestía bien.

Madame Moriah de Velúrea regresó a petición del príncipe y, junto con su equipo, se puso manos a la obra. Dado que era el festival para conmemorar la tierra fértil, se usaban tintes extravagantes: blanco para la base, dorado, café y verde para las figuras complementarias. Aquellos que disfrutaban de la atención podían añadir más colores, como el azul, rojo o amarillo.

—En Thornhaven, Su Alteza, ¿le aplicaban mucho maquillaje? —le preguntó la mujer mientras pasaba con suavidad una brocha por su mentón.

—Un poco —respondió Leandros, sintiendo cómo los nervios todavía le hacían estragos por dentro—. Solían decir que no necesitábamos en demasía.

—Por supuesto que no —coincidió madame Moriah—. Con lo guapo que es usted, no necesita maquillaje para resaltar la belleza natural que ya tiene.

—Eso es un brindis a nuestra autoestima —interrumpió Kay, con medía cara ya cubierta por la base blanca. La joven comenzó a dibujarle ramas secas en el párpado.

—También ayudará a que lo reconozcan entre los presentes —dijo uno de los ayudantes.

Mientras dejaba que las mujeres trazaran las líneas, Leandros observaba atento el resultado en Kay. Difuminaron la base blanca con un café terroso, ramas sobresalían de sus ojos y se perdían en dirección a las orejas. Unos jilgueros volaban por su rostro sin rumbo fijo. Líneas doradas y pálidas cruzaban sus pómulos como si fueran raíces, y resaltaron sus pecas. Para terminar, en los labios le escribieron: «Regalumbría» en la antigua lengua de Regalbriar. En Thornhaven, se diría «Reynoctia» que se traducía como «La noche de la realeza».

Podría interpretarse como una forma sutil y rebelde que Fedor escogió para presentar a Kay, una broma burda en toda su expresión.

La mujer que se ocupaba de Kay notó la mirada del príncipe y bajó la mano con el pincel.

—No sabíamos si sería apropiado, su Alteza, pero el señor Fedor nos lo ordenó —explicó madame Moriah.

—Está bien.

—No —repuso Kay, recargándose en la silla—. El que está bien aquí eres tú.

Leandros sacudió la cabeza, con una sonrisa dibujada en el rostro.

Una vez terminado su maquillaje, le adornaron la oreja derecha, perforada, con un arete de oro en forma de águila en vuelo. Las alas apenas rozaban su cuello. Las curvas suaves y finas se entrelazaban, creando un efecto de movimiento que representaba el plumaje del ave sagrada y las espinas que seguían su contorno. Pequeñas incrustaciones de piedras preciosas daban vida al diseño: zafiros azules para los ojos, citrino para el pico, topacios para las patas y esmeraldas para las espinas.

En su cuello le colocaron un colgante en forma de hoja, compuesto por peridotos. Este simbolizaba la alianza y la lealtad de Regalbriar con Thornhaven. La sólida unión del reino de Thornvale.

El colgante de Kay, en cambio, tenía una simple ramita. Su compañero hizo un gesto casi ofendido, pues no era tan elegante, pero Madame Moriah le explicó que, al no ser parte de la realeza, no podía portar nada que contuviera oro o incrustaciones valiosas.

—Y si tuviera al hijo de su próximo rey... ¿podría al menos usar algo adornado de citrino? —indagó Kay mientras se deslizaba fuera de su silla para quedar al lado de Leandros.

—Usted lo que usaría sería otra cosa, señor mío —replicó la mujer, alarmada de tales palabras—. ¿Qué le parecen unos grilletes grises?

—Demasiado pesados para mi gusto —respondió, ajustándose la chaqueta que le habían colocado.

—Tal vez deberíamos dejarlo en manos de Ilium —agregó uno de los hombres que ayudaban con los últimos detalles—. Si está dispuesto a parir al hijo de nuestro futuro rey, debe ser una especie de experimento de alguna bruja.

—Si pudiera tener a mis hijos —interrumpió Leandros, mirando el resultado final en el espejo—, lo más probable es que jamás me volverían a ver. Los dejaría a su cuidado durante mucho tiempo.

Kay llevó una mano al corazón, con la boca abierta, mientras los demás reían.

—Le di todo de mí, mi Grandeza, y usted ya está pensando en abandonarme ante la mera idea de que pueda tener a sus hijos —dijo con un tono más suave, casi afeminado. Luego, colocó las manos en las caderas en forma de jarra—. ¿Qué tendrían de malo mis hijos? ¿Eh? Con este excelente cutis —se señaló—, ya quisiera tener al menos un varón con mi aspecto.

Leandros arqueó una ceja, con una sonrisa ampliándose.

—Tu aspecto físico no es el problema. Lo que hay dentro de tu cabeza es lo que me preocupa.

Las risas llenaron la habitación sin temor a ser imprudentes. No mostraban mucho respeto, notó Leandros. Quizá fuera porque aún era príncipe, o tal vez porque estaba fuera de Thornhaven. Su madre nunca habría permitido que esas personas se rieran, por muy buen chiste que contase el bufón.

Apartó esos pensamientos y se observó con detenimiento. Su piel resaltaba por el bronceado natural adquirido durante su viaje. Delicadas ramas verdes rodeaban sus ojos, con flores abiertas. En los parpados, dibujaron pétalos de un suave color rosa, creando la ilusión de que caían sobre ellos. Una flor nocturna adornaba su frente, con sus hojas verdes. El arete le pesaba un poco, aunque no le molestaba, prefería no llevarlo toda la noche.

No sabía qué pensar de sí mismo al usar el mismo maquillaje que su madre. No era una tradición de Thornhaven, sino de Regalbriar. Era como si su pasado no quisiera dejarlo atrás.

Kay apareció en su campo de visión y colocó su brazo en el hombro del príncipe.

—Nos vemos bien —dijo, con un guiño—. Pensé que nos veríamos como esos hombrecillos de los carnavales. Tú te ves encantador...

Justo cuando sus miradas se conectaron a través del reflejo, un guardia entró a la habitación y tuvieron que alejarse.

—Por si no te enseñaron educación, se toca antes de entrar —le espetó Kay, enojado.

El hombre le hizo caso omiso.

—El señor Fedor los espera abajo, su Alteza Real. Me ha mandado por ustedes.

—Están listos —comentó la madame.

—En todo caso, se pueden retirar —indicó el guardia con un gesto—. Su primo, príncipe, le manda a decir que el duque de Montañas Crecientes ha llegado.

Fue como si el mundo se detuviera de pronto, menos él. Caminaba en círculos, con la tierra siguiéndole el paso, hasta que esta decidió detenerse para hacerlo caer. A punto estuvo de tropezar con sus propios pies.

—¿Ella vino?

El hombre sacudió la cabeza.

—Menos mal —murmuró Leandros para sí mismo. Lo último que quería era hablar con su prometida después de todo lo que había hecho con Kay.

—Tenemos que irnos, su Alteza —los apremió el guardia.

—Tranquilo, ya vamos —respondió Kay. Se volvió hacía Leandros y lo miró con preocupación—. ¿Está bien?

—Sí —asintió, colocándose la espada al costado como último decorativo—. Vamos.

***

Siguieron al guardia hasta el Gran Salón de Celebraciones, que estaba a rebosar por la variedad de maquillajes, trajes, nobles y pequeños reyes y señores que deambulaban. Marrenia pocas veces asistía a ese tipo de eventos; la aglomeración de elegancias extravagantes era demasiada para la gente de allá. Eran pesqueros, no campestres. Vestían con aromas del mar, no con perfumes de rosas. Sin embargo, era sorprendente la cantidad de invitados, pese a tener al enemigo justo a la derecha del camino.

Fedor los interceptó antes de entrar y los condujo a lo largo de una de las paredes, oscurecida por las enormes cortinas de terciopelo color ámbar que colgaban de un balcón. Habían dispuesto dos tronos en una tarima, y fue allí donde su primo se adelantó para pedir atención.

—Todo estará bien —le susurró Kay, tomándolo de la mano—. Te prometo que, si haces el ridículo, no te dejaré solo.

—Qué ánimos —masculló Leandros con la respiración tensa.

Kay rio mientras le daba un apretón a su mano.

—¡Bienvenidos a Regalbriar, mis señores y señoras! —exclamó el vasallo con una voz clara y jovial, muy distinta a la del hombre con el que Leandros había desayunado. Llevaba un maquillaje similar al del príncipe, aunque su vestimenta tenía solo bordados verdosos, sin nada de oro—. Que Eldric, el Grande, en la paz descanse. Avaloria victoriosa hasta los cimientos de la muerte.

Los invitados repitieron la última línea, inclinando las cabezas.

—Les agradezco que, a pesar de los recientes acontecimientos, hayan venido a celebrar el arduo trabajo y las cosechas que se dieron este año —continuó Fedor con una gran sonrisa—. Para mí es un honor ver tantos rostros conocidos y tanta honradez ante nuestro patrimonio.

Mientras las personas se mostraban modestas, Fedor le lanzó una mirada a Leandros por encima del hombro. El momento del príncipe estaba por llegar. Su mano, entrelazada con la de Kay, sudaba. ¿Qué ocurría si creían los rumores? ¿Y si consideraban que era demasiado joven para asumir la responsabilidad de un reino, como algunos de los consejeros habían sugerido antes? ¿Qué pasaría si Brennard estaba desempeñando un papel mejor que él?

—Tranquilo. —Kay le dio una palmada en la espalda.

Leandros inhaló y exhaló.

—A los dioses se les debe honrar como es debido —dijo Fedor, volviéndose de nuevo hacia la multitud—. Se les deben de atribuir sus méritos para con nosotros. Por ende, debemos recompensar a nuestros trabajadores que, bajo la luz del sol o la saciante lluvia, continúan con sus labores. —Hizo una pausa para que aplaudieran—. Sin embargo, hoy no solo rendiremos homenaje a nuestras diosas, sino que también, hace dos días recibimos la visita de alguien muy especial. ¿Están preparadores, mis lores, mis señoras y señores, majestades y altezas?

Fedor se apartó, dejando espacio para el presente. Kay tuvo que empujar a Leandros para que avanzara. Mientras subía hacia la tarima, las miradas envueltas en murmullos de sorprenda lo rodeaban. Lo señalaban y sacudían la cabeza como si fuera un mal sueño. Trató de mantener su rostro sereno, la espalda recta y una mirada decidida. Su madre lo había educado para enfrentar cualquier situación. Al llegar al lado de su primo, este lo rodeó con un brazo y le tendió una copa del vino que producía Regalia.

Los presentes guardaban silencio, observándolo como si fuera un fantasma que emergía de los escombros del pasado. Era difícil adivinar qué pasaba por sus mentes con tan solo mirar sus expresiones. Entre la multitud, algunos consejeros esperaban el más mínimo titubeo para ponerlo a prueba. El General Emeterio era uno de ellos.

Fedor se adelantó a cualquier reacción, alzó la copa y exclamó:

—¡Salve la sangre de Avaloria! ¡El príncipe renacido de las cenizas ha vuelto!

Tardaron en reaccionar y repetir sus palabras. Algunos intentaron forzar sonrisas, pero la sorpresa estaba claramente dibujada en sus rostros.

Su primo echó una mirada por encima del hombre, hacia donde estaba Kay.

—Sigo sin entender qué le ves.

—Fuiste muy imprudente al hacerle escribir esas palabras en sus labios —le susurró Leandros, sin perder de vista a la gente que poco a poco perdía la conmoción y recuperaba los ánimos.

Las personas lo saludaban a la vez que le recriminaban, pero el príncipe estaba más atento a la sombra enfurruñada que se movía con torpeza entre el gentío. El duque se mantenía en silencio, bebiendo de su copa. Era un hombre alto y robusto, con el semblante fruncido desde la cuna, como si estuviera en medio de una eterna discusión.

—¡Muy bien! —habló Fedor cuando el ruido cesó—. Sé que todos tendrán dudas formándose en sus cabezas. Ya saben, debajo de esos tocados, mis señoras. —Un momento de risas—. Muy bonitos, por cierto —aseguró con una sonrisa—. Es por eso que espero que mi primo y nuestro príncipe heredero nos brinde con sus palabras. —Dio un paso hacia atrás.

Leandros sabía que tendría que dar un discurso, pero no lo había planeado. Por fortuna, había estado en situaciones similares antes, y su padre le había enseñado a mantener la compostura. El secreto estaba en ser simple y conciso.

—Antes que nada —comenzó a hablar una vez los aplausos terminaron. Los ojos puestos en él parecían desnudarlo y someterlo a su propia voluntad. Le daba inquietud lo que estuvieran pensando—, quiero agradecerles por estar aquí esta noche. Sé que no es fácil en estos tiempos, pero le debemos nuestros respetos a nuestras diosas. Para mí es un honor ser partícipe de esta gran celebración en este gran y especial día. Regalbriar es un verdadero tesoro.

Los cortos aplausos demostraron que le estaban dado el beneficio de la duda.

—Muchas cosas se dicen de mí, desde que traicioné hasta que estoy muerto. Pero, como pueden ver... —alzó los brazos—, sigo respirando. —Por un segundo se preguntó por qué algunos rieron—. Lo que pasó esa noche fue trágico. Me persiguieron en nuestro propio hogar, sin darme la oportunidad de pedir explicaciones o darlas. La última persona con la que pude estar esa noche fue mi padre. No pude hablar con mi hermana. Las últimas palabras que le dije a mi hermano es que lo vería en el frente de batalla. Y mi madre me mandó a decir que me colocara mi armadura.

Mientras hablaba, recordaba con precisión lo sucedido, cada movimiento. Pero, aunque algunas cosas estaban claras, otras estaban distorsionadas y turbias como el agua misma. Su mente se fundía.

—Mi tío no me aclaró nada —continuó, tragando saliva—. Draven, la persona más importante para mí, solo me dijo que mi gran error fue darles oportunidades a las personas equivocadas. —El peso de su espada a su costado comenzó a pesarle. Su hoja mantendría la memoria de la sangre de su primo—. Salté, salté de mi hogar y me adentré a lo desconocido. No soy un traidor, pero tampoco soy la persona más solemne. Les seré sincero. Quiero mi reino de vuelta. Pero esto ya no se trata de mi sangre o apellido. Ya no se trata de mí. Esto va más allá de una disputa por la tierra. —Cada palabra que salía de su boca era más alta. Se deslizaban sin la necesidad de guiarlas. Sabían cómo cautivar a su audiencia—. Esto se trata de que llegaron a quitarnos todo lo que nosotros construimos. Brennard, el Conquistador —escupió el nombre—. «El Conquistador», así se hace llamar alguien que asesinó a gente inocente que solo quería honrar sus tradiciones y enterrar como es debido al príncipe y primogénito, Lysander Valorian.

El discurso improvisado estaba rindiendo frutos. Era lo que sus padres le habían enseñado: ganar su apoyo. Convertir su causa en la de ellos. Hacer que su tristeza la sintieran ellos, que su ira invadiera sus venas, y que sus metas fueran las que ellos cumplieran. Esa era la forma de ganar aliados.

—¿Es necesario mencionar a mi hermana? —indagó tras un silencio fúnebre—. Su hijo, mi sobrino y el primer hijo de la Corona, nunca verá la luz del día. —Bajó por los escalones con la mirada puesta en los engalanados invitados. Debía mezclarse con ellos, que supieran que eran uno solo. Debían sentirse cómodos con su presencia—. Ese bebé iba a ser parido en tres meses. ¿Se lo pueden imaginar? —Miró a cada madre que tenía a sus hijos entre sus faldas o abrazados a las nodrizas—. Elysande fue una mujer fuerte, valiente e inteligente. La imagen que toda niña quiere seguir y ser como ella. Y les arrebataron ese retrato...

Caminaba mientras analizaba a sus invitados. Lo disimulaba bien, con la cabeza gacha, la voz débil y las manos entrelazadas detrás de su espalda. No es que no le doliera de verdad, pero estaba al tanto de que se necesitaba más que sentir el dolor en el interior. Debía exteriorizarlo de forma teatral. Tenía que exagerar esa tristeza para que los demás la sintiera en su piel y pudieran empatizar lo suficiente.

—Mi madre también era un ejemplo a seguir. Una Gadour que desafió todo pronóstico. —Se detuvo frente a un grupo que reconoció como los aduladores de Galene—. Brennard asesinó a su hermana, mi tía Rowena Gadour —les recordó en voz alta—. Asesinó a su primogénito, asesinó a su única hija y desterró a su heredero y último hijo. ¿Creen que es justo lo que mi madre vivió?

Los murmullos negativos resonaron por toda la sala. Algunas nobles ya tenían el pañuelo en los ojos para evitar que las lágrimas arruinaran todo el trabajo que costó su maquillaje. Los hombres tenían la cabeza baja. Insensibles eran aquellos con su rostro aún de prepotencia, sin terminar de tragarse el cuento del príncipe. Pero pronto, estos fueron señalados en voz baja, hasta obligarlos a sentir la muerte como si fuera propia.

—Mi padre cometió errores. —Ya estaba por finalizar—. Pero fue un buen hombre que lo dio todo por la protección de su reino. Es más de lo que ningún rey dará jamás. Más de lo que ningún hombre dará en su vida, ni en la próxima. De esto se trata mi llegada. Se trata de los muertos y los que siguen sumisos. Se trata de Thornvale. No se trata de mí, de estos lujos. —Señaló su atuendo—. No se trata de quién soy yo. Se trata de nuestro hogar. De nuestra vida arrancada. De los que pasarán hambre, sed y más penurias. De los que se arrastrarán por el suelo ante el calor de la guerra. Se trata de los niños y de las niñas que no tendrán un futuro. Se trata de las mujeres que serán tomadas por la fuerza. De los hombres que matarán sin piedad. Todo esto se trata de proteger un reino lleno de personas que no pueden defenderse por sí mismas de los colonialistas. Por esto y más, yo estoy aquí.

Por un momento no sucedió nada. ¿Le faltaron más palabras? ¿Menos? ¿Funcionó o no? ¿Debió hacer algo más? Quizá su voz debió sonar más rota. Su madre le hubiera dicho que se encorvara más, que sus ojos brillaran de lágrimas sin derramar, porque, ante todo, debía ser un hombre. Le habría increpado que se veía muy recompuesto como para causar lastima.

Sin embargo, el señor de los Ríos Amarillos, Lord Thorald, le colocó la mano en el hombro mientras alzaba su copa con la otra.

—Conocí a Eldric cuando aún era un joven. Vino a nosotros sin aliados, sin armas, solo con su hermano al lado. Nadie le acompañó de vuelta para recuperar Avaloria. Pero no nos lo recriminó, solo nos agradeció el tiempo y se marcharon. Cuando ganó, nos acercamos con el rabo entre las patas, como los perros. Sabíamos que estaba por levantar un nuevo imperio. Él nos aceptó sin más. —Miró a Leandros y le dio un apretón a su hombro—. No cometeremos el mismo error de dejar a un Valorian valerse por sí solo. Menos aun cuando lleva el apellido de la única Casa que luchó con ellos. Valorian y Gadour, hoy son tan famosos como los dioses mismos. Dejarlos de lado sería como dejar de rezarle a los dioses. Por ello, la Casa Stormcrest está a su merced, Alteza. Debemos apoyar a quienes nos necesitan en tiempos de crisis —gritó para animar a la muchedumbre—. Un alfeñique ha venido, piensa que puede tomar a su antojo. Pero... ¿acaso tiene la razón? ¿Le daremos la razón?

—¡No! —corearon las personas, indignados de tales afirmaciones.

—Debemos proteger nuestro hogar, como nuestro príncipe, surgido de las cenizas, ha dicho. ¡Debemos luchar!

«¡Sí!», afirmaron enfurecidos, llenos de emociones por la fuerza de la guerra. Se acercaron a Leandros y le prometieron el cielo y las estrellas, la luna y el sol, la lealtad y la corona, el reino y la victoria. Leandros era su príncipe y su luz dorada.

Pero entre todo el bamboleo, Leandros supo entonces que, desde ese momento, solo debía actuar. Debía hacer lo que les complaciera, ceder en espíritu y carne. Si debía acostarse con cada uno para mantenerlos contentos, lo haría. Si debía predicar con nuevas ropas, eso debía hacer. Cada cosa era indispensable para obtener su apoyo, sus ejércitos y su lealtad.

Eso es lo que había hecho Eldric, el Grande, para alcanzar su pronta victoria. 


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