CAPÍTULO 46.

《JOSEPHINE SOBRE LA GUERRA II》

Habíamos subido a terreno elevado, un bosquecillo de pinos nos rodeaba y también se volvía nuestra ruta de escape en caso de ser necesario o al menos era lo que el consejero Rees me había dicho cuando llegamos ahí.

La guardia del rey William estaba detrás de nosotros, todos tensos y listos para saltar a la batalla en cualquier momento. El gobernante de Minsk miraba al frente sobre su caballo negro, su mandíbula apretada y una mano sobre las riendas y otra sobre el pomo de su espada, tensé mis propios dedos sobre el mago de la daga que Luckyan me había dado.

Respiré hondo, el ambiente de apoco se iba volviendo más caluroso y el sol brillaba con intensidad y los rayos lanzaba destellos al chocar contra las armaduras y espadas, tragué con fuerza cuando los soldados terminaron de formarse debajo de nosotros, el grupo de Luckyan estaba en primera línea y a la espera, no podía verlo realmente, no sabía donde estaba con exactitud y paseé mi mirada sobre cada uno de ellos hasta que encontré su esbelta y fuerte figura, podía ver la tensión de su cuerpo, como cada centímetro ardía con una rabia feroz y aterradora.

—A quien sea que este allá arriba... a quien sea que escuche nuestras plegarias... Tráelo de regreso a mí, no importa cómo o por qué, simplemente regresalo con vida a mi lado o yo misma iré y lo sacaré de ese infierno —mis palabras fueron solo un susurro dirigido a nadie en particular, él rey William respiró profundo.

—Volverá —dijo con voz grave—. El príncipe Luckyan volverá, señorita Astley...

Pero también había cierta incertidumbre en su voz, no me miró cuando dijo aquello, se mantuvo mirando al frente con el ceño fruncido, fue el consejero Rees quien me regaló una sonrisa tímida... como deseaba que el consejero Clifford estuviera conmigo.

Volví a tomar aire y lo solté con suavidad, mis ojos se clavaron de nuevo en Luckyan, su porte elegante incluso en aquel lugar que pronto se volvería un baño de sangre, me tragué el miedo e hice que mis manos dejaran de temblar, pero mi corazón siguió latiendo con fuerza contra mi pecho y dolía, cada maldito latido dolía ahora.

El cuerno de caza hizo castañear mis dientes, una llamada a la batalla y el ejército de Loramendi y las demás naciones apareció, se extendía más y más allá y las flechas volaron contra nuestro propio ejército y mi corazón se detuvo y volvió a latir con torpeza, los escudos se levantaron azules con su águila dorada y detuvieron la primera oleada de flechas.

La guerra había comenzado y los estandartes se elevaron hacia el cielo azul y el sol brillante.

—No van a guardar nada de su arsenal, al parecer todo su ejército esta aquí —dijo el consejero Rees y el rey William asintió despacio, había una ligera sonrisa en su rostro que me hizo pensar que quizá teníamos una oportunidad y la esperanza de salir de ahí.

El ejército de Loramendi golpeó con fuerza, me clavé las uñas en las palmas de mis manos cuando la postura elegante de Luckyan cambió y se preparó para el ataque, su espada se elevó rápidamente y comenzó a pelear con fuerza, con toda aquella rabia y coraje que había acumulado durante años y verlo fue hermoso y doloroso en partes iguales...

El acero chocó con fuerza, los cuerpos comenzaron a caer y el caos se desató, escuché los gritos de súplica, las plegarias que se elevaron al cielo a dioses que no respondían y las órdenes para agruparse y cubrirse, los escudos volvieron a elevarse, pero algunos cuerpos cayeron al suelo y no volvieron a levantarse, fueron pisoteados por ambos ejércitos.

Seguí a Luckyan de nuevo, peleaba en el centro y mataba todo lo que se movía con una gracia digna de un príncipe, respiré hondo y el sudor corrió frío por mi columna.

¿Cuánto tiempo pasó? No lo sé con exactitud, pero el sol se había movido de lugar siguiendo su recorrido sin titubear por el cielo despejado. La tensión en mi cuerpo iba y venía en oleadas que me dejaban temblando sobre mis propios pies, el rey William había puesto una mano sobre mi hombro para infundirme valor o, quizá, para infundirse valor a sí mismo.

La batalla siguió, vi aquel lugar que alguna vez vio tiempos mejores,  bañado en sangre y cubierto d cuerpos que ya no volvieron a levantarse y miraban al cielo con ojos que no veían. Seguí el recorrido de Luckyan, no iba a despegar mis ojos de él hasta que regresara por su propio pie hasta el campamento y hasta mí.

Se detuvo... se quedó de pie de forma pesada y errática.... mi corazón se paróde golpe, mi respiración, todo dentro de mí se detuvo cuando vi la lanza que había atravesado su armadura...

—¡NO! —grité, un gritó que desgarró mi garganta y rompió el silencio de aquel pequeño bosque donde nos encontrábamos. La mano del rey William se cerró con más fuerza sobre mi hombro. —No, no, no... Luckyan...

—Calma —dijo y su voz fue una orden tácita, tragué—. Espere, señorita Astley...

Me obligó a quedarme de pie mientras mi cuerpo entero temblaba bajo su mano, Luckyan miró al frente y rápidamente mató al hombre que lo había herido, pero se quedó ahí y miró alrededor, observó la batalla que estaban librando y a los muertos sobre el piso, había cansancio en su cuerpo, había peleado por horas sin detenerse y ese instante pareció devolverlo a la realidad y a la muerte bajo sus pies.

—Muévete —susurré—. Muévete, Luckyan, no te atrevas a morir... no te atrevas a dejarme... —Pero las palabras se quedaron atascadas cuando la espada cayó sobre él, una vez, dos veces... fue golpeado y cayó. Cayó al suelo y el hombre con los colores de Loramendi fue tras él y desaparecieron entre los cuerpos que peleaban y morían alrededor.

—¡Luckyan! ¡No, no! —Aquel gritó quebró algo dentro de mí, algo que no iba a arreglarse hasta que viera de nuevo a Luckyan... Las lágrimas cayeron con fuerza por mis mejillas, escuché el latido de mi corazón contra mis oídos y el vértigo me atacó, quería morir... quería morir.

Mis piernas aunque débiles se prepararon para correr, la mano del rey William me había soltado, di media vuelta lista para ir hasta donde lo había visto desaparecer y buscarlo, me abriría paso con mis propias manos de ser necesario, pero los guardias de Minsk cerraron filsa frente a mí. Traté de atravesarlos y me detuvieron.

—¡Suéltame! ¡Suéltame! —grité, pero uno de ellos ya había inmovilizado mis muñecas con sus manos.

—Señorita Astley, no voy a dejar que vaya a ese lugar. La arrastraré de vuelta de ser necesario y la ataré a un árbol. —La voz del rey William era calmada y fría, respiró hondo.

—Por favor, por favor, majestad... déjeme ir... yo...  —supliqué se volvió a mirarme, y su rostro reflejaba tensión absoluta, su frente estaba perlada de sudor y apretaba la rienda de su caballo a tal punto que sus nudillos se habían vuelto blancos.

Lo sabía, estábamos perdiendo la guerra... Estábamos perdiendo y ahora no sabíamos si Luckyan estaba vivo o no.

—La mantendré a salvo y conmigo, señorita Astley, tal vez me odie por eso después, pero no permitiré que nada malo le pase. Morirán todos si no hacemos algo, comandante Walter, envíe a la reserva. —Volvió a mirar hacia el campo de batalla, los gritos se había vuelto increíblemente dolorosos, quise cubrirme los oídos y desaparecer.

El guardia me soltó con suavidad y me lanzó una mirada de advertencia, el general Walter salió rápidamente del bosquecillo con su caballo y se perdió de vista.

Un cuerno de caza se escuchó con fuerza por aquel claro... Un cuerno de caza con la reserva del rey William, él lo había dicho no iba a perder esa guerra, ya no.

Todos parecieron detenerse por completo, mi corazón golpeó con fuerza contra mi pecho, me clavé las uñas con más fuerza y recé por volver a ver a Luckyan... si no era en esta vida quizá en otra... el filo la daga que él me había dado recorrió con suavidad la punta de mis dedos.

La bandera de Minsk ondeó al viento cuando la reserva se unió al ejército que estaba siendo arrasado y otra bandera también, una que ni yo misma recordaba... un Kraken... Kovvola.

—Ahí —dijo el consejero Rees señalando con una mano temblorosa—. Ahí está el príncipe Luckyan. —Me apresuré al frente y lo vi, su rostro estaba bañando de sangre que caía por su armadura, pero no era su sangre, y estaba bien... respiré hondo.

—Está vivo —susurré, el rey William sonrió. Caí de rodillas y lloré cuando lo vi unirse de nuevo a la batalla.

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