CAPÍTULO 45.
《DE LUCKYAN SOBRE LA GUERRA I》
El ardiente sol brillaba sobre nuestras cabezas, pero a pesar de ello un sudor frío recorría mi cuerpo y me hacia estremecer. El campo de batalla estaba paralizado, en espera a que el derramamiento de sangre diera por fin inicio.
Mi cuerpo se sentía pesado y mi instinto me gritaba que saliera de ahí, pero no podía, simplemente no podía y si moría hoy en aquel enfrentamiento sabía que era por una mejor causa, por tratar de buscar libertad para mi nación.
Un aire tibio se coló por nuestras filas, muchos de los soldados se movieron incómodos mientras seguían con las miradas al frente esperando que el enemigo llegara.
Las armas lanzaban pequeños destellos de metal bajo aquel sol arrasador, respiré hondo y reajuste el agarre de mi propia espada en mi mano sudorosa. Respiré otra vez tratando de guardar y esconder mis miedos y el pánico que crecían dentro de mí, el cuerno de caza cortó de golpe el silencio de aquella mañana cuando el ejército de mi padre atacó.
—¡ESCUDOS! —grité, pero aquel grito se perdió cuando el ejército enemigo apareció y me di cuenta de lo estúpido que había sido, de lo mucho que habíamos subestimado a mi padre y a los otros.
Una flecha golpeó mi hombro y rebotó contra el metal de mi armadura, cayó al suelo junto a mis pies y los gritos llenaron el aire de aquel lugar.
La guerra había iniciado.
Acero contra acero chocaron con fuerza y los gritos volvieron a elevarse al cielo como una súplica silenciosa a quien allá arriba quisiera escucharlas.
Me preparé. La primera línea de nuestro ejército golpeó al de mi padre con una fuerza arrolladora, con coraje, con años de opresión colgando sobre sus hombros, hambre y muerte... me vi a mí mismo correr detrás de ellos con mi espada en alto y pesaba, era malditamente pesada, pero cuando choqué contra aquellos soldados de Loramendi todo pensamiento de terror y miedo desapareció de mi mente y fue la furia helada la que se abrió paso por mi cuerpo que se movía con rapidez cortando y dando estocadas mortales a todo aquel que se cruzara en mi camino.
—¡AVANCEN! —un gritó ronco de mi garganta y mi ejército se apresuró detrás de mí y el acero y los cuerpos volvieron a chocar.
Las flechas derribaron a amigos y enemigos que se estrellaron contra el suelo de tierra y posteriormente fueron pisoteados, mis propios pies se hundieron en el barro y en la carne de los caídos.
Las flechas llovieron sobre nuestras cabezas de nuevo, una súplica silenciosa se elevó de mis labios y seguí peleando y abriéndome camino con mi espada. El sudor era frío y pegajoso, y el olor a sangre caliente inundó mi cuerpo, una estocadas directa al estómago al soldado más cercano a mí y la sangre brilló por la hoja de mi espada y corrió espesa por entre mis dedos.
Un golpe en mi costado izquierdo me hizo tambalearme, pero me mantuve sobre mis pies con firmeza, pero quizá ese fue mi error pues una lanza salió disparada hacia mí haciendo un corte profundo e inquietante en mi mejilla y fue ahora mi propia sangre la que manchó mi piel.
En algún momento de la batalla había perdido el casco y no lo había vuelto a ver más. Mi mano se cerró sobre la pequeña daga que lleva sobre la cintura y la hundí con fuerza en el cuello de aquel soldado que había arrojado la lanza hacia mí, miré su rostro mientras sus ojos oscuros se apagaban, no pasaba de los veinte años.
—¡FLECHAS! ¡CÚBRANSE! —gritó alguien detrás y luego de nuevo el silencio, solo el sonido de la muerte mientras arrancaba almas de aquellos cuerpos heridos.
Seguí avanzando a pesar del cansancio de mis brazos y mis piernas, a pesar del estupor de mi cabeza, mi cuerpo gritaba por un maldito descanso y mi garganta por un par de gotas de agua.
Golpeé. Corté. Me golpearon. Y me cortaron, pero seguí avanzado, moviendo mi espada y mi daga sobre aquellas personas que no quisieron paz, que rechazaron los intentos de tregua años atrás...
Mi escudo crujió y se partió con un sonido de madera al astillarse, cayó al suelo con un golpe seco y la lanza golpeó mi armadura con tanta fuerza que me quedé sin aire y la punta de metal se hundió por una abertura, el frío golpeó mi cuerpo y el dolor se clavó en mi costado.
Pateé al soldado con todas mis fuerzas de forma rápida que poco pudo hacer cuando corté su garganta con mi daga, pero el daño ya estaba hecho, me había clavado aquella punta de metal y dolía, dolía.
Cada respiración se hizo pesada, el dolor recorrió mis huesos y se quedó aferrado a mi piel con garras frías y crueles. ¿Era así cómo iba a morir? ¿Era de esta forma como iniciaba la guerra y terminaba para mí?
Sonreí, el dolor, el ruido, los gritos y el abrasador sol se clavaron en cada fibra de mi piel. Corté el asta de la lanza con mi espada y respiré hondo el olor de la muerte la de otros y quizá la mía también.
La batalla se extendía y se extendía por aquellos campos que alguna vez florecieron y dieron sustento a muchas familias.
Me alegraba pensar que a pesar de la guerra le había dado un propósito a aquella pobre gente o probablemente solo los había llevado a su muerte y a más dolor.
Vi la espada centellar contra el sol y bajar con rapidez sobre mi cabeza, pero no podía darle el lujo de morir todavía. Mi propio brazo levantó la espada tan rápido como mi adolorida y nublada mente se lo permitió y el impacto hizo que mis dientes chocaron entre sí de forma dolorosa, mi brazo y mi hombro gritaron por el daño de recibir aquel brutal golpe, solo tenía que resistir un poco más. La espada se retiró y volvió a caer sobre mí con mucha más fuerza y vi el rostro duro y cruel de aquel hombre, descubrió sus dientes en una mueca más animal que humana.
Detuve otro golpe más, pero mi hombro y todo mi cuerpo temblaron por el esfuerzo, pateó mi pierna y caí al barro, su rodilla sobre mi pecho me quitó la oportunidad de levantarme y mi espada había caído al barro a un costado mío.
—Príncipe —gruñó con los dientes apretados y una daga oscura se detuvo en mi garganta, el acero mordió mi piel y sentí y olí mi propia sangre—. ¿O debería decir traidor?
Sonreí a mi pesar, sí, para todos ellos yo no era más que un traidor, alguien obsesionado con la corona de mi padre pero ¿qué sabían ellos de las atrocidades que había cometido aquel hombre que llamaban rey? Me escupió a la cara y volvió a mostrarme aquella mueca feroz.
Tal vez mi muerte desataría una guerra peor o quizá la terminaría por completo.
—Le llevaré su cabeza a su padre, príncipe —dijo con voz ronca, respiré hondo cuando la daga se presionó con mas fuerza sobre mi cuello.
Por todas las vidas que yo mismo había apagado, la muerte no parecía algo tan malo, pero dejar sola a Josephine, sí. Busqué su imagen entre mis memorias, su hermoso rostro, sus ojos oscuros y confiables. Su olor, su suave piel bajó mis dedos, el sonido brillante y alegre de su risa y el sutil sonido de su voz. Solo esperaba que algún día pudiera perdonarme, que algún día entendiera porque la había dejado sola y, por sobre todo, esperaba que fuera feliz y libre, tan libre como siempre quiso, lejos del dolor, del hambre y de la miseria.
—Hazlo —susurré con la voz suave, un poco ronca también, estaba listo había peleado por lo justo y por lo que era correcto y, sobre ello, no tenía remordimientos.
Antes de que pudiera cortar mi cuello con su cuchillo y terminar con mi vida... Un cuerno de caza recorrió aquel claro. Un cuerno de caza para anunciar un ejército, tal vez un ejército que llegaba tarde o quizá en el momento preciso pues de alguna u otra manera había salvado mi vida. El sonido de aquel cuerno fue estridente y quebró líneas y corazones al mismo tiempo, todos se detuvieron a observar perplejos, ¿amigo o enemigo? .
Mis manos buscaron mi costado, la punta de la flecha todavía estaba incrustada en mi piel, apreté los dientes y con mano firme la arranqué de mi cuerpo. Y dolió. Dolió mucho. Mi visión se volvió borrosa y el cuerno de caza volvió a dejarse oír y listo gritos comenzaron.
El hombre bajó de nuevo la mirada para verme y sus manos vacilaron sobre su arma, aproveché ese pequeño momento, esa vacilación para hundir la punta de la lanza que había arrancado de mi propio cuerpo y la clavé con fuera en el suyo, en su garganta.
Sus manos soltaron la daga y pude respirar una vez más, la sangre tibia bañó mi rostro, sus manos se aferraron a su garganta y la arañaron con desesperación había pánico y desesperación en su rostro y cayó de espaldas al barro.
Me levanté un poco inestable, la batalla cobró vida de nuevo y los vi, dos estandartes que ondeaban al viento con fuerza llenos de orgullo. Uno era azul con su águila dorada al centro, Minsk, las reservas del rey William, por supuesto.
El otro, uno antiguo, desaparecido por años y que, probablemente, había sido el causante del caos general y la histeria. Una bandera negra ribeteada de oro y al centro un Kraken sangriento, Kovvola, la nación que según la historia había sido conquistada y destruida por Minsk... otra gran mentira.
Tomé mi espada del suelo y respiré hondo. A pesar del dolor, del temor y el cansancio, hoy no iba a morir. Me volví para hacer frente de nuevo a la batalla y seguí peleando.
•••
Escribí este capítulo hace dos meses exactos y tuve que esperar mucho tiempo hasta poder llegar a este punto y poder incluirlo la novela 😢 y me siento feliz que ahora puedan leerlo.
La guerra dio inicio así que saquen sus pañuelos, preparen su corazoncitos porque no tengo miedo de romperlos 💔
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