CAPÍTULO 3.

《JOSEPHINE》

La casa olía a galletas de chocolate y té de jazmín, pero a pesar de ello el ambiente seguía siendo un poco tenso, tanto que podría haber sido cortado con un cuchillo.

Observé el lugar donde la cuna ya estaba preparada con hermosas sábanas de color crema y almohadas mullidas. Sonreí a medias, porque al final no podía solo dejar a Theresa, no podía dejarla porque aunque hubiera sido egoísta, tenía que entender que todo aquello lo había hecho por su propio bien y el de su hijo.

Nuestra relación jamás sería la misma, eso lo tenía claro pues mi corazón nunca iba olvidar aquella sensación de soledad y abandono cuando me enteré de la verdad, sin embargo, allí estaba escuchando los gritos de Theresa en la habitación contigua, la suave voz de Audrey tratando de darle ánimo y la partera que hablaba con voz tranquila y le pedía que pujara.

Me dejé caer sobre la silla más cercana cuando escuché el llanto del bebé después de unas horas de trabajo de parto. No pude evitarlo, pero las lágrimas corrieron libres por mis mejillas, Theresa era madre... Theresa, mi pequeña y hermosa Theresa, era madre.

—¿Jo? — me llamó después de unos minutos, me acerqué con pasos lentos hacia la habitación.

El rostro de Theresa era una mezcla de dolor y felicidad que me hicieron sentir bien y al mismo tiempo en paz.

Observé al bebé envuelto en una pequeña manta blanca, su piel suave y sonrojada, su profunda respiración y lo hermoso y frágil que parecía.

La partera se mantenía en un rincón en silencio mientras recogía toallas y sábanas manchadas de sangre.

—Felicidades, Theresa —susurré, él nudo en mi garganta se hizo un poco más grande—. Felicidades a los dos, es precioso  — dije mientras me volvía para ver los ojos ambarinos y amables de Audrey, quien sonrió.

—¿Quieres cargarlo? — preguntó Theresa, y su suave sonrisa tembló un poco.

Asentí despacio. Por supuesto que quería cargar a mi sobrino.

Me tendió al bebé y yo lo tomé entre mis brazos. Una ola de amor y arrepentimiento cruzó mi cuerpo, porque aún me sentía culpable por todo lo que ella había tenía que pasar, pero ella resplandecía con una felicidad y un amor absoluto.

—Lo llamaremos, Aegon Nocolai — dijo, deslicé suavemente mi nudillo por la mejilla del bebé y sonreí; era tan suave y tan pequeño que al instante robó un pedazo de mi alma y mi corazón.

—Sí... es un buen nombre — susurré mientras las lágrimas se acumulaban en mis ojos, pero no me atreví a llorar, no...

Le di al bebé a Audrey quien lo aceptó con una sonrisa brillante, me alegraba que Theresa hubiera conocido un buen hombre después de todo lo que había tenido que pasar.

—Debo irme ya, Theresa —dije, ambos intercambiaron una mirada de lo que pareció preocupación.

—¿No puedes quedarte a cenar? — preguntó Audrey con voz suave mientras mecía con suavidad al bebé.

—Perdón, pero debo irme. En Briansk me esperan — respondí.

Theresa asintió despacio, se mordió el labio y parecía querer decir algo más, pero simplemente guardó silencio.

—Bien, te acompañaré a la puerta — se ofreció Audrey, negué con la cabeza.

—Está bien, no se molesten.

—¿Cuándo volverás a Loramendi? — preguntó entonces Theresa y habían lágrimas en sus mejillas quemadas por el sol.

—Pronto o al menos eso es lo que espero— respondí, la vi acomodarse sobre los almohadones de la cama, una mueca de dolor cruzó su rostro.

Quise correr y abrazarla, darle mil besos y decirle que la quería, pero me negué a hacer algo como aquello, no por orgullo sino más bien por el dolor que yo misma sentía.

—¿No puedes quedarte más tiempo?

Suspiré.

No, ya no teníamos más tiempo. No si queríamos salvar a una nación de las garras de un tirano.

—Mi lugar no está aquí, Theresa — dije despacio, mientras los miraba a ambos, me encogí de hombros y les dediqué una sonrisa cansada, porque es así como me sentía ahora, cansada y sin nada más que decir.

—Sí, lo entiendo Jo.

—Me alegra ver al bebé, me alegra ver que estás bien y tienes a un buen hombre a tu lado —afirmé—. Pero debo irme ahora.

—¿Nunca pensaste en quedarte en Minsk, Jo? — preguntó todavía de forma insistente, se limpió el par de lágrimas que rodaban por sus mejillas con el dorso de una mano temblorosa.

—No, Theresa. Mi propósito aquí era encontrarte y ya lo hice. Sé que tú estás bien aquí y me alegro de todo corazón, pero necesito volver...

—¿Por qué?

Fue el momento en que las lágrimas corrieron por mi rostro, me las limpié rápidamente, pues no quería que ellos me vieran llorar una vez más.

—Porque es el momento en que me concentré en mi propia felidad — susurré, sus ojos oscuros escanearon mi rostro y una suave sonrisa apareció en sus labios.

—Sí... Está bien. Gracias, Jo — dijo y alargó una de sus manos, caminé un par de pasos para entrelazar sus dedos tibios con los míos.

Sonreí.

Theresa no era más que una niña, con su sonrisa pícara y ojos centellantes cuando vivíamos en Loramendi; ahora era madre de un bebé y esposa de un hombre que la amaba y parecía feliz por ello y una parte de mí también lo era.

—Cuándo decidas volver, puedes buscarnos — dijo Theresa y el llanto se hizo más fuerte y el bebé también comenzó a llorar.

—Adiós, pequeña galleta — susurré aquel apodo que tanto le disgustaba de pequeña, dejé un beso sobre su frente y separé su mano de la mía.

—Trátala bien, Audrey, por favor — dije con voz firme, él me regaló una sonrisa de dientes blancos y asintió enérgicamente.

—Lo haré, Josephine, puedes estar segura de ello — respondió, sonreí y dejé un besó sobre la frente de Aegon, estreché el hombre de Audrey y salí de ahí.

❁❁❁❁❁❁❁❁❁

La tarde caía cuando salí de la casa, el viento era fresco sin llegar a ser frío, respiré hondo y me limpié una vez más las lágrimas que caían por mis mejillas.

Miré una vez más la pequeña casa de madera que tenía frente a mí y la dejé ir, quizá después volvería a verlos, pero por ahora debía prepararme para volver a Briansk y luego quizá de regreso a casa y de regreso a él.

Los ojos azules me miraron cuando llegué al carruaje, una sonrisa brillante se extendió sobre su rostro y casi podía verlo brincar de alegría sobre el asiento de cuero rojo.

—Ha contestado a tu carta — dijo y sacó un pedazo de pergamino con el sello y escudo de Loramendi, una quimera.

Sonreí.

Y grité.

Luckyan había respondido a mi carta.

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Aquí les dejo la imagen de la quimera de Loramendi.

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