CAPÍTULO 13.
•LUCKYAN LORAMENDI•
Un "te amo". Un "hasta luego". Y una promesa de volver a vernos en algún momento no muy lejano. Y eso fue todo, la dejé atrás y volví a Loramendi.
El silencio nos persiguió durante todo el viaje de regreso, porque parecía que una palabra en falso y todo se vendría abajo y se derrumbaría sobre nosotros, sobre mí.
Después de cruzar las fronteras nos dirigimos a las bases militares de Flam, el camino se hizo cada vez más largo, cada vez más agotador y una parte de mí gritaba que diera media vuelta, que no me acercara ahí, pero a pesar de esas advertencias que sonaban con más fuerza a cada minuto, me negué a oírlas y seguimos avanzando.
Lo sentí antes de verlo. Una sensación de inquietud y de desconfianza que lanzaron los soldados al vernos llegar, nadie habló más de lo necesario, por supuesto que algo ocurría, algo grande, algo que nos arrastraría aunque no lo quisiéramos.
Las provisiones habían llegado en tiempo y forma, y las fronteras con Minsk y Lahti estaban en relativa calma y quietud, al menos eso era algo bueno para todos en esa base que meses atrás habían lucido agotados.
Escuché reportes, escuché cada petición y cada reclamo con calma a pesar de que la calma me había abandonado hacía mucho tiempo. Verifiqué por mí mismo las fronteras y los edificios donde los soldados dormían y hacían sus cosas habituales. Supervisé los entrenamientos para los cadetes más jóvenes y para cuando terminé de hacer todo eso, la tarde ya había caído sobre nosotros.
Me dejé caer sobre una de las sillas dispuestas frente a una mesa de madera, el consejero Clifford observaba un par de pergaminos que no tenían sellos con seriedad, fue en ese momento que apareció, con su sonrisa burlona y altiva, como si él fuera el gobernante y nosotros algo bajo y peor.
—Príncipe Luckyan —me saludó con una sonrisa estúpida en su cara, inclinó la cabeza, pero aquello no era más que una burla, sabía que él nunca iba a reverenciar como se debía y tampoco quería que lo hiciera.
—Sargento Odell, tanto tiempo sin vernos —fue mi respuesta, dura y fría, sin humor.
—Bastante tiempo, es verdad, príncipe. Consejero Clifford, también es bueno verlo. —Una sonrisa más, esa sonrisa que con gusto le borraría de la cara a puñetazos.
Respiré hondo. Pronto... pronto él y muchos otros recibirían su merecido y me sentaría a verlo cuando pasara y estaría bien.
—Sargento Odell, ¿en qué podemos ayudarlo? —preguntó el consejero mientras me miraba de soslayo, sabía que en cualquier momento perdería la poca paciencia que había estado manteniendo desde que llegamos.
Una risa baja, paseó la mirada por aquel edificio con aire despectivo y volvió su mirada a mí.
—Su padre me pidió que viniera aquí para llevarlo de regreso a Mariehamn —dijo, lo observé detenidamente antes de que volviera a hablar—. Pero ha tardado demasiado en llegar, me pregunto ¿Dónde ha estado estos últimos días? —Me miró a mí y luego al consejero Clifford que se mantenía en calma, absoluta y fría calma.
—¿Por qué? —fue mi pregunta, otra risa escapó de sus labios y se paseó por el lugar haciendo crujir la madera del suelo con sus pesadas botas.
—Su hermana.
Cada músculo de mi cuerpo se tensó con fuerza, mi respiración se volvió pesada y errática, pero no dejé que ninguna de esas emociones saliera a flote, mantuve la máscara de indiferencia que por años había mantenido conmigo.
—¿Qué pasa con ella?
—Bueno, dijo cosas interesantes sobre usted y el consejero Clifford, pero eso no es lo más importante creo que estará complacido de saber que su hermana por fin se casará y Loramendi y Kotka se unirán por un lazo de matrimonio.
Lo miré y seguí mirándolo y por un momento, por un maldito momento quise correr hacia él y rodear su cuello con mis manos, mejor aún, cortar su cabeza y mandársela a mi padre como regalo.
—Que noticia tan inesperada, pero tan extraordinaria, sargento Odell, gracias por compartirla con nosotros. —Ese fue el consejero, que mantenía su expresión imperturbable y sonreía cálidamente y traté con todas mis fuerzas de copiar aquella expresión, aquella sonrisa, pero nada...
—Puede irse, sargento Odell —dije, no quería seguir viendo su estúpida cara, no quería aprovechar aquella oportunidad para matarlo con mis propias manos si era posible.
—Cómo dije su padre me pidió llevarlo hasta Mariehamn.
Sonreí.
—No necesito que nadie me lleve hasta ahí y menos usted, sargento —declaré, otra risa grave de su parte y movió la cabeza con vehemencia.
—Perdóneme, príncipe, pero son órdenes del rey e incluso usted tiene que seguirlas —respondió y nos miró a ambos por algunos segundos—. Así que, lo esperaré afuera e iremos a Mariehamn. —Y se marchó.
Mierda. Mierda.
¿Qué diablos habíamos hecho?
—Tan rápido como lleguemos a Mariehamn, manda un pergamino con lo que ha dicho ese idiota. Pronto, necesitamos actuar lo antes posible. Si Lauren fue obligada a hablar sobre a dónde iríamos estamos muertos desde ahora —dije en voz baja, el consejero comenzó a escribir un par de frases en uno de los pergaminos que antes había estado leyendo, cuando terminó lo guardó en el bolsillo interior de su chaqueta.
Salimos del pequeño edificio, un carruaje nos esperaba afuera y un par de soldados y el sargento Odell también esperaban en silencio, un silencio que indicaba que éramos más bien prisioneros hasta que llegáramos a Mariehamn y mi padre lo confirmara por mera formalidad.
Tan estúpidos, fuimos tan estúpidos.
Y para cuando ese pergamino llegara a Minsk y al rey William quizá ya estaríamos muertos.
El viaje fue largo, pesado, pero al menos el consejero Clifford y yo éramos los únicos que el carruaje mientras los demás, incluso el sargento Odell nos seguían de cerca a caballo.
Para el amanecer habíamos entrado a Mariehamn que todavía dormía, la niebla baja hacia que las luces y las casas de tejas rojas fueran un suave borrón detrás de la ventana del carruaje, a lo lejos imponente se alzaba el palacio real donde esperaba mi padre.
Mis manos sudaban, le dio otra mirada al consejero Clifford que se había mantenido tranquilo y casi relajado en su asiento frente a mí, me miró.
—Pase lo que pase, Henry, vete y no mires atrás —dije despacio, él me observó en silencio, un silencio que se hizo profundo dentro de mí.
—No voy a dejarlo, príncipe Luckyan, me quedaré a su lado como se lo prometí —respondió, pero yo negué con la cabeza.
—Si mi padre es el hijo de puta que ambos sabemos que es, nos matará por traición, si es rápido en la horca y sino quizá podemos empezar a pensar en pudrirnos bajo el palacio junto a las ratas. —Mi voz sonó ronca, llena de dolor por lo que estábamos por enfrentar y porque era mi culpa que esto estuviera pasando.
—Estoy dispuesto a enfrentar lo que venga, príncipe Luckyan, conspirar contra su padre ha sido lo mejor que podemos hacer por el reino.
—Quizá sí, ahora ya no lo sé Henry. Probablemente esté haya sido el peor error que hemos cometido.
—No es un error, nunca lo sería, príncipe Luckyan. Y si debemos enfrentar la muerte por hacer lo correcto, que así sea. —Sus palabras eran valientes, me llenaron de una tranquilidad y una llama cálida y tibia—. Estamos juntos en esto, Luckyan. La muerte no me asusta, pero me asusta que su padre siga en el poder, eso me asusta.
—Sí, también a mí, Henry.
Las puertas del palacio se abrieron, avanzamos hasta llegar a la escalera de mármol, parecía que todos ahí estaban bastante despiertos, las luces encendidas y los sirvientes iban y venían con aire preocupado y pensativo.
Cuando el carruaje se detuvo del todo salí de él con el consejero detrás de mí, el sargento Odell no pudo disimular la mueca de disgusto que eso le provocó mientras desmontaba su caballo.
—Manda ese pergamino rápido —dije entre dientes y el consejero asintió despacio, casi de forma imperceptible y el sargento Odell se acercó.
—Su padre lo espera en la sala del trono, lo llevaré hasta ahí —dijo, le lancé una mirada de fastidio y caminé hacia las puertas firmemente cerradas.
El palacio real de Mariehamn siempre me había parecido ostentoso, demasiado ostentoso incluso para nosotros, pero en ese momento no era más que una cáscara vacía a la cual ya no quería pertenecer ni un segundo más.
Mis pasos sonaron con fuerza en los suelos de mármol y lanzaron ecos profundos incluso en mi propio cuerpo, respiré hondo, si esta era la forma en la que iba a morir al menos lo haría con la cabeza en alto.
Abrí las puertas del salón del trono y los ojos oscuros bajo aquella pesada corona de rubíes me miraron con un gesto que no logré descifrar, ¿odio o rencor? ¿O algo mucho más profundo que eso?
—Luckyan. —La voz de mi madre, la miré con su vestido arrugado y su rostro tenso, su cabello cayendo desordenado en rizos sobre su rostro.
No dije nada, cualquier cosa por la que fuera condenado quería escucharla sin nada más que se interpusiera.
—Majestad — saludó el sargento Odell detrás mí, mi cuerpo y todo mi ser quisieron golpearlo, cerré los puños a mis costados con fuerza.
Los ojos siguieron mirándome, evaluando mi postura, la forma en como yo mismo lo miraba desde mi lugar. Una sonrisa. Una sonrisa cruel, fría se instaló en sus labios.
Y entonces fue que la vi. Un golpe en su rostro, un ojo morado, un cuerpo maltratado que fue arrojado al suelo como si de basura se tratara. El rostro de Lauren era solo lágrimas, lágrimas y culpa y algo más aterrador, miedo y vergüenza.
Alcé la mirada de aquel cuerpo roto y deshecho y miré a mi padre.
—Lo... Yo... Lo lamento. —Un suave susurro salió de sus labios, su voz ronca como si hubiera estado gritando durante mucho tiempo.
Y me odié, me odié mucho por quedarme ahí de pie sin mostrar emoción, sin correr hacia ella para abrazarla y protegerla.
—Bienvenido a Loramendi, príncipe Luckyan o debería decir, bienvenido a Loramendi, traidor.
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