Capítulo 1


1 - HERIDAS DEL PASADO

Do you still feel the pain of the scars that won't heal?

[Daniel — Elton John]

Liverpool, marzo de 1998

CASEY LLEVABA CORRIENDO casi diez minutos y la adrenalina corría por sus venas como un río a punto de desbordarse. Estaba a punto de alcanzar al gánster y tenía la esperanza de que la ascendieran tras la detención. Esa ambición la impulsaba a seguir y no estaba dispuesta a dejar escapar al sospechoso o la oportunidad. Casi sonrió al ver que su ritmo se ralentizaba, sin embargo, hubo alguien que llegó antes que ella. Un borrón azul marino la sobrepasó.

Casey Robins habría jurado que aquel hombre había aparecido de la nada en aquel cruce de Penny Lane. Para cuando asimiló la situación, el castaño ya tenía a su sospechoso contra el suelo y con las esposas puestas. Ella se quedó unos minutos alternando la mirada entre el detenido y el otro agente, analizando al que le había robado el arresto. Tenía el cabello castaño oscuro y la espalda ancha. Eso fue todo lo que pudo ver en ese momento, lo que tampoco estaba mal, sobre todo teniendo en cuenta que le estaba dando la espalda, tal vez inconscientemente. Pero independientemente a las intenciones del policía, le hirvió la sangre.

Si era sincera, por un instante se sintió más sorprendida que enfadada. Claro que, aquel instante no duró demasiado, probablemente lo que tardaron en llegar los coches de patrulla y el resto de la policía local. Entretanto el castaño le recitaba los derechos al sospechoso de la chica ignorando su existencia. Las sirenas le hicieron regresar a la realidad. Casey apretó los dientes.

—¡Esa era mi detención!—protestó jadeante mientras se llevaba al detenido.

Como si no se hubiese dado cuenta de que estaba allí, el oficial levantó una ceja mirándola durante unos segundos y ella pudo ver por primera vez su cara. Poco después olvidaría los detalles, pero el recuerdo de sus intensos ojos azules nunca desaparecería por completo. De pie era evidente que superaba el metro sesenta y ocho de altura de Casey y que apenas tendría dos años más que ella, tal vez unos veinticinco.

—Tienes razón, lo era—enfatizó llevándoselo a la zona en la que estaban todos—. Se siente, pelirroja.

Casi se quedó boquiabierta. «La osadía que tienen los idiotas».

El arrestado habló en irlandés: preguntó quién era ese hombre y soltó varios juramentos en su jerga mientras el otro policía lo metía en uno de los coches. El ladrón—de detenciones pues el otro estaba esposado—entreabrió los labios durante un segundo y después se dirigió a Casey.

—¿Qué ha dicho, patrullera?

—Ha dicho que eres idiota y que quiere que yo me lo lleve derechito a Londres—contestó ella con una sonrisa forzada y sacudió la cabeza al ver que el policía asentía lentamente—. Si quieres que te lo diga vente a la capital y déjame hacer mi trabajo.

Él negó con la cabeza haciendo que su cabello se alborotase todavía más que con el viento matutino. Entonces sonrió—de una manera que Casey no supo si tachar como egocéntrica o carismática—y cerró la puerta del coche con un deje de diversión en sus gestos. Una vez el coche arrancó, Casey supo que con él se alejaba la que podría haber sido su oportunidad de ascender a inspectora de homicidios, tal y como alguna vez había sido su difunto padre.

Por desgracia, Casey Robins regresaría a Londres con las manos vacías.

***

—¿Es cierto que solicitó el traslado a Nueva York?

La chica no estaba segura de si eso le supondría un problema. No lo había hecho por haberse sentido incómoda en Londres, sino porque creía que un cambio de aires le haría bien. Aun así, no sabía qué esperarse de la expresión del capitán. «¿Si digo que sí, me lo negará...?», se preguntó frunciendo los labios, sin despegar la mirada del escritorio de su jefe.

A finales del diciembre de 2001 ya llevaba dos años en el puesto que tanto había ansiado en su día. Había pensado que el ascenso haría que sus inquietudes se disipasen, pero seguía sintiendo que le faltaba algo la mayor parte del tiempo. Aunque en el transcurso de este periodo había hecho muchas cosas: ingresar en un programa de intercambio de comisarías, participar en la competición de boxeo de la policía, hacer voluntariado regularmente y cortarse el pelo, cambiando su imagen cada cierto tiempo. Le costaba estarse quieta.

Durante aproximadamente un año y medio—puede que menos—estuvo abierta a la idea de salir a conocer gente de nuevo...No tardó mucho en darse cuenta de que las citas no eran lo suyo y que no era la persona ideal con la que convivir o formar una familia. Todos los amigos de Casey estaban sentando la cabeza y ella se limitaba a asistir a sus bodas, cenas de aniversario, e incluso a los bautizos de sus hijos.

Se sentía abrumada en numerosas celebraciones de ese estilo, en cierto modo pensaba que se estaba quedando atrás. Pero no era así, ¿no? ¿Qué había de malo en anteponer la carrera a la vida personal en la primera fase de la juventud? Pensó que quizás no estaba preparada para esa vida—su trabajo no era de gran ayuda en ese sentido—, había gente que no lo estaba y no había nada de malo en ello. Tal vez simplemente necesitaba conocer mundo.

—Lo es, señor—admitió—. El programa de intercambio fue una gran experiencia y me gustaría conocer los métodos empleados en otras ciudades.

Contra todo pronóstico, el capitán Newman dio media vuelta y dibujó lo que parecía ser una sonrisa (era imposible culpar a Casey, aquel hombre apenas sonreía y cuando lo hacía tan solo mostraba sus dientes, perfectos gracias a los dentistas de su ciudad).

Además, su gesto provocaba una mezcla entre inquietud y orgullo. Era difícil saberlo, y prefería no preguntarle si de verdad estaba sonriendo porque..., bueno, no parecía lo más adecuado.

—Ha sido aceptado bajo dos condiciones.

Casey frunció los labios, impaciente. Algo que su padre tendría que haberle dicho antes de descubrir su vocación como policía era que a la hora de recibir buenas noticias siempre había condiciones. Para ser justos, existían circunstancias así en todos los trabajos. Sin embargo, las condiciones establecidas en Scotland Yard iban más allá de trabajar horas extra y traer cafés cuya espuma aparentase ser un ridículo corazón. Y dependiendo del día, quizá también incluían ambas características.

—La policía lleva semanas sin contactar con uno de los informantes de la mafia de O'Riley. Necesitamos que descubra si le ha sucedido algo al informante, después es toda de Nueva York—dijo antes de aclararse la garganta tosiendo—. La otra condición es que tendría que marcharse mañana temprano.

Casey no necesitó meditarlo. Marcharse tan repentinamente y a altas horas de la madrugada suponía un obstáculo para muchos policías con familias con las que debían despedirse. ¿Para Casey, en cambio? No tenía mucho que llevarse a la gran ciudad, ni tampoco tenía muchos familiares de los que despedirse. Sería un proceso rápido, como lo había sido mudarse a Londres en su día.

—Acepto, capitán Newman—contestó ella estrechándole la mano—. Ha sido un placer trabajar para usted.

—Felices fiestas...Y ándese con cuidado, inspectora Robins.

En cuanto Casey salió de aquella sala, se quedó de pie sonriendo durante unos segundos, con los papeles que le había entregado Newman en el último momento en una mano y una expresión triunfal. Después sacó el teléfono de su bolsillo y pulsó las teclas numéricas dispuesta a comunicar las noticias.

—Nos vemos en el aeropuerto mañana—dijo—. Ah, y dile a Tommy que voy para allá.

A la madrugada siguiente el aeropuerto de Londres estaba casi desierto. Por eso, cuando Casey atisbó dos siluetas que en lugar de hacer cola se postraban frente al lugar de salidas, la pelirroja supo que se trataba del matrimonio Wilder, la familia que le había dado un hogar tras el abandono de su madre y su hermana.

—Siento no poder quedarme para celebrar las fiestas...

La señora Wilder frunció el ceño y le dio un golpe suave a su hija. Samantha y Connor, su marido, eran lo más similar a unos padres que Casey podría haber tenido o deseado. Para ser justos, su memoria había difuminado tanto los detalles de su infancia que apenas recordaba lo que había sido tener familia antes de mudarse con los Wilder y marcharse a Londres. Eso incluía casi todo lo relacionado con su madre y Evelyn, ¿pero de su padre? De su padre recordaba el tono de voz y hasta la forma en la que se torcían sus sonrisas.

—No seas tonta, Case. ¡Es una gran oportunidad!—exclamó sonriente—. ¿Verdad, Connor?

Como de costumbre, Connor Wilder sonrió dándole la razón. No era un hombre muy hablador, pero sabía escuchar. A Casey le gustaba esa cualidad de su padre adoptivo. Por alguna razón que desconocía desde que era pequeña, cuando Connor hablaba, siempre decía algo trascendente.

Samantha no era demasiado alta ni tampoco demasiado delgada pero era elegante, carismática y de gran carácter. Su esposo era un poco más alto; observador, inteligente y bastante reservado para estar casado con aquella abogada. El maestro se complementaba a la perfección con Samantha y para Casey no había nada más bonito que ver cómo su relación seguía siendo tan tierna aún pasados los años.

—¡Te vamos a echar de menos, mi niña!—dijo calurosamente—. No olvides enviar postales. Y come bien. Y llama siempre que puedas. ¡Y si ves a Tommy y a Ava dales un abrazo muy grande de parte de la yaya Sam!

—Lo haré, mamá—respondió abrazándola—. Profesor Wilder.

Connor puso una mano sobre el hombro de Casey y sonrió con orgullo bajo su tupido bigote. Su cabello rizado y canoso contrastaba con sus ojos y su piel oscura, y a kilómetros se notaba que aquel jersey de pico y lana añil correspondía a un profesor de universidad. Si no, solo había que observar el rastro de tiza en sus dedos.

—Señorita Robins, sea cuidadosa en la ciudad—bromeó él devolviéndole el abrazo.

—Os quiero—dijo Casey sonriéndoles por última vez.

Connor le guiñó un ojo con complicidad mientras Samantha fingía mandarle besos por el aire. Casey pasó por el control dirigiéndose a la puerta de embarque. Ya no había marcha atrás.

Era un día nublado y se preguntó si en Estados Unidos el tiempo sería muy diferente al de los lugares en los que ella se había criado. Dudaba que llegase a tener el verde de Dublín, o que fuese imprescindible llevar el paraguas siempre, como lo era en Londres. Thomas decía que el clima era agradable. Casey se fiaba de él. Además, la chica Robins solía adaptarse rápido a las situaciones nuevas, por lo que tenía la esperanza de que mudarse a Nueva York no supusiera un cambio demasiado drástico.

El vuelo duró aproximadamente siete horas, no obstante, para cuando el avión aterrizó solo eran las seis de la mañana. «Maldito jet lag», refunfuñó Casey mientras sacaba el equipaje de mano, soñolienta. Sí, antes de irse había dormido unas pocas horas. No, no había pegado ojo en todo el vuelo. Apenas había luz—hecho que tampoco difería demasiado con Londres—, lo que era una pena, porque Casey había tenido la esperanza de poder ver un poco de la ciudad antes de instalarse. Había pasado de las cuatro de la madrugada a las seis. En siete horas.

«Qué asco de huso horario...»

Casey ni siquiera sabía a qué hora despertaba la ciudad, y, teniendo en cuenta a las horas a las que se dormía, no esperaba que fuese demasiado temprano. Dudaba mucho que su viejo amigo fuese a madrugar más que su ciudad, incluso aunque se tratara de ella. Se sumaba también que lo conocía bien, y habiendo tenido recientemente a Ava, a su parecer era improbable que desperdiciase sus pocas horas de sueño para recibirla.

Por eso fue una sorpresa ver a Thomas Wilder esperándola con un cartel en el que ponía Cassette R-W y unas ojeras con las que podrían haberlo acusado de posesión de armas dentro de las bolsas de sus ojos. Casey entornó los ojos al ver que señalaba el cartel con una sonrisa bromista, pero la chica no consiguió disimular su alegría de todos modos.

«Cassette R-W» era una vieja broma que solían hacer sus familiares. Desde pequeña, la pelirroja solía recordar todas las canciones que se emitían en la radio y cuando una se quedaba en su mente—según Thomas, que no tenía ni idea—era peor que un disco averiado. Además, el hecho de que la palabra Cassette contuviese su apodo—Case—y que siempre le hubieran gustado los casetes hacían que aquel se hubiese convertido en el chiste perfecto para Thomas. Sin fechas de caducidad y cariñoso en cierto modo.

«Antes de tener hijos Tommy ya tenía humor de padre, ahora su aspecto va a juego», pensó ella.

Se notaba que estaba en las últimas de su baja paternal. Pese a que sus ojos mieles seguían siendo igual de confiados que siempre, su rostro gritaba lo cansado que estaba. Thomas solía vestir de manera impecable—su madre se lo había inculcado—, sin embargo, en ese momento se veía que llevaba un calcetín de cada color (uno de un naranja chillón y otro de rallas verdes y rojas) bajo sus botas negras y que su pantalón negro tenía una mancha blanca, de polvos de talco.

Y lo peor y más preocupante: llevaba el gorro de punto que Casey le había regalado años atrás. Ese gorro era horrible. Un recuerdo de que el punto no era lo suyo y que tejer cuando se está enfermo y a diferentes luces era una mala idea...Muy mala idea.

—Oh, cállate, Tommy.

—Ni siquiera había hablado—dijo sin zafarse del abrazo de Case y le chocó el puño amistosamente.

El acento británico apenas era notable cuando llevabas viviendo meses en Estados Unidos y Thomas era la prueba viviente de ello. Cuando venía a visitarlos, su acento desde el día que llegaba hasta el día que se marchaba pasaba de ser propio de un neoyorquino de pura cepa, al acento británico de sus padres.

—La costumbre—respondió ella encogiéndose de hombros—. Tío, ¿no tenías más sombreros? ¿Y qué hay de mis sobrinitos? Gracias por venir, por cierto.

—Sin problemas, hermanita. La verdad es que acabo de darme cuenta de que era tu sombrero...Llevo sin dormir como tres días y medio.

Casey se detuvo un instante, viendo como su hermano cogía una de sus bolsas, y ella lo miró de arriba abajo. Enarcó una ceja con escepticismo y abrió los labios formando una «O» para después dejar escapar una risa socarrona. «Pobre Noah», se dijo pensando en su cuñada y se aventuró con seguridad a decirle a Thomas:

—Lo has hecho porque necesitabas salir de casa, has pedido un taxi y te has dormido—él no lo negó—. Seguro que has quedado como un héroe ante Noah porque vienes a recoger a tu hermanita extranjera...Maldita sea, Tommy, eso es inteligente pero no algo que papá te habría enseñado, no me extraña que mamá haya preguntado por tus hijos y no por ti...

Su hermano emitió un bufido y le golpeó el brazo con desgana. Casey empezó a reírse sabiendo que había dado en el clavo durante su trayecto a la salida del aeropuerto. Hacía frío, pero no era el frío húmedo de Londres sino que se percibía una sensación distinta, más seca. Pese a todo, para estar en diciembre el clima era agradable; Casey se acostumbraría a él.

Cuando se veía a Casey y a Thomas caminar juntos era evidente que no eran hermanos de sangre. Él era de raza negra, igual que sus padres, alto y con la complexión de un nadador mientras que Casey era menuda, pelirroja y pálida—aunque ni de lejos como recordaba la tez de Maeve. No, definitivamente no eran hermanos de sangre, pero les unía algo más fuerte que un vínculo biológico: siempre había estado ahí.

—Es usted insoportable, agente Robins—gruñó Tom, imitando a Newman, según metían el equipaje de la pelirroja en el taxi—. Esto es convivencia familiar, no un homicidio, Case. No hace falta el psicoanálisis.

—Inspectora para ti, sargento Wilder—replicó Casey imitándolo—. Gracias por dejar que me quede con vosotros hasta encontrar un apartamento.

Tardó unos segundos en contestar y ella vio que tenía los ojos cerrados. «¿Ya se ha dormido?».

—Devuélveme el favor durmiendo a Ava a las cuatro de la mañana...Ahora cállate, Case...Y disfruta de lo poco que vas a dormir en las próximas semanas.

Casey entornó los ojos—haciéndole caso de todos modos—mientras su hermano le daba la dirección al conductor. Cuando llegaron a su adosado de Brooklyn, Casey Robins tuvo que despertar a su hermano, lo que tampoco le supuso una gran consternación. Los Wilder dormían bastante. Para el momento en el que Thomas iba a girar el pomo, Noah ya la había abierto con un gesto que daba a entender que los niños se habían dormido al fin.

—¡Casey! ¡Qué alegría verte de nuevo!—susurró con una sonrisa—. Quédate todo lo que quieras, o simplemente hasta que no puedas más con los llantos nocturnos.

La cuñada de Casey era de estatura media y tez acaramelada. Tenía el cabello ondulado y rubio pajizo, más o menos a la altura de los hombros, aunque casi siempre lo llevaba recogido en una coleta. La verdad era que no recordaba muy bien de dónde era la mujer de Thomas, ¿Australia, quizás? Cuando te sumergías en una conversación con ella podías percibir su acento, pero siempre era más importante lo que tenía que decir que aquel detalle.

—Muchas gracias, Noah. ¿Puedo ayudarte con algo?

Thomas ya se había tumbado en el sofá del salón para cuando su hermana entró con las maletas. La casa estaba decorada, preparada para el siguiente martes, es decir, el día de Navidad. Desde lejos Casey pudo ver el pequeño árbol decorado de adornos rojos y dorados, de una manera tradicional, como la casa. Noah llevaba un pijama compuesto por una camiseta blanca y unos pantalones de cuadros violetas, ligeramente manchados con una mancha que probablemente era de leche, y encima llevaba una bata del mismo color que sus pantalones. Tenía la misma apariencia que Tom: la de la paternidad.

A Casey le gustaban los niños, pero qué pocas ganas tenía ella de ser madre ahora.

—No hagas ruido—sugirió en un susurro—. Si no te importa, voy a intentar dormir un rato...Así, para variar. Dile a Tom que te acompañe a tu habitación, y si se queja dile que no soy tonta y que si se cree que la idea de ir a por ti al aeropuerto no se me había ocurrido, le tocará cambiar los siguientes cinco pañales.

Casey soltó una risa ante el comentario de Noah y asintió sin prisas, levantando silenciosamente a su hermano. Él soltó un quejido durante un instante pero luego le ayudó a subir una de las maletas mientras su mujer descansaba. Metió su ropa en uno de los armarios y bajó por las escaleras tratando de no hacer que la madera resonara bajo sus zapatos.

Se sorprendió al encontrarse con Azul, el obediente labrador negro de su hermano (que evidentemente no era azul). Estaba tumbado a los pies de la cama de Casey, respirando regularmente con los ojos cerrados. La pelirroja tuvo que reprimir una risa. Hasta Azul estaba exhausto por la actividad de la casa.

Cuando Casey terminó de instalarse, todos estaban dormidos. El reloj marcaba las nueve y cuatro de la mañana y la inspectora decidió cocinar el desayuno a modo de agradecimiento. Al terminar de desayunar puso el té en el microondas y tapó las tortitas para que no perdieran el calor. A continuación pegó una nota en la nevera y se marchó para dar un paseo por el barrio, dispuesta a aprenderse las calles, cruces, y locales de la zona. Como no quiso alejarse mucho de la casa, al volver no fue una sorpresa que Tommy júnior estuviera esperándola con una sonrisa de oreja a oreja.

—Gracias por el desayuno, tía Case.

—¡De nada, Tommy!—respondió ella besando su cara y después se acercó a Thomas, que tenía a su hija entre los brazos—. Te vi hace poquito pero estás muy grande.

La niña soltó una risita y Casey sintió que se le derretía una porción del corazón. Desde luego le enviaría a su madre fotografías de sus sobrinos, de hecho, ella misma haría imprimir algunas y las metería en su cartera antes de encontrar un apartamento en la ciudad. Ava tenía los ojos grandes—del mismo tono que Tommy sénior—, unas manos diminutas y su tono de piel era como el del café con leche. Era un bebé, por lo que Casey apenas pudo apreciar demasiados detalles en su sobrina.

Tommy júnior tenía cinco años, el pelo rizado de su abuelo, Connor, y los ojos verdes de Noah. Era un poco más moreno que Ava y, según su hermano, había descubierto recientemente que le encantaba el chocolate caliente. Al menos Tommy tenía tan buen gusto como su tía. La propia Casey ya se lo había dicho: el chocolate caliente era un regalo del cielo.

—Son preciosos—masculló Casey emocionada.

—¿Para cuándo sobrinos, Robins?—preguntó su hermano y ella soltó una carcajada.

Casey Robins dudaba bastante que la maternidad le fuese a llegar pronto. A fin de cuentas, no había tenido una relación seria desde hacía tiempo y había decidido centrarse en su trabajo. Por lo menos la influencia de la familia que Thomas había construido con Noah había hecho que no se cerrase totalmente a la idea de sentar la cabeza. Quizás algún día lo haría. Pero si algún día decidía tener hijos, tampoco necesitaba tener una pareja para hacerlo. Siempre se había valido por ella misma y no iba a empezar a depender de nadie para hacer su vida.

Además, dudaba que pudiese ser peor que la madre que la había abandonado.

Si se hubiese criado sin la influencia de los Wilder...Probablemente ni siquiera se lo habría planteado. ¿Ser madre? ¿Y si luego no quería a sus hijos? Sabía que esas ideas eran absurdas, pero Casey no quería ser como la mujer que la había abandonado. Tampoco quería sentir empatía por ella, ni una pizca. A veces Casey se preguntaba si le habría ido bien o si se acordaría de ella. Y Evelyn, ¿se acordaría su pequeña hermanita de ella?

—¡Dichosos los ojos, si es el sargento Wilder!—exclamó con una gran sonrisa uno de los inspectores de la comisaría veintiuno. Su nuevo destino resultó ser el lugar en el que su hermano había trabajado años atrás—. ¿Y esta monada, Tom? ¿Lo sabe Noah?

Thomas le dirigió una mirada de advertencia y le dio un abrazo—o eso parecía, los hombres se saludaban de una manera un tanto particular—efusivo al hombre. Era más joven que él, rondaría los treinta, y era menos corpulento. Tenía ojos azules y era rubio, cuyo corte militar hacía que su mentón aparentase ser más prominente. Sus ojos tenían un brillo peculiar, optimista tal vez.

—No le hagas ojitos, Zarrow. Es mi hermana.

A Casey le sonaba ese apellido. Su hermano solía hablar de sus compañeros de la veintiuno muy a menudo, y más desde que lo habían ascendido y transferido a la comisaría trece. Los problemas que se habían tenido en el trabajo se convertían en desacuerdos del pasado y se disfrutaba más de la compañía.

—No te creo—dijo riéndose y abrió la boca con sorpresa—. ¿Casey? ¿La misma que tiró tus cuadernos por la ventana? ¿Cassette R-W? Nathaniel Zarrow, un placer.

Casey miró boquiabierta a su hermano y vio que este asentía. Le pisó el pie con el ceño fruncido y lo fulminó con la mirada como cuando tenía catorce años. Solo deseó que nadie más supiera historias sobre ella.

En su defensa, Tom se lo tenía merecido y ella estaba en su etapa rebelde. Thomas Wilder era encantador, pero había pasado la adolescencia como cualquiera.

—Me lo tenía merecido—admitió poniendo una de sus manos en el hombro a su hermana—. Bueno, Zarrow, queríamos ver a Reynolds.

Nathaniel asintió y los acompañó hasta la puerta—pese a que Thomas le había dicho varias veces que conocía la comisaría—con un entusiasmo que parecía ser característico de él. Al abrirla, Casey se encontró con una mujer delgada, de piel olivácea, dada la vuelta. Llevaba su cabello oscuro recogido en un moño tirante y de espaldas se podía ver que lucía un traje de mujer que le daba—incluso de espaldas—un aire elegante. Cuando se dio la vuelta pudo ver sus ojos oscuros, analizándola de arriba abajo. Era más joven de lo que la inspectora Robins se habría esperado y, puede que ella lo interpretara mal, pero parecía decir a gritos lo exitosa que estaba resultando su carrera. Sinceramente, Casey se sintió más intimidada con ella que con el viejo Newman.

—Capitán, esta es Casey Robins...

Entonces recordó lo que le habían dicho sobre ella. Charlie Reynolds. Una de las policías más jóvenes en ascender a capitán, sin una sola mancha en el expediente a excepción de un rumor del que le había comentado Tom antes de trasladarse a la trece de Brooklyn. Se decía que cuando era teniente había tenido algo con uno de sus subordinados y que él se había aprovechado de su posición en ascenso. Supuestamente lo habían ascendido gracias a su influencia.

Casey odiaba esos rumores, sobre todo porque cuando sucedían cosas así, la persona más perjudicada era la mujer. Era resultaba terriblemente injusto. Por no hablar de machista.

La sensación de inquietud se disipó en cuanto Charlie sonrió. Casey se sintió más aliviada, quizás porque las sonrisas implicaban empatía y cierta comodidad; al ser un gesto sincero, la pelirroja consiguió liberar un poco de la tensión que se había empezado a acumular en su cuerpo.

—Tu hermana, la recién llegada—terminó ella dándole la mano sin borrar su sonrisa—. Me han hablado muy bien de usted, inspectora Robins. Yo soy Charlie Reynolds, ¡bienvenida a la veintiuno!

—Gracias, capitán.

—Bueno, las dejo solas—anunció Thomas—. Nos vemos más tarde, Case. Buenos días, Reynolds.

Tras despedirse de su hermano, la capitana guió a Casey enseñándole los lugares de la comisaría: el descansillo, las oficinas de los tenientes, el lugar en el que se encontraban tanto la cafetera como las máquinas expendedoras, los baños, además de lo que Casey llamaba la Pared del Mérito, es decir, donde se encontraban todas las placas y fotografías de policías que habían trabajado en la veintiuno y habían perdido su vida en servicio o habían adquirido sus mayores logros durante sus estancias en la comisaría.

Casey agradeció el gesto pese a que podría haber intuido cada espacio. No era Londres, pero tampoco era el fin del mundo, así que no había demasiadas diferencias entre un lugar u otro. La primera impresión que tuvo de su nueva jefa fue buena. Se sorprendió un poco al ver que no era tan estricta como se rumoreaba por todos lados, no obstante, Casey tampoco había dado nada por hecho. Acababa de llegar y habría sido una manera ingenua de pensar de alguien.

—Su grupo de trabajo está formado por los inspectores Zarrow y Wén, puede traer sus cosas aquí. Espero que se vaya acomodando y si necesita cualquier cosa, la puerta siempre está abierta.

Le agradeció su hospitalidad y cambió la caja—que había dejado en la mesa de Nathaniel—a su nuevo lugar de trabajo. No tenía que sacar demasiadas cosas: una taza para el té, una fotografía en la que aparecía con los Wilder y otra en la que aparecía con su difunto padre, Aidan Robins. Si bien Casey se llamaba Casey Robins Wilder, casi siempre la llamaban Robins porque era más corto y según decían algunos, sonaba bien y era fácil de recordar.

Casey podría haber perdido su apellido original, pero a ella le resultaba importante recordar quién había sido su padre.

En la caja había algo más: un pequeño coche verde y naranja, del largo de su dedo anular y ancho de su dedo gordo, que cabía perfectamente en la palma de la mano de Casey y que—según Aidan—traía suerte. Aidan siempre lo había llevado consigo y la verdad, mucha suerte no le trajo. Aun así, Casey mantuvo la promesa que le había hecho poco antes de fallecer, que llevaría siempre ese coche. Además no suponía un gran inconveniente, tenía el tamaño de un llavero.

De repente distinguió a Nathaniel y a otra mujer acercándose hacia ella; llevaban vasos de café en sus manos y hablaban con tranquilidad. Casey vio que la chica era un poco más baja que ella, de cabello negro, lacio, y nariz pequeña. Tenía algunos lunares en su rostro y unos ojos marrones, curiosos, emocionados.

—Huá Wén—se presentó con una sonrisa—. Es genial tener una compañera.

—Casey Robins Wilder—respondió ella—, lo mismo digo...Por curiosidad, ¿aquí soléis trabajar en grupos de tres? En Londres solíamos ser cuatro y nos dividíamos por parejas.

Nathaniel frunció los labios antes de contestar y las expresiones de ambos se volvieron distantes. ¿Había sucedido algo o simplemente Casey había hecho una pregunta indebida? Zarrow miró a su alrededor y bajó el tono de voz, como si no quisiese que nadie más se enterase. Sus cejas rubias, casi invisibles, estaban alzadas de tal forma que se veía su preocupación con todo detalle. La expresión de Huá por el contrario se volvió sombría y todo atisbo de tranquilidad se difuminó.

—También solemos ser cuatro. ¿Sabes por qué te han trasladado, no?—Casey asintió lentamente—. Uno de nuestros compañeros lleva infiltrado con las Ranas Dardo de O'Riley casi dos años, por eso no está...Pero Calder se fue a buscar a su hermano, un informante, y lleva desaparecido una semana.

—Una cosa era tener a su hermano criminal desparecido, porque siempre cabía la posibilidad de que se hubiese echado a atrás, pero Calder...No es normal que no haya vuelto—añadió Wén formando una línea tensa con sus labios—. Íbamos a ir a su lavandería...Aparentemente las cámaras de seguridad captaron algo esta mañana.

Pudo ver la preocupación en el rostro y en el tono de Huá. A pesar de que no conocía a Calder, Casey sabía cómo era perder a un compañero dentro o fuera de la policía. No le había dolido nada tanto como la muerte de Gavin Lamar.

Enfrentarse a los O'Riley era arriesgado, tras años de investigaciones lo había aprendido. Con Grant O'Riley era mejor seguir la pista de cerca y rezar para no ser víctima de su gente. Nathaniel miró la mesa de Casey y observó la imagen de su padre pensativo.

—¿Ese es Aidan Robins?

—Sí...¿Cómo conoces su nombre?

En Dublín era inevitable escuchar la historia de su padre de vez en cuando. Incluso en Londres se escuchaban rumores del policía que había sido asesinado en su propia casa, sin piedad, y donde se había dejado un trébol de cuatro hojas. ¿Pero en Nueva York? Casey no esperaba que nadie conociese su nombre y, siendo sinceros, tampoco deseaba que se conociese.

Superar la muerte de su padre había sido incluso más difícil gracias a los rumores sobre su vida laboral y privada antes de su asesinato. Ser la hija de un muerto no traía más que suspiros compasivos y simpatía que Casey Robins no había pedido jamás. La inspectora no quería que la gente se compadeciera de ella, pero la sombra del fantasma de su padre parecía ser algo de lo que no lograría escapar.

—Hay varias fotografías de él en comisaría. Fue condecorado muchas veces por su trabajo en homicidios, es prácticamente una leyenda—contestó Nathaniel en un tono admirativo—. Y es la persona que más tiempo ha estado infiltrada con los O'Riley.

«¿Que papá qué?». El mundo de Casey se tambaleó al escuchar aquello. No se lo podía creer. Aidan nunca había mencionado nada sobre Estados Unidos o la mafia de los O'Riley.

«Cuando un desconocido procedente de un país al otro lado del mundo sabe más de la vida de tu padre que tú—se dijo Casey—, es hora de preocuparse».

Aidan no hablaba del trabajo en casa. Maeve tampoco. En ese sentido, era como un acuerdo silencioso al que habían llegado mucho antes de que naciese Evelyn. Sabía que sus padres se habían conocido en un local irlandés, pero los detalles estaban demasiado borrosos para ella.

Casey recordaba anécdotas a trozos, detalles de la antigua vida de Maeve que le habían sido relatados y a su madre biológica diciendo que su padre había supuesto una nueva oportunidad para ella...Sin embargo, no conseguía comprender cómo no conocía nada de sus años en Nueva York. Casey tragó saliva y la visión se le nubló durante un instante que se le hizo eterno.

¿Y por qué su abuela nunca mencionó nada? Neilina Robins era una fisgona, era imposible que no lo hubiese sabido. ¿Lo sabrían los Wilder? Hasta cierto punto Casey entendía que hablar de ello no era el mejor tema de conversación, no obstante, estaba en derecho de conocer a su padre. Algo era evidente: Thomas había trabajado allí. Lo sabía y no lo había mencionado. ¿Tendría motivos para tratar de ocultarle la verdad?

—¿Cuánto?—inquirió la inspectora Robins.

Casey llevaba años investigando a los O'Riley. Era difícil no hacerlo, había una lista interminable de cadáveres con los que no había sido capaz de relacionar a la mafia irlandesa. Ahora operaban desde Estados Unidos, pero habían echado raíces en Irlanda, todos conocían aquella historia. Habría sido mentira si Casey hubiese dicho que nunca se había planteado que los O'Riley fueran responsables del asesinato de su padre, pero era tan imposible, tan improbable, que Casey había dado de lado a la idea. ¿Qué interés habrían tenido las Ranas Dardo en Aidan?

En lo que respectaba al homicidio de su padre solo conocía dos posiciones: o se obsesionaba con ideas descabelladas y se entregaba al completo investigándolo, o lo dejaba en el pasado porque sabía que jamás iba a tener respuestas para la muerte de Aidan o qué la había causado. El único que podría habérselas dado era su padre. Los muertos no hablaban. No merecía la pena perseguir fantasmas.

—Casi siete años, ¿puedes creerlo?—«No»—. Dicen que después de detener a Grant O'Riley por primera vez, huyó a Europa a formar una familia, donde lo...

—¿Asesinaron? Sí—interrumpió Casey, incómoda y crispada—. Encontraron su cuerpo con disparos a quemarropa, sangre por toda la escena del crimen, un trébol de cuatro hojas y una niña aferrada a su cuerpo.

Huá Wén parecía haber entendido la situación y le dirigió una mirada exculpatoria, respetuosa, a su nueva compañera. Casey había ido a terapia durante casi toda su vida y lo había conseguido superar—más o menos—, sin embargo, hablarlo abiertamente seguía costándole, incluso con los Wilder. Su vida antes de ellos despertaba tanto buenos como malos recuerdos.

Casey odiaba ser tan cortante, pero la muerte de su padre sacaba lo peor de ella. Las circunstancias en las que había fallecido Aidan hacían que fuese un tema delicado. Asimismo, había sido la única persona que había visto realmente aquel escenario y que otros difundieron detalles acerca de su muerte le resultaba tan reprobable como morboso. ¿Qué necesidad había?

—¿Cómo puedes saber eso?—preguntó Nathaniel con asombro—. Perdóname si soy tan curioso...

«Para ser detective, no es muy avispado». La pelirroja tuvo que reprimir sus necesidad de hacer una broma.

Casey salía en la fotografía con Aidan, se parecía increíblemente a él, ¿no era fácil conectar los puntos? Tal vez por eso su madre se había ido, quizá Casey le recordaba demasiado a su difunto marido. Wén miró a Zarrow severamente, tratando de hacer evidente lo que ella había intuido.

—Yo era esa niña. —Zarrow estaba sin palabras, mas se veía que trataba de disculparse—. No te preocupes, Nathaniel, fue hace mucho tiempo...Vamos a esa lavandería, ¿vale?

El trayecto fueron menos de dos manzanas caminando. Para cuando llegaron, ver las cámaras fue un procedimiento rápido. Wén preguntó a qué hora había venido, si había mencionado algo sobre un tal Benjamin y si alguien lo había seguido. La propietaria contestó con sinceridad, con cierta preocupación en su rostro. Luego los policías de la comisaría veintiuno procedieron a ver las grabaciones.

La atención de Casey se fue desviando paulatinamente hacia el exterior. Mientras veían las cámaras, varias personas se encontraban escudriñando la tintorería en la que estaban con suma atención. Casey se acercó al escaparate de cristal y los observadores se alejaron de él. Pero lo preocupante no era que un grupo de curiosos se acercara, lo preocupante era que se marcharon a otro lugar, no demasiado lejano a donde estaban pero sí concurrido, aparentemente.

—Wén, voy a salir un momento—la avisó Casey. Su nueva compañera asintió.

Al salir a la calle contempló a una multitud acercándose a un callejón cercano a la tienda. Corrió hacia allí, temiendo que hubiese algún problema, quizás una pelea, y trató de abrirse paso entre la gente. De repente escuchó los gritos agonizantes de las personas que rodeaban la escena y empezó a alterarse, ¿estaba alguien en apuros? Casey llamó a emergencias prediciendo una situación complicada y se comunicó con Zarrow y Wén mediante un comunicador que le habían entregado en la veintiuno minutos antes de llegar a la tienda.

Al ordenar a la gente que se echase atrás, Casey fue testigo de algo insólito. Un enorme charco de sangre. La pelirroja sintió cómo se tragaba su propia bilis al acercarse a los dos hombres tendidos en el suelo. Fue lo más rápido que pudo, sin embargo uno de ellos ya no tenía pulso.

El otro en cambio, parecía débil, pero seguía con vida. Su pecho subía y bajaba en respiraciones superficiales y movía sus dedos temblorosos a duras penas. Tenía una placa en su bolsillo. En ella se le identificaba como Calder Acker. Era él. El policía al que los de la veintiuno estaban buscando. Casey ahogó un grito al ver su rostro, de una palidez antinatural. ¿Qué demonios había pasado? ¿Cómo podía haber sido asesinado a plena luz del día?

—Calder...Soy Casey, quédate conmigo...La ayuda está por llegar.

Entonces comenzó el sinsentido. Casey casi pudo ver en sus ojos a su padre. Por un instante creyó que decía palabras aleatorias, entonces apretó su mano, susurrando cosas que no podían ser coincidencias, por lo que resultaban aún más desconcertantes. Entre palabra y palabra parecía perderse más a sí mismo, se pausaba y cada vez le costaba más respirar.

Casey trató de convencerlo para que no gastase sus últimas fuerzas, sin embargo volvió a apretar su mano y fijó sus ojos en ella.

—Ocho...de Suerte...Robins—Casey se sobresaltó, notando como se le formaba un nudo en la garganta cuando el investigador moribundo la miraba con intensidad—. O...Riley...

En ese momento Casey vio algo sobre su zapato y sintió que volvía a tener seis años.

Sobre el zapato de aquel inspector moribundo había un trébol de cuatro hojas.



¡Eso es todo por hoy! ¿Qué me decís :)? Pinta bien, ¿eh? Nos leemos.

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