Máscara de hierro


"De vez en cuando di la verdad para que te crean cuando mientes."

Jules Renard.

"No hay mayor mentira que la verdad mal entendida."

William James.

"Quien no sabe la verdad sólo es un estúpido, pero quien la sabe y la llama mentira, es un criminal."

Bertolt Brecht.



122 d. C.

Wickenden, Valle de Arryn.



Todos los pueblos en Poniente podrían lucir exactamente igual para el viajero que ha recorrido sus caminos. El pueblo de Wickenden no era particularmente diferente: casas de techos de dos aguas, maderos viejos, ganado paseando por los páramos no tan verdes, olor a orines y gente andando por aquí y por allá del puerto hacia tierra adentro. Acaso lo que podía alabarse era el aroma de velas que a veces alcanzaba las narices de los caminantes. La Casa Waxley era conocida por ello, tenían las más impresionantes velas de los Siete Reinos, su manufactura era lo que atraía a extranjeros a sus puertos para conocer esos productos aromáticos de buen uso.

—¿Motivo de su visita?

—Oh, amable señor, queremos admirar las velas.

—Como todos, son tres dragones de plata.

—Aquí, mi señor.

—¿Está enfermo? ¿Tiene peste? —el intendente encargado de recibir a los viajeros de los barcos de Essos apuntó a un joven Omega.

—No, claro que no, los mares dañan su piel, no resiste la sal ni la humedad.

—... mm, bien. Adelante.

Ethola sonrió a su hijo adoptivo, entrelazando sus brazos al andar pacientemente por entre la gente, mirando alrededor. Aemond recibió una que otra mirada, tenía puesta una máscara de hierro, hecha de lentejuelas de metal cosidas entre sí que la hacían ligera pero resistente al movimiento, cubriendo todo su rostro salvo la boca fina de labios rosados. Con el parche en su nuca, lucía unos cabellos castaño rojizos ondulados y ojos azules, pareciendo tan solo un Omega enfermizo como se toparon algunos en el camino. Abundaban en Poniente, debido a las condiciones en que vivían, si no se tenía sangre noble, las carencias estaban constantemente tocando a la puerta.

Una ventaja que vieron ahí en Poniente era que luego de un rato, la gente terminaba acostumbrándose a las rarezas. La máscara de hierro dejó de ser una molestia al poco tiempo, sin que nadie les prestara atención cuando buscaron una posada donde hospedarse. Encontraron una retirada del muelle, pegada al camino principal a un precio accesible. El posadero solo arqueó una ceja al ver a Aemond, pero siendo Omega, la compasión vino enseguida, llevándolos a su cuarto piso arriba que tenía por vista un campo rocoso.

—No está tan mal, no tiene pulgas —observó Ethola.

—La gente es diferente.

—Claro, mi niño, han sufrido guerras y hambrunas, el carácter se resiente.

—Cualquiera diría que en Poniente las cosas son más sencillas que en Essos.

—Es una forma de ponerlo, la realidad es que todos los reinos poseen una debilidad. Nuestra misión aquí es averiguar cuál es la del Trono de Hierro.

—Me supongo sabes por dónde comenzar.

—Por las velas, por supuesto.

En Lys, era común dar un servicio a los clientes para que se decidieran a comprar una noche de placer, con un buen masaje que descansara sus agobiados cuerpos de los viajes, que incluía al final otro tipo de masaje o bien una felación. Ethola era experto en eso, sus manos pese a las arrugas poseían una destreza impresionante que ganó sus primeros clientes en Arryn una vez que compraron velas aromáticas que poner en un pequeño cuarto donde recibían a los siempre ansiosos Alfas que podían hacer caso omiso de un Omega viejo y otro con una máscara para ocultar su enfermedad si sus manos eran tan buenas que los dejaban roncando sobre la cama de pieles.

Claro que hubo uno que otro que intentó algo más, entonces Aemond tomaba su espada y aprendía a hacer buenos cortes con ella. Nada se desperdiciaba en esas lecciones donde aprendieron cosas muy interesantes en boca de los extasiados clientes cuya lengua se desenrollaba cual alfombra una vez que ambas cabezas habían sido complacidas. Lo primero era que la Familia Targaryen siempre había sido una casa donde los problemas eran usuales, y cuando se refería a problemas eran de verdad cosas que al pueblo le costaban sangre y hambre por años. Un conflicto había asomado cuando el viejo rey Jaehaerys I convocó al concilio en un lugar llamado Harrenhal pues no sabía a quién nombrar heredero.

—Imagina —sonrió Ethola, lavando su boca— Nombras herederos y se mueren los desgraciados, entonces los hijos de los herederos quieren tu corona, pero ¿a quién se la dejas si todos tienen el derecho a reclamarla?

—¿Al mayor?

—Pero fue una mujer, la princesa Rhaenys y su primogénita fue una mujer. El trono es para un varón.

—¿Aunque fuese Omega?

Ethola amplió su sonrisa. —Eso lo vamos a averiguar, lo interesante es que el rey Viserys fue nombrado por encima de su prima, luego entonces, no puede tener un varón al que dejarle su trono, quedándose con su hija, la Delicia del Reino.

Rhaenyra Targaryen era una mujer Alfa, lo cual pudo ayudarla en su reclamo al trono, pues era mejor que no tener nada. Pero si el rey llegaba a tener un hijo varón, su derecho a convertirse en reina peligraba, más si la sangre de su adversario era más pura pues se decía que entre más espesa fuese la Sangre de Dragón era un mejor gobernante. Dichos de los Siete Reinos que para Aemond carecían de sentido, atrayendo más clientes con su aroma de Omega virgen, un fuerte aliciente para que cayeran en sus redes, algunos vivían para contarlo y volver, otros menos prudentes ya no. Al inicio, había guardado cierto recelo ya que no era igual quitar una vida en el barrio rojo de Lys que ahí, pero cuando Ethola le recordó esa tarde cuando su madre murió, su mano ya no vaciló más.

Como ese comerciante que tenía un aroma de cachorros y sangre encima, al principio no había querido caer en los encantos del Omega, pero al oler que estaba intacto, el precio como las condiciones no le parecieron malas, pensando ya en hacer de las suyas en cuanto estuvieran a solas, sin sospechar que no era su primer hombre perdiendo la vida. Ahora yacía en el suelo, desangrándose como otros lo harían mientras Aemond limpiaba su espada con un trapo limpio bajo una mirada despectiva.

—Esto es interesante, siempre he escuchado eso de que cuando los Alfas no quieren a sus parejas, tener hijos es un suplicio para la madre porque no consigue tener un cachorro. Si la reina Aemma no daba herederos sería por una buena razón.

—Porque el rey amaba a mi madre —comentó Aemond en voz baja, envolviendo el cuerpo.

—Y entonces, la reina muere al dar a luz al amado hijo varón Alfa. El rey se lamenta, pero al mismo tiempo no.

—¿Cómo es que todos afirman que jamás olvidó a esa mujer si no la quería?

—Alguien ha sembrado la historia, sería imprudente dejar una puerta abierta a la posibilidad de que el rey hubiera puesto sus ojos en alguien más cuando la Delicia del Reino gobierna su corazón.

—Hm —bufó el joven, mirando por una ventana— Mentiras.

—Todo el tiempo, cariño, todo el tiempo. Pero este hombre nos acaba de confirmar el rumor que más nos interesa.

—Necesito encontrar a la doncella que lo vio.

—Debe estar en un pantano o en la mierda de un dragón.

Aemond frunció su ceño, eso sería un inconveniente. Su tieso cliente había afirmado entre copa y copa que le empujó a los labios que la reina Alicent tampoco amaba al rey y se había casado solo porque este la forzó en una borrachera en un banquete en honor a su difunta esposa. Muy convenientemente dio a luz ocho lunas después a un cachorro, otro varón Alfa al que, sin embargo, la princesa Rhaenyra amaba como al resto de los hijos de la reina. De hecho, todos sus hermanos la adoraban tanto que el reino estaba maravillado con ella de tan buena Alfa que era.



Interesante que la reina Alicent siempre fue cercada a Rhaenyra.

O que esta pusiera a Ser Criston Cole como guardia personal de la reina.

Ese mismo que juró que Daemon Targaryen lo había seducido para preñarlo.



Llevaron el cuerpo al pozo donde habían lanzado otros, no eran los únicos, en los barrios bajos de la ciudad era común echar los difuntos ahí para que guardias no dieran problemas. Ya habían obtenido suficiente, era momento de alejarse, así que dejaron todo y salieron por la madrugada envueltos en sus capas hacia uno de los riscos donde el joven llamó a su dragón. Caraxes apareció, llevándolos un poco más adentro del territorio, a esconderse entre la gente humilde donde la mirada de los Targaryen nunca se posaba. Ahí se quedarían otro poco más al reunir más piezas de la información que requerían para armar su plan de ataque, conociendo además las costumbres y la vida del pueblo gobernado por los Señores Dragón.

Dejando a Caraxes escondido en las altas montañas, Aemond ahora se dio a la tarea de encontrar trabajo entre los pastores que circulaban por entre los caminos principales, esa senda del rey donde cruzaban soldados, lores y de vez en cuando alguien importante. Le tuvieron lástima por su rostro lastimado siendo un Omega joven y huérfano, dejándolo ayudarlos con las ovejas y cabras, a cambio de trozos de pan y algo de leche. Ethola no iba a conformarse con eso, por algo había acumulado buenas monedas en su vida y sus aprendices le regalaron otras para tener un respaldo con qué vivir bien durante un tiempo en Poniente.

—Con razón están en los huesos si apenas comen estas gentes. Y nosotros que creíamos que no teníamos qué comer.

—Bueno, yo robaba.

—Detalles.

Andando con los pastores, Aemond escuchó otras historias interesantes, entre cuentos de las villas, historias que rayaban en lo estúpido, anécdotas chuscas de lores. Ethola y él fueron como tejedores que iban hilvanando las palabras adecuadas entre tantas incoherentes, armando lo que su padre adoptivo llamaba el gran tapiz de la verdad. Siempre admiraría la capacidad de aquel viejo Omega para entender cosas tan complicadas, si la vida hubiera sido más generosa con él, tal vez habría sido un excelente consejero real o incluso lo que llamaban Lord Mano, la mano derecha del rey de los Siete Reinos. Pero era un Omega, una casta consideraba útil nada más que para tener cachorros.

Salvo el infame Príncipe Canalla.

—Mi hermano, que los Siete amparen su alma, era comerciante —contó uno de esos pastores— Conoció a ese príncipe porque solía venderle sus almendras favoritas. Era hermoso y letal por partes iguales. Su padre le había dado Hermana Oscura porque siendo Omega llevaba las de perder, aunque nadie pensó que podría hacer algo de importancia, mucho menos reclamar un dragón como aquel carmesí hecho para la guerra. Siempre se rehusó a casarse, hasta que el su hermano el rey lo obligó con una Alfa de por aquí llamada Lady Rhea Royce. Dicen las malas lenguas que el príncipe siempre tomó Té de Luna para no darle cachorros.

—¿Por qué le llamaban el Príncipe Canalla?

—¡Porque lo era! —rió el viejo Beta con dientes chuecos y otros faltantes— Todos saben que se revolcaba con cuanto Alfa se le cruzara, luego los mataba o bien hacía que su dragón los quemara vivos solo por placer. Nada lo detuvo, hasta quiso seducir a su propio hermano, bueno, es algo común entre ellos. De suerte que el rey lo exilió harto de sus desmanes cuando se revolcó con uno de sus guardias y quedó preñado ahora sí. Seguro tiene más bastardos corriendo desnudos en el otro continente.

Aemond apretó una sonrisa, conteniéndose. —Seguro.

—El reino descansó cuando él se marchó, su última fechoría fue intentar asesinar a la heredera porque ella lo descubrió ante el rey, había celebrado la muerte de su sobrino diciendo que él sería el nuevo rey, luego acostándose con el guardia al que amenazó de muerte. Hay Omegas muy malos, los dioses los castigan y el Príncipe Canalla no escapó a la justicia. De suerte que tú no eres así, solo estás enfermo, pero muchos aquí no son así.

—Qué alegría, gracias a los Siete.

—Siete bendiciones para ti.

De buena gana hubiera seguido los pasos de su madre y arrasado con ese pastor y sus ovejas, pero se contuvo, solo repetían lo que tanto habían escuchado desde la capital, no era su culpa el creer algo que no les constaba. ¿Cómo hacerlo si jamás salían de ahí? Pero ya iba dándose cuenta de lo cruel en intenciones que era la princesa Rhaenyra, ahora dominando la Corte en la Fortaleza Roja en el distante Desembarco del Rey. A veces le costaba mucho mantener la fachada que Ethola le había dado, el Omega anhelaba ponerse su armadura, levantar su espada y volar sobre el lomo de su dragón hacia donde la causante de sus desgracias, pero si ella había estado elaborando su plan para hacerse del trono, él también debía hacerlo.

Y donde más le doliera.

Cuando regresó con su padre adoptivo, le contó lo que los pastores contaban, el viejo Omega le escuchó, bufando un poco y atizando el fuego para calentarse los pies ahora que venía el invierno. No habló nada, lo que significó que estaba pensando de nuevo, entrelazando en su mente sus siguientes movimientos. Aemond tomó asiento a su lado, mirando las llamas danzando sobre los leños secos que tronaban, esperando paciente. Una mano acarició su mejilla, con esa sonrisa que auguró un ataque a la princesa.

—Debemos irnos ya, este valle ya nada tiene para nosotros.

—¿A dónde iremos?

—Al Norte.

Hasta donde tenía entendido, el Norte, el reino más grande y leal a la Casa del Dragón, estaba gobernado por el joven lobo, Cregan Stark, un Alfa que había peleado con su tío por el título de Guardián del Norte y Señor de Invernalia, muy ajeno a los líos en el sur porque no eran gente que estuviera entrometida con los demás, sin contar que su religión era diferente. Allá adoraban a los antiguos dioses representados en árboles de troncos blancos y hojas carmesí que llamaban arcianos, ostentando rostros tallados en esa vieja madera que muchos viajeros aseguraban aún guardaban la magia antigua, más vieja que la Antigua Valyria.

Salieron temprano por la mañana, dando gracias a la familia que les dio techo, obsequiándoles unas monedas por sus servicios y diciendo que irían en busca de la magia de los arcianos para curar el rostro del joven Omega. Dejaron una buena impresión, desapareciendo en el camino cuando Caraxes fue por ellos, dejándolos del otro lado en el cruce principal, siguiendo a pie el resto del camino usando gruesos palos a modo de cayados para que los vieran andar así, cual pobres Omegas.

—El Trono de Hierro cuenta mucho con las espadas del Norte para contener cualquier rebelión en su contra —instruyó Ethola al andar, podía lucir viejo pero aquella misión le había renovado energías— Si bien cuenta con un número generoso de dragones a repartir en los Siete Reinos, lo cierto es que no son infalibles ni tampoco pueden estar en todos lados.

—¿Cuántos dragones son?

—Los suficientes para que no te muestres ni a Caraxes. Eso no importa, lo que importa, hijo mío, es que robes esa lealtad norteña a la corona.

—Tengo la rabia suficiente para luchar por el nombre de mi madre, pero dudo mucho que haya algo en mí algo que pueda conseguirme el Norte.

—Claro que sí lo tienes —sonrió Ethola— Y con eso, robarás Invernalia.

—Dime que es.

—No, hasta que lleguemos. Ahora, concéntrate, somos Omegas extranjeros en tierras desconocidas que serán asaltados por bandidos.

—¿Cómo es que siempre te funciona eso?

—El truco es usar lo que aprecian en estas tierras, aquí en el Norte, el honor está por encima de cualquier cosa.

Los bandidos aparecieron, claro, solo que morían a los pies de Aemond quien ya sentía en su sangre ese fuego Targaryen que apreciaba la sangre y la venganza. Llegaron a una villa manchados de lodo, rasguños, temblando con aroma de Alfas que intentaron lastimarlos. Siempre funcionaba. El joven Omega miró a su padre hablar con los demás sobre lo sucedido con tal maestría que incluso él creía en el cuento. Años de mentir a los clientes daban frutos. Una familia se ofreció a llevarlos en su carreta rumbo a donde los Karstark, para que encontraran un mejor asilo.

—Los dioses los bendigan, es con ustedes que al fin conocemos la bondad —sollozó Ethola.

Llegaron a unas tierras más frías y llenas de árboles con colinas rocosas, vientos helados con cierto aroma a sal. Aemond estaba más que curioso de las intenciones de su padre, siempre obedeciéndole porque era la mente maestra, aprendiendo de primera mano la forma de moverse y hablar para obtener lo deseo. Pasaron algunos días cuando supieron que una importante caravana cruzaría por la villa donde estaban, entonces Ethola le pidió que salieran a dar un paseo sin decirle más. Con sus capas ligeras que no iban a servir de mucho si estaban demasiado tiempo fuera, fueron a una parte del camino flanqueada por el bosque espeso que corría rumbo a Invernalia.

—Hijo mío, baila para mí.

—¿Ahora?

—No lo podíamos hacer en el Valle, pero aquí no nos molestarán.

—... de acuerdo.

—Anda, consuela a tu viejo padre.

Ethola tomó asiento en una piedra, esperando por su confundido hijo quien se encogió de hombros, sacando de entre sus bolsillos un listón con el cual bailar, las prostitutas en Lys le habían enseñado, no eran movimientos muy educados por decirlo de alguna manera, pero disfrutaba haciéndolos. Dejó sus preguntas para luego, tan solo cumpliendo el capricho del otro Omega, con sus cabellos rojizos volando al viento igual que el corto listón en color gris plata siendo una serpiente de aire que rodeaba su cuerpo. Un relincho lo detuvo de golpe, casi a punto de caerse y corriendo hacia donde su padre quien lo envolvió en su capa, abrazándolo con fuerza.

—Oculta tu rostro en mi cuello —ordenó Ethola, empujando su cabeza.

Los caballos avanzaron, una docena de ellos, envueltos en gruesas capas, miradas feroces. Un joven Alfa encabezaba el grupo, adelantándose hacia donde estaban sentados. Aemond no lo pudo ver bien, solo escuchar su voz gruesa.

—No fue nuestra intención asustarlos, es peligroso andar solos en estos caminos aunque deban ser seguros.

—Lo lamento, milord, somos pobres, estamos malditos siendo Omegas, solo quería que mi amado hijo tuviera un momento de felicidad. Perdona, milord, también somos ignorantes, no sé tu nombre pero te reverencio, déjanos ir en paz, seguiremos nuestro camino.

—¿A dónde van?

—Donde haya alimento y podamos dormir en suelo seco.

—¿No tienen un lugar a dónde llegar? ¿Alguien que los espere?

—Milord, compasivo y generoso, huimos de Lys porque querían vender a mi cachorro y alejarlo de mi lado, asesiné a mi amo para escapar. Lo que ves es todo lo que tenemos con nosotros, nadie nos espera, ni tenemos hogar. Ha sido el Norte donde hemos encontrado algo de paz y bondad, pero nada tenemos para ofrecer.

—Eso es algo triste de escuchar.

—Que tu corazón no se agite, como dije, nos marcharemos si nos permites.

—No tienen por qué hacerlo, pueden venir con nosotros.

—Milord...

El joven Alfa sonrió, alzando su mano. —No me refería a eso, yo no me aprovecho de Omegas. Me refiero a que son invitados a vivir conmigo, servir en un trabajo más digno que de esclavos.

—¿A dónde, mi señor? Iremos, por supuesto.

—Invernalia. Soy Cregan Stark, y están bajo mi protección.

Aemond abrió sus ojos, escondido bajo la capa de Ethola quien lo apretó apenas. Eso era lo que estaba buscando, encontrarse con nada menos el Señor del Norte. Sonrió para sí, temblando de forma que el Alfa lo notara, este bajando del caballo quitándose su capa para ofrecérsela.

—Está temblando de frío, por favor.

—¡Milord! Es su capa y nosotros...

—Por favor, yo los asusté, es lo menos que puedo hacer.

Ethola aceptó la capa, colocándola en los hombros de su hijo al separarlo, exagerando el gesto de su mano para que inclinara su cabeza al ponerse de pie.

—Dale gracias a quien te ha abrigado, no seas malagradecido o los dioses nos maldecirán.

Conteniendo la risa, Aemond hizo una reverencia sin levantar su rostro envuelto en la máscara, con un sutil aroma de Omega asustado, pero dejando olfatear también su pureza.

—Que los dioses antiguos lo bendigan siete veces, milord —habló en la voz más suave, encantadora y seductora que tenía con ese error al confundir dioses— Trabajaré hasta sangrar mis manos para pagar por la capa que he manchado con mi persona.

—No... —el Alfa del Norte se adelantó, queriendo ver su rostro— Está... bien, está bien, por favor. No te asustes, nadie te hará daño, tienes mi palabra.

—Milord.

—Han estado demasiado tiempo en el frío —Cregan se volvió a uno de sus hombres— Cámbiate a otro caballo, no pueden andar más.

Los dos Omegas se miraron, siguiendo al Señor de Invernalia para montar el caballo. Aemond tocó la mano de Lord Stark al ayudarlo a subir, un toque sutil solo para llamar más su atención. Retiró de inmediato su mano, soltando un poco más de feromonas, sonrojándose.

—Perdone, mi señor, soy torpe.

—No hay nada que perdonar, te auxiliaré.

—Milord.

Cregan Stark era un Alfa, al fin y al cabo. Le arrancaría el Norte a Rhaenyra, sí que lo haría.



El Señor de Invernalia sería suyo.

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