La Calle de Seda
"Si tú puedes hacer trampas, yo también puedo. No permitiré que me derrotes jugando sucio; antes, te derrotaré yo jugando sucio."
Orson Scott Card.
"¿Por qué hacer; oh necios!, trampas fuera de la ley, siendo tan cómodo hacerlas dentro de ella?"
Carlo Dossi.
"Juega mucho y juega bien, juega como si tu vida dependiera de ello. Porque depende..."
Dean Koontz.
123 d. C.
Lecho de Pulgas, Desembarco del Rey.
Las rameras eran todas iguales en el mundo, no había distinción por el lugar donde vendieran sus cuerpos, ni tampoco su disposición para ayudar a un par de Omegas que sabían del negocio. Aemond quedó sorprendido de la capital de Poniente no precisamente por las razones que muchos habrían de tener. Sí, era una ciudad enorme, caótica llena de gente andando por todos lados, pero estaba lejos de parecer algo interesante si la comparaba con la hermosa Pentos, más ordenada y menos pestilente. Una segunda razón fue que le asombró lo fácil que fue entrar, perdiéndose en las caravanas de comerciantes, lores y visitantes buscando admirar el templo de los dioses, la guarida de los dragones o la famosa Fortaleza Roja.
Unas cuantas monedas de oro les abrieron las puertas y terminar en aquel barrio de mala muerte no costó nada. Ethola pronto se ganó la amistad de una matrona quien les dejó "trabajar" para ella a cambio de una comisión que su padre negoció más para lucir desesperados que por el ansia de tener más dinero. Durante el viaje al sur, se habían topado con ladronzuelos de poca monta a los que pronto vaciaron de sus bolsillos, otros fueron amablemente invitados a cooperar con su causa teniendo a un dragón carmesí detrás listo para hacerlos carbones vivientes, así que tenían las monedas necesarias para vivir en una posada cercana a la fortaleza, pero habría sido una estupidez.
No, ellos debían estar donde menos los esperaban.
Todos los que trabajaban en la Calle de Seda, ese camino que serpenteaba entre callejos llenos de mierda y ratas, no eran precisamente hermosos o bien agraciados. La máscara de Aemond no causó ningún problema, pronto tuvo una vez más esos clientes pervertidos que anhelaban ponerle las manos encima al Omega de frondosas y tiernas carnes. Desaparecer gente también era una cosa sencilla con los cuidados pertinentes, los guardias de la ciudad que llamaban Capas Doradas, no se fijaban mucho en el Lecho de Pulgas más que cuando deseaban extorsionar a quienes ahí habitaban. Era como una ciudad dentro de la ciudad, llena de la gente que los demás despreciaban y por ello, poseían información.
El Omega no encontró mucho durante días, salvo lo que ya sabía, temiendo que su plan tuviera que cambiarse al solo toparse con gente cuya lengua estaba alterada por la bebida o los años. Debían moverse, a otro sitio, pero él aún quería una oportunidad de saber más de la vida de su madre en ese imponente edificio de piedra roja como su dragón. Hallaría la respuesta una tarde que lavaba sus piernas cerca del muelle, mirando de reojo a las Capas Doradas entrenar, aprendiendo de sus movimientos que luego imitaría, usando a sus pobres clientes de sacos donde enterrar a Hermana Oscura. Estaba a punto de terminar cuando una mujer cubierta por vendajes se le acercó, abriendo sus ojos de par en par, alzando sus manos queriendo abrazarlo.
—¿Qué... qué haces aquí? ¿Qué haces aquí? —sollozó esa Beta de rostro quemado del lado izquierdo, sus cabellos desaparecidos de ese lado, pero todavía conservando la belleza que un día la hiciera solicitada— ¿Qué haces aquí?
Primero creyó que no se refería a él, había varias prostitutas lavándose las piernas no lejos de su posición, quedándose muy quieto. Cuando la Beta lo alcanzó, tomando su rostro y luego estrujándolo contra su pecho con aroma a piel quemada y ungüentos, la duda quedó fuera. No entendió por qué le hablaba así, no la conocía, si bien tenía rasgos de la gente de Essos. La mujer se separó para verlo mejor, derramando lágrimas en esos ojos cansados, acariciando sus cabellos castaño rojizos.
—No debes estar aquí, es peligroso. Tú no. Tú no —repitió con desesperación.
—Disculpa, ¿qué haces tocando a mi hijo? —Ethola apareció, sujetando uno de los frágiles hombros de aquella extraña.
—Él no debe estar aquí, corre peligro, él... —algo pensó la mujer, tomando la mano de Aemond para obligarlo a ponerse de pie con ella— Vengan, vengan por favor lo más rápido posible, no se detengan.
Fueron a la parte más hedionda de la Calle de Seda, donde las rameras ya no eran tan jóvenes ni tan sanas, algunas tenían carnes podridas. La mujer los hizo entrar a una de esas casas, cerrando la puerta y ventanas, sentándose con ellos en la pobre mesita donde faltaba alimento. El Omega cruzó una mirada con su padre, quien se encogió de hombros.
—¿Quién eres? —demandó este con tono de advertencia.
Tal vez la pregunta estuvo mal formulada o bien trajo un recuerdo amargo, la Beta rompió a llorar, cubriendo su rostro entre hipos que sacudieron sus hombros. Ellos no se movieron, les pareció muy raro lo que sucedía. Con un rápido vistazo alrededor, notaron que era un hogar con apenas lo suficiente para vivir, algo que sucedía cuando las Capas Doradas se ensañaban con alguien durante mucho tiempo hasta perder el interés. Debieron esperar a que la mujer se calmara, limpiándose con un paño viejo y sucio su rostro lastimado.
—Yo lo conocí —así habló ella para asombro de Aemond— Cuando llegó de Rocadragón donde estuvo al huir del Valle. Era tan hermoso como peligroso, un fuego vivo que te enamora al mismo tiempo que sabes cuál es tu sentencia por abrazarlo. Yo le escuché cuando nadie lo hizo, yo... le ayudé a escapar cuando intentaron asesinarlos —la Beta levantó su rostro lloroso— Sé muchas cosas, tantas como para reconocer su aroma en ti, puedes usar esa máscara y tener esos cabellos, pero yo sé que son mentiras.
—¿Cómo...? —Ethola estaba por sacar su daga para cortarle el cuello, pero Aemond se lo impidió.
Era más lista de lo que aparentaba, sin duda alguna, jugar a los inocentes bien podía traerles problemas, algo le dijo que ella no estaba para juzgarlos o delatarlos. Con un vistazo a su padre adoptivo, el Omega se retiró la máscara y el parche tatuado, revelando sus rasgos auténticos que la hicieron sollozar, la mujer sentándose a sus pies al besar sus manos como si estuviera admirando algo sagrado. Ethola estaba asombrado igual que extrañado en igual medida que su hijo quien sonrió amable a la extraña.
—Háblame de mi madre.
Sucedía un fenómeno curioso entre los Targaryen que los Maestres no explicaban mucho, y es que los Alfas luego podían perjudicar a sus parejas. Viserys enfermó a la reina Aemma, sin más, dado que no le tenía afecto verdadero, aunque mostrara que la adoraba en público, tras las puertas le era más bien indiferente sin llegar a ser grosero con la pobre reina quien sufrió muchos abortos debido a esto. Su esposo no deseaba procrear con ella, dificultando su labor de dar un heredero al rey. La princesa Rhaenyra había sido un golpe de suerte, probablemente debido a su casta Alfa, pero los demás cachorros no tuvieron esa suerte.
Viserys había enviado por Daemon, escuchando de los maltratos sufridos con Lady Royce. El Señor de los Siete Reinos decidió mantenerlo a su lado mientras buscaba una forma de anular el matrimonio sin perjudicar a su hermano, dándole la tarea de ser Lord Comandante de las Capas Doradas contra el consejo de Otto Hightower quien no vio con buenos ojos que un Omega tuviera semejante cargo, sin percatarse en un principio del interés de su rey hacia Daemon. La reina Aemma parecía tener un embarazo que llegaría a término, muy segura de que daría a luz un cachorro varón, el heredero tan esperado.
—¿Acaso puedes separar al cielo de la tierra? —preguntó la Beta, mirando sus manos con las palmas quemadas— El rey no podía evitar estar más y más cerca de Daemon, eran almas destinadas, pero el deber los mantenía separados. Tu madre recibió un ultimátum de Lady Royce, si no volvía al Valle por las buenas, lo haría por las malas con deshonra y humillaciones con lo que más detestaba: la Fe de los Siete. Viserys lo encontró llorando en rabia, no tenía salida más que volver, pero el rey se negó, tomó esa carta infame y la echó al fuego, besándolo después. Ese beso fue atestiguado por alguien, quien se lo contó a la reina, provocando un parto apresurado.
Aemma murió, el cachorro también lo hizo a los pocos instantes. Daemon fue con esa mujer de rostro quemado a beber en un bar donde cantó en honor al rey, pero solo fue eso porque no tenía el corazón para otra cosa, se sentía atrapado pues ahora que Viserys era libre al fin era posible que ellos se desposaran, sin embargo estaba Lady Royce de por medio. Alguien mintió diciendo que Daemon había celebrado la muerte de la reina y su cachorro, lo que obligó al rey a enviarlo de vuelta a Rocadragón en castigo.
—Pero él nunca fue alguien obediente ¿sabes? —sonrió la mujer, palmeando una de sus rodillas— Era imposible domarlo, era un auténtico dragón. Uno muy fértil. Hermana Oscura tuvo que cortar muchas cabezas para que entendieran que nadie iba a mancillarlo más. En esos días, Lady Royce encontró la muerte, que adjudicaron a tu madre, pero... ¿cómo iba a suceder eso si justo en el momento el rey lo tomaba a sus anchas? Yo le dije a Daemon que Viserys había ordenado su muerte, porque lo deseaba, lo que el Protector del Reino quería lo obtenía. Me respondió que estaba loca, más en su mirada vi que lo consideró.
—¿Fueron amantes ocultos? —Aemond apretó un puño.
—Mi pequeño, fueron esposos.
—¿Qué?
—Apenas si habían enterrado a Lady Royce cuando ellos estaban realizando sus bodas al estilo Valyrio. El rey estuvo en Rocadragón un par de lunas, aparentemente arreglando asuntos de los mares, en realidad disfrutaba de tu madre a sus anchas. Lo sé porque yo estuve ahí, yo atestigüé la boda, preparé la cama nupcial, lavé muchas veces el cuerpo de Daemon luego de que Viserys lo tomara. Tú, mi hermoso bebé, no eres un hijo bastardo, naciste de un matrimonio Valyrio celebrado en una tarde seca en un verano —un par de lágrimas corrieron por las carnes quemadas y resecas, mirando a la nada.
Cuando las obligaciones reales trajeron a Viserys de vuelta a Desembarco, también lo hicieron los celos de Daemon al Lecho de Pulgas porque ya había escuchado de su única amiga sobre un complot para separarlos, pues era demasiado peligroso ese matrimonio. El concilio del rey se negó a aceptar como Rey Consorte a Daemon cuando se insinuó el título, la Corte, animada por las instigaciones de Lord Mano, tampoco vio con buenos ojos al Príncipe Canalla ya que lo consideraron demasiado belicoso para estar junto a su amado señor quien sufría la pérdida de su hermosa reina de sangre Arryn.
Faltaba lo peor.
El rey mandó llamar a Daemon, todavía con la idea de presentarlo formalmente como su Rey Consorte. Rhaenyra celebraría el día de su nombre, con un gran festín y duelos. Viserys le juró a Daemon que pasadas las fiestas por fin sería anunciado su matrimonio, pero el príncipe ya había notado el rotundo rechazo de la Corte, que bien poco le pudo haber importado. El peligro estuvo en la Delicia del Reino, porque Rhaenyra le advirtió que todo era suyo, incluyendo a su padre con su corona, su trono que heredaría. Daemon nada le contó de esto a su Alfa, un grave error porque en el banquete principal, la princesa anunció sin haberlo consultado con el rey que ella sería nombrada Heredera al Trono.
—Daemon estaba furioso, tu padre lo tranquilizó en su cama donde seguro te concibieron. Entonces, a mí me despidieron sin más, botándome a medianoche de la fortaleza sin lograr hablar con mi dulce príncipe, advertirle del grave peligro que se cerraba a su alrededor. Sucedió, más pronto de lo que yo esperaba. Lord Mano le contó al rey que tu madre había ido a buscarme a la Calle de Seda, para que retozáramos juntos, casi enseguida la princesa Rhaenyra fue a mentir jurando sobre la tumba de su madre que Ser Criston Cole y Daemon habían copulado bajo presión de mi inocente príncipe, un adulterio del cual había ya un cachorro en camino.
Aemond gruñó, apretando sus puños, la llorosa extraña asintió, limpiándose con el dorso de mano sus nuevas lágrimas que no paraban.
—El rey les creyó, mi niño, porque Ser Criston Cole y Alicent Hightower juraron que era verdad. Porque guardias leales a Otto Hightower juraron que era verdad. Mi pobre príncipe, mi dulce príncipe que solo había sido fiel desde sus bodas al Señor de los Siete Reinos, fue acusado de traición, expulsado de Poniente. Una trampa de la que al fin pude hacerle saber. Daemon escapó, huyendo hacia esta pocilga donde corté sus hermosos cabellos, manchándolos de lodo para pintarlos de negro, le entregué todo mi dinero y lo escolté a la salida de la ciudad. Debí haber hecho más... debí hacerlo...
La mujer dejó caer su cabeza sobre el regazo del Omega, cuyas piernas abrazó como lo hacían aquellos que buscaban el perdón de los dioses en sus altares.
—Perdóname, bajé la guardia... cuando iba de salida lo asaltaron, a mí me llevaron a una mazmorra... no importa, fue a él a quien intentaron asesinar... de no ser porque era un increíble guerrero y Caraxes apareció a tiempo, no estarías aquí. Fue por ti, mi hermoso niño, que sus fuerzas superaron a sus enemigos, con heridas que jamás sanarían ¿cierto? Porque has llegado solo —ella levantó el rostro, con sus ojos abiertos de par en par, rojos por tanto llanto— Dime, mi pequeño dragón, dime que murió sin dolor porque mi corazón no lo soporta, dime que no hubo lágrimas en su rostro al partir, ¡dime que no sufrió!
Ethola fue quien respondió cuando Aemond se volvió a él con sus propias lágrimas.
—Siempre lloró.
—¡Nooo! —la Beta se dejó caer en el suelo, haciéndose ovillo.
Les fue claro que ella siempre estuvo enamorada de Daemon, aquello era un dolor propio de alguien que ha perdido un ser amado. Aemond sintió pena por ella, su corazón endureciéndose por aquella historia que traía más luz a las sombras alrededor del nombre de su madre. Se arrodilló junto a la Beta para ayudarla a sentarse, limpiando sus lágrimas antes de abrazarla haciendo suaves círculos en su espalda.
—Tengo a Caraxes, su armadura y Hermana Oscura, he venido a cobrar venganza.
—¡Yo te ayudaré! —rugió ella, mirándolo— ¡Tienes contigo a Gusano Blanco y por los dioses antiguos y nuevos que en nombre de Daemon habrás de quemarlo todo! ¡Yo, Mysaria, te juro lealtad y daré mi vida de ser necesario para que hagas sangrar a tus enemigos!
Poco después, cambiaron de burdel a otro más cuestionable, donde cada uno de sus habitantes era un sirviente fiel de Gusano Blanco, sus ojos y oídos que besaron las manos de Aemond al conocerlo. Ahí comenzaron a vivir, haciendo lo mismo que antes, con el soporte de su nueva maestra quien sacó provecho de sus habilidades adquiridas en Lys para darle la fama entre los clientes adinerados buscando siempre nuevas pieles que probar con nuevas perversiones. El Omega bailaba todas las noches, con poquísima ropa, más bien cubierto de joyas que tintineaban al ritmo de sus movimientos, usando sus feromonas para excitar a la clientela.
—Debes ir por el blanco más amado de Lord Mano y la Reina —Mysaria le maquillaba con un talento sin igual— Ellos han depositado todas sus esperanzas en el príncipe Aegon Targaryen.
—¿Podemos traerlo hacia acá?
—Él ya viene, pero nunca hasta este rincón —los ojos de la Beta chispearon— Hasta ahora.
Los recursos de Gusano Blanco eran asombrosos, su rencor alimentado por las torturas y atestiguar como era pisoteado el nombre de Daemon con el paso de los años la hizo un enemigo oculto que en la fortaleza ni siquiera imaginaron pudiera existir, siempre ignorando a los de abajo, los que no tienen nada que ofrecer pero sí mucho que arrebatar. El príncipe Aegon era todo menos un príncipe, perezoso para los deberes, irresponsable con su futura esposa hermana Helaena cuyas bodas se habían atrasado porque había pescado una enfermedad en la Calle de Seda, era adicto a la bebida como a los placeres carnales por los cuales pagaba bien.
Recuperado de la enfermedad, pronto hizo sus apariciones en el Lecho de Pulgas, preguntando por novedades. Cachorritos entrenados por Gusano Blanco se le cruzaron para contarle de un Omega que hacía correrse a todos con sus bailes, pero que era demasiado costoso para tener en cama, más su precio lo valía porque todos los lores que lo habían tocado no podían dejar de hablar de él. Es decir, los hombres disfrazados de estos lores partiendo de Desembarco con el fin de hacer creer a guardias y gente que seguían vivos y no en el estómago de Caraxes. El orgullo Alfa del príncipe Aegon fue picado por la curiosidad, bajando a esa parte en la Calle de Seda, entrando al burdel donde sus ojos captaron una maravilla sin igual, un perfecto, sano y fértil Omega danzando cual serpiente en medio de un montón de Alfas masturbándose.
Al principio, solo miró escondido tras una columna, luego detrás de los asiduos clientes, pagando por uno de los asientos admirando ese cuerpo de piel lechosa mientras unas putas lo complacían. Cuando deseó comprar sus servicios, se topó con la enorme contrariedad de que ese Omega bailarín lo rechazó. Así de solicitado era que bien podía elegir a quien entregarse. El príncipe no lo toleró, vanidoso y egoísta como había sido criado, hablando con la matrona del burdel a quien le arrojó un saco de dragones de oro.
—Quiero ese Omega.
—Mi señor, tus monedas aquí no valen.
El tesoro reunido por Ethola y Aemond fue usado de anzuelo. Joyas, tiaras, monedas, pieles, telas... todo para hacerle creer al príncipe que si pretendía tocarlo necesitaba ofrecer más que un saquito de monedas.
—Ayer mismo vino un Velaryon, le ha regalado un cofre lleno de perlas. Mi señor, ¿qué puedes dar tú que supere ese valor?
—¿Crees que gastaré más por una zorra?
—Otros lo hacen —Aemond apareció, sudado por haber bailado, dejando que su aroma alborotara al joven príncipe al que caminó con un dedo corriendo arriba abajo de su pecho— Pero claro, solo un auténtico Alfa podría conquistarme —tomó la mano izquierda de Aegon, lamiendo un dedo que luego llevó por debajo de su faldón para mojarlo con su fluido Omega— Tómalo como una limosna y lárgate de mi vista, me interesan los Alfas de verdad, no cachorros pegados a la teta de su mami.
Un par de eunucos fornidos y altos le cerraron el paso al iracundo príncipe quien fue echado del burdel como si fuese un pordiosero. Guardias buscaron al Omega, siempre resguardado bajo los pasadizos secretos, continuando con su espectáculo en el cual había jugado con su aspecto, algunas veces portaba un cabello rojizo, otras castaño, otras rubio, negro... y cuando Aegon aparecía furtivamente, usaba sus cabellos en color natural. De esa forma a nadie le extrañaba, pensando que era algo usual de su baile que aumentó el deseo del Alfa al punto que irrumpió de nuevo en la habitación de la matrona acompañada de Ethola.
—Dime el precio y lo tendrás.
—Mi señor, él...
—¡Te ordeno que hables!
—Le gustan las cosas singulares —intervino Ethola con suma calma— Como por ejemplo... no lo sé, mi señor, ¿qué tienes de raro entre tus cosas que pueda valer más que un saco de dragones de oro? Tal vez algo como... mm... oh, un lord de Castemere le trajo un bellísimo mapa con bordes de oro, increíble. Bailo solo para él. ¿Puedes traer algo así, milord?
Aegon apareció una mañana con una caja larga de madera fina tallada con dragones en la que había nada menos que una daga de Vidriagón. Mysaria le explicó a Aemond que esa daga era del heredero al trono, pero que Rhaenyra la había obsequiado a la reina cuando Aegon nació.
—¿Y por qué rayos ella entregaría semejante tesoro por más que fuesen familia?
—La princesa tiene unos secretos más sucios que la ramera más vieja de esta calle —afirmó Mysaria, rozando la daga— Tu madre la tuvo un tiempo, por eso la conozco.
—Bien, ahora me haré del príncipe.
El Omega bailó para él, en privado en una habitación con telares rojos cubriendo la luz de los ventanales y el aroma de sal combinado con orines, ratas muertas y desperdicios. Los ojos de Aegon no se despegaron de su cuerpo, estirando las manos para manosearlo a sus anchas. Aemond le sonrió, abriendo sus pantalones y tomando su pene que chupó hasta casi hacerlo correrse, deteniéndose de golpe, arrancándose las manos sobre sus cabellos al ponerse de pie bajo la mirada estupefacta del príncipe.
—¿Qué...?
—Es lo que vale tu daga.
—¡A mí no me haces esto, Omega!
Los Alfas tenían una debilidad, siempre se confiaban de su superioridad. Aemond sorprendió al joven Aegon estampándolo contra una pared, rompiéndole la nariz, siseando en su oído teniéndolo sometido con sus brazos retorcidos.
—No soy tu puta, Alteza, así que más vale que traigas algo mejor si acaso pretendes que vuelva a mirarte. Tal vez estés acostumbrado a que todos inclinen la cabeza ante ti, pero yo no lo haré... a menos que pagues mi auténtico valor.
—¿Qué...? —jadeó Aegon.
Aemond sonrió, lamiendo su cuello. —Si me traes el sello del Señor de los Siete Reinos, me tendrás.
—¿Para qué quiere una zorra un sello real?
—Me gustan las cosas bonitas e importantes. ¿Eres importante, Alteza?
—¡Soy el príncipe Aegon, imbécil!
—Yo también —jugueteó, mordisqueando detrás de la oreja del Alfa, sabiendo que era uno de sus puntos débiles, escuchándolo gemir. Tan predecible— Pero si es demasiado para ti, me conformo con un mechón de cabellos de la reina.
—Tú...
—Pero si no traes nada, lo único que sentirás será el filo de mi daga atravesándote el corazón.
Silbó llamando a los eunucos que patearon fuera al indignado príncipe entre sus risas despectivas. Aegon se vengaría, claro, enviaría un grupo de sirvientes a intentar quemar el burdel. Recibiría sus cabezas de vuelta en un cofre elegante con una nota de Aemond.
Si no tienes el valor de ser un auténtico Alfa, no regreses nunca más.
Retar a un príncipe Alfa era cosa seria, pero ya el Omega sabía que no era precisamente el más amado por el rey. En la Corte lo aguantaban porque la Princesa Heredera le profesaba cariño, más no era una figura que inspirara lealtad, un Targaryen que vivía a la sombra de su media hermana, ignorante del gran poder que su persona guardaba en muchos sentidos. Aemond vería llegar una noche luego de sus actuaciones, una nueva caja de madera con incrustaciones de piedras preciosas en cuyo interior halló un mechón de cabellos castaños ondulados, su aroma era de rosas y tartas de limón. De la reina Alicent Hightower. Se carcajeó, tendiendo los cabellos a Ethola quien sonrió al guardarlos cuidadosamente de vuelta en la caja.
—El cachorro quiere hacerse hombre —declaró su padre.
—Lo haré mi dragón.
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