Día del nombre
"La verdad adelgaza y no quiebra, y siempre anda sobre la mentira como el aceite sobre el agua."
Miguel de Cervantes.
"La verdad es hija del tiempo, no de la autoridad."
Sir Francis Bacon.
"Nunca es igual saber la verdad por uno mismo que tener que escucharla por otro."
Aldous Huxley.
121 d. C.
Ciudad Libre de Lys, Essos.
—¡Maldito Omega!
Una risa escapó de Aemond al huir del muelle, dejando atrás a un par de panzones Alfas que cayeron en su cuento de ofrecerles placer escondidos en su barco, solo para robarles las monedas que descuidaron, vistas con anterioridad al espiarlos en su llegada. Ethola le había dicho que si tenía belleza y un excelente aroma de Omega fértil y joven, debía usarlo a su favor, así que hurtaba a los calenturientos, pervertidos marineros que tocaban los puertos de Lys, así tenían el suficiente dinero para comprar algo de comida o medicina para su viejo padre.
—Mond, ¿dónde estabas?
—Comprando manzanas, padre.
—Déjame ver.
Ethola había perdido una parte de su visión, necesitando mirar de cerca las cosas o tantearlas al no poder ver bien sus detalles. Aemond le acercó la canastilla de donde él sacó una manzana, comiéndola al tumbarse en un diván, estirando sus largas piernas con un suspiro al tiempo que se arrancaba un trozo de piel de la nuca, su cabello castaño rojizo en rizos y sus ojos azules cambiaron a los normales violetas con mechones platinados lisos. Un hechizo comprado a un brujo necesitado de monedas, algo barato que servía para despistar a esos pervertidos quienes siempre caían en la tentación de un cuerpo joven como el suyo.
—Oh, manzanas de Myr.
—¿Cómo sabes?
—Tienen un aroma único. Se llama lujo.
—Estaban en oferta.
—Aemond...
—¡Lo juro!
Una mano del viejo Omega toqueteó su cabeza, tirando con fuerza de su cabello.
—¡Ay! —se quejó, dejando que lo olfateara— No he estado con nadie, he cumplido siempre con mi palabra.
—Necesitas un baño, hueles a pescado.
—De acuerdo.
—El agua ya está lista.
—¿Cómo...?
—Mi dulce niño, soy viejo y por lo tanto, con mucha experiencia.
Aemond rodó sus ojos, levantándose para abrazarlo y besar sus canas. —Iré a darme un baño.
Fue quitándose las ropas conforme se acercó a la tina con agua muy caliente, le encantaba así, hirviendo al punto de quemar. Suspiró al hundirse, ronroneando porque su viejo padre mañoso como él había conseguido de alguna manera esencias para aromatizar el agua, un lujo para muchos igual que ellos. El joven Omega buscó la esponja, canturreando mientras tallaba su cuerpo. Vivir cerca de los muelles ofrecía muchas oportunidades si se era astuto y él lo era, había seguido las enseñanzas que Ethola le diera todos esos años bajo su cuidado luego de que su madre muriera por la peste que azotó a Lys un tiempo.
Cuando terminó, solo se puso un camisón ligero, porque ya sabía que su padre adoptivo querría secar su cabello y cepillarlo hasta asegurarse de que estaba completamente liso. Aemond tomó asiento a los pies de Ethola, alcanzando otra manzana mientras el Omega mayor tomaba un mechón húmedo que secar, siendo cuidadoso y dando un suave masaje también, incluyendo su cuello y hombros. Esas manos arrugadas sabían cómo tocar, de eso habían sobrevivido.
—Ya has crecido, Mond.
—Un poco.
—Eres más alto que yo.
—Tú te encogiste, que es diferente.
Ethola rió, tomando el cepillo. —Si él te viera, estaría orgulloso.
—¿Crees?
—Eras su tesoro.
No respondió a eso, lo cierto era que Aemond no recordaba mucho de su madre, solo su mirada triste, cansada. Siempre estuvo enfermo, pocas veces anduvo fuera de la cama. Jamás se enteró de la razón, el viejo Omega tampoco quiso decírselo. Había un recuerdo que lo confundía, su madre había muerto siendo él un cachorrito pequeño, apenas si con un par de dientes de leche. Pero tenía presente el recuerdo de una mañana en que Ethola llevó en brazos para ver a un dragón rojizo de largo cuello que portaba un collar impresionante. Quizás fue su imaginación, porque solo vería una segunda vez ese dragón, cuando su madre murió y su padre tampoco lo mencionó después. Supuso que había sido algo que su mente creó para fingir que había tenido en su vida algo especial y no sentirse ordinario, sin nada particular.
Su madre había sido de Lys, razón por la que tenía ese cabello y esos ojos, si existía algo que Aemond mantenía vivo de su memoria era su aroma. Fuego y Sangre. Como una marea que arrasaba todo, pese a estar tan enfermo, con su voz dolida. Adoraba ese aroma tan único porque jamás volvió a encontrar un Omega con esencia tan similar. Era todo lo que tenía de él, pues debieron vender la casita donde antes vivían para encontrar otro cuartucho que ahora fungía de hogar, su cuartel donde Ethola pasaba las horas tejiéndole cosas, remendando su ropa o cepillando su cabello como si fuera un inmortal con todo el tiempo del mundo para hacerlo.
Otra cosa que Ethola amaba hacer con su cabello era peinarlo en trenzas raras, le recordaba un poco a los Dothraki, pero eran diferentes, enroscadas en su nuca o cayendo a sus costados según se le antojara. Decía que su madre así la había usado en tiempos mejores, cuando anduvo con su padre biológico, una figura que jamás tuvo el gusto de conocer. Sospechó que había muerto pues el viejo Omega así se refería a él. Esa tarde también le trenzó su cabello, decorándolo con trocitos de concha de mar que luego recogía y unas piedrecillas de río.
—Listo —sonrió Ethola, orgulloso de su labor, pero manteniéndolo entre sus rodillas, pasando algo delante de sus ojos— Feliz catorceavo día de tu nombre, Aemond.
—Padre...
No era quizás gran cosa, un collar de piel reforzada con hilos, del cual colgaba un trozo de metal tallado por unas manos gastadas arrugadas por el tiempo formando un dragón rampante. Un obsequio humilde, hecho de todo corazón para él. Aemond abrió sus ojos, volviéndose a su padre para depositar un beso en cada mejilla.
—Gracias, padre.
—Me gustaría darte más porque lo mereces mi niño, perdona que no sea lo que es digno de ti.
—Lo eres, y no puedo estar más agradecido.
—¿Creíste que había olvidado que día era hoy?
—Para nada.
Ethola sonrió, respirando hondo con una mano temblorosa en su mejilla, mirándole fijamente.
—A decir verdad, tengo otro obsequio para ti.
—¿Qué es?
—Ven conmigo.
Fueron a la parte baja de todos esos cuartos apilados que formaban columnas rumbo al cielo, bajando por escalones desiguales y rotos hasta casi dar con los canales de aguas sucias. Aemond encendió una antorcha, extrañado de que bajaran a esa parte, ofreciendo su brazo al otro Omega quien le señaló hacia donde ir. Un callejoncito donde solo había mucha basura y escombros. Ahí, encontraron una puerta muy estrecha amarrada por tiras de cuero llenas de sal y moho. Una vez que desataron todos los nudos que podían desesperar a cualquiera, bajaron por los cortos escalones a un cuartito estrecho donde apenas si cabían los dos que no tenía absolutamente nada más que un cofre de madera pudriéndose.
—Ábrelo —ordenó Ethola, quitándose un collar que guardaba una llave oculta.
Sorprendido e intrigado, el joven Omega obedeció, buscando el candado igualmente oxidado por el tiempo, un aroma a viejo le hizo estornudar, abriendo sus ojos a lo que había dentro debajo de la paja seca que ocultaba el interior.
—¿Qué es...?
—Es para ti. De tu madre.
Aemond hizo a un lado la paja, no creyendo lo que veía, dentro de ese cofre de madera, descansaba una impresionante armadura negra con forma de dragón. Tomó el yelmo con manos nerviosas, temiendo estropearlo. Era bellísimo, como el resto de la armadura que fue sacando por partes, notando que tenía unas partes melladas, rotas.
—Le perteneció a tu madre, porque fue uno de los mejores guerreros de Poniente, los cortes que ves son de las espadas traidoras que intentaron arrebatar su vida cuando huyó para salvarte de las garras de la ambición y odio.
—Pero... —sus ojos notaron otra cosa en el fondo, envuelto en paños ya carcomidos— Oh...
Una espada, no como las espadas que viera a veces con los caballeros errantes o guardias de Lys que tenían un mal metal forjado. No. Esta espada era de acero Valyrio, ya lo había visto una vez de lejos, ahora lo sostenía en sus manos, con una empuñadura en negro con líneas de oro, formando un cuerpo de dragón con alas extendidas. Aquello era un tesoro que bien podía darles una vida de lujos si la vendieran, que estuviera oculta debía obedecer a una razón superior a la comodidad. Aemond giró su rostro al viejo Omega.
—Ethola...
Este le sonrió con lágrimas en los ojos. —Te contaré.
Guardó todo, menos la espada porque ya no pudo separarse de ella, regresando a su cuarto con el corazón latiéndole aprisa. Ethola lo hizo sentar a sus pies, acariciando su rostro de forma maternal, esos ojos que iban nublándose con el tiempo.
—Mi niño, mi dulce niño. Ha llegado la hora de que sepas la verdad.
—¿Qué verdad hablas, padre?
—Hubo una vez un príncipe, nacido de la Sangre Pura Valyria, la Sangre de Dragón que se enamoró de su hermano mayor, otro príncipe de temple más calmado al que se le fue otorgada una corona y un trono. Este príncipe coronado tuvo que casarse con una prima, de quien nació su primogénita, una joven Alfa. Se hicieron reyes, la reina murió al intentar darle un varón Alfa a su esposo, por lo que el rey no tenía herederos.
—Ethola...
—Ya viudo el rey, fue la oportunidad para que los hermanos se unieran al fin, haciendo una boda que nadie atestiguó, consumando su matrimonio bajo las estrellas y los ojos de los dioses que pudieran dar fe de ello. Pero la hija del rey se enteró, y temerosa de perder su derecho al trono, planeó deshacerse de aquel Omega unido a su padre, porque odiaba a ese guerrero indomable al creerlo culpable de la muerte de su madre. O quizás... fue que temió que nacería el varón que le arrebataría el trono.
Aemond tragó saliva, abriendo sus ojos y pegando la espada a su pecho. El otro Omega continuó.
—La princesa le dijo a su padre el rey que su tío se había acostado con su guardia personal y esperaba su bastardo.
—¿Qué? ¡Pero ellos se casaron!
—Y el rey creyó que su hermano había sido adúltero —Ethola negó entristecido— Y más porque ese guardia juró por los dioses que era verdad. Una mentira que funcionó, pues el rey exilió a su Omega en despecho, pero la princesa no contenta con ello, lo persiguió para matarlo.
—No... esto...
—Tu madre fue ese príncipe, Aemond, nada menos que el príncipe Daemon Targaryen. Casi lograron matarlo de no ser por su dragón Caraxes que lo rescató a tiempo, pero llegó aquí a Lys con graves heridas y preñado. El herbolario le dijo que si deseaba vivir, debía deshacerse de ti, Daemon se negó porque eras el fruto de un amor que se vio envuelto en mentiras y trampas. Luchó por tu vida para que nacieras en un día como hoy hace catorce primaveras. Nunca se recuperó de la ruptura con su Alfa, del exilio ni del parto, pero te amó con todo su corazón, él me pidió cuidar de ti si faltaba, por eso me hice tu padre adoptivo, tomando lo que dejó para ti, esperando que un día, tal vez la suerte te agraciara y pudieras reclamar lo que por derecho te pertenece, pues mi niño, tu padre es el rey Viserys I Targaryen.
Tales palabras dejaron boquiabierto al joven quien se estremeció, sin dar crédito a lo que escuchaba, entendiendo la tristeza en el aroma de su madre, sus ojos cansados pero rabiosos, el sentimiento de que era muy diferente a todos en Lys. Ethola le sacudió por los hombros, con lágrimas en sus arrugados ojos.
—Rhaenyra Targaryen fue la causante de la separación de tus padres, ella no quiso compartir el derecho al trono contigo, intentó asesinarte cazando a tu madre, el príncipe Daemon... o debiera decir el Rey Consorte. Por ella es que perdiste a tu madre a tan temprana edad, por ella tuviste que vivir con este viejo Omega andrajoso y usado en un cuarto pestilente. Te arrebató todo, mi niño, mucho antes que nacieras.
—Pero... ¿acaso mi madre quería robarle su derecho al trono?
—No, pero la princesa sabía que el rey iba a preferir a los hijos de su hermano antes que de su primer matrimonio. Pero no es todo, tu madre me confió que algo más ocultó, solo que ya no pudo descubrirlo porque debió huir. Rhaenyra Targaryen, mi dulce niño, sin duda es la responsable de las lágrimas de tu madre quien sufrió agonías por perder a su Alfa, por las heridas que no pudieron sanar al no tener adecuada atención. Ella provocó su muerte, y que tú ya no pudieras gozar del amor tan grande que Daemon te tuvo.
Aemond respiró agitado, mirando alrededor sin soltar la espada en sus manos que miró unos instantes, luego viendo a su padre con el ceño fruncido.
—¿Qué debo hacer?
—Eres un dragón, la sangre pura Valyria. Sé fuego y sangre.
—Pero no sé cómo, padre... ¡toda mi vida he sido un ladrón, un mentiroso! ¡Incluso un asesino!
Ethola sonrió apenas. —Pero te he enseñado cómo seducir Alfas, cómo embaucarlos, te he enseñado trucos mágicos. Es algo que puede servirte bien. Yo le prometí a Daemon que te llevaría de vuelta a Poniente, que te sentarías en el Trono de Hierro y borrarías el nombre de Rhaenyra. Lo haré así tenga que sacrificar este cuerpo inmundo.
—No, padre, por favor.
—Mond, lo lograrás, yo te ayudaré.
—Me haría falta un dragón.
—Ah —el anciano torció una sonrisa— Yo no sé si será verdad, confío en tu madre para siempre aunque ya no esté con nosotros. En sus últimos momentos me dijo que Caraxes te ayudaría.
—¿C-Caraxes? Entonces... ¿sí era de verdad el dragón?
—Igual que el amor de tu madre, y así como lo protegió a él lo hará contigo.
—¿Cómo si no está aquí?
—Ten fe, hijo mío.
Aemond respiró hondo, asintiendo y luego abrazando a su padre adoptivo con el corazón vuelto loco ante semejantes noticias. ¿Quién pensaría que un Omega tramposo y embaucador era en realidad un príncipe de la corona? Nadie. Ethola le animó a ir al burdel donde una vez trabajara, ahí le celebraría el día de su nombre con todo que no tuvo tantas ganas, accediendo porque su padre lució emocionado con ello, luego de confesarle la verdad sobre su pasado.
Chicas nuevas, pero conocedoras de Ethola los recibieron, pasándolos a un rinconcito adjunto al salón de clientes, ahí había un poco de comida muy modesta esperando para él, junto con un vino. El joven agradeció, ayudando al viejo Omega a sentarse, los dos disfrutando de la cena cuando uno de los clientes alcanzó a verlos por detrás de la división y cortinas gruesas.
—¿Qué es eso? Lo compro —eructó el Alfa.
—Oh, no son parte de la casa, vienen a recoger comida de...
—¡Si están aquí son parte de la casa! —el hombre arrojó su copa que se deshizo, sus compañeros reaccionaron al acto, levantándose— ¡Quiero al mocoso!
—No está a la venta, milord, es...
—¡He dicho que lo quiero!
—Padre, vámonos —Aemond no se quedó a ver, escuchando gritos por una espada atravesando uno de los eunucos que cuidaban.
—La puerta trasera —señaló Ethola.
—¡TENDREMOS ESE OMEGA!
Salieron tan aprisa como pudieron, escondiéndose tras unos costales cuando la banda de Alfas pasó a lado, lo suficientemente ebrios para no detectarlos a tiempo. En cuanto desaparecieron, Aemond buscó un caballo que robar, subiendo a su padre y montando detrás, debían salir de la ciudad, un refugio en las afueras porque esa clase de gente no se contentaba hasta no verlos o muertos o en sus garras. Ninguna de las dos opciones era viable, azuzando al caballo que subió por una cuesta de un camino empedrado. Ethola fue quien se dio cuenta al mirar por encima del hombro del muchacho.
—¡Nos siguen!
—¡Maldita sea! ¡Sujétate, padre!
Fue una persecución por callejones y luego veredas en el páramo hasta que llegaron a una colina alta que tenía un precipicio a un río seco. Los fugitivos contuvieron la respiración, ya no podrían seguir huyendo. Aemond gruñó, sacando la espada de su madre para defenderse. Esos idiotas no iban a ponerle una mano encima, y si se atrevían, encontrarían la muerte.
—Déjame, Mond, huye.
—¡No!
—Pero...
—¡AQUÍ ESTÁ ESA ZORRA PLATINADA! —bramó uno de los Alfas, jadeando por la carrera— ¡Que asco! ¡Está con un cadáver!
—¡También podemos divertirnos!
—¡USTEDES NO VAN A TOCARNOS! —gritó el joven Omega, levantando en alto la espada.
El grupo los rodeó, uno de ellos mirando la hoja cuyo material reconoció.
—¿Qué hace un Omeguita con una espada de acero Valyrio? ¿A quién se la robaste?
—¡ES MÍA!
—Bueno, la tomaremos cuando terminemos con ustedes —otro ebrio se relamió sus labios— Les daremos una muerte rápida por ella.
—¡ATRÉVANSE!
Ethola oró, temblando al ver media docena de espadas y dagas listas para encajarse en sus cuerpos. Los caballos se acercaron, el viento sopló demasiado fuerte, como si algo lo empujara. La luz de la Luna se oscureció por unos segundos, escuchándose un aleteo pesado, un chillido distante. Aemond respingó, su nariz detectó un aroma perdido en su memoria, levantando la vista al ver una enorme silueta alargada de un dragón que voló en círculos alrededor de ellos. Los Alfas estaban demasiado excitados ya imaginando lo que le harían a su cuerpo para notarlo, hasta que el dragón chilló, lanzando fuego sobre ellos.
—¡Es Caraxes! —su padre se estremeció al verlo, había crecido, era más grande con cuernos más largos.
Caraxes eliminó al grupo muy fácil, cayendo cerca de la colina, sus ojos fijos en el par de Omegas sobre un caballo asustado por el dragón. Aemond bajó, sujetando con una mano a su espada, la otra levantándose hacia la enorme bestia, mirando por encima de su hombro a su padre quien le animó, con lágrimas en los ojos y orando a su diosa para que hiciera el milagro. El calor que despedía el dragón era amenazante como su aroma, los ojos dorados se clavaron en el joven aproximándose con una mano en alto, primero, sin saber qué hacer porque jamás alguien le enseñó cómo reclamar un dragón ni tampoco estuvo seguro de lograrlo, y después, arriesgándose a ser devorado, pronunciando en Valyrio las órdenes que se le antojaron las más adecuadas para el compañero de toda la vida de su madre.
—¡Caraxes, lykiri! ¡Dohaeras! ¡Lykiri!
Aemond se detuvo cuando vio que las alas del dragón se expandieron, alzando su largo y grueso cuello como si fuera a lanzarle fuego igual que los Alfas que yacían carbonizados no lejos de Ethola. Contuvo la respiración, plantando sus pies, pidiendo que le escuchara. Era el hijo de Daemon Targaryen, su antiguo jinete, no tenía derecho alguno a pedirle que le obedeciera, incluso él en Lys sabía que un dragón no era un esclavo, tan solo quiso su compañía para vengar a su madre. Caraxes resopló, ladeando su hocico de un costado a otro, luego bajándolo hasta que hizo contacto con la mano del Omega, quien sonrió, intentando abrazar esas fauces.
—¡Caraxes!
Casi resbaló cuando sintió un tirón en todo su ser, entendiendo que estaba formando un vínculo con el dragón, lo que uno sintiera el otro también lo sentiría. Ahora eran jinete y dragón, para siempre. Hasta que la muerte se llevara a uno de ellos. El joven se giró a su padre, recibiendo una sonrisa con sus manos indicando que lo montara para sellar el vínculo. Ya no tenía el hermoso collar ni tampoco una silla, había crecido demasiado y andado por muchos lugares, perdiendo ambas cosas, pero Aemond se las arregló para ir trepando, usando sus escamas duras y carmesí, sentándose en la base del cuello donde terminaban las púas de su lomo.
—¡Soves, Caraxes! ¡Soves!
Lanzando un chillido largo, el dragón batió sus alas al incorporarse, llevando a su jinete a las alturas entre los gritos de emoción y terror mezclados de este. Ethola se carcajeó, llorando luego, una mano estrujando sus ropas a la altura del corazón mientras admiraba el vuelo de su cachorro adoptivo.
—Ha llegado el momento, Daemon, tu dragón ascenderá.
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