Cielos rasgados


"La verdad se corrompe tanto con la mentira como con el silencio."

Cicerón.

"Como todos los soñadores, confundí el desencanto con la verdad."

Jean Paul Sartre.

"Lo verdadero es siempre sencillo, pero solemos llegar a ello por el camino más complicado."

George Sand.



124 d. C.

Villaespecia, Marcaderiva.



Luego de quedarse huérfano, Ethola le enseñó a nunca huir ni echarse para atrás, eso sería una condena de muerte para él. Aprendió a resistir por más miedo que tuviera. Si hubo una vez en que Aemond huyó fue cuando tomó la vida de alguien más por primera vez. Como ingenuo cachorro, cayó en la trampa de un pervertido quien le ofreció una manzana acaramelada que le regalaría si iba con él, guiándolo a uno de los almacenes viejos donde una media docena de Alfas apestosos con dientes chuecos y sudando profusamente por lo excitados esperaban por él. Fue atrapado y sujeto para ser manoseado a complacencia, dedos quisieron explorarlo, así que pataleó buscando liberarse. Lo azotaron contra el suelo, rasgando su pantaloncillo entre risas de los depravados.

El Omega vio un cuchillo tirado por uno de ellos, lo alcanzó justo cuando una mano sujetó sus cabellos levantándolo para intentar meterle un pene erecto en la boca. Le clavó en las pelotas aquel cuchillo, manchándose de sangre. Ahí inició, lanzando cuchilladas sin mucho tino, pero que le dieron el espacio para levantarse y luchar. Ellos no creyeron que un cachorro pudiera asesinarlos, Aemond tampoco lo hizo, el miedo a ser ultrajado y muerto pudo más en su mente, dándole la fuerza necesaria para enterrar el cuchillo en un cuello grasoso de un Alfa que lamió su cuello, viendo caer su cuerpo con un golpe seco. Los demás se quedaron quietos, observándolo con ojos desorbitados. Hubo una brevísima duda en los ojos del niño antes de oscurecerse.

Cuando terminó, estaba jadeando pesadamente, empapado de sangre y vísceras con cuerpos alrededor abiertos salvajemente. Aemond tembló, llorando al soltar el cuchillo antes de echar a correr fuera del almacén con todas sus fuerzas, gritando a Ethola hasta donde el burdel, su padre adoptivo levantándolo en brazos para lavarlo en una pileta. Las piernas le dolieron por la carrera emprendida, aterrado de ser encontrado por los guardias, a él lo acusarían de asesinato sin importar que fuesen los Alfas los que hubieran intentado violarlo y matarlo como a otros cachorros. Siempre recordaría ese sentimiento de ir por las calles, entre hipos sintiendo el cuerpo frío.


Justo como ahora se sintió al huir de Lucerys Velaryon.


Volvía a tener ese miedo profundo, la sensación horrible de estar perdido una vez más, porque no tenía mentiras qué decir, una farsa que continuar. Se encontraba vulnerable en esos momentos. Los pies de Aemond lo llevaron a la casita cercana a la playa donde estaban alojados, de pronto pareciendo que volvía al pasado al ver a Ethola salir aprisa, ofreciéndole el refugio de sus brazos donde se escondió entre sollozos.

—Sshh, yo me encargaré.

—Lo siento, lo siento, lo siento...

—Silencio, tu padre está al mando.

—¡Mondy! —el príncipe los alcanzó, deteniéndose cuando Ser Clynthon salió de la casa, sin armadura pero con espada y Ethola no estaba en su hábito de Septa— ¿Qué...?

—Alteza, nada tiene que hacer aquí ya —habló este último con fuerza, sin soltar a su hijo— Cualquier asunto entre nosotros delo por concluido.

—¡Eso es imposible! —replicó Lucerys, frunciendo su ceño— ¿Qué ha pasado? Yo los he buscado y nadie había podido darme razón de su paradero. Quiero...

—No, Alteza, ya no, por favor —Ethola entrecerró sus ojos— Cuando permaneció en el castillo de su abuelo, nosotros quedamos desamparados y tuvimos que abandonar el sitio, viviendo junto al puerto que fue atacado por mercenarios. Nosotros sufrimos ese ataque.

El viejo Omega dejó que las palabras hicieran sentido en la mente de Lucerys, quien abrió sus ojos de par en par, clavándose en Aemond todavía sujeto por su padre, sollozando contra su hombro sin verle. Los ojos del joven Alfa se llenaron de lágrimas en el acto.

—Es mi culpa, Mondy, es mi culpa —musitó, luego exclamando a viva voz— ¡Es mi culpa! ¡Enójate conmigo, pero no llores, por favor!

—Alteza...

—Aemond, te hice una promesa y no voy a romperla, nada ha cambiado entre nosotros. Te he buscado porque quiero desposarte, eso haré... ¡ahora mismo!

—¡ALTEZA! —Ethola frunció su ceño— Por favor, no se burle de nosotros.

—Lo haré, porque fue mi descuido y falta de responsabilidad que esto sucediera. Voy a enmendarlo. Mondy, espera, prepararé todo. No te fallaré, esta vez no te fallaré.

Aemond se soltó de su padre cuando Lucerys se marchaba llamando a su dragón. Lo detuvo tirando de su capa, para que se volviera a él.

—Déjame y olvídame, Luke. No te merezco, solo hazlo por tu bien.

—No, Mondy, te hicieron daño por mi culpa, pero eso no va a cambiar cómo te veo. Sigo queriéndote y cumpliré lo que te prometí.

—Por favor...

El príncipe negó, tomando la mano que sujetaba su capa para besarla por los nudillos.

—Sigues siendo hermoso e importante para mí, ¡espera un poco! Vendré para llevarte a donde nos casaremos.

No hubo voluntad que detuviera al intrépido Alfa que en unas horas regresó, solicitando a Ethola su permiso y bendición porque se llevaría al joven Omega a otra playa donde los esperaba un sacerdote de ritos Velaryon quien los casaría de inmediato. Así se marchó en el lomo de Arrax, llegando a otra isla adjunta, más pequeña, descendiendo junto a una capilla abandonada donde Aemond encontró un cambio de ropa para él. Lucerys le había conseguido un traje sencillo de bodas al estilo de su casa, incluyendo un velo azul cielo.

—Luke...

—Anda, no miraré —bromeó el príncipe.

Con el agua del mar llegándoles hasta las rodillas, celebraron sus apuradas bodas, ofreciendo sus respetos al Rey Merling y al océano. Un beso terminó con el ritual, el dulce Alfa sujetando su mano todo el tiempo que lo guió a la casa junto a la capilla que ya estaba preparada para que celebraran y tuvieran su noche de bodas. Aemond intentó más de una vez de frenarlo, de pedirle detenerse, más esos lindos ojos llenos de ilusión y culpa callaron sus labios, aceptando el vino con que brindaron, una tarta que compartieron igual que un baile imaginario. Lucerys le sonrió, llevándolo a la parte de arriba con una cama de pieles tapizada en pétalos blancos y velas aromáticas.

—Yo no me merezco esto, estoy sucio.

—Nunca para mí.

—Luke, perderás todo.

—No, lo ganaré todo contigo.

Se besaron, o el Omega atrapó ese rostro sonrojado de la emoción para besarlo queriendo llorar. Lucerys era tan dulce e inocente que dolía. Igual que su hermano mayor, tampoco tendría experiencia, confirmándolo al ir retirando sus prendas con manos torpes, los dos riendo entre sí. Le ayudó desnudándose frente a él, sus brazos cubriendo sus partes íntimas y su pecho por unos momentos en los que el príncipe apreció su cuerpo, luego acercándose para repartir besitos en toda su piel, como si temiera echar a perder algo en él si era más brusco. Poco a poco, lo fue recostando en la cama, siempre besando todo su cuerpo, bajando a su entrepierna donde le olfateó. Aemond quiso alejarlo por la vergüenza, eso solo animando al otro a lamer su miembro bajando y bajando hasta su agujero húmedo que saboreó.

—¡L-Luke... aahh, am... sí...! —gimió sin poderse controlar, respirando hondo para darle algo de sensatez a su mente porque la lengua del muchacho lo alteró mucho— T-Tu ropa... ropa... ¡aaahhh!

Le pareció que rasguñó a su príncipe en sus apuros por dejarlo sin nada encima, apreciando su entrepierna donde una buena espada se irguió. El Omega la tomó entre sus manos por unos momentos, endureciéndola con su toque, sonriendo al ver esa punta rojiza humedecerse tanto como él. Lucerys buscó sus labios, empujándolo de vuelta a la cama, tomando gentilmente sus caderas para acomodarlo sobre su regazo al sentarse, de modo que levantó su trasero lo suficiente para que su erección entrara. Había pasado tiempo desde que estuviera con alguien, así que no estaba tan relajado para recibirlo, siseando un poco al sentir cómo se abrió paso en su interior.

—¿Mondy?

—Sigue, no pares, por favor sigue.

Aemond gritó entonces, el joven Alfa se deslizó hasta quedar bien clavado en él, sus feromonas dentro y fuera reclamando todo su ser. Unos labios besaron su párpado que dejó caer una lágrima por el fugaz escozor producido por ese miembro caliente, palpitante y muy duro que salió apenas, regresando con esa misma calma, buscando un ritmo lento que pronto encontró. Lucerys era un buen aprendiz, tomando nota de cómo reaccionaba a sus caricias o besos, el ángulo de sus embestidas que lo hacían estremecerse, encogiendo sus piernas. No pasó mucho antes de cambiar ese vaivén por otro más rápido, su príncipe inclinándose sobre él doblando su cuerpo con ello para entrar mejor.

Rodó sus ojos, apretando con sus paredes interiores el miembro que lo llenó de deliciosas sensaciones al ir y venir, siempre buscando quedar lo más profundo posible. Sus pezones endurecieron también, sobre todo por la saliva que la lengua ajena vino a lubricarlos, morderlos un poco haciéndolo jadear. El Omega se sujetó de los hombros de su esposo, gimiendo al juntar sus cejas mientras continuaba moviéndose, sus caderas se sincronizaron con las otras que marcaron un nuevo ritmo más veloz, de pronto siendo tan frenético que Aemond tuvo que arañar los hombros de los que se sujetaba, gritando un poco más alto, luego quedando sin aire y desconcertado porque su Alfa se detuvo por completo.

—¿L-Luke?

Había cerrado sus ojos por unos instantes, parpadeando al abrirlos y enfocarse en esa mirada rojiza que le hizo tragar saliva. ¿Estaba molesto o...?

—¡AAAAHHH!

Pareció que a su príncipe le hubiera poseído el demonio de la lujuria, porque tomó sus piernas y las echó sobre sus hombros en un solo movimiento al tiempo que se enterró en él y comenzó con unas embestidas tan fuertes que la cama comenzó a deshacerse. En verdad le hizo ver estrellas en esa posición, a su merced porque no alcanzó a seguirle el paso, corriéndose cuando la punta ardiente de ese pene atacando presionó de lleno su punto de placer tantas veces seguidas que su orgasmo vino de golpe sin que el otro se detuviera, sacudiendo su cuerpo con sus penetraciones desquiciadas que lo asustaron un poco.

—Alfa... Alfa... ¡ALFA!

Tal vez tuvo un segundo viaje al paraíso, Aemond no pudo decirlo porque Lucerys salió, girándolo boca abajo y así clavándose de lleno. Las pieles ya estaban manchadas de su humedad como de aquel líquido preseminal en su Alfa. Se aferró a ellas buscando algo de soporte a los temblores dominando su cuerpo por cada entrada que rozaba ese botón interior, respingando entre quejidos y unos cortos sollozos de placer. Una mano atrapó un tanto de mechones de su cabello, tirando de ellos con fuerza suficiente para hacerlo arquear su espalda en el aire, moviendo sus caderas de tal suerte que la erección reclamando su cuerpo tuvo un mejor acceso.

De nuevo se corrió, dejando escapar unas lágrimas al hacerlo porque la mano libre de Lucyers buscó por debajo de su cuerpo, masturbando su miembro queriendo verlo tener otro orgasmo. El aroma en la habitación ya estaba muy cargado con el dominio Alfa para negarse, tampoco era que no quisiera, estaba alcanzando su límite quizás. Aemond miró por encima de su hombro hacia su esposo, levantando apenas sus caderas, apretando, succionando ese miembro queriendo que ya le metiera su Nudo pues percibió cómo se hinchaba de la base. Su príncipe gruñó complacido, golpeteando con más vigor, enrojeciendo sus nalgas al choque de sus pieles, su agujero ya resentido por semejante frenesí.

El Nudo apareció, Aemond gritó contra las pieles al recibirlo, dejando caer su cabeza que ladeó apenas mostrando parte de su cuello a su Alfa. Se quejó por el acomodo del Nudo cuando Lucerys se inclinó a morderlo, llenando su vientre con su semilla tibia entre espasmos al tener su orgasmo, abriendo la piel de su cuello con unos colmillos muy seguros. La mano en su entrepierna lo siguió acariciando, buscando que lo apretara más para no dejar escapar gota alguna de ese semen inflamando su interior. Permanecieron así, en esa posición, sus respiraciones agitadas, cuerpos empapados de sudor y feromonas de ambos combinadas.

Poco a poco, los colmillos de Lucerys fueron retirándose de su cuello que quedó amoratado. El Omega se quejó un poco, sin moverse mucho por el Nudo manteniéndolo en esa posición. Unos brazos rodearon sus costados, acariciando su piel, manchándola con un poco de su propio semen. La lengua de su príncipe lamió la sal del sudor, el sabor de su piel caliente por aquel encuentro. Aemond creyó que su nuevo esposo iba a caer rendido al ser su primera vez, pronto cayendo en el error al darse cuenta de que el Nudo desapareció, pero no la dureza del miembro dentro de su cuerpo, viendo confundido a un sonriente Lucerys quien igual que antes, se retiró solo para voltearlo y luego abrir sus piernas, penetrándolo de nuevo.

—Lu... ke... ngh...

—Mi Omega.

Lo tomó de nuevo, un poco más lento, chupando su pecho, dejando mordidas por todos lados y luego volviendo a anudarlo con Aemond siendo el que ya no tuviera energías, quedándose dormido poco después de separarse, bien envuelto entre los brazos de su pareja. Cuando abriera sus ojos de vuelta, era de madrugada, hora cercana al amanecer. Lucerys roncaba suavemente, con su rostro inocente perdido en un cansancio satisfactorio, un Alfa apestando a felicidad. Observó esa cara todavía algo sudorosa, sus rizos pegados a su sien que hizo a un lado. ¿Cómo iba a enfrentarlo al amanecer? ¿Decirle que todo era parte de un plan del cual ya no quería hacerlo partícipe?

En ese momento entendió cómo era que se sentían sus tías en Lys, esas rameras baratas que vendían sus cuerpos todas las noches, haciendo creer a sus clientes que eran los mejores. Apretó sus labios porque de nuevo la culpa cayó en su mente y corazón, buscando separarse de ese capullo tibio y acogedor de su príncipe. Tuvo que morderse un labio a la punzada en su espalda baja que lo detuvo por un breve tiempo, bajando de la cama apretando sus labios mientras buscaba sus ropas qué vestir, lo que las manos de Lucerys hubieran dejado en buen estado. Los ojos de Aemond dieron con un papel largo y grande, el documento que avalaba su matrimonio, junto al papel había un poco de tinta y una pluma. Volviendo la mirada hacia el joven durmiendo, se decidió a confesar sus crímenes de una vez por todas.

Le contó todo, dejando caer una que otra lágrima sobre el acta, diluyendo la tinta impresa en partes, pero sin omitir detalle pues deseó ser lo más sincero posible. Eso iba a costarle todo, más Lucerys lo merecía. Quizás lo único que omitió fue que durante el ataque de los mercenarios quien lo había tomado fue su hermano Jacaerys, no tenía caso y no le haría más daño. Cuando su príncipe leyera esa carta, ya no importaría. Pero es que no podía dañarlo así, usarlo igual que Rhaenyra lo hacía con ellos, fue algo más poderoso que sus ganas de vengarse. Con un beso sobre el papel y otro sobre la frente de su durmiente Alfa, salió de puntillas de ahí, alejándose con sigilo, luego corriendo lo mejor que sus temblorosas piernas le pudieron dejar, tropezando en el camino.



Había perdido.



Ethola le advirtió que eso podría suceder en su viaje hacia Poniente, planeando sus primeros movimientos. Solo que nunca imaginó que sería por su propia mano, no por un enemigo venciéndole. Lágrimas tibias corrieron a lo largo de sus mejillas al sabor de la derrota, deteniéndose en su camino hacia la playa, el firmamento ya cambiaba su tono azulado por uno más claro de tonos amarillentos por el amanecer alcanzándolo. Lucerys y Jacaerys jamás lo perdonarían, seguramente les dirían a sus abuelos en Marcaderiva de lo sucedido, estos a su vez contarían a la Princesa Heredera de Rocadragón quien estaba tramando algo contra ella, ahí sería cuando su cabeza encontraría un precio.

Se limpió el rostro con una mano, jalando aire y llegando a donde las olas tocaban tímidas la arena de la playa, observando en silencio ese ir y venir espumoso, frío con un susurro que acompañaba al viento que meció sus mechones sueltos. Aemond jadeó, apretando sus puños, no había vuelta atrás en esa decisión, él que conocía lo que era el sufrimiento no haría pasar más por eso a los príncipes Velaryon, aunque eso iba a costarle todo porque tendría que detener a Cregan como a Aegon con una muy posible separación de estos antes de que Rhaenyra pudiera relacionarlos con él. Volvería a Lys de la misma forma en que se había marchado: sin nada.

No tuvo más remedio que aceptar ese destino. Los ojos temblorosos del Omega se levantaron hacia el cielo comenzando a despuntar la mañana. Había fallado a la memoria de su madre, no era el gran guerrero Targaryen ni mucho menos un digno sucesor de Daemon. Solo era un estúpido jovencito queriendo jugar con un fuego que ahora lo había quemado. Pidió perdón en su corazón a su madre por no haber vengado su nombre, pero ya no tenía cómo. Aemond se puso en cuclillas, escondiendo el rostro entre sus brazos por unos instantes, sollozando ahogadamente hasta que encontró un poco más de fuerzas para continuar, levantándose para volver cuanto antes, Lucerys estaba por despertar.

Caraxes vino presuroso a su llamado y el Omega voló rápido en cuanto lo montó cuando el sol comenzaba a asomarse por el horizonte, radiante y poderoso. Fue con Ser Sotoros y su padre, a este mirándolo con lágrimas renovadas al explicarle su estado y repentina aparición, negando con cierta palidez porque la carta a Lucerys sin duda traería su muerte.

—Es que no puedo, yo no puedo hacer eso... le he fallado a mi madre, te he fallado, padre.

—Sshh, tenemos que irnos.

—Ya no podré hacer nada.

—Vamos a pensar en eso luego, amanece y nosotros debemos estar en la Bahía de los Cangrejos.

Siempre con la cabeza fría, Ethola lo empujó para que viajaran en su dragón hacia el continente, en una de las playas menos concurridas donde llegar y hacer planes de contingencia. El príncipe heredero de Marcaderiva lo descubriría, así que Rhaenyra le daría caza, ofrecería una recompensa por su cabeza sino era que ordenaría a los Velaryon que lo ejecutaran por ella. No podía estar más en Poniente, era necesario huir hacia su hogar natal donde la muerte no lo alcanzaría, siendo un gran problema los ejércitos del Norte y del Sur.

—Tengo que liberarlos también —sollozó Aemond, derrotado y sin energías— No quiero que peleen una guerra sin sentido, ni que pierdan sus hogares y futuro por alguien que no tiene posibilidades.

—Será mejor que tú se los digas en persona.

—Lo sé —más lágrimas cayeron del rostro del Omega— Haré que me repudien, creo que será fácil si los cuervos de Marcaderiva son generosos... —sorbió apenas su nariz— Fue tan lindo ¿sabes? Lucerys me hizo sentir... pero ahora solo tendré su odio.

—Ya no te tortures, hecho está.

—¿Estás enojado conmigo por haber cometido este error?

—Sabíamos que existía la posibilidad de perder, hijo mío. No hay sorpresas en eso.

—Le fallé a mi madre.

—Daemon sabe que lo intentaste, cariño.

Prefirió dar un paseo por esa playa mientras llegaban los mensajes de Mysaria con la ubicación de sus Alfas a los que visitaría a toda prisa. Aemond no tenía ni idea de cómo lograr que rompieran el vínculo, dejarlos libres y que lo olvidaran. Bueno, tenía una idea si les decía lo que había hecho en su ausencia, eso seguro le ganaría hasta que lo golpearan. Nunca debió tener en mente a los Velaryon en primer lugar, aunque había ignorado la verdad detrás de sus nombres. Estaba pensando en eso cuando una sombra pasó encima de él, asustándolo un poco pues creyó que era un ataque, deteniéndose en su paseo por la playa. Se trataba de un dragón de escamas rojas que descendió frente a él apenas lo ubicara. No había en Poniente otra criatura de semejante color más que la Reina Roja, Meleys.

El Omega tragó saliva, viendo a su jinete en su armadura con una mirada de pocos amigos. Ya sabía. Sus ojos temblaron, manteniéndose quieto frente a la dragona que agitó sus alas, olfateándolo con algo de confusión pero siguiendo el mando de la princesa. Rhaenys hizo que le rugiera, arrojándole su aliento con aroma a ceniza que sacudió sus ropas y cabellos. No se movió ni un poco, cerrando sus ojos y apenas si ladeando un poco la cabeza, plantando con firmeza sus pies en la arena. Era seguro que la Señora de Marcaderiva quería respuestas y si lo había localizado tan pronto era porque Lucerys se lo había dicho o mostrado esa carta de despedida, mentir ya no tenía más cabida, solo deseó presentarse como quien era: el hijo de Daemon Targaryen.

Meleys dejó de rugir, mirándolo fijamente, mostrando levemente sus colmillos. Aemond levantó su mentón, observándola como a su jinete quien no entendió de buenas a primeras su altanería al no doblegarse ante la presencia de un dragón. Había una razón. La princesa escuchó un conocido chillido para su memoria, moviendo su rostro en dirección al cielo desde donde se abrió paso una sombra, abriendo sus ojos en sorpresa cuando el enorme Caraxes cayó detrás de Aemond, levantando un muro de arena y agua con su singular chillido, enfrentando a Meleys, la dragona se sintió confundida de ver a un viejo amigo ahora más grande defendiendo a un extraño, igual que la Señora de Marcaderiva quien frunció su ceño al Omega. Era hora del enfrentamiento.

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