Arciano del Norte


"Para poder seguirte pareciendo, si quieres escaparme, te persigo, si me persigues, te acompaño huyendo."

José Bergamín.

"En un beso, sabrás todo lo que he callado."

Pablo Neruda.

"Para amar a los hombres es preciso abandonarlos de cuando en cuando. Lejos de ellos, nos acercamos a ellos."

Giovanni Papini.


123 d. C.

Invernalia, Reino del Norte.



Cregan jadeó, los músculos de su pecho marcado se tensaron, tumbado boca arriba, sudando profusamente entre respiraciones entrecortadas, sus ojos mirando fijamente con ese tinte rojizo de un Alfa reclamando un Omega sus embestidas furiosas contra las caderas finas de piel pálida que sus manos sujetaban posesivas. Aemond le sonrió, apretando la erección palpitante dentro de su cuerpo, caliente como las brasas de la chimenea no lejos de ellos en la habitación, moviendo de forma circular sus caderas al bajar de nuevo sobre aquel miembro duro que resbaló con un chasquido por la humedad de su agujero empapando las sábanas debajo. Una de las manos del Señor de Invernalia subió a su pecho, apretando uno de sus pechos, gruñendo cuando volvió a atrapar con sus músculos el pene en su interior, reteniéndolo a propósito, ronroneando en placer.

—Alfa...

Aemond llevó una mano a su propio miembro, acariciándose para deleite de su amante cuyas pupilas se dilataron al notar en la punta rosada unas gotas de líquido que cayeron sobre su vientre moviéndose al empujar contra su trasero. Echó su cabeza hacia atrás, arqueándose un poco con la mano derecha masturbándose al ritmo de las penetraciones, acomodándose mejor entre las cabalgatas sobre aquel regazo, buscando que rozara aquella parte que le hacía ver pequeños luceros en sus ojos, gimiendo ronco cuando lo logró, masajeando sus testículos al correrse sobre el pecho del Alfa, con otro jadeo de este al verlo así, enterrándose más.

Un brazo grueso lo sujetó de improviso por la cintura, pegándolo al pecho sudado para intercambiar lugares, quedando bajo el cuerpo fornido de Cregan, mirándolo por entre la neblina de su orgasmo, sonriéndole apenas en tanto sus piernas formaban un gancho alrededor de las caderas del lobo, dejando caer sus brazos a los costados de su rostro en un gesto de sumisión para que le tomara a sus anchas, señal que el Alfa agradeció, usando sus rodillas para un mejor ángulo, estampándolo contra la cama de pieles. Gritó, arañando las almohadas con más gotitas blancas todavía saliendo de su miembro, ensuciando ambos cuerpo moviéndose en un vaivén furioso que se detuvo unos momentos cuando una boca buscó la suya en un beso apasionado.

El Omega se aferró a la espalda marcada con algunas cicatrices de guerra, acariciándola con dedos algo temblorosos, llevando una mano entre sus cuerpos para tomar algo de su propio semen y lamerlo a los ojos de su amante con un gemido provocativo, dejando caer sus párpados al sentir como la erección clavada en su vientre palpitó. El Señor del Norte lo abrazó, pasando sus brazos por debajo de su espalda, lamiendo sus labios antes de meter su lengua, compartiendo su sabor. Las feromonas de este se alborotaron, marcándolo sobre su piel erizada, encogiendo apenas los pies, los dos quietos por breves instantes, unidos, jadeando y acariciándose con ansiedad hasta separarse para verse una vez más.

Cregan empujó, el chasquido de su piel sonó claro por el rebote de su escroto chocando contra sus nalgas al moverse rápido, tomándolo desprevenido y quejándose por ello, sus uñas arañando la espalda a donde volvieron cuando las penetraciones del lobo recuperaron su velocidad y profundidad, cerrando sus ojos al disfrutar más, llamándolo entre susurros quebrados, dejando que su aroma le dijera lo complacido que estaba, que lo aceptaba dócilmente, anhelando que se vaciara en su interior con la semilla Stark. Un mensaje recibido, recompensado con unas caderas atacándolo sin piedad, abriendo sus muslos para darle más espacio.

—¡Cregan! ¡Aaahh! ¡CreganCregan!

Una mordida en su pecho lo hizo tener otro orgasmo, temblando entre los brazos que lo aprisionaron, sus piernas resbalando de las cadera ajenas, abiertas a la voluntad del Alfa que arremetió contra su agujero inflamado, húmedo, apretando el pene que fue inflamándose en la base, mostrando un Nudo que el lobo hizo caber entre espasmos y gruñidos por el éxtasis ya invadiéndolo, acomodándose para unas últimas embestida que terminaron con él derramándose abundantemente en el cálido interior que marcó con el tibio semen. Aemond gritó largo, arqueándose contra el pecho del otro, cayendo a la cama sin aliento, mareado, cansado.

—Mi Omega —murmuró Cregan, lamiendo su cuello, estimulándolo para que le estrujara y exprimiera hasta la última gota, dando pequeños empujones hasta dejar bien acomodado su Nudo.

Quedaron ahí sobre la pieles, jadeando pesadamente, una mano del lord cepillando los cabellos castaños repartidos cual ríos sobre la cama, sonriendo al verlo ahí, tocando con la yema de sus dedos la máscara que cubría su rostro. El Omega tomó esa mano, chupando sus dedos con lascivia, riendo con un bufido al sentir más de la preciosa semilla corriendo por su vientre gracias a eso. llevó una mano al rostro de Cregan, siendo besada con reverencia su palma, acomodando los mechones sueltos del cabello negro cayendo por los flancos cual cortina.

—Alfa.

—Me vuelves loco, soy todo tuyo.

—No, solo yo soy tuyo.

Aemond levantó apenas su rostro, besándolo, dejando caer su cabeza con un largo suspiro queriendo dormitar un poco. El lobo pareció estar de acuerdo, recostándose sobre su hombro, acariciando sus costados, una mano delineó con pereza la forma de su pierna, aplastándolo con el peso de su cuerpo que no le molestó, era agradable el sentirlo, una suerte de protección como ese aroma territorial, cariñoso que lo envolvió cual manta tibia. Acarició los cabellos húmedos del Alfa, besando la sien a su alcance mientras seguían unidos por el Nudo.

—El invierno se marcha.

—Suenas triste por ello.

—La nieve desaparece y descubre la tierra debajo, como al revelar verdades que esperaban su tiempo para ser encontradas.

—¿Aemond?

—Te amo, Señor del Norte.

—Yo...

—No, no lo digas porque lo creería y mi corazón no lo resistiría.

—Pero es cierto —Cregan frunció su ceño aunque sin moverse— Sabes bien que no juego con esas cosas.

No le respondió, cerrando sus ojos como si fuera a dormir profundamente, tan solo descansando, disfrutando de la sensación de un miembro en su interior, algo caliente inundando su vientre, un Nudo estirando sus paredes interiores que luego se desinflamó, permitiendo que se separaran para acomodarse frente a frente, tumbados de costado. Aemond acarició el rostro de su amante, besando la punta de su nariz, observándolo en silencio como lo hizo el lobo, si bien este olfateó su inquietud por algo que no comprendió.

Al principio, el juego había sido seducir al Señor de Invernalia de tal suerte que pudiera convencerlo de unirse a su causa, pero Cregan Stark era un Alfa poco común y el corazón de Aemond no pudo resistirse a los encantos ofrecidos por este en sus cortejos, las sonrisas constantes, los gestos caballerosos hacia su persona. Esas tardes charlando de tonterías solo para reír bajo la sombra del viejo arciano, los bailes bajo la luz de la luna, esas tardes sentados viendo el sol caer, un brazo del lobo rodeando sus hombros mientras le decía lo maravilloso que era a sus ojos. Era un buen hombre, de verdad que lo era, siempre honesto, algo torpe más encantador, y por lo mismo sentía que no podía mentirle más.

Había entregado su pureza una tarde que correteaban alrededor del arciano, cual cachorros arrojándose hojas carmesí con algo de tierra húmeda. El Omega brincó a sus brazos, besándolo como si no existiera un mañana para ellos, sintiéndose lo suficientemente alegre para decidirse, dejando que su aroma le hiciera saber al lobo que deseaba ser suyo. Lo hicieron ahí, contra el tronco blanco del rostro viejo. Él gritó al sentir la intrusión, dejando caer unas gotas de sangre sobre las raíces que su Alfa no dejó solas, cortando su palma derecha ante sus ojos para derramar su propia sangre, apoyando la mano contra el árbol sagrado jurando que nunca le deshonraría.

Lord Stark no se había contentado con tratarlo como un igual, ayudándolo a mejorar su combate con espada y lucha cuerpo a cuerpo, también lo tenía en una jerarquía tal que muchos lo llamaban lord como si fuera pareja formal de su amo. Era el Omega quien lo había detenido de hacer algo tan drástico como desposarlo a la usanza del Norte, pues tal gesto lleno de cariño sincero primero debía pasar la prueba que estaba por hacerle. Aemond bien podía decidir quedarse ahí, convertirse en su consorte oficial, darle cachorros, pero ya también había escuchado otra historia sobre su madre que solo avivó su sed de venganza.

Resultaba que tanto Viserys como Daemon habían mostrado a su señor padre Baelon un interés mutuo, siendo Alfa y Omega de la Casa Targaryen, eso podría considerarse como un buen augurio, repitiendo el legado familiar. Pero la presión sobre Baelon de otras casas hizo que cediera en el matrimonio de Viserys con Aemma Arryn, calmando los reclamos de lores que un día gobernaría o eso pensó, porque el Extraño se lo llevó antes de tener la corona del rey Jaehaerys en la cabeza. Daemon no se tomó a bien aquel matrimonio arreglado, escapando de casa para hacer de las suyas a lomos de Caraxes hasta que fue llamado cuando se realizó el Concilio de Harrenhal por el conflicto en la sucesión al Trono de Hierro.

Algo que había descubierto era que Otto Hightower, Lord Mano del Rey Jaehaerys, era quien en realidad presionó para el matrimonio con Lady Aemma. ¿Razones? Nada más que el rechazo a Daemon porque jamás quiso comportarse como el Omega Targaryen que le correspondía, negándose a vestirse apropiadamente, casi siempre andando con ropas de entrenamiento o armadura al estilo de la reina Visenya. El hijo de Baelon no podía tener como pareja alguien tan rebelde que solo ocasionaría más problemas en la Corte, sino era que guerras pues Daemon en sus arranques provocó peleas que debieron arreglarse antes de convertirse en batallas que sangrarían las arcas del reino.

En el Concilio de Harrenhal, los lores le preguntaron a Daemon por quien consideraba apto para suceder a su abuelo, respondiendo que Viserys era el mejor Alfa para tal puesto, ya que en sus libros, los Velaryon eran una casa vasalla con todo y su riquezas, y la princesa Rhaenys nada podría hacer si su hijo o su esposo tomaban el trono. A Corlys Velaryon no le hizo gracia semejante discurso, convenciendo sin mucho esfuerzo a un Lord Mano para que cuando el nuevo y joven rey ascendiera al trono, diera a su hermano en matrimonio a una fiera Alfa señora de unas tierras en el Valle de Arryn quien lo alejaría de ellos y con suerte, moldearía ese carácter arrebatado.

Resultaba que Lady Rhea Royce había sido una Alfa violenta, Aemond se topó con una doncella que estuvo a su servicio, contándole como ella había perdido su virtud a manos de aquella mujer, nada sorpresivo ahí, no la noche de bodas con Daemon a quien forzó, dejándolo sangrando en la cama nupcial que la doncella limpió discreta las lágrimas silenciosas del príncipe, rebajado a ser una suerte de ramera de sangre real para aquella mujer de una casa vasalla de otra casa vasalla, una auténtica burla y humillación a su rango por orden de su hermano, quien para entonces celebraba el nacimiento de su preciosa hija Rhaenyra.



¿Y quién una vez más había estado detrás?

Otto Hightower.



Daemon se negó a darle cachorros a Lady Royce, quien enfurecida, prohibió que se le diera cualquier cosa que fuese un abortivo. Entonces, el príncipe escapó ayudado por Caraxes, desapareciendo por largo rato hasta que una carta del rey lo trajo a la Corte. Lo que dijera a solas a su hermano, Aemond lo desconocía, pero el Señor de los Siete Reinos lo convirtió en Lord Comandante de la Guardia de la ciudad, unos dijeron que en espera de que pudiera considerar las cosas y volver donde su Alfa, otros porque Viserys enfureció al escuchar los maltratos de los que fue objeto, prefiriendo quedarse con su hermano a quien seguía amando pese a todo.

Para entonces, Rhaenyra ya había sido nombrada Princesa Heredera, dado que era la única descendiente del rey. De ahí en adelante conocía el resto, consciente de que cosas podrían variar conforme tuviera más confesiones como la de la doncella quien renunció cuando Daemon se marchó, en apoyo al príncipe a quien vio sangrar más de una vez cada que Lady Royce lo obligaba a servirlo en la cama. Ahora tenía otro nombre en su lista de objetivos: Otto Hightower. Y no era solo por haber convencido al rey de ese espantoso matrimonio, también por disuadirlo cuando consideró la opción de tener dos consortes, Aemma y Daemon, buscando con este último el ansiado heredero varón.

—A veces quisiera revelar los pensamientos que nublan tu felicidad —la voz de Cregan lo trajo de vuelta, bajando su mirada.

—Los conocerás, aunque tienen por raíz mi origen.

—Sabes que eso no me importa.

—Debería.

—Aemond, ¿por qué...?

—¡Milord! —un guardia tocó a la puerta— Lamento interrumpir, mi señor, pero hay un mensajero del Muro que necesita hablar con usted.

El Señor de Invernalia bufó, mirando al Omega cuyos labios besó antes de dejar la cama, vistiéndose de mala gana mientras era observado por unos ojos que entristecieron, obligándolo a ir de vuelta a la cama, acariciando esos cabellos castaños todavía húmedos.

—Quiero saber qué sucede.

—De acuerdo, pero atiende primero tus deberes.

Aemond descansó un poco, antes de levantarse, buscando con qué limpiar entre sus piernas con un suspiro, rozando con una mano el tatuaje en su cadera que le hiciera Ethola, una Luna Menguante, para impedir que concibiera cachorros. No ahora, fue la recomendación de su padre y no le desobedeció por mucho que su cuerpo lo anhelara. Se quitó la máscara, lavándose bien el rostro, secándolo despacio sentado en la cama donde tantas veces se había entregado al Alfa del Norte. ¿Qué haría Cregan cuando supiera la verdad? ¿Su cariño resistiría? No tenía idea, de hecho, temía que sufriera un rechazo, pero estaba decidido a continuar.

Se levantó, colocándose de nuevo la máscara con sus cabellos sueltos, envolviéndose en la capa de cuello peludo, bajando a donde el salón para encontrar a su padre mirando el fuego, calentando sus pies que reposaban sobre un banquito de madera. En silencio, tomó asiento a su lado, mirando el fuego por un largo rato, perdido en sus propios pensamientos. Ethola le vio por el rabillo del ojo, acomodando la piel que cubría sus piernas.

—El amor sin duda es el único que asesina el deber, la pregunta a responder es ¿quién de los dos es el que terminará muerto?

—No me arrepiento de haberme enamorado —replicó con calma sin apartar la vista de la chimenea.

—Los Omegas amamos aunque no lo deseemos, está en nuestra casta el cortar un trozo de nuestro corazón para regalar, tampoco hay nada que reprochar.

—Aviva entonces el fuego de mi juramento para que no duela tanto.

Ethola parpadeó un poco, observando sus arrugados dedos. —No me cabe duda de que todos anhelaron a Daemon, pero solamente una persona tuvo su corazón. El matrimonio con la reina Aemma y el matrimonio con Lady Royce obedecen a la misma persona por la misma razón.

—¿Repudio a un Omega?

—Todo lo contrario, hijo mío, las acciones disfrazadas con el manto de la justicia hacia los demás siempre tienen por origen un rencor personal. ¿Y qué rencor más amargo no puede haber sino el de un Alfa rechazado?

Aemond miró a su padre con el ceño fruncido. —¿Otto deseó a mi madre?

—Era Lord Mano del rey Jaehaerys, podía solicitarle la mano de su nieto. Pero el viejo rey era igual que Daemon, buscando que su sangre no se diluyera, así que no dudo que dejó la última palabra a tu madre, si lo aceptaba, concedería el matrimonio.

—No quiso y Otto le guardó rencor.

—Tu madre siempre amó a Viserys, siempre, mi niño. Nadie pudo arrancarlo de su corazón más que él mismo —Ethola hizo a un lado la piel, doblándola con cuidado— Bien, ya llegado la hora, me prepararé, toma tu tiempo para hacer lo mismo, hijo, te esperaré donde hemos acordado.

El joven Omega asintió, tragando saliva, se quedó un rato frente a la chimenea, antes de ir a su recámara y cambiarse con ropas de viaje, trenzando su cabello y esperando en la entrada a Lord Stark que volvía de verse con el mensajero del Muro. Le sonrió una vez más, besando el dorso de su mano en señal de respeto, mirando esos ojos consternados por su actitud.

—¿El Señor de Invernalia puede cabalgar conmigo?

—Puedo.

Salieron rumbo al sur, a una alta colina cercana al bosque, sin escolta ni testigos. Cregan le tenía la suficiente confianza para ello. Aemond bajó de su caballo, mirando hacia las tierras más cálidas a lo lejos con el viento soplando contra su rostro, dando la espalda al lobo.

—¿Aemond? ¿Qué sucede?

—Te amo.

—Y yo...

—No, no lo digas.

—Aemond, esto no es...

—Sabes bien que solo soy un huérfano adoptado por mi padre Ethola, que me criaron en un burdel, en un barrio de ladrones y prostitutas, que no tengo nada más que mi sola persona. De mi infancia todo sabes, no te he mentido en eso, pero sí en quien realmente soy.

Dando media vuelta, el Omega se retiró la máscara ante los ojos estupefactos de Cregan, notando un rostro hermoso sin enfermedad alguna como se lo había hecho creer. Pero no se quedó ahí, llevando una mano a su nuca para retirar el tatuaje que reveló sus cabellos platinados y ojos violetas.

—En nombre de los dioses...

—Mi nombre real es Aemond Targaryen, soy hijo de Daemon Targaryen a quien llaman aquí el Príncipe Canalla, mi madre. Quien murió en una cama de pulgas y sábanas sucias una tarde de verano llorando a un amor que lo traicionó, a una tierra que lo quiso muerto solo por llevarme en su vientre. He venido aquí a cobrar venganza en su nombre, y no te mentiré al decirte que pensaba usarte como parte de mi plan, pero... resulta que sí te amo de verdad, al final, estas lunas juntos hicieron que en mi corazón brotara un sentimiento tal que ya no puedo vivir otro día más ocultándote esta verdad, consciente de lo que provocará en ti.

El Señor de Invernalia nada habló, quieto con su capa meciéndose al viento, de forma innata llevando una mano a su espada Hielo. Aemond respiró hondo, mirándolo de frente.

—Ya no puedo estar más contigo, tu deber con el Trono de Hierro es opuesto a tu cariño por mí. No te haré elegir, sé que los Stark jamás rompen su juramento, así que... tan solo quería decirte adiós. Marcho para continuar solo, le hice una promesa a mi madre, juré vengar su nombre, hacer sangrar a quienes lo traicionaron, los culpables de su exilio y muerte. Es posible que nos volvamos a ver como enemigos, lamentaré mucho ese día, si acaso continúo vivo. Te amo, Cregan Stark, adiós.

Se dio media vuelta, resistiendo las lágrimas, a punto de llamar a Caraxes cuando el lobo lo alcanzó por un codo, girándolo para tomar su rostro, besándolo como esa primera vez que le confesó que deseaba ser su Alfa, bajo el arciano siempre testigo de su relación, una mañana de otoño. Aemond derramó un par de lágrimas, correspondiendo al beso, separándose para verlo con el ceño fruncido, no entendiendo bien qué significaba aquello.

—Yo no hice el juramento —fue la respuesta de Cregan, abriendo sus ojos al escucharlo— Y no es algo que se mantiene inamovible. Sentía tu dolor, hemos estado juntos demasiado tiempo para que me ocultes lo que agobia tu corazón, esto es... algo que no esperaba, no lo imaginaba, pero no voy a abandonarte. Es cierto, los Stark no rompemos nuestros juramentos, y el que yo pronuncié frente a ti como a mis dioses no lo quebrantaré por otro que no me corresponde, menos si eso me aparta de quien se entregó a mí sin pedirme nada a cambio. Mi amor no es una bandera que cambie de rumbo con el primer viento, Aemond, y si vas a caminar esa senda, lo haré contigo.

—Te llamarán traidor, te acusarán de conspirar contra la corona como al Norte.

—Que lo hagan, al final no es como que dependamos de ellos.

Aemond jadeó, tirando del cuello peludo del Alfa. —¿Estás dispuesto a pelear conmigo? ¿A llevar a tu ejército de hierro contra mis enemigos solo por amor a mí?

—¿Olvidas que yo mismo fui arrebatado de todo? ¿Que perdí a mi hermano, mi media hermana y una vida feliz a manos de mi propio tío? Sé lo que es eso, amor mío, sé lo que es no tener una mano dispuesta a creer en ti. Yo no haré eso, porque siento en cada una de tus palabras como sangras por dentro —el lobo tomó su mano que llevó a su pecho, dejando que sintiera esos latidos poderosos de un corazón seguro— Ya he luchado por mi familia, lo volveré a hacer.

Fue el Omega quien ahora lo besó, riendo y abrazándolo entre las risas aliviadas, no creyendo sus palabras, sabiendo en su interior que era así. Cregan lo llevó a una parte del bosque donde había un arciano, porque ahí mismo quiso celebrar sus bodas, en una muestra de lealtad a su amor, repitiendo las palabras sagradas de un matrimonio. Entonces recompensó la lealtad del Señor del Norte con algo más, descubriendo su cuello que ofreció, cerrando sus ojos sin decir nada más. Lord Stark se asustó en un principio, luego acariciando esa suave piel que tan solo había besado, respetando a su pareja al no forzarlo a algo tan definitivo, aceptando el preciado regalo al sujetar cariñosamente su nuca, clavando sus colmillos para terminar su vínculo, dejando la Marca Stark en él. Un vínculo que solo la muerte iba a deshacer como su boda.

Aemond besó el rostro del lobo, acariciando esa delgada barba de una mandíbula cuadrada, reflejándose en sus ojos como el Omega Targaryen que era.

—Voy al sur, tengo que acercarme, necesito más respuestas que debo encontrar. Seguiré siendo el Omega con la máscara de hierro, pero ahora tu Omega, Cregan Stark. ¿Eso está bien?

—Haz lo que debas hacer y no tengas miedo, reuniré a mis hombres, tendré lista una avanzada en un par de lunas. Cuando tú me necesites, marcharé hacia ti. No estás solo, Aemond, Aemond Targaryen, yo creo en tu causa porque ahora es mía también.

—Si sobrevivimos —musitó, pegando su frente con la ajena— Quiero mi festín de boda frente al arciano, mis votos escritos en la bóveda de Invernalia, nuestra noche de bodas como los Stark las hacen.

—Ahora me das dado el mejor motivo para que Hielo se levante en alto. Cualquier cosa, envía un cuervo, recuerda que ya no estás solo.

—Por favor, no mueras.

—¿Es una orden... mi príncipe?

Aemond sonrió. —Tu Omega te lo pide. Debo irme, mi padre me espera.

Cregan asintió, aunque volvió a detenerlo al alcanzar su mano de la que tiró apenas solo para que le viera por última vez.

—Si te tocan uno solo de tus cabellos, haré arder Poniente.

El cielo nublado y frío del Norte vio aparecer un dragón carmesí, Caraxes batió sus alas, lanzando un chillido al cruzar la frontera rumbo al Tridente. Ahora llevaba un corazón ligero, pues no había tenido que elegir, entre dejar vivo a Cregan o asesinarlo con su dragón pues no podía dejarlo vivo luego de confesarle la verdad. Aemond sonrió para sí, entendiendo por qué habrían querido someter a su madre durante tanto tiempo, un Omega de Sangre de Dragón era extremadamente peligroso si tenía la sangre pura como él, como la tuvo Daemon. Porque no solo eran capaces de controlar manadas al criar cachorros en ellas como los viejos Maestres suponían, también lograban tener bajo su mando a poderosos Alfas de sangre antigua y mágica, como era el Guardián del Norte quien ya estaba en Invernalia convocando a sus lores para marchar a la guerra.

—¿Qué guerra? —preguntaría uno de ellos muy confundido.

—La del legítimo rey —respondería Cregan.

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