3

A la mañana siguiente, mi madre me despertó más temprano de lo habitual.

—Mamá, apenas está saliendo él sol—musité tras soltar un quejido—. ¿Me puedes dar aunque sea quince minutos más?

—Tienes visita—respondió ella, sonriéndome.

Me froté los ojos y la vi con más claridad. Estaba radiante.

—¿Visita…?

Salí de casa y me encontré con Perséfone, quien hablaba muy entusiasmada con los aldeanos y las ninfas. En cuanto me vio corrió hacia mí y me abrazó.

—Mentiroso, dijiste que este campo era menos bello que el mío.

Sonreí y correspondí el abrazo.

—Es que así es.

—¡No es verdad! Este es uno de los lugares más hermosos que he visto, ¡me fascinan las casas! Y la gente es muy amable.

—Me alegro de que te guste. No pensé que vendrías.

La diosa se separó de mí con suavidad.

—Te dije que me gustaría ver tu jardín.

—Me encantaría mostrárselo. ¿Quieres desayunar primero? Uh… ¿las diosas desayunan?

—No necesitamos comer, pero disfrutamos hacerlo.

—Eso es genial. Iré por pescado, umm… ¿las diosas comen pescado?

—Pues…—Perséfone desvió la mirada—. Yo solo como frutas, verduras y legumbres. Me gustaría probar carne alguna vez.

Abrí los ojos a toda su expresión.

—¿En serio nunca has comido carne?

Ella negó con la cabeza.

—Creo que te va a gustar mucho.

Un rato después, ambos estábamos dentro de mi casa.

Perséfone miró con total atención cómo preparaba el pescado. Había asombro en sus ojos, como si fuera testigo de una magia superior a la suya.

—Me gusta mucho tu casa—dijo, tamborileando los dedos en la mesa principal—. Es cálida y huele muy bien.

Dejé de empalar los pescados por un momento y le dediqué una sonrisa.

—Se vive muy bien aquí, los dioses han sido muy generosos con nosotros. Digo… solo somos simples mortales…

—No son simples mortales. Desciendes de una ninfa, Asterios, hay sangre de dios en tus venas.

Mi sonrisa se ensanchó.

—Tengo un par de gotas.

—¡Un par de gotas muy grandes!

Me reí.

—Sí, del tamaño de semillas de granada—ensarté él último pescado y tomé los demás palos—. Ya están listos, vamos a la hoguera.

La diosa asintió y salimos a cocinar la comida. Casi todos los aldeanos estaban ahí, charlando. Voltearon a vernos casi al mismo tiempo cuando nos sentamos juntos a esperar. Me pregunté qué estaban pensando, tal vez que nos veíamos muy bien juntos, o que jamás esperaron que Perséfone vendría. Ella no dejó de ver los pescados en el fuego, y esbozó una gran sonrisa cuando le entregué el suyo. Miró de soslayo cómo mordí el costado del mío, y me imitó.

—¿Qué te parece?—le pregunté después de terminar el primer bocado.

Perséfone masticó y tragó muy despacio. Sus ojos brillaban. Abrió la boca para decir algo, pero a los pocos segundos volvió a morder el pescado. Esta vez no se detuvo hasta comer toda la carne que tenía. Admiró las espinas por un momento y entonces, por fin habló:

—No puedo creer que viví todo este tiempo sin comer esto. Es maravilloso—clavó sus ojos en los míos—. Tienes mucho talento para cocinar, Asterios.

Me rasqué la nuca, halagado. Ella me decía cosas bonitas no solo porque sabía que me hacían sentir bien. Cada uno de sus cumplidos venían del fondo de su corazón, y ella los expresaba con total sinceridad. Tras comer dos pescados más, la diosa me acompañó a mi jardín.

Una vez en él, Perséfone se tomó su tiempo para admirar las flores. Tenía una leve sonrisa en los labios. La vi arrodillada frente a mis margaritas, y me pregunté si acaso tenía el poder de comunicarse con ellas. Era algo muy probable. La joven acarició los pétalos de una con las yemas de sus dedos, y luego volteó a verme. Lucía muy hermosa bajo el sol.

—Tienes buena mano para las flores—dijo, y yo sentí el rostro caliente.

—Adoro pasar el tiempo aquí—respondí, y me senté junto a ella. Su aroma nunca era el mismo; a veces olía a pino fresco, y en otras ocasiones a naranja. En ese momento poseía un fuerte aroma a jazmín y ámbar. Disfruté su perfume con discreción, y pasamos un rato hablando de árboles y flores.

La diosa miró una esquina vacía de mi jardín.

—¿Qué planeas poner ahí?—me preguntó con ligero interés.

—Una higuera quizá, o un manzano.

Me vio de soslayo y su sonrisa se ensanchó.

—Yo podría darte un manzano, si quieres.

Eso me tomó por sorpresa.

—¿En serio?

Perséfone asintió.

—Sí. Te prometo que lo haré bien.

Ambos nos dirigimos a la esquina desierta.  Perséfone miró fijamente la tierra y tomó aire. Lo soltó lentamente por la boca, y luego estiró ambos brazos hacia enfrente, con las palmas extendidas. Aparecieron destellos plateados en las puntas de sus dedos, después la diosa levantó los brazos y cerró  los puños muy despacio; al mismo tiempo que ella realizaba está acción, un tronco plateado rompía la tierra y se alzaba ante nuestros ojos. Vi cómo sus ramas, hojas y frutos brotaban al instante. Sonreí cuando quedé bajo su sombra. Perséfone, por su parte, tomó una de las manzana y la mordió.

—Está buena—dijo—. Casi tanto como tu pescado.

Reí.

—Gracias por el árbol.

—No fue nada—posó su delicada mano en mi hombro—. Me hace feliz dejar algo de mí magia en tu bello jardín.

Al día siguiente acompañé a Persefone a los árboles de granada. Ella usaba la corona de flores con la rosa que le había regalado. Partí una granada a la mitad y le di el pedazo que tenía más semillas. Ella me dio las gracias.

—Te queda muy bien esa corona—le dije. Ella me sonrió.

—Tú también lucías muy bello con la corona que te hice. Deberías usarla más seguido.

—La tengo en mi cuarto, es muy preciada para mí. No me gustaría perderla, o que se estropeara.

Perséfone tomó asiento en un tronco.

—No te preocupes por eso. Recuerda que hice esa corona con magia, así que durará para siempre. Y si llegas a perderla, puedo hacerte otra.

Sentí el rostro caliente.

—Siempre eres muy amable conmigo.

Ella comió un puñado de semillas sin dejar de sonreír.

—Para eso son los amigos—respondió.

Iba a decirle que, si quería, podíamos ser algo más que amigos, pero entonces escuché a lo lejos las risas de las ninfas. Corrieron hacia nosotros y nos rodearon. Mi tatarabuela no estaba entre ellas. Quizá se encontraba en la aldea, o se divertía en otro campo.

—¿Por qué tan felices?—preguntó Perséfone, viendo los rostros emocionados de sus amigas.

Eleni, una de las ninfas con mayor talento musical, dio un paso al frente y le mostró una lira dorada.

—Apolo me regaló esto después de que toqué para él. Me dijo que es muy especial. Lo usé hace rato, y quedé fascinada. ¿Quieres ver qué es lo que hace? 

Perséfone asintió y la ninfa empezó a tocar una alegre melodía. A los pocos segundos sus dedos comenzaron a emanar destellos con los colores del arcoiris, mismos que se elevaban formando arabescos.

—Es hermoso—dijo la diosa, embelesada.

—Y no es la mejor parte—Eleni miró a Perséfone y después a mí—. ¿Por qué no bailan un poco?

Mi amiga se puso de pie y me tomó de ambas manos. Nos movimos de un lado al otro; ella con total gracia, yo con torpeza. Le di un par de vueltas y moví mis hombros al ritmo. Entonces, lentamente, nuestros pies se elevaron hasta encontrarnos a una altura considerable,  y los destellos nos rodearon. Sentía que bailaba junto a las estrellas. Mis ojos se cruzaron con los de Perséfone; ella solo me veía a mí, lucía tan bella y apacible. Seguimos bailando sin dejar de vernos. Las ninfas aplaudían y disfrutaban viéndonos en el aire. No tardaron en unirse a nosotros, y continuamos la fiesta hasta medianoche. Después, ya muy agotado, me acosté sobre el pasto y contemplé la luna. Perséfone, a mí derecha, estrechaba mi mano. Me fascinaba tenerla tan cerca, y saber que yo la hacía tan feliz como ella a mí. 

—Oye, Asterios—musitó la diosa.

Volteé a verla. Había un destello de inocencia infantil en sus ojos verdes.

—¿Sí?

—¿Quieres jugar a las escondidas conmigo y las ninfas mañana?

Asentí.

—Suena divertido.

Perséfone se mordió el labio inferior sin dejar de sonreír.

—Muy bien. Mañana, en cuanto atravieses la cascada, busca un lugar donde esconderte. Tendrás veinte minutos.

—¿Y quién me buscará?

—Yo.

La imaginé encontrándome en uno de los árboles. Sus ojos muy abiertos y el rostro perlado por el sudor. Feliz y salvaje.

—De acuerdo.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top