2


No dijimos nada mientras caminábamos juntos. Ya en los naranjos, Perséfone cortó una naranja muy grande y me la entregó. Nos sentamos en un tronco y sentí un cosquilleo en las plantas de los pies, cuando el muslo de Perséfone rozó el mío.

—Entonces... ¿Tienes un jardín?—me preguntó.

—Sí—respondí mientras pelaba mi naranja—. Es pequeño, está detrás de mi casa. Hay unas cuantas margaritas, anturios, jazmines y claveles. Mis favoritas son los claveles blancos porque parecen nubes.

—Las mías son las rosas. Tengo rosales en todos los campos donde vivo.

—¿Vives en diferentes lugares?

—Sí, a mi madre le gusta ir a distintos campos cada cierto tiempo. Intentamos vivir en tierras de mortales, pero es muy peligroso.

Breve silencio entre nosotros.

—¿Y cómo llegaste aquí?—me preguntó Perséfone.

—Igual que las ninfas. Atravesé la cascada más grande.

—Oh. ¿Y cómo es el campo dónde vives?

—Un poco menos hermoso que este.

La diosa me sonrió.

—Me gustaría verlo alguna vez.

Volví a la aldea un par de horas después. La paz de Perséfone abandonó mi cuerpo y entonces fui invadido por una euforia muy intensa. Cené en la hoguera y les pregunté a los demás hombres si iban seguido a la cascada más grande. La mayoría me respondió que era una novedad solo al inicio, y que después preferían ocupar su tiempo cazando o cosiendo ropa.

—Asterios va todos los días—dijo uno de mis hermanos—. Le encantan las diosas.

—Deberías dejar de ver diosas y buscar una mujer a tu alcance—rió mi tío—. Las diosas nos ven como hormigas.

—No—contestó un anciano—. Nos ven como cucarachas.

Perséfone no me ve como una cucaracha, pensé.

Mi tatarabuela los miro con él ceño fruncido.

—No todas las diosas ven a los mortales como cucarachas, algunas son muy lindas—afirmó.

Mi sonrisa se ensanchó.

Seguí viendo a Perséfone después de cumplir con mis tareas de pescador y cuidar de mi jardín. Cada día despertaba energizado, ansioso por verla. Y en cuanto me encontraba con ella esas ansias desaparecían, dando paso a una calma que a estas alturas ya era familiar. La diosa me hablaba de su vida, y de lo mucho que se aburría cuando su madre le enseñaba a cuidar legumbres. Me dijo que Deméter era algo estricta, pero que la amaba mucho y deseaba pasar toda la eternidad con ella.

—Se ve que son muy unidas—respondí.

Perséfone no respondió, solo se me quedó viendo fijamente. Estaba muy seria.

—¿Pasa algo?—le pregunté con ligera preocupación.

Ella negó con la cabeza.

—No, nada. Solo estaba recordando lo que me dijo Iria, que eres su tataranieto más hermoso. No he visto a los demás, pero estoy segura de que es cierto.

Mi rostro ardía.

—¿Te lo parezco?

—¡Sí, eres casi idéntico a ella! Tienen el mismo cabello liso y negro. Me gusta mucho, quisiera que el mío fuera así.

Iba a decirle algo más, pero entonces vi que un grupo de ninfas se dirigían a nosotros, mí tatarabuela entre ellas. No lucían sorprendidas de que yo estuviera ahí.

—No te preocupes, ya les conté todo—me aseguró Perséfone.

—De haber sabido que querías amigos hombres—dijo Iria. No hubiera escondido a mis descendientes en ese arbusto.

—No quiero más amigos, solo quiero a Asterios—respondió Perséfone.

Las ninfas rieron.

—¿Así que es por él que has pasado tanto tiempo sola?—preguntó una de ellas—. ¿Tu madre sabe que tienes un amigo mortal?

Perséfone asintió.

—¿Y no hubo problema con eso?—preguntó una de ellas, sorprendida.

—No. Dijo que pronto vendrá a conocerlo.

Le di un amago de sonrisa. Supuse que Deméter aceptó mi amistad con su hija porque soy un mortal, alguien demasiado débil para ser considerado una amenaza.

—Espero causarle una buena impresión—dije.

—¡Claro que lo harás!—exclamó Perséfone, y extendió su mano, pidiendo la mía—. Ven, vamos a los rosales. Las ninfas y yo solemos hablar y tocar música ahí.

Me quedé con Perséfone y las ninfas hasta que oscureció; ellas tocaban la lira y el aulos a la perfección, y podían hacerlo por horas sin cansarse. Iria deseaba seguir hasta medianoche, pero vio que yo empezaba a cabecear, y dijo que debíamos volver a la aldea para que durmiera.

—A veces olvido lo frágil que eres, mi estrellita—dijo, acariciando mi cabeza.

Le di una sonrisa soñolienta. Me despedí de Perséfone, no sin antes prometerle que la próxima vez bailaría con ella. Iria y yo regresamos a casa junto con un grupo de ninfas, y yo me quedé dormido en cuanto me acosté en mi cama. Esta vez no soñé con héroes ni diosas menores, sino con naranjas y Perséfone diciéndome que soy hermoso. Desperté con la energía usual y desayuné jabalí con mis hermanos, quienes me decían lo mucho que envidiaban la atención que me daba Perséfone.

—¿Cómo saben eso?—les pregunté.

—La tatarabuela nos lo dijo.

Contuve un suspiro. Iria no podía guardarse nada.

Fui a pescar por un par de horas, y después regresé a casa para cuidar de mi jardín. Regué mi rosal con una sonrisa, me daba mucha paz verlo. Corté una de las flores más hermosas.

Creo que a Perséfone le gustaría está, pensé.

La guardé en un saco pequeño y lo até a mi cintura con una soga. Me fui a la cascada más grande, y di un respingo cuando, al atravesarla, me encontré con Perséfone viéndome fijamente.

—Estaba esperándote—me dijo, sosteniendo una canasta pequeña repleta de fresas. Se llevó una a la boca y la comió.

—¿Llegué muy tarde?—le pregunté.

—Solo cinco minutos más de lo habitual.

Le sonreí. Me parecía adorable que apreciara tanto mi compañía.

—Traje algo para ti.

Me miró con los ojos muy abiertos.

—¿En serio? ¿Y qué es?

Saqué la rosa del saco con mucho cuidado y se la entregué.

—Sé que no ha de ser tan impresionante como tus creaciones, pero es la más bonita de mi jardín.

La diosa vio la flor por unos segundos sin decirme nada. Esbozó una sonrisa, y se ruborizó.

—Es la más bonita de tu jardín, y no te pesó cortarla para dármela—dijo, alzó la mirada—. Es un gesto muy lindo de tu parte, Asterios.

—Uh...no fue nada, yo...

Perséfone abrió sus brazos y me rodeó con ellos. Las fresas cayeron de sus manos.

Mi cuerpo se tensó por un instante, pero al sentir su calor mis músculos se relajaron y sentí un cosquilleo agradable en mi pecho, y en las plantas de los pies. La abracé despacio, maravillado por la suavidad de su piel y cabello. Sentía que abrazaba al campo entero, con sus ríos, animales y frutas. Me quedé así por un rato, y Perséfone me estrechó con ternura.

—Sé qué hacer con esta rosa tan bella—me dijo.

Fuimos a los rosales y ella tomó varias amarillas; despareció sus espinas sólo con pasar un dedo por sus tallos. Después nos sentamos en el suelo y ella me pidió que pusiera atención; Perséfone estaba haciendo una corona; era capaz de torcer y trenzar las flores sin ninguna dificultad, algo que yo no podría hacer sin terminar con las manos destrozadas. Una vez terminó de armarla, agregó mi rosa roja, después sostuvo su creación con ambas manos, las cuales empezaron a brillar. Vi los tenues destellos dorados con una gran sonrisa. Cuando se apagaron, Perséfone me dijo que esas flores jamás iban a morir. Puso la corona en su cabeza.

—¿Te gusta?

—Sí, te sienta muy bien.

Ella me sonrió mordiéndose el labio inferior.

—Ahora haré una para ti.

Con un simple gesto de su mano hizo que empezaran a florecer varios claveles blancos a una velocidad sorprendente. Perséfone estrechó los ojos, tratando de concentrarse, y no se relajó hasta que las flores fueron perfectas.

—Aún me cuesta algo de trabajo controlar mis poderes—dijo, y se inclinó hacia adelante para cortarlas, e hizo el mismo procedimiento que con las rosas. De nuevo me fasciné al ver el resplandor que emanaba de sus manos, jamás creí ser testigo de algo como eso. Admiré los enormes claveles blancos, y me ruboricé cuando Perséfone me colocó la corona.

—Ahora luces como un dios—dijo.

—¿Eso crees?

Ella asintió.

—Eres igual de hermoso que ellos.

No había ni un asomo de duda en su voz. Me hacía sentir muy especial.

Después de un rato nos fuimos a un lago, el cuál estaba rodeado de granados. La diosa disfrutó las semillas de granada mientras refrescaba sus pies en el agua. Yo abrí mi granada con algo de dificultad, no estaba acostumbrado a frutos tan grandes. Persefeóne sonrió y me dijo que las granadas eran una de sus frutas favoritas.

Eso ya lo sé, dije para mis adentros, un tanto avergonzado. Recordé aquella noche en la fogata, cuando las ninfas me dijeron todo lo que sabían sobre Perséfone. Me emocionaba saber hasta el más pequeño detalle.

—A mí también me gustan, pero no tengo la paciencia para disfrutarlas—dije—. Prefiero las frutas que se pueden morder.

La diosa rió.

—Me gustan las granadas precisamente porque se comen despacio—dijo—. Y porque me recuerdan a los rubíes en bruto.

Sostuvo una de las semillas con su dedo índice y pulgar.

—Son muy hermosas.

Igual que tú, pensé.

—Eh... Perséfone—dije, luego tragué saliva—. Yo creo que tú eres...

Una voz de mujer me interrumpió:

—Hiciste un gran trabajo con esos claveles, Perséfone.

La mencionada y yo volteamos hacia atrás y nos encontramos con Deméter cruzada de brazos. Tenía los mismos ojos que su hija, pero sin calidez ni inocencia. Según lo que me contaron las ninfas, ella había pasado por situaciones muy duras, y esa experiencia se reflejaba en su mirada. Deméter avanzó hacia nosotros y me miró el rostro, después la corona.

—¿Tú eres Asterios, verdad? El descendiente de Iria.

Asentí.

Ella alzó una ceja y siguió viéndome.

—¿Usted... esperaba algo mejor, verdad?—musité.

Negó con la cabeza.

—No es eso. Perséfone no suele usar su magia frente a las ninfas porque se pone nerviosa, y sus hechizos salen mal. También le pasa seguido conmigo durante sus lecciones. Pero cuando hizo crecer esas flores para tu corona fue totalmente distinto... tenía mucha confianza.

Perséfone me tomó del brazo y asintió muchas veces.

—Asterios me hace sentir muy cómoda.

Deméter nos dio un amago de sonrisa.

—Sí, ya veo.

Por un instante, vi algo de dulzura en sus ojos.

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