Capítulo 2: Una llamada de emergencia.
—Sal de mi casa —le exigí, y la rabia coloreó mi rostro cuando vi que él solo se sonreía, sin moverse del asiento—. ¡Sal! ¡¿Quién eres?! ¡Vete!
El hombre permaneció quieto en su asiento, viéndome con una sonrisa cruel y de dientes blancos y perfectos. Tragué saliva, mirándolo con fijeza para identificarlo; era de complexión mediana y piel blanca, casi transparente. Su cabello castaño estaba inmaculado a pesar de que el sujeto aparentaba más de cincuenta años; sus ojos azules eran hielos que me atravesaban, contorneados por un par de gafas cuadradas y aburridas. La indumentaria que llevaba encima se destacaba por lo elegante e impecable. Cualquiera diría que estaba ante un caballero inglés.
Cualquiera que no supiera que había irrumpido en mi casa sin pedirme permiso.
—No tengas miedo —dijo, sin inmutarse; veía de reojo lo que era la sala de estar de mi casa. Su mirada traslucía asco.
—No sé quien eres, ¿cómo no podría tenerte miedo?
—No vengo a matarte. No trabajo para Auditore —constató con un profundo acento inglés. Ante el apellido italiano, no pude evitar estremecerme—. Ahora, ¿por qué no te sientas? Te juro que seré breve. Tampoco dispongo de mucho tiempo.
Me quedé de pie, viéndole fijamente por unos cuantos instantes. Percibía algo extraño en aquel hombre; quizás que provenía del mismo país que yo; que sabía el nombre de la persona que colaboró a hacer pedazos mi vida. Mi instinto no me dejaba fiarme de él de forma plena, pero todo vestigio de miedo se ahuyentaba conforme más lo miraba a los ojos.
—Cinco minutos —accedí al fin, sentándome en el sofá desvencijado frente a él.
—Sólo requiero tres —dijo en tono autosuficiente—. Primero, mi nombre: Edward Crickett.
Un sudor frío perló mi frente y cuello ante la repentina presentación y la imagen que se materializaba frente a mí. Era él, el sujeto para el que mi padre había trabajado, por el que murió y por el cual ahora estaba metida en ese embrollo. Apreté los puños con fuerza, intentando controlar mi ira; en mi mente volaron imágenes fantasiosas, donde lo hacía pedazos, y así cobraba la vida de mi padre por la de él. Pero en vez de eso, me quedé callada, en un estado de shock peculiar en mí.
Al ver que no decía nada, continuó.
—Estás en grave peligro, mi dulce niña —el rostro imperturbable, la frialdad en su voz, me daba más miedo que la advertencia en sí—. Auditore te ha buscado los últimos tres años, así como yo. Pero...He sido más listo y te he hallado, para, hacerte una...Propuesta...
Su voz se oía lejana. En mi mente la imagen de mi padre y madre tirados en medio de un charco de sangre, donde se repetía la voz de mi papá gritando que huyera. Tragué saliva, intentando mantener la compostura, la cabeza fría.
—No sé quién eres tú —farfullé al fin, con la voz quebrada—. ¿Cómo voy a aceptar una propuesta de algo que no sé, de alguien a quien no conozco? ¿Cómo puedo fiarme de ti?
—Tú padre fue un colaborador muy valioso. ¿Crees que no le debo algo después de todo lo que hizo por mí, por nosotros, por ustedes? —el hombre elegante y firme, parecía rendirse—. Sólo velo por el bienestar de ésta, mi empresa. Tú y tus hermanos forman parte de ella, si a algunos les llegara a pasar algo... Mi empresa, la familia de la cual yo soy el patriarca, se vería gravemente afectada.
— ¿Empresa? —fruncí el ceño, un tanto asqueada—. Por el amor de Dios, nunca he aceptado nada de ti. ¿Dónde estabas, cuando nos moríamos de hambre en Londres? ¿Y ahora apareces de la nada, sonriente, diciendo que me vas a proponer algo para salvar a mis hermanos y a mí? —negué con la cabeza, aquello me sobrepasaba—. Creo que he escuchado suficiente —me puse en pie, de manera brusca, mareándome por el esfuerzo—. Fuera, o llamaré a la policía.
Para mi sorpresa, el sonrió, incrédulo. Divertídisimo al parecer, por la situación. Estuve a punto de gritar, cuando alzó el dedo índice de la mano para detenerme. Y ejercía tal magnetismo, su persona era tan imponente, que me mordí la lengua para evitar desahogarme en él.
—Aclaremos las cosas. —dijo, de forma educada, arreglándose su corbata—. En el momento en que ustedes se quedaron huérfanos, yo era perseguido de forma acérrima por Auditore y sus capos. ¿Querías que los adoptara y me los quedara como en sus estúpidas películas Hollywoodenses? Lo siento, quizás en este momento estarían muertos los tres —se encogió de hombros—. He tenido por lo menos más de cuarenta tentativas de homicidio contra mi persona. Han asesinado a los mejores guardaespaldas del mundo al tratar de mantenerme vivo, ¿crees que no dispararían contra unos niños? Los italianos son una mierda. Sólo piensan en venganza la mayor parte del tiempo...
— Y sí eres tan perseguido... ¿por qué te presentas hoy tan tranquilo, ofreciéndome ayuda?
—Porque he conseguido ser más listo que Auditore —sonrió a medias, sacando de su bolsillo una bolsa de celofán pequeña, del tamaño de un puño. Con una mano enguantada extrajo de ésta lo que parecía una nuez—. Ustedes vivieron durante muchos años en el anonimato, en Londres. Piénsalo: La hija de un capo inglés nunca trabajaría como sirvienta; tendría dinero suficiente para vivir en donde quisiera, derrochando el dinero de su padre por ser joven e inmadura —Edward se llevó una nuez a los labios, y la saboreó despacio, como si fuera su premio por ser tan listo—. Pero, empiezas a relacionarte con personas famosas, que ellos siguen y por casualidad o destino, te encuentran. —suspiró pesadamente—. El destino nos ha llevado a encontrarnos ahora; que estoy un poco más desahogado, y tú estás hasta los topes de inmundicia. Es mi turno ayudarte.
Muchas preguntas comenzaron a revolucionar mi mente con aquella explicación. ¿Realmente todo había sido calculado como pregonaba? ¿O sólo era una trampa para terminar de hundirme en la mierda? Relamí mis labios, sintiendo su mirada analizarme, determinando mis próximos movimientos.
—Supongo...—susurré, con la mente abrumada, después de unos instantes—. Que no pierdo nada escuchando esa famosa propuesta...
Una sonrisa triunfal destelló en su cara.
—Sabía que eras lista, al igual que tú padre —Edward se arrellanó en el asiento, paladeando sus nueces, mirando esta vez al techo—. No pido nada, sólo que te unas a mí. Trabaja conmigo, como alguna vez hizo tu padre... —al ver que iba a protestar, alzó un dedo índice, pidiendo tiempo para terminar—. Entiende, aquí, tan lejos de mi sede en Nueva York no puedo hacer nada por cuidarte. Aquí no tengo contactos, ni amistades, ni infiltrados. Tú y tus hermanos al mudarse a Nueva York podrán disponer de toda la seguridad que mi imperio puede ofrecerles. Crecerán a salvo, lo juro, y Auditore no podrá alcanzarnos, pues vamos siempre dos pasos delante de él.
—No quiero vender droga. Ni asesinar gente —expresé en voz alta—. No quiero ser una persona malvada. Mi respuesta es no. No te necesitamos, hemos aprendido a vivir sin ti, ¿qué hace diferente esos tiempos a los de ahora? —lo miré, y éste se puso de pie.
—Scarlett, ha cambiado todo —aseguró, limpiándose los resquicios de nuez de su abrigo negro—. Yo te he encontrado antes que Auditore, pero sé que el día de mañana, si no es que ésta misma noche, te hallará y te hará pedazos. ¿Tus hermanos crees que están protegidos por el FBI? ¡Bah! Es tan corrupto como cualquier persona que ve el dinero que requiere para sus vicios. Tú, ellos, todos los que te rodean están en peligro...Yo te ofrezco una salida —caminó en mi dirección y me tendió una tarjeta, con unos números garabateados—. Tomala cuando la requieras, pero espero no sea demasiado tarde para entonces. Marca a este número, ellos sabrán que hacer.
Dudé en tomar la tarjeta, pero al final, la tomé, viéndola con el ceño fruncido.
—No creo llamar nunca —musité, viéndola.
Edward Crickett caminó hasta la puerta de madera, y al escucharme decir eso, se volvió con una mueca amarga.
—Alguna vez lo dije —musitó, apenado—. ¿Y adivina qué? Tuve que llamar de emergencia al día siguiente, porque me ocurrió lo impensable.
Abrió la puerta y desapareció en medio de la nada, así como había llegado.
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