8. Un día de paz

No le tenía miedo a la oscuridad. Simplemente, no me gustaba lo que se ocultaba en ella: los peores clientes siempre llegaban con la puesta del sol; también era el momento favorito de la muerte a la hora de cobrarse almas. Le temía, en especial, a la soledad y la desazón que la proseguían y al sentimiento de vulnerabilidad en el que me dejaba inmerso. Por eso, cuando abrí los ojos y me vi solo en un lugar oscuro que, además, me era desconocido, mi corazón se agitó.

—¡Melisa! —exclamé. Estaba acostumbrado a amanecer junto a ella o a observarla a la luz de las velas cuando no lograba conciliar el sueño. Pero en aquel colchón no había nadie más—. ¿¡Melisa, dónde estás!?

Con mucha torpeza me puse en pie y palpé alrededor hasta dar con una ventana. Abrí los postigos y la luz entró con violencia. El deslumbre me provocó una ceguera momentánea a la que le acompañó un severo dolor de cabeza.

—¿Marc, estás ahí? —Sin esperar respuesta, mi hermana entró en la habitación—. ¿Por qué gritabas?

No podía verla a causa de los molestos manchurrones que danzaban por mis retinas, pero sentirla cercana y escuchar su voz me aportaron la paz que necesitaba.

—No estabas conmigo.

Poco a poco, la vista se fue estabilizando salvo por una mancha roja y circular que fue la última en desaparecer. El cuarto era amplio, con una gran cama de nogal en medio y una pequeña cómoda. No hallé espejos ni cuadros, ni ningún otro tipo de decoración. Mi hermana me observaba preocupada, con el rostro pálido y los ojos vidriosos.

—Siempre estoy contigo. —Se sentó en el lecho y su mirada se desvió a la pequeña lámpara de aceite que permanecía apagada sobre la mesilla. Me dedicó una sonrisa cómplice, la encendió y me pidió que me sentara junto a ella—. ¿Has podido descansar?

—¿Y tú? Estás...

—Enferma.

Lucía pálida, temblorosa. Tenía un aspecto febril y aquello me dejó preocupado, pues mi hermana era todo cuanto tenía, el principio y el fin de todas mis acciones. Era evidente que el efecto de aquel beso estaba desapareciendo.

—Avisaré a Bernat —dije.

—No, espera. Quiero hablar contigo. —Me acarició la mejilla y yo me acoplé a su mano en busca de su contacto. Ella me miraba con compasión, incerteza, con... —. Tengo miedo.

—No debes tenerlo. No te hará daño.

—No es eso. Ayer fue un día extraño, Marc. Tengo muchas dudas, muchas cosas que preguntarte. —Me acomodó el cabello y me dio un beso. Sus labios ardían sobre mi piel—. Pero me encontré bien, más que bien. Sentí la vida, los colores, las emociones... Nunca había experimentado algo así. Debo confesarte algo: ayer deseaba morir, lo deseaba con todo mi ser.

Aquella confesión era muy dolorosa, porque saber que ella deseaba vivir era lo que me daba fuerzas. Ahora, esa ilusión se convertía en una fina y quebradiza mentira. ¿Si ella no deseaba vivir, qué sentido tenían mis actos? Angustiado, me llevé las manos a la boca.

—Melisa...

—No he terminado. Ayer deseaba morir, pero hoy, en cambio, me aterra. Tengo miedo de no volver a sentir nunca más esa energía.

Me hubiera gustado que me hablara más de aquella sensación, que me explicara todo lo que sintió durante aquel beso, mas fuera se escuchó el relinchar de unos caballos. Con cierta dificultad, Melisa se asomó a la ventana y la acompañé.

Tras el cristal, viñedos deshojados y olivares secos cubrían una gran porción del terreno, antes de tallarse con los lindes de los bosques. También descubrimos un bello jardín cuyas enredaderas trepaban sobre las paredes de la masía, y cómo, junto a un pozo de roca blanca, Pau les mostraba a sus yeguas las primeras flores de los almendros.

Anudé los dedos con los de mi hermana.

—Nadie merece vivir más que tú —declaré—. Si tuviera que dar mi vida para que siguieras adelante, lo haría sin dudar.

—Eso es justo lo que temo —suspiró ella—. No sé nada de ti. Marc, aunque Bernat me salve, ¿cuánto crees que duraré? Esta enfermedad es mi condena, no debería ser también la tuya. Quiero que vivas, que te enamores, que te cases y tengas críos. Mereces una vida.

¿Casarme y tener críos? Ya la tenía a ella y, por contradictorio que fuera a veces, la amaba con toda mi alma.

—Ya tengo una familia —sentencié.


Toda mi inquietud se desvaneció al bajar. Un aroma a cebolla asada, ajo y perejil nos dio la bienvenida y descubrí que tenía hambre. Habíamos dormido hasta pasado el mediodía, lo que no eran muchas horas teniendo en cuenta que el sol ya había salido cuando nos acostamos.

Una vez en la cocina, Melisa se sentó directamente en el balancín de mimbre, frente al fuego, contemplando el líquido que supuraban las cebollas y que indicaba que casi estaban listas para servir. Estaba hermosa. Yo me quedé en pie, concentrado en cómo la sirvienta jefa, sin dejar de preparar el alioli, le daba indicaciones a otra que parecía llevar menos tiempo trabajando allí.

—¿Habéis descansado? Tu hermana tiene mala cara —dijo la mayor al vernos.

—No se encuentra muy bien. ¿Puedo ayudar en algo?

Sin esperar respuesta, di un paseo frente a los estantes y empecé a alinear ese caos de especias y cacerolas, algo que no debió agradar a la mujer, pues me dedicó un par de miradas reprobatorias e intensificó el ritmo del mortero.

—Marieta, ve a la bodega a por algo de beber para nuestros invitados —ordenó a la muchacha.

—Como usted mande, señora Griselda —contestó la joven.

Antes de irse, me dedicó una mirada coqueta. Era muy joven, portaba el cabello recogido en un moño trenzado y sus ojos de color miel rebosaban inocencia, al igual que el rubor que había encendido sus mejillas al sentirse observada. La otra criada, en cambio, tenía una expresión dura, curtida, y no se mostró agradecida de nuestra visita, sus palabras dieron fe de ello:

—La cocina no es lugar para vosotros. Deberíais salir al jardín.

—Prefiero quedarme junto al fuego —replicó Melisa.

—Mi hermana está enferma. Es mejor que se quede dentro —añadí yo.

Griselda resopló indignada y dejó la salsa sobre la mesa.

—Tonterías. No hay nada mejor para fortalecer la salud que el aroma del campo. Venga, largo de mi cocina antes de que tenga que sacaros de aquí con el brasero.

Me sentí molesto. Si me hubiera dejado, aquella cocina hubiera quedado impecable y yo hubiera podido apartar de mi mente todos los temores que se aferraban a mí. Ayudé a Melisa a ponerse en pie, parecía tan frágil... Todavía no nos habíamos ido cuando, para desespero de la criada, apareció Pau.

—Buenos días, querida —anunció galán—. Los críos tienen hambre.

—¿Cómo no van a tenerla a estas horas? —murmuró ella con evidente enojo.

Los pequeños aguardaban tras el cochero y parecían temerosos de dar un solo paso. Quise presentarme a ellos, ganarme su confianza, pero el mero hecho de acercarme me costó un gruñido por parte de Zeimos. Fue entonces cuando percibí algo que me aterró: ambos niños tenían heridas en el cuello y en los brazos, la mayoría estaban cicatrizadas, excepto las del cuello, que parecían ser las más recientes. También tenían una herida en la muñeca en la que se apreciaban distintas capas de costra. Aquel descubrimiento despertó todos mis temores de la noche anterior. Interrogué a Pau con la mirada.

—Necesitan tiempo —les excusó él.


Aunque hacía frío, el día se presentó soleado. Nos sentamos a una mesa de piedra, en el jardín. Yo junto a mi hermana, el cochero junto a los críos. Resultaba enternecedor ver cómo se preocupaba por ellos. Para mí, en cierto modo, Bernat era una especie de monstruo. Pau, en cambio, era su amigo, «socio», le había llamado, y parecía una buena persona. Algo no cuadraba. ¿Para qué querían a los niños? ¿Los dañaban o los protegían? Aquella duda era mordaz.

—¿Y Bernat? —le pregunté. Marieta dejó unas cebolletas asadas y unos filetes de cordero en el medio de la mesa. Me rozó al hacerlo, nuestras miradas se encontraron y la joven sonrió con timidez antes de retirarse—. No lo he visto, ni a él ni a su madre —añadí sin dejar de admirar el contoneo de la muchacha que se alejaba.

—No los verás en todo el día. Tenían unos asuntos pendientes. —Luego, le dio un largo trago a un porrón relleno de vino blanco y me lo ofreció—. ¿Quieres?

No era muy buen bebedor, pero acepté. Presa de la torpeza, el vino se derramó sobre mi cara y todos rieron. Incluso Marieta, que regresaba a por platos sucios.

—Muy divertido... —murmuré.

La criada, servil, me limpió con una servilleta, lo que me produjo cierta incomodidad, en especial, porque lo hizo ante todos y mirándome a los ojos. Después sonrió y se marchó a reponer el vino con paso triunfante. Melisa contempló la escena con un gesto pícaro al que respondí con el ceño fruncido. No pareció importarle mi disconformidad, pues me apremió a que la acompañara y me guiñó un ojo. Por si fuera poco, Pau observó nuestra comunicación silenciosa y un pequeño tembleque en las comisuras me indicó lo mucho que le costaba aguantarse la risa.

Aún con todo, había algo hogareño en todo lo sucedido.

De no ser por la situación que nos reunía allí, hubiera sido una velada agradable: mi hermana, aun estando enferma, se mostraba alegre. Por su parte, los niños Zeimos y Siset parecían relajados, como si todas sus desgracias se hubieran esfumado, aunque en el transcurso de las horas no los escuché hablar. Hasta el lobo —que apareció junto a la amenaza del atardecer— parecía tranquilo.

¿Y si, por un día, jugaba a tener una vida normal? Olvidar todo lo sucedido, de dónde venía y a qué me enfrentaba. Disfrutar del buen tiempo, de las risas y, quizá, de la juventud. 

Las nubes se tornaron rojizas y el reloj de sol se detuvo bajo la inclemencia de la penumbra.

Bajé con cuidado a la bodega en busca de Marieta, con la única intención de hacer feliz a mi hermana. La muchacha era dulce y me gustaba la forma en que me miraba, pero no tenía nada que ofrecerle y estar ahí no me hacía ninguna gracia: yo odiaba las bodegas, no por lo oscuras y frías que eran, que también, sino por las telarañas que colgaban como estalactitas y por el olor sobrecargado de la fermentación de los licores. El polvo se acumulaba en las botellas viejas y los barriles solían estar enmohecidos.

Escuché los pasos de la joven en uno de los pasillos y quise ir a su encuentro, no obstante, me vi arrastrado por un magnetismo extraño que me guio hasta una puerta de hierro. Había varios candados en ella y yo acaricié cada uno de ellos con curiosidad. No quería abrirlos, solo sentir. Y lo que sentía no era tan distinto de lo que percibía en el Borne, al caminar por las juderías. Gritos, desesperación, aunque también placer.

—Tenemos prohibido ir a ese cuarto —mencionó Marieta, a mis espaldas. Me sobresalté con un respingo y ella sonrió divertida—. No sois de aquí, ¿verdad?

—Estamos de paso —reconocí—. ¿Y tú?

La joven intentó alcanzar una botella que le quedaba demasiado alta, por lo que me adelanté a ella y estiré los brazos con tal de ayudarla. Nuestros cuerpos se rozaron.

—Llegué hace un par de días, pero tengo intención de pasar muchos años aquí. La señora de la casa no está casi nunca y me encanta este sitio. ¡Hasta tenemos iglesia!

Odiaba las bodegas, pero me encantaban las iglesias. En ellas había algo que me daba paz, justo lo que necesitaba para calmar mis ánimos y buscar consuelo.

—¿Podrías llevarme?

El templo no estaba muy lejos, una pequeña ermita románica en la que, a pesar de su austeridad, reinaba solemnidad. Como decoración, no aprecié más que un Cristo crucificado que me observaba enojado y unos pocos bancos de madera, visiblemente carcomidos.

La puerta se cerró a nuestra espalda y quedamos a oscuras. A Marieta no pareció importarle, pero yo me apuré en utilizar uno de los fósforos que le había sustraído a Pau para encender los cirios. Luego, suspiré con alivio, busqué el sitio más cercano al altar y recé en silencio.

—Eres un buen devoto —susurró Marieta. Se santiguó y se arrodilló a mi lado.

Que dijera aquello me incomodó. Yo, que robaba sin remordimientos y me acostaba con otros hombres a cambio de dinero, ¿cómo iba a ganarme la gracia del Señor? La fantasía de un día tranquilo empezó a desmoronarse. Ahí, en aquel lugar, me sentía expuesto, encarado a cada uno de mis pecados.

—No soy un buen devoto —confesé—, he hecho cosas horribles. Dios nunca me dará su perdón.

Entonces, la muchacha me tomó de la mejilla con suavidad.

—No eres mala persona, Marc. Dudo que hayas hecho nada tan grave e imperdonable. Yo te perdonaría.

—No me conoces.

—Pero creo en la humildad y tengo buena intuición. Si fueras mala persona, no me sentiría tranquila estando a tu lado a estas horas de la noche.

La muchacha aproximó su rostro hasta que casi pude sentir el tacto de sus labios sobre los míos. Era una dulce tentación: ser una persona normal al lado de una persona normal. Sin embargo, descubrí algo aterrador en sus palabras: ¡la noche! La tarde había avanzado con demasiada discreción y ahora me veía en aquel lugar, rodeado de oscuridad y en una zona llena de lobos.

De repente, la puerta se abrió con un fuerte estruendo que provocó que todos los cirios se apagaran al unísono. Marieta y yo nos separamos con brusquedad, como si nos hubieran pillado haciendo una travesura, y nos pusimos en pie casi pidiendo perdón a un ente invisible. No, invisible no: Bernat sujetaba sendos portones y nos miraba desafiante desde el umbral.

Nota de autora: 

Siento si el capítulo se ha hecho algo pesado, odio escribir escenas tranquilas, pero creo que a Marc le tocaba relajarse un poco, ¿no? Veremos cuanto le dura el día soleado.

Muchísimas gracias por seguir aquí <3


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