7. Tal para cual

Sant Feliu de Llobregat


La habitación que Colometa utilizaba para atender a sus pacientes tenía un olor extraño, como a vinagre rancio y hierro fundido, y no disponía de luz natural, dado que la única ventana de la estancia desembocaba al patio interior. En cualquier caso, a esas horas de la madrugada aquello no suponía ningún problema: decenas de velas reposaban sobre las estanterías junto a botes de porcelana fina rellenos de a saber qué, y una voluminosa araña colgaba del techo con todos los brazos encendidos.

A Robert, aquella habitación siempre le hizo sentir incómodo, jamás creyó que él fuese uno de los desgraciados que terminara tumbado sobre el altar central.

—Te dio una buena paliza —observó su esposa. Tras terminar de afeitarle la zona afectada, tomó hilo y aguja y empezó a coserle.

Apenas podía recordarlo con claridad, sin embargo, jamás olvidaría aquellos ojos ni los colmillos afilados. Si bien lo había conocido de joven, o eso decía, nunca se creyó el cuento. Siempre pensó que el nuevo Bernat en realidad era un tipo que se parecía al original —quizá un familiar—, un embaucador al que podría sacarle partido para manipular a Marc. Las leyendas a su alrededor le recordaban a cuentos de brujas y, sus extraños procederes, no eran más cuestionables que los de cualquier otro de sus clientes o incluso su misma esposa. Ahora, lo sucedido en casa del querubín lo cambiaba todo: le había mostrado su verdadero ser y, sin tocarle, lo había estampado contra aquella pared abriéndole la cabeza. Presa del pánico, Robert Pujol huyó de allí con un chorro de sangre empapándole la nuca.

—El muy hijo de mala madre se ha llevado a los críos... Y al joven...

De pronto, se escuchó la risa de una niña junto con el llanto de otros infantes. A esa hora deberían estar dormidos, pero la abrupta llegada había despertado a todos los inquilinos de la vivienda.

«Eres malo —decía la pequeña—. Tienes que comerte toda la sopa o mi mamá te castigará».

Colometa puso los ojos en blanco.

—No sé qué vamos a hacer con esta niña —murmuró—. ¡A dormir! —Se giró hacia él y retomó la conversación—. Si no recuerdo mal, los críos formaban parte del acuerdo, ¿no?

Al contacto de la primera perforación, el proxeneta soltó un aullido de dolor y agarró de la muñeca a su esposa.

—¡Duele! —la espetó.

—No seas llorica, por esta camilla pasan criaturas que se quejan menos que tú.

Intentó relajarse y soportar el dolor mientras ella no titubeaba en coser y tararear a la vez. Junto al escritorio reposaba un cuchillo grueso con manchas de sangre reciente, pero lo ignoró y decidió no hacer preguntas. La alianza entre ambos se basaba en que ninguno metiera las narices en los negocios del otro.

—Tenía que ganar al chico. Dos tarados a los que nadie quiere a cambio de un diamante en bruto.

—Ya. —Dejó la herida a medio coser y se sirvió un vaso de ratafía. Tras saciar su sed, continuó con la labor—. La culpa es tuya, querido: en lugar de hacer pactos con hijos de satán, deberías arrodillarte tú mismo ante él. Además, ¿diamante en bruto, dices? Por mucha cara de jovenzuelo que tenga, ¿cuántos años tiene? ¿Veinte? Demasiado mayor, esos «tarados» que se ha llevado valían mucho más, estúpido.

—¿Quién te has creído que eres para...? —No pudo terminar de hablar, su mujer clavó con más saña la aguja y el dolor de aquel pespunte fue superior a los anteriores. Robert estaba convencido de que lo había hecho adrede.

—Bernat ha sido el único ganador, mira eso.

Le señaló con el mentón el diario que aguardaba en la repisa. Con sumo cuidado de no mover la cabeza, Robert estiró el brazo hasta que logró alcanzarlo. Lo elevó sobre sus ojos y descubrió un anuncio que Colometa se había encargado de marcar a pluma:

Se busca mujer soltera de entre veinte y veinticinco años, con buena educación y sin cargas familiares. Se ofrece una considerable cuantía. Preguntar por B. Puigdomènech (...)

—¿¡Qué significa esto!?

—¿No lo entiendes, amor? Él quería una joven y un niño. Te ha manipulado de tal manera que le has acabado entregando no uno, sino dos críos, a tu «querubín» y a la mujer. ¿Y tú qué has ganado? Una paliza y una brecha en el cráneo. Tendrías que haber secuestrado a la hermana del chico para chantajearlo, tal como te propuse, y no haberle prestado los niños, pero nada, en lugar de ir a lo sencillo, has preferido negociar con un demonio que, desde luego, es mucho más listo que tú.

Dicho así, no podía negar que sí, había sido un estúpido, claro que él en ningún momento le dijo que pudiese llevarse a los críos y el chantaje a Marc solo hubiese servido hasta la muerte de Melisa. ¿Cuánto habría durado?

—Sé lo que estás pensando —añadió ella—. Aunque la hermana hubiese muerto, él no tenía por qué enterarse. La habríamos obligado a escribir muchas cartas con distintas fechas para mantenerlo engañado. —Dio una última puntada y, en son de paz, dejó caer un beso alicorado sobre sus labios—. Aún puedes ganar. —Lo ayudó a incorporarse y le ofreció un puro que Robert no dudó en encender.

—¿Qué quieres decir? —Todo le daba vueltas, y no sabía si era por el golpe en la cabeza, por el discurso de su esposa o por haber dado una calada con demasiado ímpetu.

—He estado investigando sobre tu amigo y he averiguado cosas muy interesantes. ¿Sabías que su madre sigue viva? La anciana se lo ha montado muy bien, algo me dice que seríamos grandes amigas. ¿Quién se casa después de los cincuenta?

Robert se llevó la mano a la herida, recién cosida. Colometa, atenta, le tendió un trapo y le cubrió la zona afectada.

—¿Se volvió a casar?

—Sí, dos veces. La primera vez fue poco después de desaparecer con Bernat. Fue con el hijo de un tal Codina y una francesita de la nobleza que había huido para salvaguardar su cabeza. Con el panorama que tenemos ahora mismo, la madre de tu amigo tomó una opción muy acertada: se buscó un medio catalán, medio francés. De hecho, la boda fue en Perpiñán. —Se sirvió otro vaso de licor y se sentó en una gran butaca de espalda baja y asiento alto, ideal para corsés prietos—. Pues su querido esposo murió sin hijos reconocidos, por lo que Bernat se convirtió en heredero universal.

—¿Me estás diciendo que no solo es inmortal, sino rico?

—¿Inmortal? No existe la inmortalidad, solo la forma de engañar a la muerte siempre que no haya fuego de por medio —musitó ella—. Está claro que él y su madre la han encontrado. Y lo de rico... Ahí viene lo divertido, cariño: por lo que he averiguado, lo heredó todo menos la fábrica de papel de la que estaba encaprichado. En cualquier caso, a mí lo único que me interesa es averiguar cómo selló su pacto. Para eso, querido, has de encontrar al padre de Bernat.

La puerta se entreabrió y una niña de tirabuzones oscuros y ojos pardos asomó por la apertura.

—Mamá, Marçal no quiere jugar conmigo y Mariona ha vomitado sobre mi alfombra.

Colometa suspiró hastiada.

—Ya voy, Enriqueta, ya voy.

Robert se interpuso entre su esposa y la salida, no habían terminado de hablar.

—No me interesa su padre. Quiero lo que me ha robado. Además, seguro que el viejo ya está criando malvas, si no, su esposa no podría haberse casado.

—¿Es que no me escuchas? Se casó en Francia. Y, cuando volvió, anuló el matrimonio anterior, pues el viejo se metió a monje. Está recluido en el monasterio de Montserrat.

Quizá había sido muy brusco. La vista se le puso medio borrosa y sintió la necesidad de apoyarse contra la pared. El maldito golpe, los puntos, todo le daba vueltas.

—Quiero lo que me ha robado —repitió Robert para sí.

—Cielo, si conseguimos averiguar cómo selló aquel pacto, no habrá querubín que se te resista.

Colometa volvió a sujetar el picaporte, pero Robert no la dejó marchar: aún quedaba otra cuestión.

—Dijiste que se casó dos veces...

—La segunda fue con Cervant Raventós.

—¿El de las bodegas?

—El mismo. Y por lo visto fue un matrimonio muy feliz hasta que al hombre se le paró el corazón.

—¿Sospechas que ella tuvo algo que ver?

—Todo el mundo sabía de su afición al buen comer y sus problemas de gota. Demasiado vivió para la vida que llevaba... Además, en esta ocasión se firmó un acuerdo en el que ella solo se quedaría con la masía señorial.

—Es decir, que la viuda está sola y aislada... ¿No sería mejor ir a por ella?

Colometa empezó a reírse, no así él, que sentía que se burlaba de él.

—¿En serio crees que es una vieja desvalida? Cariño, si quieres vivir, sé listo y ve a por el padre.

***


Eran tal para cual, por lo que Colometa tenía su plena confianza a la hora de regentar el negocio, y él no estaba dispuesto a perder más tiempo. Saldría esa misma noche. Por suerte, el monasterio no quedaba muy lejos: si sus cálculos eran correctos, llegaría con la salida del sol. Cubrió su derrota con un sombrero, mandó a unos sirvientes a llenar un baúl con algunas pertenencias y al cochero a preparar los caballos. También alertó a sus guardaespaldas. No sabía qué sucedería después ni adónde le llevaría el viaje. Lo que sí sabía, en cambio, era que, por las buenas o por las malas, recuperaría lo que era suyo.

«Has preferido negociar con un demonio que, desde luego, es mucho más listo que tú», había dicho su esposa.

Aquello era algo que estaba por ver, pues al robarle a Marc, Bernat acababa de ponerle los maderos a su propia hoguera. 





Nota de autora: 

Gracias por llegar hasta aquí. Parece que nuestros amigos no son los únicos que van de viaje y que, sea como sea, Marc no tiene muchos números de ir bien acompañado, ¿no?

En este capítulo debo una disculpa en nombre de la historia: hay un personaje que, claramente, me ha inspirado en la creación de Colometa, no obstante, eso no significa que esté dispuesta a colaborar en la leyenda negra de Enriqueta Martí. Tras investigar un poco más de lo que ya sabía (o creía saber) me he encontrado con un artículo en el que se menciona que todo lo que nos habían contado de la vampiresa de Barcelona, quizá, no era tan cierto. 


Si venís a verme, pienso llevaros aquí de excursión, que la tengo cerquita :)

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