6. Cena en familia

Los porticones estaban cerrados y no parecía haber nadie dispuesto a dejar pasar los primeros rayos de sol, aunque la danza de numerosas llamas presentaban el interior del lugar. La decoración me pareció excesiva para una casa de campo: estatuas de mármol nos contemplaban desde las esquinas y cuadros de marcos barrocos lo hacían desde las paredes. Muebles de color crema con molduras de cerezo, suelos de gres importados de Francia y relieves florales que enmarcaban las lámparas entre altas vigas de madera. Todo era sobrecargado y palaciego, por lo que no dudé, ni un momento, en que me encontraba ante una familia de gran prestigio. Contrapuesto a todo aquel lujo, un aroma de leña quemada, flores de temporada y cera de miel otorgaba a la masía un aire hogareño.

Nuestra anfitriona esperó que el portón estuviera cerrado para salir a recibirnos. Aunque físicamente sobrepasaba los cincuenta, se veía enérgica y, por contradictorio que pudiera parecer, también cansada. Llevaba recogido el cabello cano en un moño rápido y el vestido de viuda sin corsé debajo, lo que delataba que no esperaba visitas.

—Te parecerá bonito —reclamó a su hijo, sin molestarse en mirarme—. Diez años sin venir a verme, ni una carta: nada. —Dio un par de vueltas al salón y se detuvo en un retrato en el que salía junto a un hombre de ropas elegantes y figura robusta—. Sé que Cervant no te caía bien, pero ¿diez años?

El disgusto de la mujer era evidente. Yo no sabía qué pintaba ahí, entre madre e hijo; cuando quise alejarme, el lobo que nos había acompañado mostró los colmillos con un gruñido, para después ir junto a ella en busca de una caricia. Miré a Bernat, a la espera de formalidades o indicaciones, mas él parecía haberse olvidado de mi presencia.

—Hoy he venido —se defendió. La mujer suspiró—. Lo siento, madre, no pensé que fuera a durar tanto. El anterior apenas aguantó un año.

—Una aprende de sus errores, cariño. —Ignoró la butaca y tomó asiento en una silla que arrastró hasta situar frente a nosotros—. Pero no te puedes quejar: te quedaste con el mayordomo de Codina. Creo que merezco una explicación. —Entonces volvió la vista hacia mí, como si recién descubriera que yo estaba ahí. Fue una situación violenta. Tragué saliva, realmente, me hubiera gustado ser invisible—. Y toda esta gente que has traído, ¿qué quieres hacer con ellos?

Aquello era algo que yo también me preguntaba.

—Ve a la cocina, Marc —me ordenó Bernat. Yo ni siquiera sabía dónde estaba dicha estancia. Puso la mano en mi cintura y me acompañó hasta una puerta ancha y rústica.

—Puede quedarse con uno de los críos, madre —alcancé a oír a mi espalda.

Aquello me inquietó aún más. ¿Nos estaban repartiendo? Me quedé observando la junta de los portones.

—¿Todo bien, Marc? —me distrajo Pau.

Volví la vista al interior. Mi hermana estaba sentada a una mesa de madera con banquetas en pos de sillas, y su cabeza reposaba al completo sobre la tabla. Dormía. Los niños se apoyaban uno en el otro, sentados en cojines, frente al fuego. A su lado, Pau fumaba una pipa en el balancín de mimbre con la mirada fija en mí.

—Todo bien.

Una sirvienta se me acercó con un vaso de caldo en las manos. No lo rechacé. Tomé una silla y la dispuse lo más cerca posible de la puerta. En ese momento, uno de los niños se agitó un poco y le dio un pequeño golpe al cochero.

—Sí, Siset, ya sigo.

Les narraba un cuento y los pequeños parecían concentrados en él. Yo dejé que mis párpados cayeran. Tenía mucho sueño y el duermevela era una amenaza constante. En ese estado de semiinconsciencia podía escuchar parte de lo que hablaban en el salón, además, mi mente acompañaba sus palabras con un teatro de sombras o representaciones oníricas.

—De eso hace mucho —decía Bernat—. Pero necesita descendientes, ¿no? Para mantener esto. Nadie se creerá que eres tan longeva.

—Ese asunto está resuelto. Además, necesitaba una chica y creo que ninguno de los dos lo es, a no ser que guarden una sorpresa entre las piernas. Y ni aun así me servirían: son defectuosos.

—¿Ahora le importan esas cosas?

Entonces, escuché cómo sus pasos se acercaban y la puerta se entreabrió.

—Son muy apetitosos, no entiendo por qué siguen enteros. ¿Qué tramas, hijo mío?

Muy en serio, temí que quisieran comerse a los críos. Pero la actitud de Pau hacia ellos y de Bernat hacia Pau no reforzaba mi teoría. Aun así, algo no pintaba bien en todo aquello. ¿Quizá se los ofrecía para trabajar? ¿Para cuidarlos? ¿A qué venía lo de «apetitosos»?

—El único plan de hoy es descansar. Nos iremos en cuanto se ponga el sol —explicó el extraño, para mi alivio.

Su madre suspiró otra vez.

—Pediré que les preparen un par de habitaciones, pero esto no me hace ninguna gracia. ¿Tengo que poner a mis sirvientes a tu disposición? Tienen trabajo, no pueden estar cuidando de tu harén.

—Se lo agradezco, madre.

Creí que se marcharían, pero, en lugar de ello, se volvieron a asomar a la puerta.

—¿Sigues queriendo hacerme un regalo de cortesía? Me gusta la chica. Mucho más que la que tengo.

—La necesito.

Se referían a mi hermana. De pronto, los intereses de Bernat me interesaban mucho más. ¿Para qué la quería él? ¿Para qué la quería ella?

Regresaron al salón, al instante, sentí otra presencia delante de mí. Y el olor a tabaco.

—Marc, sé que estás despierto —me decía Pau. No respondí, por suerte, el cansancio me acompañaba. Tras perder la cuenta de las horas que llevaba sin dormir, había entrado en un estado en el que, si bien podía escuchar qué hablaban, mi cuerpo permanecía dormido. Mi respiración se había acompasado y mi cabeza caía ligeramente hacia la izquierda—. Marc... —insistió. Al final, se convenció de mi letargo y se fue con ellos.

—Zeimos y Siset se han dormido, habría que llevarlos a la cama.

—¿Y los Aymerich? —le preguntaba Bernat.

—También. Los has dejado a todos exhaustos, Berni.

—¿Cómo que «Berni»? —espetó la mujer—. ¿Y a ti para qué te ha traído? Un buen criado jamás interrumpe a sus señores.

Pau rompió a reír y Bernat se unió a las risas. Incluso a mí, que estaba desconcertado con todo aquello, también se me escapó la risilla al imaginarme la situación, aunque lo de que éramos apetitosos aún me rondaba.

—Madre, ¿se le ha olvidado de dónde venimos? Mucho me temo que la fortuna le ha robado la memoria.

—No lo olvidaré nunca. Y tampoco olvidaré lo que he tenido que hacer para llegar hasta aquí. La vida es demasiado larga para malgastarla en ser pobre. Pero este tipo...

—Este tipo es mi socio, le guste o no.

—¿Solo tu socio? —replicaba ella. Me la imaginé con el gesto desencajado entre la sospecha y la reputación. Porque, sin duda, no estaba en casa de una persona anónima.

—Cuando encuentras a alguien en quien confiar, debes aferrarte con todas tus fuerzas. Pau es un experto a la hora de administrar gastos o hallar vacíos legales, un diamante en bruto de los negocios, y un gran báculo para mí. Nos ayudamos mutuamente. No obstante, puede estar tranquila, madre: no compartimos gustos.

—Cierto —alegaba Pau—. A él le gustan los jóvenes rubios con hermanas desvalidas y a mí las viudas fuertes, es especial, si son terratenientes y se conservan tan bien como usted.

Un ruido metálico retumbó a mis pies. Me sobresalté y abrí los ojos de golpe con el corazón acelerado, tanto por el susto, como por lo que había escuchado. La sirvienta me miraba intimidante.

—Lo siento —me dijo, fría y tiesa—, pero creo que es hora de que dejéis de espiar y vayáis a vuestros aposentos. 




—No deberías enojarla —comentó Bernat a Pau, tan pronto como sus invitados subieron a las habitaciones.

—No he dicho ninguna mentira. —Pau retiró un puro del interior de su chaleco y le ofreció otro a él—. Ese chico te tiene demasiado miedo. ¿Qué le has hecho?

—Solo le he dado pruebas de que podíamos ayudar a su hermana.

—Pues si te empeñas en traerlo, deberías someterlo, el miedo es muy traicionero y puede darnos problemas.

Bernat meditó aquella petición. No podía negar que fuese tentadora. Se moría de ganas de saborear los sueños y la piel de Marc... Hacerlo suyo y escucharlo gemir hasta la muerte. No obstante, a su parte humana aquel joven le inspiraba compasión.

—Si quisiera, podría conseguir que se entregase a mí por voluntad propia. No necesito someterlo.

Pau dio una larga calada a su puro y lo observó interesado.

—Demuéstramelo.

—¿En serio necesitas que te lo demuestre? ¿Sabes que trabajaba para Robert?

—Entregar el cuerpo es fácil, pero ¿qué me dices del alma? ¿Puedes conseguir que confíe en ti, que se entregue, no por voluntad, sino por deseo? Sin trucos.

—Puedo hacer muchas cosas, hermano, pero sabes muy bien que poder y querer no siempre van juntos.

—En este caso, sí. Me apuesto cincuenta reales a que no lo logras.

—¿Cincuenta reales? Poco aventurado para ser tú.

—Cuando compartimos arcas, apostar pierde la gracia —musitó. Dio una nueva calada con aire reflexivo y añadió—: Se me ocurre algo mejor: las escrituras del Molino Viejo irán a mi nombre.

El Molino Viejo era una fábrica de papel cuya posesión aún se encontraba en trámites debido a que su antiguo dueño —y segundo esposo de su madre— Jordi Codina, se la había dejado en herencia a un hijo bastardo y no a él, como correspondía por ser el primogénito a nivel legal.

Pau era un caso perdido. Le gustaban el juego, las apuestas y, en especial, le gustaba ganar. Bernat evocó la imagen del joven de cabello dorado. Sintió, de nuevo, las ganas de someterlo y arrancarle los sueños a la fuerza, un impulso al que no quería ceder. Quizá, la apuesta fuera una buena forma de trazarse una línea roja a sí mismo.

—Acepto.

Montserrat regresó a la estancia seguida de Griselda y otro sirviente.

—Ya están todos en sus respectivas habitaciones. Hijo, vayamos a descansar.

—Nil, guíalos a la bodega —le ordenó la sirvienta a su compañero.

***

La bodega olía a uva fermentada, de haber sido mortales, el frío les hubiese erizado la piel. Avanzaron por aquel pasillo amplio y abovedado, lleno de telarañas colgantes y con botellas de vino a ambos lados, hasta dar con una pequeña habitación que se encontraba al final de la misma. Esta estaba protegida por un portón de hierro con varios candados, tanto por fuera como por dentro, y daba a una nueva tanda de escaleras. A medida que descendían, la humedad del pozo subterráneo se hacía más presente.

Finalmente, llegaron a la zona de descanso, fresca, cómoda y segura. Candelabros de forja en paredes de roca y amplios lechos de mármol en el suelo.

El siervo que los había acompañado, Nil, tragó saliva y la lumbre tembló en sus manos. Parecía que nunca hubiera estado ahí.

—¿Madre, es necesario que este hombre nos acompañe?

—Tendremos que cenar antes de dormir, ¿no?

Cuando se giró, comprobó que en los ojos de Montserrat refulgía un intenso tono violeta y que sus colmillos se mostraban dispuestos, al igual que los suyos.



Nota de autora


¿Para qué creéis que quiere Bernat a Melisa? ¿Y a los niños?

¿Ganará la apuesta? 

Hasta el momento, no he podido presentaros bien a Melisa, pero os prometo que, para bien o para mal, la iréis conociendo.


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