37 y 38. Patris Supplicium y El precio de la inmortalidad (FINAL)
37. Patris Supplicium
Hicimos de nuevo el amor. Bernat se esmeró en demostrar que la muerte no tenía por qué reducir la capacidad de placer. Jugueteó haciéndome cosquillas con las hierbas, me pidió que cerrará los ojos y recorrió mi piel siguiendo el caminito de la hormiga. Cada vez que me alteraba, le exigía brusquedad o clavaba mis uñas en él, me sostenía fuerte, creando un suspense que me mataba. Al final, mientras me penetraba con parsimonia, le rogué entre sollozos que apresurase y terminara con mi agonía. Su respuesta fue una sonrisa pillina que pedía venganza.
Sabedor de mi nueva fuerza, lo empujé y me coloqué sobre él. Me introduje su miembro con un leve movimiento circular y me autoembestí duro, a la par que le inmovilizaba las muñecas. En el punto álgido del orgasmo, fui presa de una excitación primaria. Deseaba arrancarle el pescuezo con mis colmillos, amorrarme con ansia a la herida y beberme su vida, sentirlo dentro de mí, en mis venas, en mi carne, en mi alma... Se me nubló la mente y cedí a la tentación.
Fue repugnante.
Su sangre quemó mis labios y, aunque me aparté raudo, se me llegó a formar una ampolla y perdí sensibilidad.
—No deberías hacer eso —replicó él entre risas y con una mano sobre el rasguño—. Nuestra sangre nos mata.
Me pasó su botella de sangre inocente y me ofreció un sorbo. No me negué, necesitaba quitarme su veneno de encima, pese a que sabía de quién era aquel néctar. Luego, nos vestimos y nos quedamos acurrucados. Él jugueteaba con mi cabello y besaba mi cuello, entretanto, yo entrelazaba nuestros dedos para formar figuras a cuatro manos.
—Tengo mucho que aprender... —mencioné.
—Yo te lo enseñaré todo.
Nos besamos apasionados. Me agradaba aquel retrato que hacíamos juntos y creí que, aunque jamás volviera a experimentar la dicha que sentí en mi muerte, podría tener un sucedáneo de calidad con el que conformarme.
—Te amo —le dije. Quería creerlo, quería creer que el castigo merecía la pena y que nuestra historia de amor estaba por encima de la vida y la muerte, aunque no descartaba que fuera autoengaño—. Te amo tanto...
—Y yo a ti, siempre...
El beso que siguió fue suave, sabroso. No era lo mismo que en vida, pero si me esforzaba, portaba nuevos matices que exprimir. Me esmeré en encontrarlos todos: el toque de sueños con aroma marino; sed de libertad para amar; espíritu rebelde bajo capas ortodoxas. Disponía de una larga inmortalidad para descubrir qué vivencia le otorgaba cada una de esas notas.
—Siempre es mucho tiempo —susurré.
—Solo un suspiro, si es contigo.
De súbito, las aves nocturnas alzaron el vuelo, las hojas temblaron y un grito escalofriante, de los que encanecen el cabello y arrancan la vida de los más débiles, destruyó el silencio reinante. El oasis creado en el que solo estábamos él y yo se partió en añicos punzantes con un presagio doloroso, intenso...
—¡Melisa! —exclamé.
Mi cuerpo corrió más que mi mente, desafié las leyes de la naturaleza y al instante me vi ante ella. Bernat llegó justo detrás.
Mi hermana avanzaba torpe: arrastraba las cadenas con un desagradable chirrido y su boca y sus ropas estaban embadurnadas de sangre. Entre brazos sostenía un cuerpo oscuro y esbelto.
—Yo no quería... —decía—. Se acercó mientras comía, ¡no debería haber estado ahí! Yo no quería, Marc... No, a él no... Lo he matado... Lo he matado... Yo... Lo amaba...
—¡¡Pau!! —chilló Bernat, al descubrir que aquel cuerpo era el de su íntimo amigo. Se lo arrebató con brusquedad, lo abrazó e intentó reanimarlo. Aún brotaba sangre en su cuello y en lo que le quedaba de boca. Su esencia no. Esta ya era propiedad de Melisa. Irascible, Bernat le dedicó una mirada mortífera—. ¿Cómo has podido, maldita?
—Podemos salvarlo... —sollozó ella—. Debemos salvarlo. Puede beber y ser como nosotros... Rescataremos su alma.
—¡Él ya no tiene alma! Tú se la robaste al asesinarlo.
Bernat se elevó como una fiera, su tamaño se triplicó, y se arrojó sobre ella cual endiablado tornado.
—¡Huye, Melisa! —Me interpuse en su camino y lo sostuve con todas mis fuerzas, intentando que entrara en razón—. ¡Ha sido un accidente, Bernat! ¡Lo sabes!
Él gruñía entre mis brazos e incluso llegó a atacarme. Terminamos inmersos en una pelea sobrenatural en la que Bernat trataba de desprenderse de mí y yo, de evitar que fuera a la caza de Melisa. Nos herimos a la desesperada, él estaba ciego de ira y yo debía impedir que hiciera una locura. Una locura que jamás le podría perdonar.
Peleando, llegamos ante la abadía. Al huir, mi hermana dejó la puerta abierta y, ahora, lloraba exhausta, rota, tirada sobre el umbral y ajena a nuestro forcejeo. Bernat se enfureció más, casi llegó hasta ella, pero en el último instante logré retenerlo, apartarlo varios metros y someterlo contra el suelo.
—Bernat, entra en razón, por favor.
Entonces, empezó a llorar. Las lágrimas de sus ojos parecían reales. Me abrazó por sorpresa y se hundió en busca de mi consuelo.
—Él no debía morir, Marc. Él no... No es justo...
—Nada de esto es justo, amor mío.
Lo consolé con mis brazos como si lo arropara con grandes alas oscuras mientras él lloraba apoyado sobre mi pecho.
—No es justo —repitió.
No lo era. Yo no podía sentir lo mismo que él o Melisa por la ausencia de Pau. Lo respetaba, aún hoy lo respeto, pero mis afectos estaban contados. Pese a todo, quise hacer algo en su honor.
—Pau quería proteger a los niños —le dije—, ahora son nuestros... Nuestros hijos. ¿Qué te parece si les damos la fábrica de papel a ellos?
Asintió. Mi hermana no nos miraba, continuaba ida, inmersa en la herida insalvable que ella misma se había causado, pero yo sabía que estaría de acuerdo conmigo.
Y, como si al mencionarlos los hubiéramos invocado, los gritos de los niños se elevaron sobre los sonidos del bosque y el de las aves que alertaban de la inminencia del amanecer.
Ambos nos giramos. Los descubrimos a varios metros, sujetos por Colometa, quien entonaba palabras en un idioma similar al latín.
—¡No debí dejarla escapar! —se reprochó Bernat.
Corrió en su auxilio. Quise seguirlo, mas un sentido de alerta me detuvo. Al volverme hacia Melisa, descubrí que el último de los lacayos de Robert, quien, según supe después, había logrado fugarse con Colometa, la tenía acorralada y trataba de quemarla con una antorcha. El fuego nos debilitaba. Lo supe cuando el putero amenazó a Bernat y lo supe, también, en aquel instante, viendo a mi hermana despavorida ante una nueva amenaza.
Corrí en su dirección. Por el camino, percibí un sendero de sangre que rodeaba la abadía. Aquel dulce aroma no me detuvo. Entré y ataqué al agresor por la espalda. Le hinqué los dientes en la yugular, hasta el fondo. Cual estacas, mis colmillos rajaron la vena más caudalosa y lo disfruté de una manera primitiva. En cuanto se vio a salvo, Melisa hizo lo mismo.
De nuevo, disfrutamos de esa sensación gloriosa que, entre gemidos, nos despojaba de males y miedos. No éramos personas, sino animales sin conciencia ni control. Cuando la presa murió desangrada y su alma se ciñó a nosotros, Melisa y yo nos miramos jadeantes.
—¿Qué ha pasado? —preguntó ella, recuperando el aliento.
—¡Los niños! —recordé. ¿Cómo podía haberlo olvidado?
Corrí afuera, Melisa tras mí. Y cuando digo correr, no lo digo de la forma en la que corren los humanos, sino de la forma en la que las criaturas de la noche aterramos a los pobres mortales. Aun así, no logramos alcanzarlos, pues algo nos cortaba el paso. Algo que quemaba, ardía y que se llevó las almas de nuestras escasas víctimas. No obstante, no podíamos verlo: una barrera de fuego invisible.
Descubrí que nacía del sendero de sangre que había visto momentos antes y que daba la vuelta a la abadía. Al otro lado de aquel embrujo, Bernat abrazaba a los niños, quienes yacían inertes tras el cadáver, ahora desfigurado, de Colometa.
—¡Bernat! —lo llamé.
Mi amado se puso en pie, abatido, tomó unas páginas amarillentas del suelo y se aproximó.
—Lo arreglaré —mencionó frente a mí, aunque sin ninguna credibilidad. No pudo acercarse más: la misma barrera que nos cerraba el paso a Melisa y a mí le impedía reunirse con nosotros. Me mostró el manuscrito—. Mi padre pretendía encerrarnos aquí a mi madre y a mí; también quería quemarnos vivos, lo explica todo. Matar a su mujer y a su hijo. ¿Y nos llama monstruos?
—No entiendo, Bernat.
—Él encontró esto el conjuro en uno de sus viajes, luego se instaló en el templo de Montserrat, necesitaba ángeles inocentes... Pero los buscó en el sitio equivocado. Los ángeles viven en el infierno.
Contemplé a Zeimos y Siset, sus heridas permanecían abiertas. Ya tendríamos tiempo de hablar, pero para ellos la situación apremiaba. Además, pronto sería de día y, en los brazos de la muerte, ninguno de nosotros podría hacerse cargo.
—Tenemos que salir de aquí, Bernat, necesitan ayuda.
Fijó su mirada, ahora distante, en mi hermana.
—Cuando conocí a Pau, él solo tenía diez años. Yo le ayudé a averiguar qué le sucedió a su madre, y lo que hacía esa mujer con los niños... En esa investigación averiguamos lo que la sangre inocente produce en aquellos que son como nosotros. Era una buena persona, un buen hombre... No merecía terminar así. —Apretó los labios, percibí un temblor de ira en su rictus—. No te guardo rencor —añadió de manera poco creíble—. Yo también maté a varios de mis amantes.
Ella sollozó y se dejó caer de rodillas.
—Él no era mi amante, yo lo amaba de verdad...
—Cuidaré de vosotros hasta que averigüe cómo solucionar esto —continuó él, ahora mirándome a mí—, me ocuparé de todo, lo prometo.
—¿Solucionar el qué? —pregunté temeroso.
Bernat se mordió los labios.
—No hay demonio que pueda atravesar la barrera. Pero no te preocupes, Marc. Tenemos la eternidad para solucionar esto.
—¿Que no me preocupe? No quiero pasar la eternidad esperando —repliqué dolido—. ¿Me has robado el cielo para dejarme atrapado? No es justo...
—Tú lo dijiste: nada de esto es justo, ¿recuerdas? —Sus ojos se opacaron por la culpa, estiró su mano hacia mí, yo hice lo mismo. No pudimos tocarnos, el fuego invisible nos lo impedía—. Pondré a los niños a salvo y averiguaré cómo sacarte de aquí, espérame.
Era una despedida. Pensaba dejarnos ahí encerrados, y lo mismo podrían pasar horas, que años, que siglos... Años de soledad eterna.
—No te vayas —rogué.
Pero se fue, tomó a los pequeños y se los llevó a la berlina. Se fue y mi hermana y yo quedamos solos, encerrados en aquella abadía, condenados a una eternidad de culpa, hambre y soledad.
Solos y rotos. Porque cuando te han robado el cielo, no queda nada.
38. El precio de la inmortalidad
Durante interminables semanas, aquella abadía se convirtió en nuestra cárcel. Solo la muerte diurna nos liberaba de ella. Las horas se hicieron eternas y perdimos la noción del tiempo.
Pasé noches enteras al inicio de la barrera. La lluvia se llevó los restos de sangre, no sirvió de nada. En ocasiones, los lobos me contemplaban a una distancia prudencial. Por alguna razón, ellos tampoco podían traspasar el conjuro. Mi hermana fue mi única compañía, si se le podía llamar así.
Al morir, Pau se llevó su cordura. Se sentaba al órgano y durante horas no hacía más que tocar una oscura melodía. Cada nota era un reflejo de su corazón roto, del hambre voraz, del odio y de la rabia con la que alimentaba al demonio.
La eternidad es una cárcel, sin duda, pero cada uno la decora como quiere y, en primera instancia, mi hermana decidió consumirse a sí misma.
A veces detenía la melodía, alzaba la cabeza y le preguntaba al aire si le gustaba esa canción. Quería creer que Pau seguía con ella, aún era pronto para entender lo que significaba apoderarse de un alma.
Lo supimos en cuanto nos adueñamos de los primeros mortales que nos visitaron, una pareja de campesinos, ella embarazada. Estábamos ya muy desfallecidos, por lo que tan pronto como sentimos su aroma, nos abalanzamos sobre ellos movidos por un delicioso instinto.
Bernat y su madre tardaron meses en controlar el demonio, nosotros pasamos semanas sin el privilegio de ponerlo a prueba, por lo que ni siquiera tuvimos opción ni voluntad de resistir.
Recuerdo cómo jadeamos mientras hacíamos nuestra su esencia, la fuerza que nos colmó, la forma en la que sus vivencias parecieron las nuestras. Vi el sol a través de sus sueños y los vi hacer el amor en sus noches furtivas. Al terminar, mi hermana me contempló con los ojos completamente violetas y, con un gesto casi inocente, me besó en los labios. Yo le devolví el beso. Ya no éramos hermanos, tampoco es que fuéramos amantes, pero alimentarnos juntos depilaba nuestros vínculos de cualquier código humano, haciéndolo mucho más puro.
Después, como loca, recorrió toda la abadía casi trepando por las paredes, subió al campanario, del cual no quedaba campana alguna, y aulló por la simple diversión de hallar complicidad en los lobos, quienes no dudaron en responder desde lejos.
Enajenado por el néctar divino, reí al verla encaramada de aquella manera. Solo portaba un camisón blanco, por lo que, de lejos, el candor de su piel y el del vestido se fundían juntos, como un ángel de ojos violetas y labios mortales. Era una verdadera fiera, con la belleza que la ferocidad posee por sí misma. Quise encontrarme con ella trepando desde el exterior. Me pareció divertido.
Cuando salí, hallé unos ojos violetas que me contemplaban al otro lado de la barrera mágica.
—¿Os gustó el banquete? —me preguntó Bernat.
Sonreí al verle. Al fin cumplía su promesa y venía a liberarme.
—Has tardado tanto en llegar...
—Pau dejó muchos asuntos a medias y los niños estaban muy débiles. No nos pareció oportuno darles la cura, queríamos mantener al demonio alejado de ellos.
—¿Queríamos?
—Sí. Mi madre ha montado un orfanato, ahí estarán bien.
Asentí.
—¿Qué son unas semanas cuando nos espera la eternidad? Estábamos deseando salir de aquí.
Di un paso al frente y sentí mi piel arder, por lo que me vi obligado a retroceder.
—Lo siento —dijo él, entonces—. No he encontrado la forma de sacaros de aquí.
Me quedé en silencio, decepcionado. Él tampoco dijo más. Tan solo me dio la espalda, dispuesto a abandonarme otra vez.
—¿Ya está? ¿Eso es todo? —bramé—. ¿Te rindes? ¿Es que ya no me amas?
Él se giró molesto.
—¡Nunca!, ¡eso nunca!
—No vuelvas a darme la espalda.
—No quiero mirarte, Marc. ¡No lo soporto!
Sus palabras me atravesaron como una lanza, aunque más que el dolor, despertaron la ira, el resentimiento. Me abandonaba, me traicionaba.
—¿Cómo puedes decirme eso?
—Mira en el fardo —fueron sus últimas palabras. Después, desapareció al baile del viento y no dejó más que la noche estrellada, como si nunca hubiera estado ahí.
Regresé abatido, decepcionado y con mucha sed de venganza. Aun así, le di la oportunidad. Me arrimé a los restos maltrechos de nuestra cena y busqué en el fardo que portaban. En él hallé diversos libros, algunos de medicina, otros de filosofía... Entre las páginas de unas escrituras sagradas se ocultaba una carta para mí.
«Mi querido Marc:
Este paraje en el que estás permanece al olvido de todos, me gustaría pensar que para siempre, que estaréis a salvo. Más la guerra empieza y, con ella, la quema de lugares de culto. Debéis ser cautos. El mundo cambia a pasos agigantados.
Ante la amenaza inminente, mi madre ha montado un orfanato e incluso se ha encaprichado de la niña con la que planea sustituir a Melisa, la pequeña Enriqueta. Apareció de la nada tras la misteriosa muerte de su tía. Tiene un aura extraña y, por más que he mirado, no logro ver a través de su alma. ¿Sabes? Mi madre siempre quiso una heredera a la que robar la identidad de cara al futuro. Me temo que la elección ha sido pésima. Zeimos y Siset parecen nerviosos cuando están junto a esa cría y, a veces incluso huyen a esconderse, como si la conocieran. Por eso he decidido llevarlos a Lérida, allí podrán estudiar e iniciar su formación para la dirección del Molino Viejo, su fábrica.
No me olvido de ti, Marc, lucharé por cumplir la promesa que te hice, pero la búsqueda a veces parece una odisea. Estoy agotado.
He ido a verte en varias ocasiones, te he contemplado en la lejanía evocando el sabor de tus labios. Ellos portan el único jarabe capaz de desafiar incluso a la muerte. Sin embargo, no he tenido el valor de acercarme.
He comprendido que las peores atrocidades no son las que se hacen por miedo o venganza, sino las que se hacen por amor. el amor tornó ciego a Pau e hirió a Melisa; el amor de ella a él le costó la vida, y el amor que te tengo es lo que te ha convertido en lo que eres. Verte es enfrentarme al daño que te he causado y a todo lo que te he robado. No puedo. Te prometí una solución, sigo en ello, pero cada noche supone un nuevo fracaso».
Arrugué la carta y la lancé, haciendo canasta a la pila bautismal.
—Capullo —gruñí.
Mi hermana se sentó a mi lado, me abrazó desde atrás y reclinó su cabeza sobre mi hombro.
—Al menos nos ha traído comida. Ojalá la próxima vez nos traiga también unas partituras o algunas novelas.
La besé en la sien.
—Jamás debí consentir que se interpusieran entre nosotros.
—Míralo por el lado bueno, Marc: estamos como al principio: tú y yo solos, pero inmortales.
—Inmortales... —repetí para mis adentros.
«¿Cuál es el precio de la inmortalidad?», me preguntaba en realidad.
Ahora sé la respuesta: el precio no es la sangre ni la juventud eterna; no radica, tampoco, en las almas arrancadas. El verdadero precio de la inmortalidad es «no vivir» por toda la eternidad. Un precio demasiado caro para sufrirlo encerrado.
Nota de Marc:
Gracias a todas aquellas personas que habéis seguido esta historia y que me habéis prestado más cariño y atención que mi perversa creadora. Aunque sí, es cierto: ella y yo siempre supimos cuál sería el final. En más de una ocasión pactamos cambiarlo, mas no podíamos, porque esta era la historia de cómo mi hermana y yo nos convertimos en los monstruos que somos y en cómo quedamos encerrados en aquella abadía. La inmortalidad es demasiado larga para reducirla a unos pocos capítulos. Quién sabe, puede que a estas alturas ya haya escapado y a media noche aparezca en tu cuarto, dispuesto a llevarme tu alma. Entretanto, Zeimos, Siset y Bernat han seguido sus vidas. Existe un epílogo en borrador y me senté junto a Nora a mirarlo. No me pareció digno que en tan pocas líneas quisiera contar tanto, por lo que la he convencido de que, cuando tenga tiempo, lo desarrolle un poco más. Quién sabe, puede que cuando menos lo esperéis tengáis la sorpresa.
Yo solo quiero daros las gracias, pues sé que, de no ser por quienes habéis permanecido aquí, esta historia seguiría en standby.
Un fuerte abrazo. No olvidéis poner en hora los relojes y encender las velas antes de acostaros. La inmortalidad es larga y yo tengo hambre.
Nota de autora:
Bueno, Marc ya lo ha dicho todo. Espero más piedad con él que conmigo. De verdad, lo siento. Esta historia nació a través de un relato improvisado en una hora sobre dos hermanos vampiros que vivían encerrados en una abadía. Venía a ser un preludio de aquella, con algunas variaciones, y pretendía, tiempo después, escribir una historia posterior. No sé muy bien que haré, tengo muchos proyectos a los que echar mano, pero Marc y yo hablamos de vez en cuando y tengo claro que su historia no termina aquí.
Mil gracias por llegar hasta el fin del camino. De no ser por vosotras, esta historia no existiría.
Por otro lado, quería pediros un pequeño favor:
Estoy pensando en publicar La Cura de Bernat, así que me vendría bien cualquier aspecto que creáis que debo tener en cuenta para mejorar la obra. Os he dejado un cuestionario. Si le podéis dedicar un par de minutos, no solo me haréis feliz, sino también a mi gatita <3
¿Qué fue lo que más te gustó de esta historia? ¿Y lo que menos?
¿Consideras que ha quedado alguna laguna en la que haya que profundizar?
Respecto al ritmo, ¿se te ha hecho lento o pesado?
A lo largo de la historia, Melisa es odiable. Cuando se inicia su punto de vista, ¿se comprenden sus verdaderas razones?
¿Consideras que falta o sobra algún capítulo? ¿Cuál?
Sobre los personajes... ¿Se ha hecho incómodo leer personajes que no brillen por su carisma?
A lo largo de la historia salen diversos personajes secundarios. Todos tienen algo que aportar, pese a que sus apariciones, en ocasiones, sean efímeras. De estos, ¿hay alguno que haya despertado tu interés? O, por el contrario, ¿alguno que sientas que haya estado de más?
Muchísimas gracias por dedicarme este tiempo. No sé cómo mostraros mi agradecimiento, así que... no sé... Pedid, pedid, y veré qué puedo hacer 🙂.
¡Un fuerte abrazo!
Aprovecho, si no os sabe mal, para recordaros que tengo otras obras.
El Ladrón de Sueños: una historia boyslove de fantasía con tintes steam y inspirada, muchísimo, por las obras de Michael Ende.
Sueños de Rebelión: historia escrita a cuatro manos con sakurasumereiro y contextualizada en la Revolución Francesa (obviamente, con boyslove, mucho drama y mucha investigación).
Bastardo: Fue mi primera historia real (Entre Notas la cuento más como un relato largo). En ella me enfrento a mi propia sombra, probando límites, investigando y gritando con rabia aquello que nunca debimos olvidar. Necesita un repaso, pero de mis historias, es en la que más alma, horas y cansancio he dejado. ¡Ah! Y ahora que terminé con Berni, podré retomarla.
Para terminar, he publicado en Kindle un relato: Jugar al Amor. Si os queréis pasar por ahí me haréis muy feliz.
Un fuerte abrazo y, de nuevo, gracias por llegar hasta aquí, en especial a sakurasumereiro, mi gran amiga y compañera, y a GrettchenRamirezC, que llegó desde Loviu y permaneció aquí hasta el día de hoy. Gracias, espero que no me odies por este final.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top