35. Caminos paralelos IV: La muerte de un ángel
Un día antes...
Al salir me vi cegada por una tenue neblina, a través de la cual el candil que la prostituta le portaba mi hermano me recordó a un fuego fatuo que guiaba mi camino. Necesitaba alcanzarles y persuadir a Marc de ir con Bernat. Era demasiado arriesgado. Sin embargo, antes de que pudiera dar un paso en dirección a la cuadra, Pau me tomó del brazo y me arrastró hacia el lado contrario de la posada.
—Tenemos que hablar. —Acarició mis magulladuras, giré la cara e hice amago de retomar mi propósito. Pau, por contra, me acorraló.
—Has dejado a los niños solos —le recordé arisca.
—Paula no tardará en entrar.
Me desprendí de su agarré e intenté golpearlo cegada por la rabia.
—¡No tengo nada que hablar contigo! ¡Quiero ir con mi hermano!
—Melisa, no estás siendo razonable. Escúchame...
—¡No!
Lo empujé hacia atrás. No quería que me tocara, ni que me envenenara con sus discursos. En respuesta, él me estrechó fuerte. La sensación de arraigo, el consuelo que ofrecía, su olor... Cerré los ojos, a punto estuve de ceder. Al instante recordé el motivo del enojo: me ocultó la enfermedad de Marc, me enfrentó a él y me aventó a abandonarlo, vendiéndome que era lo mejor para todos. Enumeró los beneficios de nuestro acuerdo en tantas ocasiones... ¡Incluso cuando fingió querer persuadirme! Sus palabras eran pegajosas como la miel, manipuladoras como el alcohol y falsas como el amor que juró tenerme. Me empujó a brazos de otro hombre, de su enemigo, y manipuló también a mi hermano. ¿Que no estaba siendo razonable al evitarlo? Cierto, lo razonable hubiera sido empujarlo contra el suelo y clavarle una puñalada por cada una de sus mentiras.
Forcejeé, lo empujé y, sin pretenderlo, lloré. Me sentía sucia, utilizada, traicionada.
—Melisa, solo quiero hablar —insistió paciente.
Mi corazón repiqueteó de forma irregular y sentí un segundo de pánico, por lo que me quedé inmóvil, procurando retener la cura de Bernat en mí. A esas alturas, ya conocía un poco acerca de su funcionamiento. El miedo, los nervios, el estrés, la quemaban a fuego rápido; mientras que la calma, el amor y la alegría lograban retenerla por más.
—Dime —exhalé.
—Lo que quieres hacer es una locura, no tiene sentido abandonar el plan a estas alturas.
Supuse que continuaría montado en su burro de la hipocresía, fingiendo un falso amor y un respectivo arrepentimiento, todo para lograr que retornara al plan inicial. Pero decidió saltarse esa parte.
—¿Qué sucedería si no siguiera adelante? —lo reté.
—Que morirías.
Me aparté e hice amago de irme.
—Me da igual.
—No te creo.
¿A quién quería engañar? No, no quería morir. La muerte siempre fue mi compañera de vida, deseaba desterrarla lejos, bien lejos. Muy en el fondo —o quizá no tanto— necesitaba que Pau me diera un nuevo argumento, una razón para que seguir adelante tuviera sentido.
—No finjas que eso te importa.
—No finjo, Melisa...
Sin llegar a girarme, lo miré con rabia sobre mi hombro.
—Por supuesto que te importa —escupí—, ¿cómo recuperarías tu maldita fábrica sin mí? Olvídate, no pienso colaborar. —Mis últimas palabras, menguaron de la ira al dolor—. No más.
—Melisa, Marc está vivo. No sabemos cuánto tiempo le queda, podrían ser meses. En cambio, tú...
—Me muero —acepté, consciente de que la cura de Bernat era lo único que me mantenía en vida.
Me abrazó y posó su barbilla en la curvatura de mi cuello. Me tensé, el recuerdo de Eloy continuaba presente, tuve que esmerarme en recordar que no eran la misma persona.
—Quédate la fábrica si quieres, o quémala, pero vive.
—No quiero vuestra maldita fábrica.
—En ese caso, dime cómo puedo retenerte, Melisa, porque no quiero perderte.
Roté despacio entre sus brazos, realmente me pareció sincero. Lo odiaba, también lo amaba. No confiaba en él ni en sus mentiras, era un experto manipulador, pero, ingenua de mí, quería creerle, dejar que me limpiara el cerebro y se convirtiera en mi salvador.
—Haga lo que haga, vas a perderme. Tú mismo me explicaste que el demonio solo ocupa cuerpos muertos. Beber su sangre en sus huesos con el corazón apagado. Y, cuando regrese, no seré la misma. Sea como fuere, mañana al atardecer Melisa Aymerich morirá.
—No es lo mismo —se defendió. Me apretó aún más fuerte y percibí la sal en sus ojos—. Mañana morirás, sí, pero regresarás.
—No contigo.
—No, conmigo no. —Se apartó un poco y me tomó del mentón—. Melisa, pudimos hacer las cosas de otra forma, pero quise que decidieras tú, que no adulteraran tu voluntad. También he protegido a Marc de Bernat y a Bernat de sí mismo, lo sabes. He intentado mantenerlos alejados, les he advertido, he hecho lo posible para que todos estéis bien. Elegí cuidaros cuando podríamos haber tomado el camino fácil.
Aquello era cierto, pero no suficiente. ¿De qué sirve el libre albedrío si viene manipulado por terceros? ¿Por qué negarme la verdad sobre mi hermano? Yo... Él podría haber muerto pensando que no lo quería a mi lado. No, nunca más me separaría de él. No obstante, tras conocer el elixir de la vida, la muerte me aterraba.
—Seguiré adelante con una condición: Marc vendrá conmigo. Él también beberá del grial.
Pau se echó hacia atrás, enojado y con el rostro fruncido.
—¡Esto es justo lo que temía! Marc no puede ir contigo, Melisa. ¡Él debe vivir!
—Y lo hará, pero conmigo.
—¿No decías que era un ángel? De ser así, las puertas se le cerrarán para siempre...
—Prefiero un demonio a mi lado que un ángel en la lejanía.
—Lo estarías condenando a él y a los niños, sus hijos.
Entonces, extrajo un pergamino del interior de su casaca, un contrato de adopción firmado por mi hermano. Bueno, era su firma, sin duda mantenía la forma, pero no el trazo ligeramente tembloroso, tan característico de Marc.
—Esa firma no es suya.
—Marc dio el consentimiento, solo me adelanté por si surgían contratiempos.
Empecé a reír. Podía imaginarlo, seguramente ese contrato existía desde mucho antes de que mi hermano conociera sus intenciones. Ese era Pau, planeando y anticipándose. Manipulando las respuestas que le dábamos, porque sabía el momento justo en el que formular las preguntas.
—Eres despreciable...
—Lo sé, pero eres tú quien le quiere negar el cielo a su hermano.
—El mismo cielo que tú me quieres negar a mí —reí con resignación.
—El cielo que tú nunca has querido, Melisa. —Finalmente, suspiró abatido—. Pero, si es tu deseo, llegado el momento, te prometo que traeré a Marc contigo. Solo deja que viva el tiempo que le queda...
—Para que lo invierta en los críos, ¿me equivoco? —No, no le preocupaba mi hermano, ¿a quién quería engañar? Pau nos sacrificaba a todos como si fuéramos sus peones, pero él no era el rey, sino la reina. El rey eran los niños
—Ràfols está buscando a vuestra familia para recuperar la herencia que nunca debieron robaros.
—Y que tus protegidos heredarán a la muerte de Marc, ¿es así? —pregunté—. ¿Quiénes son? ¿Por qué te importan tanto?
Con aire bohemio, Pau se reclinó contra la pared, extrajo un puro de la casaca y se lo encendió.
—Asesinaron a mis padres, ¿recuerdas? —Su vista se perdió en las formas de humo que se dibujaban ante él. No contesté, aunque mi silencio fue la respuesta. Recordaba esa historia, Pau era el hijo de un hermano bastardo y una sirvienta. En una ocasión, sus padres fueron al mercado y no regresaron—. El cuerpo de mi padre apareció en el mismo mercado —prosiguió—. Mi madre, en cambio... Tardé años en saber la verdad.
—¿Qué verdad?
Sus palabras siempre sonaban sinceras, pero en esa ocasión sentí que lo eran más de lo habitual. No por la fluidez, Pau tenía un don, sino, por lo contrario. Por cómo las retenía y dudaba en si debía hablar o callar.
—El cuerpo de mi madre apareció meses después, en Barcelona.
De repente, escuchamos gritar a Paula. Aunque quería conocer la historia, la gravedad apremiaba, por lo que corrí hacia el umbral en busca de mi futura cuñada.
—¡Espera! —exclamó Pau antes de que llegase a girar la esquina.
Supe que debía detenerme. Me asomé un poco, lo justo para descubrir a Paula en el suelo mientras Eloy y otro hombre la interrogaban.
—¡No sé dónde están! —gritaba la joven—. Ya os lo he dicho, ¡se han ido!
Pau me abrazó de nuevo y susurró a mi oído:
—Entra por la puerta trasera, toma a los niños y ve con Marc y Bernat. Yo ganaré algo de tiempo. —Me besó, y, de alguna forma, supe que ese beso pretendía ser una despedida—. Te amo, nunca te he mentido en eso. Prométeme que los pondrás a salvo... y que vivirás.
Quizá me dejé llevar, o le creí, o deseaba creerle. No quería despedirme, ni mucho menos que arriesgase su vida. Aun así, acepté su petición. No sabía por qué esos niños eran tan importantes, pero solo eran niños, no una fábrica, y que todo hubiera sido por salvarlos a ellos era algo que podía aceptar, incluso perdonar.
Me faltó el aire mientras intentaba aligerar, a la vez, escuchaba los gritos de Paula rogando que cesaran y los insultos y golpes que le propinaba Eloy a Pau.
Entré por la puerta trasera, una que daba a un pequeño huerto y comunicaba con una cocina que se alumbraba mediante pequeñas lámparas de gas. Al pasar, una señora hedionda se me quedó mirando, con las cejas alzadas y una gallina decapitada en la mano.
—¿Qué haces aquí?
—Perdón...
La esquivé y fui directa al salón. Las mesas se extendían de largo a largo, aunque no quedaban demasiados comensales. Entre ellos, busqué a los niños sin resultado. Finalmente, corrí escaleras arriba, donde me crucé con una mujer muy elegante que lucía ropas oscuras y un corsé de cuero negro a la vista.
—¿Por qué tanta prisa, Melisa? —me preguntó. Entonces la reconocí. Estuvo en mi boda—. ¿Acaso buscabas a estos granujas? —Tras ella, un hombre recio sujetaba a Zeimos y Siset con rudeza.
—Déjalos en paz. Solo son niños...
—Cariño, olvídate de ellos —exclamó Eloy a mi espalda—. Ya tendremos tiempo de tener nuestros propios hijos, ¿verdad? Y no dos adefesios como estos.
Tras él, Pau permanecía atado, sujeto entre dos hombres uniformados con pose de guardaespaldas. Le sangraban las comisuras y lucía diversos golpes recientes.
—Lo siento, Melisa... —En cuanto habló, Eloy le dio una patada en el vientre.
—¿Qué le habéis hecho? —sollocé.
Me adelanté mordaz, con ímpetu de atacar. En defensa, Eloy me tiró por las escaleras y fui a caer ante unos mocasines lustrosos.
—Creo que aún no nos conocemos formalmente, Melisa. —Reconocí aquella voz de días atrás, en Barcelona. El hombre al que escuché discutir con Marc el día de nuestra partida—. Tenemos asuntos que tratar.
Abrí los ojos y miré a sendos lados. Al igual que yo, Paula y Pau permanecían amordazados y maniatados en sus respectivas sillas. Un par de velas apenas iluminaban la despensa en la que estábamos, la misma en la que el dueño del local guardaba cientos de vidrios vacíos, platos rotos y cajas rellenas de serrín. Del techo colgaban ajos y cebollas, chorizos y otros alimentos. Los insectos se alimentaban a sus anchas y desde una esquina llegaba el zumbido de las mosquitas, alimentándose de mandarinas avinagradas. Por la altura a la que se encontraba el tragaluz que hacía de respiradero, supe que aquella despensa era un sótano.
—Pronto todo estará despejado —informó el posadero desde el umbral—. Espero que valga la pena.
—No debe preocuparse por nada. —Colometa le extendió una bolsa de cuero. El hombre la hizo repiquetear. Tras escuchar el sonido de las monedas, la abrió y sonrió con satisfacción a la par que se atusaba el bigote—. Seremos discretos. —Esperó a que la puerta se cerrara para dirigirse a nosotros—. Siento el maltrato que habéis recibido —nos dijo. Robert y Eloy se mantenían a su espalda—. Esto es lo que sucede cuando te acompañas de brutos. —Les dirigió una mirada inquisidora. Después, sopló sobre un manuscrito deshojado y amarillento que portaba con ella, se acercó a mí y acarició los hematomas que aún lucía a plena vista—. Siempre he considerado que se puede conseguir más por las buenas que por las malas. —Con cuidado de no soltar el libro, me retiró la mortaja—. Eres preciosa, incluso con esas ropas de varón que te han puesto. Si nos lleváramos bien, podríamos ser grandes aliadas. No todo está perdido, ¿sabes? No quiero hacerte daño, a ninguno de vosotros.
—Habla por ti —murmuró Eloy. Se adelantó y le dio un puñetazo a Pau. Hice amago de gritar, mas Colometa me sujetó del mentón y como advertencia me mostró la mortaja que recién me había retirado. Mientras, Eloy golpeaba de nuevo—. ¡Ese maldito hijo de puta debería estar muerto!
—¡Esa lengua! —Colometa se alzó y con una sola mirada lo hizo callar. Mentiría si dijera que aquella mujer no despertó en mí cierta admiración. Debió percibirlo, pues me miró y sonrió con complicidad—. Puedes confiar en mí, querida. No le pasará nada, siempre que me lleves con Bernat, claro.
Pau murmuró algo ininteligible que los guardaespaldas acallaron a golpes.
—Si te llevo con él, ¿nos dejarás libres? —pregunté—. ¿Así de fácil?
—Así de fácil.
—¿Qué quieres hacerle?
—Solo quiero intercambiar algunas palabras, nada más. Lo que tenga que hablar con él es asunto mío.
Se perdió de nuevo en aquellas páginas amarillentas y se relamió los labios.
Contemplé a Pau, que me rogaba silencio, y oteé al resto de los presentes. La expresión de Robert, al contrario que la de Colometa, no inspiraba ninguna confianza.
—Hemos perdido mucho dinero por su culpa —gruñó, a la par que se encendía una pipa—. Quiero que sufra.
—Y lo hará, cielo, pero ya tienes a los niños y, en cuanto tengamos a Bernat, recuperarás tu tesoro —le recordó ella.
Las dudas sobre si colaborar o no se disiparon tan pronto como comprendí que aquel tesoro era mi hermano.
—Nunca colaboraré contigo —repliqué—. No dejaré que le hagáis nada a Marc.
Colometa suspiró.
—A tu hermano no le pasará nada malo, cuidaré de él, de la misma forma que cuidaré de ti, si me dejas.
No podía creerla. Si callaba, mi hermano permanecería a salvo; si hablaba, yo misma lo estaría exponiendo ante aquel desalmado.
Mi esposo se adelantó a ella y forzó un beso violento en mis labios. Luego se encaró a Pau.
—De haber sabido que era tan terca, no me hubiera casado ella —se jactó—. Aunque la conozco lo suficiente para saber que su orden de prioridades anda algo difuso, y que por muy dura que se muestre, se la puedo meter cuando quiera. —Desenvainó un cuchillo y lo utilizó para abrirle la camisa—. Querido tío, deberías haberla escuchado en nuestra noche de bodas, ¡cómo gemía! Fue una alegría comprobar que no la habías estrenado por mí. —Al momento, hincó el filo en su torso y empezó a retorcerlo.
—¡Basta! —grité.
—Habla y se detendrá —me indicó Robert.
Me tembló la garganta. Pau se esmeró en no gritar, supe que aguantaba por mí, para que no se tambaleara mi voluntad.
—Nunca sacrificaré a mi hermano —gruñí.
De nuevo retorció el filo, lo pateó y lo golpeó con rudeza hasta que Pau quedó semiinconsciente. Entonces empujó mi silla frente a él.
—Muy bien, si la chica no habla, quizá lo haga el criado.
Me abrió la camisa y comenzó a manosearme. Pau apretaba los ojos, impasible, sin importarle la amenaza que se ceñía sobre mí.
—Basta. —Colometa colocó su mano sobre la de mi esposo, haciendo que se detuviera—. No servirá nada que los tortures ahora —dijo—. No sacrificará a su hermano por Pau ni Pau a Bernat por ella, y esta pequeña... —añadió arrimándose a Paula— no le importa a nadie. Tampoco hay prisa, todavía falta para el amanecer. —De nuevo, me ató la mortaja—. Quizá, tras una larga y agotadora noche, vean las cosas de otra forma.
Permanecimos atados durante horas. No nos alimentaron ni nos dejaron hacer nuestras necesidades. A lo sumo, de vez en cuando, el guardaespaldas que nos custodiaba nos humedecía la boca con un trapo húmedo y luego nos golpeaba.
Pau se desmayó y, aunque lo llamé en más de una ocasión, no reaccionó. La respiración dura que exhalaba de vez en cuando era mi única esperanza de que siguiera con vida. Agotada, intenté resguardarme en mi jardín secreto, en la casa de piedra en la que mis padres alimentaban la hoguera y los caballos paseaban libres entre las flores. Debía retener la cura. Me imaginé con Pau a mi lado, a salvo. Mi hermano también estaba allí, él se sentaba al sol con un libro en las manos. Su piel lucía en un tono ámbar y el verdor de sus ojos derrochaba alegría. Al fondo, los niños jugaban y reían. En ocasiones, la realidad apremiaba sobre la fantasía, entonces, respiraba hondo, agitaba la cabeza y forzaba la imagen de mi jardín en la mente. Así pasaron las interminables horas.
Cuando se escuchó el repiqueteo de la lluvia, el viento sopló fuerte por el tragaluz y los rayos mostraron parpadeos de la realidad a la que trataba de ahuyentar, volví en mí.
El olor a orín era evidente, no sabía si venía de Paula o de Pau, quizá de ambos, quizá de mí. Él seguía inconsciente, aunque se quejaba de dolor; ella dormía de la misma forma que lo hubiera hecho en un colchón mullido. Ni siquiera abrió los ojos cuando llamaron a la puerta.
—Empezaremos por el criado —decía uno de los guardaespaldas.
Se llevaron a Pau, quien no se quejó. Quise protestar, no sirvió de nada. Y Paula... Continuaba dormida. No podía creerlo.
Nos dejaron a solas. Apenas unos segundos después, escuché un grito de Pau que me desgarró el alma. De pronto, Paula abrió los ojos. Sus cuerdas cayeron como si nada y, tras quitarse la mortaja, empezó a desatarme.
—Pensaba que nunca se irían —susurró—. Si te hubieras hecho la dormida, habrían bajado la guardia antes.
—Pero... ¿Cómo?
—Gajes del oficio, no es la primera vez que me abandonan atada —confesó con cierta tristeza—. Vamos, ahora están entretenidos. Yo iré por los niños; tú encuentra a Marc. Os alcanzaré en cuanto pueda.
Un nuevo grito se escuchó al otro lado. No saber qué le hacían a Pau me mataba, pues oírlo no otorgaba ningún límite a mi imaginación.
—Lo están torturando —sollocé—, tenemos que ayudarle...
—Él no es mi responsabilidad. —Se desempolvó la falda y se dirigió a la puerta. Antes de abrir, arrimó el oído—. Creo que el camino está despejado.
Pero la puerta estaba cerrada. Un nuevo grito retumbó por toda la posada.
—No, no puedo abandonar a Pau.
Paula suspiró.
—Si sigue vivo, Marc llegará en cualquier momento. Y si eso sucede también le torturarán.
—Está vivo. —Yo también temía que Bernat no hubiera resistido la tentación, pero entre mi hermano y yo existía un vínculo irrompible. Sabía que estaba vivo—. Y Bernat lo ama, no dejará que le hagan nada.
—Siempre que sea de noche, ¿no? ¿Qué sucederá si lo encuentran de día?
Bajé la mirada.
—Que estará solo...
—Y será suyo. Nunca lo soltarán, Melisa.
Paula estaba en lo cierto. Aunque me doliera, debía abandonar a Pau y encontrar a mi hermano.
—¿Cómo saldremos de aquí?
Fijamos la vista en el estrecho tragaluz que hacía de respiradero. Quedaba alto, por lo que tuvimos que amontonar algunas cajas. Salí primero, arrastrando conmigo todas las telarañas. Fuera, me recibió un aguacero liberador cuyas densas nubes disfrazaban la mañana de noche y, bajo la lluvia y los truenos, creí escuchar a mi hermano.
—¡Melisa! —me llamó Paula.
Me había quedado inerte. Parpadeé fuerte y le ofrecí mi mano a la joven. Su estatura era menor que la mía, aunque en esa huida, el vestuario masculino junto a mi delgadez extrema supuso una ventaja de la que ella, con pecho voluminoso, cadera ancha y falda con cancán, no pudo beneficiarse. La pobre se quedó medio atascada mientras yo tiraba para ayudarla.
Entonces, escuché un murmullo que se ocultaba bajo la ventisca: Robert se dirigía hacia nosotras. Miré a la joven que se aferraba a mi mano, sus ojos anticiparon mi traición.
—Lo siento, no deben descubrirme —susurré antes de soltarla.
Las cajas se desmontaron bajo ella y la caída produjo un fuerte estruendo que, para nuestra suerte, quedó ensombrecido por el retumbar de otro trueno.
El viento me agitó el cabello y las ropas húmedas golpearon contra mi cuerpo. Rápido, me oculté tras una carreta de heno e intenté recuperar el aliento.
—Entonces —mencionó Robert—, ¿Montserrat ha caído en la trampa?
—Te lo dije, querido. La paloma ha llegado a primera hora. Al fin y al cabo, antes que monstruo es matriarca.
—¿Y ya no necesitamos a Bernat?
—Tengo a los niños y la ubicación de la abadía. Además, ya he traducido el conjuro del manuscrito del viejo, por lo que, pase lo que pase, el plan seguirá adelante —decía—. Pero, si finalmente te deshaces del hijo de Montserrat, tendremos que ofrecerle al criado y a la hermana del querubín. También son su familia.
—Eloy no estará conforme con ello.
—Eloy no tiene mucho que decir. Sin la ayuda de Bernat o Montserrat, la chica morirá en breve.
Llevé la mano a mi pecho, a mi corazón. Lo sentí fuerte, lleno de vida. ¿Cuánto duraría? En cualquier instante me vendría abajo. Sostuve la respiración y aguardé a que se alejaran para salir del escondrijo. Debería haberme ido en busca de Marc, por ello había abandonado a Paula. Además, no sabía cómo entrar sin ser vista, ni cómo encontrar a los niños. Mis manos estaban vacías, ¿cómo iba a luchar? Pero Pau gritó de nuevo.
No pude abandonarlo.
Al igual que la noche anterior, rodeé la posada y entré por la cocina.
—¿¡Qué haces aquí!? —gritó la cocinera al verme.
Le rogué que me dejara ocultarme, pero negó y amenazó con alzar la voz. No me dejó otra opción... Agarré un cuchillo y la degollé como si fuera un cordero. Jamás olvidaré la forma en la que me miró ni la culpa que sentí al verla expiar su último aliento. Sin embargo, mis comisuras se torcieron en una sonrisa. La culpabilidad que sentía no era por haber asesinado a una inocente, sino por haberlo disfrutado.
Me sacudí la cabeza y culpé a los nervios. Debía encontrar a los demás. Oculté el cadáver bajo la mesa de trabajo, me limpié y guardé el filo bajo mis ropas. Después, me asomé al salón. En él, solo vi a dos guardaespaldas hablando entre ellos. Sus manos se mostraban rojas y las mejillas salpicadas de sangre. Apreté los labios, sabiendo que eran quienes habían torturado a Pau. Deseé matarlos. Iba a salir, agazapada tras las mesas, cuando reconocí los pasos de Eloy y retrocedí para evitar que me descubrieran.
—Buen trabajo, chicos. Casi no le habéis dejado marca —se jactaba.
—No ha hablado —replicaba uno de los aludidos.
—Lo hubiera hecho si esa zorra no os hubiese interrumpido.
—Esa zorra es la esposa de nuestro jefe. —El otro guardaespaldas lo desafió con la mirada—. Será mejor que vayamos a ver cómo están las chicas.
Tras decir eso, se alejaron de nuevo.
Corrí con sigilo a la dirección de la cual venían, hasta que escuché una fuerte respiración tras un armario empotrado cerrado desde fuera con alambre oxidado. Lo deshilaché con sumo cuidado y, tan pronto como abrí la puerta, Pau cayó sobre mí.
—Me... li... sa... —murmuró.
Rajé sus ataduras y lo ayudé a ponerse a pie. Apenas se sostenía. No lucía demasiadas marcas a simple vista, pero percibí pequeñas punzadas alrededor de sus ojos y en las manos, las cuales ya no disponían de uñas. También hallé manchas de sangre en su vientre.
—¿Qué te han hecho?
—¡Han escapado! —se escuchó de pronto.
Con un esfuerzo titánico, llevé a Pau escaleras arriba hasta ocultarnos en la habitación más cercana.
Él se derrumbó sobre la alfombra de indias que decoraba el suelo; yo arrastré la cama de forja hasta la puerta, eso nos daría tiempo. Luego, me asomé a la ventana. No daba a ningún balcón, tampoco era excesivamente alta, aunque en el exterior nos buscaban a Paula y a mí.
—¿Cómo habéis escapado? —preguntó Pau, con la voz entrecortada.
No podía contestar a eso. Que buscaran a Paula era buena señal, pero no podía quitarme de la cabeza el hecho de que yo misma la había abandonado. ¿Pau podría seguir amándome después de algo así? Lo incorporé y apreté su cuerpo contra el mío.
—Temía que te hubieran matado...
Solo entonces lloré. Mi amado cazó una de mis lágrimas y me besó suave en los labios.
—¿Ya no me odias?
—No quiero que mueras. —Los dos nos sonreímos y nos besamos de nuevo. Sí, era un manipulador, pero no podía evitar mis sentimientos y en las últimas horas había descubierto que yo no era mejor que él. Tras lo sucedido, necesitaba su cercanía.
Desde el pasillo, alguien intentó abrir la puerta, descubriéndola atascada.
—¡Están aquí!
Pronto, los golpes en la puerta se hicieron más intensos.
Pau y yo nos abrazamos fuerte.
—Huye por la ventana —susurró a mi oído— y dile a Bernat que salve a los niños. Ellos son lo más importante.
Alcé la cabeza. Sus ojos oscuros brillaban como nunca, ya fuera por el dolor, por el miedo o por la desesperación. Me mordí los labios.
—No puedo dejarte...
Me alejé un poco. Él me sujetó de la muñeca.
—Antes te dije que encontraron el cuerpo de mi madre en Barcelona... La autopsia desveló que había dado a luz. Tardé mucho en saber lo ocurrido, de no ser por Bernat... —Apretó los labios—. Robert es un putero, ella una vendedora de magia oscura, puedes imaginar el resto... Nunca podré salvar a mi hermano o hermana, si es que lo tuve, pero esos niños... Si les salvo a ellos, será como si hiciera justicia, ¿lo entiendes?
Asentí y, tras besarlo, me asomé a la ventana. No era demasiado alta, pero estaba custodiada.
Fuera, ya no se escuchaban golpes, aunque sí cómo desmontaban las bisagras. Empuñé el cuchillo y me preparé para atacar a quien entrara. Pau se puso en pie, con dificultad, y respiró hondo. Al menos lucharíamos por vivir.
—¡Deja a los niños! —chilló Paula, de pronto.
A continuación, la escuchamos gritar de dolor y percibimos el silencioso sollozo de los pequeños.
En ese instante, mientras Pau y yo nos mirábamos, la puerta se separó del umbral y los guardaespaldas se lanzaron sobre nosotros. Pau, debilitado, casi no pudo oponer resistencia, a mí me quitaron el cuchillo antes de que llegara a atacar.
De nuevo nos vimos atados junto a Paula, quien mostraba un ojo hinchado y un corte en el labio. Esta vez nos colocaron en el lateral de un cuarto sin cama, con cientos de velas dispuestas por el suelo y varios inciensos prendidos en las esquinas. En medio, Zeimos y Siset se daban la mano en silencio, Parecían debilitados y presentaban diversos cortes en los antebrazos.
—Suéltalos... —supliqué.
Eloy se acercó y me dio un golpe tan fuerte que me hizo gritar. Luego, sonrió con satisfacción. Pau me susurró un mensaje, casi imperceptible:
—No dejes que te vean sufrir, amor.
Decirme eso le costó otro golpe.
—¿Cómo te atreves a llamar «amor» a mi esposa? —Eloy me sujetó del pelo y me obligó a arrodillarme—. Te guste o no, ella es mía, y lo mejor de todo es que tú me la has dado. —Me arrojó al suelo. Por mucho que me dolió la caída, no grité.
—Así que os gusta huir y abandonar a los vuestros, ¿no? —se regodeó Robert. Dio un par de vueltas alrededor de los niños. Estiró el brazo de Siset y lo rajó. La sangre fue vertida sobre una copa de elaborado cristal de bohemia. El pequeño soportó el dolor, Zeimos contuvo una mueca de ira y apretó la mano de su compañero—. ¿Sabes? —prosiguió Robert—, algunos clientes dicen haber tenido visiones gracias a la sangre de este chico. —Dio un sorbo y después se dirigió al mayor—. Este otro, en cambio, les da la energía de un toro. Oh, pero esto es solo una parte de su trabajo, ¿queréis ver la otra? Aunque esa es la especialidad de tu hermano.
—¡Si los tocas, eres hombre muerto! —exclamó Pau.
—¡Tú eres el hombre muerto! —replicó Eloy.
—Aquí todavía no hay ningún muerto —añadió Colometa, quien se había mantenido en silencio, con el manuscrito entre las manos y mirando a través de la cortina—. No podemos perder más tiempo, así que te ofrezco un trato de última hora, y tendrías que ser muy estúpida para rechazarlo: si nos llevas con Bernat, dejaré ir a Marc.
Era demasiado tentador, mas no podía confiar en ellos. Me quedé en silencio, barajando si dar una respuesta o no. Tanto Marc como Pau me odiarían por ello, y yo moriría, sí... pero mi hermano viviría. A no ser que fuera una trampa.
—¿Y los niños?
—¿Y un té con pastas de chocolate para la señorita? —replicó con sarcasmo—. El trato es ese. O lo tomas o lo dejas: tú decides.
Yo no era una desalmada, como todos creían, no aún. No quería sacrificar a los niños, pero ¿qué otra opción tenía? Entre murmullos, Pau intentaba convencerme de lo contrario. El cielo se mostraba oscuro debido al clima, como si la noche pretendiera ser eterna; sin embargo, la tormenta no podía engañarme: entre los truenos escuché las sonoras campanadas que despedían el mediodía para aventurarse en la tarde.
—No podéis acabar con Bernat, él no es mortal...
Entonces, Colometa me mostró el manuscrito en sus manos.
—¿Sabes qué es esto? —preguntó—. Las confesiones del padre de vuestro querido salvador. El pobre hombre dedicó su vida a averiguar cómo purificar a su esposa y a su hijo. Veinte años de espera fueron demasiado para un anciano mortal.
Dudé de nuevo. Nadie podía enfrentarse a Bernat por más que dijeran, no al abrigo de la noche que lo convertía en un ser invencible. Por eso las prisas, por eso querían llegar al lugar antes de que lo hiciera el atardecer y fuera él quien los encontrara a ellos. Entretanto, Marc estaría a salvo. Paula tenía razón, jamás le dejarían tranquilo. Todo eran mentiras, yo misma los escuché confabular. Nuestra única esperanza era sobrevivir hasta que llegara Bernat.
—Púdrete —contesté.
Me golpeó fuerte, uno de sus anillos me produjo un corte en la mejilla. Luego, retiró una daga del corsé, fue hacia Zeimos y comenzó a acariciarlo con ella.
—¿Sabes? Me basto con la sangre de los angelitos. Puedo mantenerlos vivos y desmembrarse poco a poco. El polvo de sus huesos me dará una fortuna. —Estiró al niño de la pierna, haciéndole caer de espalda, le remangó el pantalón y le ató un cordel bajo la ingle.
—¿Qué estás haciendo? ¿Detente?
—Algo que no necesito hacer, pero que os dolerá a todos. —Empezó a dibujar un corte circular en el muslo, extendió la mano y uno de los guardias le ofreció una pequeña sierra.
Zeimos soportaba como si estuviera en un mundo aparte, de la misma forma lo hacía Siset, aunque le vi entrecerrar los ojos y camuflar una lágrima con cuidado de que su compañero no lo descubriera. No podía soportar la escena, estuve tentada de confesar, pero la determinación de mantener a salvo a mi hermano era más fuerte. Pau maldijo y lo redujeron. Desde el suelo, le suplicó a Colometa que se detuviera, creí que confesaría en ese mismo instante, aunque, inesperadamente, fue Paula quien frenó todo aquello. De nuevo se había desatado sin que nadie lo percibiera, por lo que las muestras de sorpresa fueron evidentes.
—Espera —rogó—. Yo os entregaré a Bernat, pero solo si dejáis que Marc y yo nos marchemos.
Apenas habló, uno de los guardaespaldas, rabioso al ver la facilidad que tenía para el escapismo, la tiró al suelo y comenzó a patearla con saña. Colometa le obligó a detenerse.
—De acuerdo, al fin y al cabo, tú no pintas nada aquí, niña. —Le ofreció la mano a la muchacha. Ella limpió la sangre que surgía tanto de la boca como de la nariz y, presionando una de las fosas nasales, se acercó cojeando a la ventana.
—Con este tiempo será imposible, pero en cuanto amaine la tormenta, os llevaré con él.
—¡Tenemos que llegar antes de que atardezca! —reclamó Robert.
—Oh, cielo, no debes preocuparte. —Colometa se contoneó frente a Paula y luego me susurró al oído—. Nunca dejéis vuestra suerte en manos del clima. —Me besó en la mejilla y se dirigió al ventanal—. Pronto dejará de llover. Saldremos ahora mismo.
Ahora...
No podía creerlo, Marc había muerto ante mis ojos. No logré protegerlo, al contrario. Era yo quien debía morir primero, estaba escrito que fuera así. Grité y lloré rabiosa, mientras el culpable de todo sujetaba su cuerpo, aún caliente.
—¡¡Devuélvemelo!! —exigí a Bernat a la par que lo empujaba—. ¡Devuélvemelo!
—Melisa... —Pau, quien se mostraba debilitado en extremo, me hizo presa con intención de calmarme, pero su voz sonaba como un arañazo a una pizarra. Me zafé, volvió a sujetarme, pese a la herida abierta en el torso—. Está muerto. Deja que te cure...
—¡Suéltame! Podemos salvarlo, casi hemos llegado a la abadía...
—Él quería irse. —Bernat acarició el rostro inerte y lo estrechó contra su pecho—. Si lo trajera de vuelta, jamás podría...
—¡Me da igual! Lo quiero de vuelta.
Hubo un silencio, aproveché para regresar junto a Marc. Bernat apenas me dejó sitio. Un fino brillo dorado resplandecía sobre el cuerpo de mi hermano. Su rostro mostraba paz y sus labios regalaban la promesa de la felicidad eterna. Cuando lo vi, tragué saliva. Siempre supe su verdad, aunque nadie más la viera. Ahora estaba a resguardo, en un lugar que nunca debió abandonar.
—No puede terminar así... —sollocé.
Sin Marc no tenía sentido continuar. Creo que perdí la conciencia. No me desmayé, pero nada parecía real. No sentí el dolor de mi dedo amputado, solo un escozor en la garganta y una difusa sensación de desarraigo.
Pau aprovechó ese instante de shock para cortar la hemorragia en mi mano. Me besó los nudillos y me abrazó.
—Tenemos que irnos, mi amor.
Negué tenuemente con la cabeza, aunque no logré emitir sonido alguno. Mi camino y el de Marc debían permanecer unidos. Ojalá él se hubiera visto a sí mismo cómo yo lo veía. Ojalá hubiera entendido mis palabras y que, en el fondo, siempre quise protegerlo.
De nuevo, Bernat se abrazó al cuerpo de mi hermano.
—¿Por qué no me has dejado salvarte? —sollozó.
Las gotas de lluvia cayeron sobre su cuerpo, antes radiante. Verlo así quemaba, escocía, y él podía salvarlo. Solo debía tomarlo en brazos y llevarlo consigo a la abadía, darle la misma cura que pretendía ofrecer a Melisa y vivir una eternidad junto a él. Podía hacerlo, pero ¿era lo que debía hacer? ¿Arrancarlo del cielo para aprisionarlo en un infierno eterno?
Melisa continuaba llorando. No parecía tan enojada, más bien resignada. Ambos sabían la respuesta: había llegado su hora y traerlo de vuelta era un sinsentido.
—¿Por qué no me has dejado salvarte? —Podría haberlo hecho, un beso hubiera sido suficiente para ganar tiempo. ¿Qué sentido tenía la inmortalidad si no podía compartirla con aquel al que amaba?
De pronto, sintió la mano de Melisa sobre la suya. Lo miraba sin rencor, con los labios hinchados y un único deseo por petición.
—Mátame.
Parecía decidida, pero su destino y el de Marc no eran el mismo. Ella jamás tendría aquel privilegio, el demonio ya habitaba su alma sin que fuera consciente de ello. La vio disfrutar de la venganza mientras asesinaba a Eloy y recrearse con los lacayos de Robert.
—Melisa, por favor —rogó Pau—. Ya hemos sufrido bastante...
—No iré con vosotros. ¿Cuánto viviré sin vuestra ayuda? ¿Dos días? ¿Uno? ¿Horas? Quiero ir con mi hermano, ahora. Él debe saber que nunca renegué de él, que le agradezco todo lo que hizo por mí... Quiero estar con él.
Pau la abrazó fuerte y lloró sobre su cuello. Eran una bella pareja, pero nunca estarían juntos.
—Berni, no quiero este final. —Pau señaló el cuerpo descabezado e irrecuperable de Paula, la sangre esparcida y a los pequeños, que se daban la mano el uno al otro sin perder de vista a Marc—. Nos merecemos un final feliz.
Bernat resopló.
—¿Un final feliz para quién?
Hubo un nuevo silencio seguido de un largo aullido. Tres lobos grandes y grises se acercaron cautelosos.
Melisa se abrazó aún más fuerte al cadáver. Bernat le indicó que se calmara.
—Son amigos.
En los ojos de los canes resplandecía un fulgor violeta, al igual que en los de Bernat, pues su voz se rompió en el eco y la piel se le endureció.
Melisa y Bernat no eran los únicos que anhelaban el regreso de Marc, y a él no podía decirle que no.
Asintió, lo tomó en brazos y se lo llevó.
Pues ahora sí que estamos al final de la historia. Ya se han resuelto varias dudas y pronto averiguaremos qué sucede.
¿Creéis que Bernat debería salvar a Marc o dejarlo morir en paz?
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top