34. Música celestial

Desde que nacemos, iniciamos sin descanso la carrera que nos llevará a la tumba. ¿Quién llegará primero?

Y, mientras corremos, con la vista fija en la meta, somos incapaces de ver las últimas veces que dejamos atrás. El último abrazo de aquella persona a la que amabas; la última vez que tu madre te arropó en la noche; la última vez que rozaste la nieve, que besaste unos labios tersos. El último amanecer, la última melodía del ruiseñor. No podemos retenerlas ni aferrarnos a ellas. No nos damos cuenta de que aquella vez fue la última hasta que, pasado un tiempo, descubrimos que ni siquiera logramos evocarla.

Aquel frío enero emprendí un largo viaje con la única intención de alargar la vida de mi hermana. Un viaje suyo, para ella. Yo no fui más que su acompañante. Sin embargo, la realidad era muy distinta: ese viaje siempre fue el mío.

Aunque me abalancé sobre los dos lacayos, estos se libraron de mí con un simple empujón. Caí de espalda, a los pies de Robert. Este se agachó, me agarró del pelo y me lamió la mejilla.

—¿Te has enamorado del vampiro? —se jactó.

Grité y supliqué que lo dejara en paz. Robert me sujetaba, Colometa supervisaba y mi cuñado se reía de forma evidente mientras proliferaba insultos al oído de mi hermana.

No me rendí. Forcejeé para rescatar a Bernat con todas mis fuerzas, no obstante, Robert me redujo a patadas.

—Cielo —dijo—. Deja de protestar, no quiero que llegues lisiado a la despedida. —Me obligó a levantarme y me sujetó desde atrás, asegurándose de que no perdiera detalle del asesinato de mi amado.

—¡Prometiste que le dejarías irse! —exclamó Paula.

Robert hizo una seña al más alto de sus hombres, que recién había terminado de ligar a Bernat. Obediente, este fue hacia Paula, le dio un guantazo tan fuerte que un diente salió disparado y, antes de que llegara a quejarse, la maniató junto a Pau.

—Tu amiga me produce migraña, ¿sabes? Como vuelva a hablar te juro que le vuelo la cabeza.

La miré de reojo, aunque no presté demasiada atención. De haberlo hecho, hubiera reparado en que, de todos mis compañeros, Paula era la más castigada. Mi foco ahora era Bernat, un cadáver desamparado, atado a un poste y a punto de ser incinerado.

—Deja que me despida, por favor —sollocé.

No hubo piedad. Tras arrebatarme la levita, Robert me propinó otra patada, en dirección a Bernat, y los demás destinaron algunas burlas.

—Adelante —dijo. No, no era piedad, era parte del espectáculo, pero yo necesitaba ganar tiempo, fuera cómo fuese.

Se me hizo difícil ponerme en pie. El dolor en las costillas era punzante, además, de nuevo tenía tos, y frío. Me abracé a Bernat. Su piel presentaba algunas llagas, no muy graves, como un ligero escozor. Pero siendo una tarde de invierno, rodeado de neblina y bajo la amenaza de una nueva lluvia, fue suficiente para saber cuán dañina podría ser la luz del sol para él. Besé sus hombros y susurré a su oído:

—Lo siento... —Si no me hubiera ido con el caballo, o si hubiera aguardado el día antes en la posada... Bernat iba a morir y yo era su verdadero verdugo—. Todo ha sido por mi culpa, te traicioné. Pero... tienes que despertar... Despierta, ¡despierta, maldito!

—¡Ya está bien! —gritó Colometa.

Los matones se dirigían a mí. Uno de ellos ya llevaba la antorcha prendida. Mientras, el otro se frotaba las manos con una sonrisa malévola. No podía permitirlo. Tras el horizonte se intuía la cercanía de la noche. Los tonos malvas se ocultaban bajo las nubes, no por ello eran invisibles. Bernat despertaría, solo necesitaba... Sin pensarlo, me golpeé contra el poste. Los lacayos se detuvieron sorprendidos.

—¿Se puede saber qué haces? —gritó el putero.

Me partí el labio, el paladar se me inundó de sangre. Si no podía despertarle a él, tendría que despertar al demonio, y esa sangre era tan mía como de Bernat.

Al instante, un matón me apartó de él y el otro prendió fuego a la pira. Alcancé a ver dos ojos violetas tras las lenguas anaranjadas y escuché rugir al demonio, encolerizado.

—¿¡Por qué has hecho eso, estúpido!? —Robert me propinó dos patadas más, se acuclilló y me lanzó otro puñetazo.

—¡Basta! —Paula se puso en pie. De alguna forma, había logrado desatarse las muñecas. Por lo que alcancé a ver, algo borroso, se proponía desatar también a Pau, aunque al ver que me golpeaban, se detuvo, agarró una piedra y se la lanzó a Robert, quien la esquivó sin ningún problema—. ¡Prometiste que no le pasaría nada! —prosiguió ella—. ¡Deja que nos vayamos ahora mismo!

Fue Colometa la que intercedió esta vez.

—Pequeña, ¿en serio crees que no sé lo que planeabas?

Paula se quedó rígida y compartió una mirada con Pau y Melisa, solo un segundo, porque en ese mismo instante, Robert sacó su arma y le voló los sesos.

De su cráneo surgieron astillas disparadas, una arañó mi mejilla. Lo que quedó de su cuerpo se sostuvo unos segundos en pie, antes de caer desplomado. Yo grité hondo, al instante sobrevino la tos. Apenas podía moverme, no lograba respirar de forma certera y ahora todo se tornaba oscuro. Y Paula había muerto.

—¿Por qué la has matado? —le reclamé a Robert.

No contestó. Ahora, sus ojos permanecían fijos en la pira. El fuego ondulaba en formas extrañas y las almas prisioneras ardían entre ellas, como si protegieran a Bernat a costa de su existencia. Escuché sus gritos, algunos me sonaron familiares.

—¿Qué has hecho, Marc? —oí a Bernat, entonces.

Se había liberado de las ataduras, mas no podía atravesar las llamas y parecía debilitado.

—¡Aguarda, mi amor! —Me arrastré en su dirección.

—¿A dónde crees que vas? —Robert me agarró de los tobillos, me giró y se colocó sobre mí, a horcajadas—. Te agradezco que me hayas traído hasta él, pero no dejaré que lo eches todo a perder.

Me agarró del cuello e hizo amago de estrangularme. Antes, contempló a su esposa.

—No lo necesitamos —concedió ella.

Un brillo malévolo centelleó en los ojos del putero. Torció una sonrisa extraña, me asió de los brazos y contempló una vez más a Bernat.

—¿Sabes, Marc? No quiero matarte, quiero divertirme. Quiero que el tramposo vea que no ha logrado protegerte de mí.

Bernat nos observaba desde el interior de la hoguera, gritaba amenazas e insultos, pero cada vez que se acercaba al fuego un alma exhalaba el último adiós. Mi hermana también perdió los estribos e intentó gritar, aunque su voz murió contra la palma de su esposo, quien aún la sostenía fuerte.

—No tiene sentido —sollocé—. ¿Por qué ahora? —La tos me interrumpió, salpiqué unas gotas de sangre y mi vista se perdió sobre el cadáver de Paula. La joven risueña que ya no era más que un cuerpo inerte de rostro irreconocible—. Yo no...

—Tú eres mío, hicimos un trato y te diste a la fuga. Mereces un castigo.

—Suéltalos y me quedaré contigo. Haré lo que pidas, seré tu mejor adquisición. No me moveré de tu lado, pero suéltalos, te lo ruego.

—Tentador... —murmuró—. Pero lo vas a ser sin necesidad de pactar. Mira:

—¡Suéltalo! —El demonio habló a través de Bernat: el eco de ultratumba, la sensación de frío tan solo con oírla. Ahora que al fin había oscurecido, la palidez de su rostro se tornó fiera y ambarina—. ¡No te pertenece!

Robert me dio otra patada y se encaró a él mientras yo me sostenía a mí mismo.

—Pobre hombre longevo —canturreó—, una eternidad destinada a hurtar lo que jamás pudo tener.

—Tócalo y forraré las sillas de mi caballo con tu piel; regaré los árboles con tu sangre y te arrancaré los ojos para dártelos de comer.

—¿En serio? ¿Cuánto queda para que se agoten los trucos y el fuego te devuelva al infierno? —Encendió un puro y exhaló un aro—. Además, esto es por tu culpa. El angelito estaría bien si jamás te hubieras encaprichado de él, ¿verdad? —Se volvió y me sorprendió arrastrándome hacia la hoguera, con intención de salvar a mi amado—. ¿Quieres quemarte? —Me agarró del pelo, obligándome a curvar la cabeza hacia atrás—. Al menos hazlo bien, cariño. No querrás que esa cara tan linda se estropee, ¿no? —Elevó mi camisa y apagó su puro en mi vientre.

Aullé de dolor, tosí y, sin darme cuenta, le di una patada que lo obligó a retroceder. Melisa gritó de nuevo, pese a las reprimendas de Eloy, y tres almas más murieron abrasadas por el fuego ante el rugir del demonio.

—Esto se está alargando demasiado —interrumpió Colometa—. Termina.

—¿No me vas a dejar divertirme? —replicó Robert.

—Quiero estar lista para la llegada de Montserrat. Deberías hacer lo mismo.

El putero resopló.

—Tendré que darme prisa, entonces. —Me obligó a ponerme en pie y me encaró a Bernat—. Dile cuánto asco te da y lo feliz que te hace su muerte. Confiésale que tú querías verlo arder tanto como yo.

Negué con la cabeza.

—No es cierto, yo no sabía nada de esto... Bernat, no le creas...

—¡Eloy! —me interrumpió el putero—. ¡Ayúdale a decir la verdad!

Era como si el muy maldito de mi cuñado hubiera permanecido a la espera de la señal. Arrojó a mi hermana a los pies de la hoguera, parte de su cabello se chamuscó. Su esposo se sentó sobre ella y la abofeteó, a lo que ella gritó en respuesta. Sin embargo, cuando sintió la mano de su esposo bajo la ropa, se quedó quieta y en silencio.

—¡No la toques! —grité.

Mi cuñado me ignoró. La desvistió hasta que sus piernas quedaron a la vista, dos montículos de hueso cubiertos por una fina lámina de piel de marfil. Ella no reaccionaba, ¿por qué no se defendía?

—¡Qué poca imaginación! —Soltó Colometa, entonces. Se acercó a ellos y retiró una daga de pecho de su corsé. Tras desenfundarla, empujó a Eloy, agarró la mano de mi hermana y, de súbito, le amputó un dedo.

Grité desde bien adentro. En cambio, Melisa mantuvo silencio. Ella soportó el dolor con un esfuerzo titánico y, cuando me miró, no vi ni un solo reproche en su expresión.

—¿Podemos terminar con esto? —me preguntó Colometa—. Si tienes tanto tiempo, te dejo elegir: ¿otro dedo o a merced del cuñado?

—Es mi esposa, yo decido —replicó Eloy, quien le arrebató la daga y la utilizó para perfilar el cuello de mi hermana—. ¡Ahora me va a manchar!

Colometa suspiró hastiada y de nuevo se enfocó en mí.

—Por el bien de todos, terminemos ya. No quiero perder más tiempo.

Robert clavó los dedos en mi nuca y me encaró de nuevo a Bernat.

—Y que se note que eres sincero —advirtió a mi oído. Negué, aunque una queja de mi hermana me hizo descubrir que Eloy volvía a la carga contra ella.

—¡Está bien! —cedí al final—. Bernat... Yo... Me aproveché de ti, todo fue un plan con Robert.

—Marc —me contestó él, con su acento característico y los ojos grises—. Tú no tienes la culpa.

—Me temo que aún puedes ser más sincero —zanjó Robert. Le hizo señas a Eloy para que retornara a su propósito. Este respondió con una sonrisa maquiavélica, se colocó sobre ella, acariciando su rostro con la daga, y empezó a desabrocharse a sí mismo. Entretanto, Melisa no reaccionaba. Al final, no me quedó otra opción.

—¡Espera! Bernat... Te amo, pero eres un asesino, una mala persona. Antinatural. Tú... No deberías existir. Haces daño a los niños y a todos los que te rodean... —Miré a mis hijos, vi hacer un gesto extraño a Zeimos. Una de sus manos, ahora suelta, se ocultaba en la chaqueta del matón que lo sostenía sin que este se cerciorara. Para disimular, contemplé de nuevo a Bernat en la medida en la que el fuego lo permitía. Vi dolor en él—. Te has aprovechado de mí, de mi hermana. Destruyes todo lo que tocas. —Noté que Robert aflojaba, satisfecho con el veneno de mis palabras—. El mundo estará mejor sin ti... y sin mí. —Me liberé del agarre y avancé hacia las llamas. Al fin y al cabo, Bernat y yo estábamos predestinados al infierno. ¿Por qué no ir juntos?

De pronto, Melisa reaccionó. Le dio un cabezazo a Eloy, rodó y, aprovechando el aturdimiento, con sus delicadas manos le arrebató la daga de Colometa y se la clavó en la sien. Al instante, los ojos de Eloy rebosaron sangre y su cuerpo se tornó rígido. Bajo él, Melisa recuperaba el aliento con esfuerzo, aun sin dejar de contemplar la mirada muerta de su esposo.

Robert quiso disparar de nuevo. Me abalancé sobre él, me esquivó, me arrojó contra el suelo y metió algo frío y acerado en mi boca: el cañón de su pistola.

Me quedé quieto. Los dos lacayos cargaron contra Melisa, aunque no la mataron. No entendí el porqué hasta que Colometa se adelantó, se quitó el guante tirando fijamente de los extremos, y le dio un guantazo.

—¡Niña estúpida! Lo necesitábamos.

—Querida, podemos decirle que fue cosa de Bernat, así no se disgustará tanto.

—¿Crees que Montserrat confiará en nosotros si vamos solos? ¡Eloy era nuestro aliado!

De nuevo, los ojos de Robert se fijaron en mí. Yo no podía respirar, me daba pánico toser, pese a que me picaba la garganta y tenía la boca llena de sangre.

—Ella lo arreglará, ¿verdad? —sonrió—. ¿El angelito o el esclavo? Solo puedes salvar a uno.

Angustiada, mi hermana se revolvió entre los brazos de los matones.

—¡Suéltalos! Mátame a mí...

—Montserrat confía en ti. ¿Quieres que uno de los dos viva? Elige y arregla el estropicio que has causado.

Las ropas de mi hermana se teñían de sangre debido a la amputación, su gesto era torpe y su lucha perdía el fuego de la rabia. Las lágrimas le abrasaron las mejillas mientras sus ojos bailaban entre Pau y yo.

—¿Qué tiene que ver mi madre en esto? —chilló Bernat, entonces.

—Oh, estamos de negociaciones con ella. Por el momento, mañana al atardecer tenemos una cita para que nos dé su cura. Si quiere recuperar a sus protegidos, también tendrá que darme algunas de sus tierras.

Bernat y el demonio rieron a través de la misma boca.

—¿En serio creéis que mi madre os ayudará después de matarme?

—Por supuesto —afirmó, mientras sonreía en dirección a Melisa—. Eloy era nuestro aliado, pero ella puede sustituirlo. Al fin y al cabo, es hija suya. ¿Has decidido, pequeña?

Aunque discutieran, el cañón de la pistola continuaba en mi boca. El hierro, la sangre y la pólvora me producían un sabor extraño. Me sentí perdido. Bernat y mi hermana estaban sentenciados, yo también. Tan solo Pau o los niños disponían de alguna posibilidad y así me hubiera gustado hacérselo saber a Melisa. Necesitaba hacer algo.

—Te ayudaré —cedió mi hermana, con la voz entrecortada y la mirada perdida en su amante—. Lo siento, pero... Es mi hermano.

Palpé el terreno con mis manos. No hallé nada de utilidad. Ni una triste piedra.

El sombrero del putero debió perderse en alguno de sus forcejeos. Su calva lucía expuesta y reflejaba en tonos anaranjados las llamas que se elevaban a nuestro lado. Un giro, un giro rápido y seco. Él dispararía y me mataría, sí, pero, o bien el fuego, o bien Bernat, terminarían con él. Conté mentalmente hasta tres y me preparé para lograr mi hazaña. Justo entonces, se escuchó un disparo y los sesos de Robert se desparramaron sobre mi rostro. La pistola cayó. Al girarme, vi a Siset apuntando con un revólver, aún humeante. Tras él, Zeimos se erguía con un cuchillo ensangrentado en la mano y la mirada de un auténtico depredador. Uno de los matones, el que debía custodiarlos, había sido degollado en silencio sin que nadie lo percibiera.

Colometa liberó un grito visceral. Los dos matones que quedaban apuntaron a los niños mientras ella me apartaba bruscamente del cuerpo de su esposo. Melisa aprovechó el instante: con una energía renovada, e ignorando la hemorragia abierta que le suponía el dedo amputado, le clavó la misma daga con la que asesinó a Eloy a uno de los matones. Lo hizo con presteza, accedió por la nuca y el filo llegó a sobresalir por la boca. El hombre gorgoteó en vano a la par que ella forcejeaba para recuperar su arma.

El último lacayo la agarró del pelo y la arrojó al suelo, iba a acabar con ella.

—La bruja debe morir —exclamó Zeimos, de pronto.

—Todos deben morir —añadió Siset.

El lacayo retrocedió. Le temblaba el pulso y juraría que el olor a orín que percibí venía de sus pantalones.

A mi lado, Colometa sollozó fuerte, todavía abrazada al cadáver del putero.

—Hoy todos perderéis a alguien, te lo aseguro. —Llevó sus dedos a mi garganta, un gesto rápido, y murmuró algo en un idioma extraño. Luego, antes de que mi hermana llegara a socorrerme, huyó con el matón superviviente.

Melisa se arrodilló a mi lado mientras los niños desataban a Pau.

—¡Marc! —Me abrazó fuerte. Yo aún no lograba reaccionar. De nuevo me dolía el pecho y la tos que retuve ahora salía de forma atropellada, cargada de flemas y con un sendero de sangre que se juntaba con la que desprendía mi hermana. Ella me revisó, me intentó obligar a reaccionar—. Marc, ¿qué pasa? —exclamaba. Miró a su alrededor—. Marc, respira...

Melisa era un ángel cuya piel reflejaba la luz de la luna. Las manchas de sangre con las que me embadurnaba se delataban como signos de vida; la fuerza en su mirada me confirmaba que ya no necesitaba que nadie cuidara de ella.

Ya libre, Pau corrió a apagar la hoguera. Los niños fueron tras él, no obstante, se detuvieron y se tomaron de la mano mientras me observaban a una distancia prudencial. Siset se mordió el labio y Zeimos me hizo una reverencia de respeto. Todo estaba bien. Sentí una oleada de paz, me vi lejos de ellos, como en un sueño, y, de nuevo, escuché la música celestial, la misma que la noche anterior.

—¡Marc, aguarda! —gritaba Bernat.

—Marc, mírame, por favor —rogaba Melisa—. Estoy aquí, contigo, siempre juntos, ¿recuerdas?

Palpé la calidez del hogar y creí oír la voz de mis padres. La brisa soplaba suave. Cientos de sonrisas amables giraban a mi alrededor y me ofrecían la bienvenida.

—Me estaban esperando, Melisa —dije—. Ya estoy en casa, con los míos. No me iré nunca más.

Antes de cerrar los ojos, vi a Bernat. Noté el frío calor de su abrazo de despedida y gasté mi último hálito en esquivar el beso que intentó darme. El cielo se abría sobre mí y me recibía con los honores de un caballero caído en combate. ¿Por qué rechazarlo? Me aguardaba el reposo junto a aquellos que vieron mis penurias por vivir en el mundo equivocado. Aquellos que me amaban como a un hermano. La cura de Bernat, en cambio, prometía una larga condena.

Nunca supe en qué momento empezó, ni si Colometa llegó a hacerme algo o simplemente mi corazón se cansó de luchar. Quizá, solo había llegado la hora de decir «adiós». Y, para ser sincero, entonces no pensé en la última vez que vi brillar el sol, en la última copa de vino que degusté o en la última vez que jugué a pasar los dedos sobre la llama de una vela. Nunca más disfrutaría de las sensaciones sagradas que me producían los muros viejos, ni sentiría el frío o el calor, ni el quemar del sol al mediodía. No, no pensé en ello. ¿Por qué iba a hacerlo? La felicidad me aguardaba.

Aquel viaje siempre fue mío, porque en él aprendí mucho más de lo que hice en toda mi vida. Conocí la esperanza, otra versión de mi hermana y, en especial, de mí mismo. Fui padre, supe lo que era el sacrificio, amé hasta perder la cordura y romper las filigranas de la realidad. Sin duda, aquel viaje siempre fue el mío: mi último viaje en vida, pero no por ello el fin de mi historia.



Nota de autora: 

No hay mucho que decir... Lo mejor será escurrir el bulto con disimulo y recordaros que este capítulo no es el fin de la historia. Sí, eso haré: me escaparé en silencio. 


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