31. Una nueva amistad

Una fina capa de hielo sobre el asiento del carro delataba el descenso tardío de las temperaturas. Pese a ello, me sentía acalorado y tenía la piel pringosa por el sudor. No pude respirar tranquilo hasta que perdimos de vista la carretera que daba a la mansión.

—¿Qué les has dicho? —preguntó Pau, entonces.

—Nada, ellos ya lo sabían todo. El maldito Robert se lo ha contado.

—¿Pero cómo han descubierto adónde van? ¿Se lo dijiste tú?

—¿El qué? ¡Si yo no sé nada!

Me dolió que dijera algo así, aunque sabían que Robert me había acechado, que me pidió ayuda... Yo oculté esa información. Ahora, ¿tenía derecho a quejarme de su desconfianza? Me miró de reojo y yo a él. Tragué grueso, me sentía tan ofendido como culpable.

—¿Llegaremos a tiempo? —hablé de nuevo, sabedor de que la noche estaba al caer—. Tenemos que alcanzarles antes de que lleguen...

—A la abadía. Sí, no te preocupes. Bernat y yo elaboramos la ruta juntos y partimos con ventaja: él no puede viajar de día.

Con eso supe que se dirigían a una abadía, tal como mencionó Colometa.

Ya más tranquilo con sus palabras, fui realmente consciente del frío. Tuve que calentarme las manos con el aliento y mis pies bailotearon sobre la fusta.

Pau, en cambio, conducía tranquilo, o no tanto, a juzgar por la velocidad a la que se encendía un puro con otro. La cabeza se le iba a ratos, respingaba y retornaba a las riendas, casi de forma inconsciente.

—¿Quieres que intente conducir yo?

Pau negó.

—Si no lo hago yo, me dormiré.

Tenía el rostro teñido de cansancio y la ropa algo arrugada. No hacía mucho desde nuestra partida, en cambio, parecía que él llevara horas allí y que fuera a caer desplomado de un momento a otro. Las yeguas no lucían mejor aspecto, pues no escatimaron en relinchos ni en su empeño por detenerse.

—Te estuvimos esperando, como pediste —acerté a decir—. ¿Dónde estabas?

Él respiró hondo, me cedió las riendas y realizó algunos estiramientos con las manos.

—¡Cómo necesitaba esto! —Acompañó su oda con un nuevo puro y un anillo de humo al que siguió un ataque de tos. Luego, retomó el mando del carruaje—. Tuve que ir a recoger a alguien. Ese era el trato.

Volví la vista atrás e hice amago con los ojos, como si con algo de esfuerzo fuera a lograr ver el interior de la berlina.

—¿A quién?

—A alguien que no tardará en despertar de muy mal humor.

Me asomé a la ventanilla para ver a quién se refería. El interior era oscuro y la llegada del atardecer no ayudaba a distinguir nada. Al instante, Zeimos se asomó desde adentro. Me eché hacia atrás de un sobresalto y, ya tranquilo, me asomé de nuevo.

—¿Quién está con vosotros? —pregunté.

Junto a la cara de Zeimos apareció la de Siset, quien me agarró del mentón y redirigió mi mirada: tumbada frente a ellos, descansaba lo que, a decir por la vestimenta, parecía una mujer. No era muy alta, pero no podía distinguirla bien.

—¿Quién es?

—Tu futura esposa —contestó Pau—. No parecía muy convencida, por lo que tuve que ir en persona a hablar con ella y traerla arrastras.

Rápido, cerré la cortina y aplasté mi espalda contra el respaldo.

—¿Paulita? ¿Te has vuelto loco?

Él me observó de soslayo. Uno o dos días antes se hubiera reído, lo sé. Sin embargo, ya fuera por el agotamiento, por saber a mi hermana casada y probablemente maltratada, o por el hecho de que dos personas a las que apreciaba estuvieran a punto de morir, se contuvo.

—¿No era eso lo que querías?

Casi lo había olvidado. ¿En qué momento se me ocurrió tal locura?

—No esperaba que todo fuera tan rápido...

—Marc, escúchame bien: en cuanto logremos el Molino Viejo, todo se va a complicar, al menos para mí. Necesito saber que los niños van a estar bien. Si para eso debo casarte, lo haré. Ellos son mi prioridad.

Me cubrí la boca, sorprendido. A él, mi estúpido deseo de despedida le había llegado como un milagro, de la misma forma que el que aceptara adoptar a los niños. Aunque me molestaba mucho, creía entender sus motivos. No obstante, me pareció muy injusto con Paula. Mi intención era darle una oportunidad, no cambiar su condena por otra.

El sol abrazaba a la noche cuando llegamos a la fonda de Capellades con la esperanza de encontrar a Bernat en ella. Vimos cómo se alejaba el lúgubre carruaje de Montserrat, quien, por fortuna, no reparó en nosotros pese a los griteríos de Pau. Luego, la señora Mercè nos indicó que Bernat y mi hermana habían partido antes que ellas.

Para mi sorpresa, en lugar de regresar al camino, Pau desmontó y se acercó a la puerta de la berlina.

—¿Qué haces? —pregunté agitado—. No podemos detenernos aquí.

—Sí que podemos. —En cuanto abrió, Zeimos saltó afuera seguido de Siset. Pau les alborotó la cabeza, a lo que el mayor lo apartó con un manotazo—. Estas fierecillas tienen que comer y descansar; tú tienes que hablar con tu prometida; Tramontana y Queralt —añadió acariciando las yeguas— no aguantarán mucho más. Y, si te soy sincero, yo tampoco. Los alcanzaremos mañana.

Sospechaba que Pau era un interesado, pero en aquel instante me quedó claro: Bernat y mi hermana viajaban hacia una trampa y al muy capullo no parecía importarle.

—¡Pues iré yo solo!

—Si quieres.

Caminé varios pasos en dirección al camino. Un lobo aulló y el corazón se anudó en mi pecho. Estaba oscuro, no sabía a dónde ir ni llevaba provisiones, pero esperaba que Pau me impidiera marchar. No lo hizo.

—¡No es una broma! —grité—. ¡Mi hermana está en peligro! —No contestó, así que avancé unos pasos más. Al final, me giré y regresé enfurecido—. ¿Esto va en serio? ¿Vas a dejar que me vaya solo? ¿O que Robert mate a Bernat y a Melisa? ¿Es que te da igual lo que les pase?

—Marc, eres un adulto —repuso él—. Si quieres ir solo, hazlo. Pero deberías cultivar algo de sensatez: no conoces el camino, tenemos días para alcanzarles, no he dormido desde ayer, las yeguas están cansadas y viajamos con dos críos y una mujer que no tardará en pedirte explicaciones.

—¿La de las explicaciones soy yo? —La voz de Paula nos llegó desde el interior del carruaje. Se asomó despacio, miró a su alrededor y, aunque estuvo a punto, no pisó el suelo—. Porque sí, me debéis muchas explicaciones, como, por ejemplo: ¿qué hago aquí?

Los niños ya dormían, al igual que Pau, cuyos ronquidos traspasaban las paredes de piedra de la fonda. Paula y yo nos sentamos en la zona del comedor, junto a la chimenea. Aquel era mi lugar favorito. Desde su sillón, ella me observaba en silencio, con los dedos entrecruzados y ligeramente inclinada hacia delante. La luz de la lumbre resaltaba sus facciones juveniles y provocaba que las dudas centelleasen en sus ojos.

—Marc, dijeron que quieres casarte conmigo, ¿tú? Pensaba qué...

—Hay una explicación —la interrumpí—. Tenemos que solucionar un asunto, luego iré a vivir a Lleida. Quería que vinieses conmigo, porque allí podrás estudiar...

—¿Yo?

—Tendremos dinero, una vida tranquila. No me debes fidelidad ni nada de eso, todo será un paripé.

Hubo otro silencio. Percibí algo de decepción y desvié la mirada. ¿Acaso no era lo que ella quería? ¿Alguien que la sacara de la condena en la que vivía?

—Te lo agradezco, Marc... Pero ¿te das cuenta de lo que me estás pidiendo?

—Te estoy ofreciendo una oportunidad. —Me masajeé las sienes y respiré hondo—. ¿Tan mal te parece? Pau me ha dicho que recuperará lo que es mío, mi apellido volverá a ser importante y tendré riquezas. Sé que mi pasado no es agradable, pero no debería ser un problema para ti. Tú más que nadie deberías entenderme.

No sé si fui maleducado o si me mostré demasiado alterado. Ella abandonó el asiento y, acuclillada ante mí, tomó mis manos entre las suyas.

—No es por ti, Marc. Eres un buen tipo, pero si me caso contigo, tendré que renunciar a...

—¿A qué? —No alcanzaba a comprender dónde estaba el sacrificio. Mi oferta solo le traería ventajas.

—A enamorarme...

—¿A enamorarte? —repliqué con sorna—. Eso es una estupidez.

Que dijera aquello no le agradó. Reculó y tomó una pose altiva.

—Eres un imbécil. ¿Qué malo habría si quisiera enamorarme?

—Dices eso porque no eres más que una niña, pero ¡sorpresa!, esto es lo más parecido a un cuento de hadas que vas a encontrar.

—¡Pues sí! ¡Soy una cría! ¡Y no eres mucho mayor que yo! ¿Tan pronto tengo que perder la esperanza y convertirme en una amargada como tú?

Hizo amago de irse y yo se lo impedí sosteniéndola del brazo. Entonces, me intimidó con la mirada. Avergonzado, la solté y agaché la cabeza.

—No tendrás que renunciar a nada —murmuré—. Si te casas conmigo, pronto serás una viuda adinerada.

Que dijera aquello sirvió para que se detuviera. Me alzó el mentón y estudió mis ojos.

—¿Qué quieres decir?

—Me muero.

Así fue como se lo conté todo. Ella tenía derecho a saberlo y no quería que viviera a oscuras, al igual que lo hice yo. La oscuridad de la mente era una puñalada para el alma, dolorosa y solitaria, horrible. En los últimos días, la sensación de no saber me había consumido hasta reducirme a cenizas. No me pareció justo hacerle lo mismo a Paulita, por eso no escatimé en secretos ni detalles, desde mi relación con Bernat hasta la boda de mi hermana, mi enfermedad y el compromiso de adoptar a los niños.

—Marc, no lo veo claro. No quiero ser madre, y menos...

—¿De dos niños defectuosos? —Yo también había pensado en lo difícil que sería gestionar aquella situación—. Solo son niños, y han sufrido mucho. Se merecen algo de paz.

—No es por eso, aunque no ayude. Pero ¿quién va a querer a una viuda con dos hijos? ¿Qué será de mí, después? No estoy preparada para algo así. Yo... Casi prefiero la sombrerería...

—Son buenos niños, y pronto estarán en edad de trabajar, si es preciso. Solo serán unos años...

—¿Unos años, dices? Me estás pidiendo mis mejores años.

—¿Prefieres malgastarlos dejando que te follen?

No lo vi venir. Su puño cortó el aire y se estampó contra mi cara. Algunos comensales del salón se giraron hacia nosotros, sus risas se elevaron sobre los murmullos. No supe si enfadarme, avergonzarme o mandar a todo el mundo a la mierda.

—Lo siento, no debí decir eso —gruñí—. Te he hecho una oferta porque quería ayudarte, pero no estás obligada a aceptarla.

Dicho eso, me retiré a descansar.

Para mi sorpresa, caí dormido pese a todas las preocupaciones. Quizá mi cuerpo y mi mente se hallaban en un punto límite. Sin embargo, a lo poco desperté y, aunque dormí de nuevo, no duró mucho. Así estuve toda la noche: moviéndome, durmiendo, despertando, dando vueltas, pensando... Me pregunté si antes de morir lograría dormir una noche entera. Solo una. ¿Era mucho pedir? Me sorprendió ver que la muerte ya no me asustaba tanto. De hecho, en esos despertares casi ni pensé en ella: pensé en Paula, en Pau, en los niños, en mi hermana, en Bernat... Incluso en Montserrat. Intenté vestir sus pieles y comprenderlos. Ellos solo sabían de mis contestaciones, las cuales no siempre eran acertadas, pero no de mi forma de sentir, de verlos... De eso no sabían nada. Tampoco podía culparlos.

También fantaseé con mi futuro, si es que disponía de este. Hice muchos planes, muchísimos. Pasé mi vida entre sombras, dejándome llevar por corrientes abrasadoras. ¿Cuánto tiempo me quedaba? ¿Un mes? ¿Un año? Tendría que darme prisa, porque, por primera vez, deseaba vivir para cumplir todos aquellos objetivos. El primero: hablar con Bernat, confesarle mis sentimientos, mis temores... No esperaba perdón ni piedad, ni siquiera una promesa de amor eterno. No obstante, necesitaba que supiera que yo no era el joven caprichoso que él creía.

A la que distinguí cierta claridad en el cielo, fui a llevar mi equipaje a la berlina con intención de despertar a Pau justo después y obligarlo a retomar el viaje. Paula esperaba en la cuadra, ojerosa y despeinada, sobando el hocico de Tramontana.

—Buenos días, Marc —me saludó.

—Buenos días, Paula.

Aún me dolía el puñetazo que me arreó, por lo que, aunque sabía que debía disculparme, preferí pasar de largo y continuar con mi tarea.

—Tienes mala cara, ¿no has dormido bien?

—Tú tienes los ojos rojos —repliqué.

—No he dormido nada. Recién despertaba cuando llegamos... Creo que tengo el sueño invertido, porque ahora sí estoy cansada. —Sonrió. Luego, se acercó y acarició mi mejilla—. Te dejé marca, lo siento. No debí golpearte.

—No debiste —reconocí, aún molesto—, pero supongo que me lo busqué.

—No lo supongas: te lo buscaste. —Agarró mi brazo en aguja y posó su cabeza sobre mi hombro—. Entiendo lo que pretendes, y que no me lo decías a mí, sino a ti.

—Te lo dije a ti.

—No. Quieres salvarme porque es como si te salvaras a ti mismo. Pero no me has preguntado si yo quiero o necesito salvarme, solo lo das por sentado.

—¿No quieres?

—No quiero casarme contigo.

Era su última decisión, yo debía respetarla.

—De acuerdo.

—Pero iré contigo. Podría ir en calidad de sirvienta, ¿no? Y después, ya veremos. No es necesario que me case...

—¿Y los niños?

—Será como si fuera su cuidadora. No dejaré que les pase nada malo, pero no quiero ser tu esposa ni su madre. Solo una trabajadora, ¿lo entiendes?

Asentí. Quizá mi plan era demasiado simplista, con su idea todos ganábamos. Todos menos Pau, me temo: él quería dejar atado hasta el más mínimo de los detalles.

Partimos temprano. Sin embargo, el mal tiempo nos paralizó antes de llegar al primer pueblo, lo que supuso que perdiéramos casi una jornada de viaje. Al día siguiente nevó, por lo que no fue mucho mejor. A causa de esos atrasos, siempre llegábamos a las posadas apenas se habían ido ellos. Pau comenzó a preocuparse, lo que aún me produjo más ansiedad.

Además, tras tanto tiempo viajando de noche, casi había olvidado cómo era el mundo. Intentaron robarnos en un par de ocasiones y Pau no dudó en disparar. Los cuerpos que dejamos atrás estaban desnutridos y vestían harapos. La pobreza fue quien los arrojó contra nosotros con desastrosas consecuencias.

Por fortuna, ya en Lérida, la cosa cambió: en esa ocasión, no llegamos tras su marcha, sino antes de su arribada.

—Qué extraño... —murmuré.

—Habrán tenido algún contratiempo —me calmó Pau—. Los esperaremos.

No fue necesario. Melisa entró detrás de nosotros. Me costó reconocerla, pues portaba ropas masculinas y llevaba el cabello recogido en una cola baja. Además, la capucha proyectaba sombras que cubrían sus finas facciones.

—¿Marc? —Corrió a abrazarme como si llevara años sin verme—. ¿Qué haces aquí? —Sin soltarme, miró a Pau, algo fría—. ¿Qué hacéis aquí?

El cochero se acercó a ella y la inspeccionó en busca de marcas hasta dar con algunas.

—¿Qué te ha hecho ese malnacido? —preguntó, haciendo chirriar los dientes.

Ella se abrazó más fuerte a mí y ocultó su rostro en mi pecho.

—Quiero estar a solas con mi hermano.

Mi hermana sufría y me necesitaba. Con ello, todo el rencor que pudiera guardar hacia ella desapareció. Le devolví el abrazo y aspiré su aroma, aquel que siempre me aportó paz. Melisa era el único sustento de mi cordura. No obstante, el objetivo de nuestro reencuentro no era una reconciliación, de la misma forma que no podía obviar su abandono.

—¿Dónde está Bernat? —pregunté.

—Se ha ido a descansar. Marc, me lo ha contado todo. Yo no sabía nada, lo juro —lloró—. Nunca habría dejado que me alejaran de ti de haber sabido que estabas enfermo. «Nunca». —El último «nunca» sonó cargado de furia, y yo no fui el receptor, sino Pau—. Bernat y ese idiota han jugado con nosotros, nos han manipulado a los dos. Huyamos lejos, Marc.

¿Había oído bien?

—Si nos vamos, moriremos los dos.

—Y nos reuniremos con papá y mamá. Quizá siempre tuvo que ser así, quizás, esta vida sea nuestra condena por sobrevivirles.

Aquello era una estupidez, aunque huir con ella me resultó tentador. Paula, Zeimos y Siset nos contemplaban desde una distancia prudencial. No podía abandonarlos. No era justo. Además... Yo... Sentía mi mente clara por primera vez, y parte de esa claridad me urgía a hablar con Bernat.

—¿Dónde está? —insistí.

Melisa sollozó. Quizá esperaba otra reacción en mí.

—No lo sé.

—La ruta de posadas era para nosotros —comentó Pau—. Él tiene su propia ruta.

—¿Dónde?

—Más allá de aquella colina —señaló a lo alto— hay un pequeño cementerio. Debe de estar en la ermita.

Miré al lugar al que señalaba y asentí con un nudo en el estómago. Tendría que adentrarme en la montaña a plena noche, lo que no parecía un gran plan, pero necesitaba hacerlo.

—Marc, no vayas, lo verás mañana...

—Necesito hablar con él ahora. —Sostuve las manos de mi hermana y derramé varios besos en ella—. Te quiero.

Tomé uno de los caballos. No era un gran jinete, pero sabía mantenerme sobre la montura y dirigir el paso. Antes de que llegara a salir de la cuadra, Paula se aproximó envuelta en una gruesa manta de lana y con una linterna de gas. Me extendió la tela para que me abrigara por el camino y colgó la linterna en una de las alforjas.

—Marc, ¿estás seguro de que quieres ir solo? Me dijiste que aquel hombre era un demonio.

—Pero no quiere hacerme daño, lo sé.

—¿Y si no puede evitarlo?

—Mantendré la distancia.

—Bien... —Nerviosa, se mordió los labios, puso un pie en el estribo y saltó para darme un inesperado abrazo—. Eres un buen amigo, mi único amigo —mencionó al vuelo—. Regresa. —Me besó fuerte en la mejilla amorotonada y regresó al suelo.

Sonreí. Yo también vi en ella una amiga, por eso quise traerla conmigo.

El amor que sentía por mi hermana era dependiente, enfermizo. El que sentía por Bernat, era pasional, quemaba y dolía. La amistad, en cambio, aunque menos intensa, resultaba reconfortante.

Es gracioso: tras tanto tiempo a oscuras, ahora tenía amistad, hijos, y Melisa quería reconciliarse conmigo. Pese a estar al borde de la muerte, la vida por fin tenía sentido.  



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