3. Relojes y velas

Llegué a casa raudo y fui directo a la habitación. Melisa seguía viva y la fiebre había disminuido, lo que era bueno, creía. No obstante, la sopa seguía entera. Me tumbé a su lado, preocupado. Aquel desconocido decía que podía curarla, mas no lo que quería a cambio. ¿Debía confiar? No. Lo que había experimentado en su presencia se escapaba de toda lógica, sin embargo, el dolor en las nalgas me recordó que no podía echarme atrás. Ya no. Quise justificar mis delirios recordando que en aquel local muchos fumaban opio y que el mismo Robert solía aderezar las antorchas con ciertas sustancias. Quizá ahí radicaba la causa y no en algo sobrenatural, ¿no?

Presa del pánico y ofendido por sus palabras, me negué a presentarle a Melisa esa misma noche. Entre tartamudeos le pedí dos días y él me dio uno. ¿Y si había cometido un gran error?

El cirio que había dejado sobre la mesita antes de salir se había apagado. Gruñí algo entre dientes y lo volví a encender con un fósforo. Por si acaso, me levanté, abrí un cajón y tomé la vela más larga que encontré para prenderla también. No quería arriesgarme a que, durante la noche, quedáramos sumidos en la oscuridad. Detestaba despertar a oscuras. Ya más tranquilo, cerré los ojos e intenté descansar. No pude. Las horas se estiraron y en lo que me pareció una eternidad, el cielo empezó a clarear y la luz a traspasar las cortinas.

Melisa se movió en sueños y la abracé fuerte. Hundí la cabeza en su espalda y noté los delgados dedos posarse sobre los míos.

—No has dormido —murmuró.

—Estoy bien. ¿Cómo te encuentras hoy?

Ella volteó hacia mí y sonrió.

—Hoy viviré.

Su enfermedad era como un vaivén. Aunque siempre estaba debilitada, en los días buenos incluso lograba salir de la cama. Lamentablemente, una vez me dijeron que eso no siempre era bueno y que verla alegre y vivaz podía ser síntoma de una muerte inminente.

Me levanté y fui a preparar el desayuno.

—¿Sabes? —grité desde la cocina—. ¡Esta noche tendremos un invitado especial! —A falta de respuesta, continué hablando mientras hervía agua sobre el brasero—. Es un hombre que puede curarte. Un poco raro, la verdad, aunque tiene algo... diferente... Creo que con él acertaremos. —No estaba siendo del todo sincero, lo sé, aunque tampoco la estaba engañando y necesitaba aferrarme a la esperanza con todas mis fuerzas. No pensaba rendirme, al fin y al cabo, ¿importaba? Si bien aquel hombre parecía más un demonio que un ser humano, Melisa ya estaba en brazos de la muerte. ¿Qué era lo peor que podía pasar?

Coloqué los tés sobre una bandeja y miré a mi alrededor. El apartamento estaba sombrío y los muebles, cubiertos de polvo. Detestaba la suciedad e intentaba tenerlo todo en orden, pero el tiempo que pasaba fuera era superior al que permanecía en casa. Cuando nuestros padres vivían, los sirvientes eran quienes se ocupaban de estas cosas, ahora, estaba yo solo. Bueno, con Melisa, pero a ella no hubiera podido pedirle que hiciera nada, bastante tenía con mantenerse viva.

Regresé a la habitación, puse la bandeja sobre el colchón y me senté junto a ella, que me contemplaba en silencio.

—Marc... Estoy cansada —confesó. Se retiró el cabello del rostro y agarró uno de los vasos. La melena oscura contrastaba con su piel y los ojos, enmarcados por párpados caídos y bolsas moradas, resplandecían febriles—. No sé si vale la pena seguir...

—Solo has de aguantar un poco más —la interrumpí—. Bebe.

Melisa suspiró y dio un sorbo al brebaje.

—¿Qué le has echado esta vez? Está asqueroso.

No podía estar tan mal, así que lo probé. Con asco, descubrí que estaba en lo cierto. Había reunido tantas hierbas que ya ni sabía cuál era cuál. Nunca funcionaron al comprarlas, así que decidí empezar a mezclarlas entre ellas. Esta vez, el sabor que había logrado era demasiado amargo. Esbocé una sonrisa burlona y la besé en la mejilla.

—Amor de hermano.

—Pues el amor de hermano se ha echado a perder.

Nos reímos durante un tierno rato y, luego, me bebí la infusión de un trago y extraje varias prendas del armario que fui arrojando a los pies de Melisa. Rebusqué entre ellas hasta seleccionar algo que estuviera a la altura de una visita importante.

—Este vestido es perfecto —exclamé. No lo era, pero no estaba roto y parecía limpio. El bordado de los puños estaba amarillento, la seda azul, en cambio, aún se veía en buen estado y el botón roto quedaba bajo la uve del escote, por lo que lo podría solucionar con un simple broche—. No quiero que Bernat te vea en camisón.

Hacía menos de veinticuatro horas que aquel tipo me había aterrorizado, sin embargo, ahí estaba yo, preocupado por causar una buena impresión ante su llegada. Quizá no tenía ningún sentido, o sí. Simplemente, me negaba a ceder al miedo, pues la vida de Melisa estaba en juego.

Si bien el sol recién había salido, el tiempo jugaba en mi contra, o así lo percibía yo, que vivía anclado a los relojes por miedo a perderlo de vista. Siempre que podía, traía algunos —robados— y los disponía sobre las estanterías. También tenía uno de bolsillo, aunque ese no funcionaba y la única razón de llevarlo conmigo era hacer creer a los demás que tenía prisa, algo útil cuando quieres evitar juicios de los desconocidos.

Herví más agua. Organicé las estanterías, alineé mis tesoros y prendí varias velas más. Como siempre, pedí un deseo por cada una de ellas, pero no aquel que mantenía oculto entre la culpa y la vergüenza. Aquel que firmaba mi sentencia al infierno.

—Es de día —me recordó Melisa, que, al estar la puerta abierta, podía verme corretear desde el dormitorio.

Me encogí de hombros. Mi hermana sabía de mis manías —hasta yo sabía de ellas— pero no necesitaba que me las recordara una y otra vez. ¿No se podía limitar a aceptarlas?

Cuando te ves a la deriva, sin derechos sobre tu propio cuerpo y sin poder tener el control de ninguna de tus vivencias, una vela encendida que apague tus miedos o un reloj que te haga sentir que puedes controlar el tiempo, se convierten en grandes aliados. Sentir que tienes el control de algo, por pequeño que sea, siempre es un consuelo.

El agua alcanzó el hervor con un agudo silbido. La retiré y regresé a la habitación. Ahí, Melisa admiraba el vestido, absorta en sus pensamientos.

—Debió ser caro —susurró—. ¿De quién era?

—¿Importa?

La ayudé a despojarse del camisón y, una vez el agua se enfrió un poco, fui deslizando la esponja sobre su piel. Melisa tenía una piel tersa y linda, de no haber estado enferma, seguramente habría sido muy guapa. De hecho, aun lo era a pesar de los quilos de menos y la palidez de más.

—Tú también deberías limpiarte. ¿A qué hueles?

—No preguntes —contesté con una sonrisa que no lo era, porque sabía que aquel hedor no me pertenecía y que, de no ser porque era letal, me lo hubiera arrancado a punta de navaja.

Por fin el orden imperó en la casa y ambos anfitriones lucimos acordes a nuestro apellido. Sin embargo, las manecillas de los relojes apenas se habían movido. No podría decirse que el sol despuntaba, aunque así habría sido de no ser por los nubarrones que encapotaban el cielo. Eran las doce. Quizá, si cambiaba algunos muebles de sitio, el tiempo pasaría más rápido.

Revisé las llamas, sacudí las cortinas y tosí al hacerlo. Un ratón se paseó por uno de los estantes. Por su culpa, uno de los relojes se desalineó, así que lo volví a colocar en su sitio y, de paso, comprobé que todos marcaran la misma hora.

Estaba nervioso. La ansiedad me reconcomía y les hacía la zancadilla a los minutos. Para el colmo, regresó el miedo a Bernat. Recordé sus ojos violetas y las sombras terribles que querían indagar en mis sueños. Yo lo había invitado y ahora debía lidiar con ello. También existía otro asunto que me tenía intranquilo: Robert. Lo odiaba con todas mis fuerzas, a él y a cada uno de sus clientes, mas ahora yo formaba parte de su harén.

En la calle había movimiento, se escuchaba el ir y venir de los carros, los cotilleos en los umbrales y el gorjeo de las palomas. Abrí el ventanal y observé que, gracias a la inminente lluvia, apenas colgaban ropas de las cuerdas. El frío me enrojeció las mejillas. Me dirigí a mi hermana, que parecía adormilada, y pasé la nariz congelada por su frente para espabilarla. Ella me apartó con un manotazo desganado.

—¿Ya es la hora? —preguntó.

—No, pero me aburro.

Melisa sonrió y me pidió que la acompañara al salón. Juntos, nos sentamos en el sofá de espalda baja y reposabrazos curvados hacia fuera que había robado a uno de los vecinos. Sobre una mesa de centro y junto a un candelabro de cuatro velas —todas encendidas— se disponía un pequeño cuaderno. Se lo acerqué a Melisa y ella comenzó a leer. Tenía una voz muy linda, suave como una flauta, aunque cada vez estaba más desafinada. En algún punto de la lectura, me quedé dormido.

Un cucú sonó desde la habitación contigua y me levanté de golpe, lo que hizo que Melisa se sobresaltara.

—¡Ahora sí que es la hora! —exclamé.

Volví a revisar los relojes, los estantes, descubrí que un libro estaba del revés y que había una mancha en el cristal del mueble bar. También se habían apagado varias velas.

—Todo está bien —me quiso calmar mi hermana.

No era verdad, todo estaba hecho un desastre. La cama seguía deshecha, la ropa estaba fuera del armario y se me habían gastado las cerillas.

En cualquier caso, ya no podía hacer nada por solucionarlo: el sonido del picaporte de bronce retumbó por toda la casa.


Para mi decepción y posterior enojo, no era Bernat quien estaba al otro lado.

—¿Qué haces aquí, Robert? —exigí asustado. ¿Cómo había descubierto que vivía ahí? ¿Lo habría enviado Bernat?

A pesar de que Robert superaba de poco los treinta años, aparentaba algunos más debido a la mala vida que se le acumulaba alrededor de los ojos, mellaba sus dientes y le ampliaba los poros. Le gustaba vestir elegante. Era esbelto y muy alto, no quedaba cabello alguno sobre su cráneo, pero lo disimulaba con un sombrero de copa.

—Pensaba que te alegrarías de verme.

—¿Cómo has averiguado dónde vivo? —Siempre fui cuidadoso, muy pocas personas sabían que había ocupado aquella vivienda. Si nos descubrían, podían echarnos de allí en cualquier momento. Sin embargo, más me preocupaba el hecho de que Robert tuviera un nuevo chisme con el que chantajearme o de que mi hermana lo conociese.

—Necesitaba garantías de que ibas a cumplir el trato. Mi gente se ha ocupado del resto. —Extrajo un puro de su solapa y lo encendió. Con la segunda calada, dibujó un aro en el aire que fue a dar contra mi cara.

—Te di mi palabra.

—Bien, porque tengo un encargo para ti. Mi amigo quiere repetir.

—Ese no es mi problema. Cumplí la primera vez y cumpliré la segunda, cuando Bernat me ayude.

—¿Marc, es él? —La voz de Melisa llegó suave, a pesar de que pretendiera que fuera un grito. Al oírla, me tensé y salí del umbral intentando cerrar la puerta a mis espaldas, pero Robert lo impidió utilizando su lujoso bastón como obstáculo e hizo amago de entrar.

—En esta ocasión, tú cumplirás primero, te lo aseguro. Aunque si prefieres, puedo preguntarle a ella. —Dicho esto, me empujó y entró al recibidor—. Tengo ganas de conocerla. Con que sea la mitad de linda que tú me será útil.

—¡Espera! Está bien, iré —cedí. No podía dejar que aquel individuo se acercara a ella.

—Marc, ¿quién es? ¿Por qué tardáis tanto? —insistía Melisa.

Robert se había quedado quieto, de espaldas a mí, aunque podía intuir su sonrisa maliciosa.

—Chico listo. Vamos ahora, te está esperando. —Se volteó, me agarró de la muñeca e intentó llevarme a rastras. Me revolví y forcejeé—. ¿No conoces el significado de «ahora», niñato?

Quise decirle que había quedado con Bernat, que iría después, lo prometía. No fue necesario: mi invitado había llegado.




Nota de autora: 

Espero que el capítulo no os haya resultado muy lento. Quería transmitir la impaciencia y los nervios de Marc a la par que mostraba algunas de sus manías. 

¿Qué creéis que pasará ahora?

Voy a confesar un pequeño secreto: me encantan los relojes antiguos. Tienen algo que los hace especiales, mágicos. Sin embargo, el ruidito que hacen siempre me ha resultado inquietante, lo reconozco. 



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