28. Territorio hostil

No logré conciliar el sueño durante la noche, sin embargo, no estaba cansado. Quizá fuera la costumbre de los últimos días, los tormentos que acechaban mi mente de forma desordenada o el peso de Siset sobre mi brazo. O, quizás, la sensación de que todo era una pesadilla y pronto despertaría, pues nada de lo vivido me parecía real.

Cuando el sol me deslumbró a través del cristal y el pequeño se volteó hasta que una de sus piernecitas quedó colgando del colchón, supe que eso no iba a suceder. Libre de su abrazo, me incorporé, lo cubrí con la manta, me levanté sin hacer ruido y fui hacia la salida. Abrí la puerta con todo el sigilo que el mal engrase me permitió, el chirrido que acompañó al gesto fue casi imperceptible, creo; no obstante, antes de que pusiera un pie fuera de la estancia, unos sollozos me sobresaltaron. Supuse que Siset habría descubierto mi huida, era el más menudo, el más delicado y el que más afecto me había mostrado. Me sorprendí al descubrir a Zeimos llorando, temblando y pateando bajo las mantas, aún con sus ojos cerrados.

Yo no sabía qué hacer en esos casos. Si lo ignoraba, ¿la pesadilla se le pasaría? Esa fue mi primera reacción, mas su llanto se tornó más nervioso. Resignado, suspiré. Ahora, aquellos niños eran mi responsabilidad. No podía irme.

Me senté a su lado y le di un par de palmadas.

—Despierta, Zeimos.

No respondió, así que insistí un poco más alto, lo que despertó a Siset, quien reptó hasta la cama de su compañero y lo sostuvo de la mano mientras me miraba, como si me estuviera mostrando lo que debería haber hecho yo.

El efecto fue instantáneo: Zeimos dejó de llorar y, muy despacio, abrió los ojos. Al saberse observado, frunció las cejas y se cubrió indignado. Solo le faltó gruñir como un animal acorralado.

Zeimos era un niño fuerte, con mucha rabia y un arsenal de orgullo. Ahora era mi hijo...

La paternidad no se me daba bien, ¡ni siquiera era capaz de calmar a un crío durante una pesadilla! ¿Qué sería de mí cuando se convirtieran en adolescentes alocados? Sonreí. Saber la muerte cercana era aterrador, sí, pero la paternidad lo era más. Por suerte, no tendría que ejercerla por mucho tiempo.

Con la llegada del nuevo día, los dos regresaron a su teatro del silencio eterno y, aunque en primera instancia quise hacerles hablar, no me pareció oportuno forzar la situación. Así que tan solo me mantuve con ellos, en silencio, a la espera de que Pau regresara y nos sacara de ahí. Pero las horas pasaban y él no llegaba. Intenté ausentarme en varias ocasiones, detestaba la idea de aliviarme allí mismo, en un orinal compartido, mas no fue hasta pasado el mediodía, cuando una sirvienta vino a traernos algo de comer, que por fin hallé la oportunidad de escapar.

De regreso, ya habiendo liberado la tensión de mi cuerpo, me detuve en seco, sin saber por dónde había venido ni recordando cómo volver. Estaba solo en aquel lugar colosal. Contemplé las arañas apagadas, recordándolas encendidas, el piano de cola y los óleos de las paredes. Temblé y sentí una especie de mareo.

A mi mente acudieron diversas escenas, entre ellas el médico dándome la noticia, mi hermana huyendo con su vestido de novia, las sombras que me apresaban cuando me acercaba a Bernat y el sonido de varios relojes que no logré ubicar. También creí oír unos pasos.

Deliraba, no podía ser de otro modo. La sensación de irrealidad había regresado con fuerza. Todo me parecía inestable, como un espejismo, pero en esta ocasión iba más allá. ¿Y si ni siquiera yo era real? Tan solo una conciencia errante condenada a reproducir una horrible secuencia de sucesos imaginarios.

Aquellos lujosos salones por los que apenas se filtraba la luz, debido a las gruesas cortinas de terciopelo añil, me parecieron falsos y hostiles. No vi a nadie, aunque sí escuchaba algunas respiraciones, el chapoteo de los vasos en la cocina, los pasos de algunos criados que iban y venían con utensilios de limpieza. ¿Y si todo era parte de un tétrico decorado? Pese a que estaba yo solo, me sentí observado.

Me masajeé el brazo. El entumecimiento por haber tenido a Siset durmiendo sobre él parecía real. Recordé el llanto desconsolado de Zeimos y cómo se molestó conmigo cuando intenté despertarlo para librarlo de sus pesadillas. ¿Ellos también eran actores de la función?

Los pensamientos me engulleron como un remolino que se lleva a los pescadores al fondo del mar. Perdí la noción del tiempo y del espacio, sumido en ellos, quizá, en busca de algo real a lo que aferrarme. Para cuando recuperé el control de mi mente, me hallaba en el pequeño salón al que Bernat me llevó el día de la velada. No sabía cómo había llegado hasta allí.

Olía a jabón. La chimenea crepitaba, algunas velas humeaban sobre mechas recién apagadas y otras, aún encendidas, se derretían bajo llamas agonizantes. Cerré los ojos y escuché el tic tac de un gran reloj de cuco. Entre sus pequeños movimientos, me pareció oír las notas del piano, como aquella noche.

Visualicé a Bernat ante mí, quería reprocharle tanto... Sin embargo, me vi inmerso en una fantasía infantil en la que reproducía aquel baile que dimos sin tocarnos, aquellas caricias esquivas y ese beso que no me dejaba cazar. Ahora sabía el porqué.

Recordé, también, la excitación, el deseo, el terror en su rostro y su inminente huida, aunque en mi recreación yo se lo impedía y nos fundíamos en un abrazo sentido. De pronto, cada encuentro se tornaba real. Los momentos tímidos se entremezclaban con los explícitos, los esquivos con la sed de nuestros cuerpos. El sabor de sus labios, la forma en que me evitaba, la forma en que le cazaba... La forma en que casi clavaba sus dientes en mí.

Por un efímero segundo, me sentí feliz, y esa chispa de felicidad me hizo entristecer de nuevo.

¿Por qué huía de mí? ¿Qué sentido tenía si yo ya estaba condenado antes de conocerlo? Cualquiera de mis suspiros podía ser el último... ¿Por qué no perecer en sus brazos? A menos que todo fuera una patraña y que yo realmente no estuviera enfermo. Pero ¿con qué fin? ¿Para que adoptara a los críos? ¿Para que no disuadiera a mi hermana? No lograba entenderlo, ¿por qué engañarme de una manera tan despiadada?

Era absurdo, no tenía sentido; por otro lado, yo no me sentía enfermo.

Separé poco a poco los párpados y me dirigí a un gran espejo de pie. Me observé en él y revisé las pequeñas marcas, casi imperceptibles. No dolían, no picaban. Solo estaban ahí. Coloqué la mano sobre mi pecho, donde mi corazón latía vigoroso.

—Es imposible —me dije a mí mismo.

—Nada es imposible —sonó a mi espalda una voz femenina—. ¿Qué haces aquí escondido? ¿Acaso esperabas a alguien?

Iba a girarme, más fue ella quien se situó junto a mí, permitiendo que descubriera su reflejo en el cristal. La juventud y la vejez peleaban en su rostro empolvado, algunos tirabuzones azabaches huían de su sombrero de copa, decorado con flores secas y vestía una delicada camisa blanca con jabot bordado con hilo de seda a juego con la falda marina.

—No... Yo... Lo siento —me disculpé cohibido—. Solo buscaba a un amigo, pero no está aquí.

La mujer sonrió.

—No hay nada que disculpar, cielo. —Noté algo familiar en ella, como si la conociera. Su mirada era tan inquietante—. Justo te estaba buscando.

—¿A mí? —No tenía sentido, nadie me conocía, nadie sabía quién era yo—. Me temo que se confunde.

—No, te aseguro que no me confundo. Me hubiera gustado verte ayer en la boda. ¿Dónde estuviste, Marc?

—¿Nos-nos conocemos?

—No hemos coincidido mucho, pero me han hablado mucho de ti. —Me besó en la mejilla y jugueteó con mis rizos a la vez que se reía—. Él tenía razón, un querubín. Parece que te hayas escapado del mismísimo cielo. Es una pena que te resistas, podríamos hacer buenos negocios. Tienes tanto que ofrecer...

Me tensé de la misma forma en que se eriza un gato. La entonación de aquel «tanto» denotaba que conocía mi pasado. ¿Cómo? Tuve la imperiosa necesidad de huir, no obstante, mis piernas se tornaron rígidas.

—No sé quién cree que soy, pero se equivoca —insistí en vano.

Ella se rio larga y musicalmente.

—Al final serás tú quien venga a rogarme un empleo, estoy segura. Por cierto, tengo un regalo para ti... —Se llevó la mano al escote y rebuscó entre sus pechos hasta dar con un pequeño monedero estampado con florecillas. Lo abrió, sin dejarme ver el contenido, para después tenderme su puño cerrado—. Mi marido quiere que te dé las gracias por tu labor. Aunque no hayas cumplido con lo que te pidió, nos has dado el tiempo necesario para descubrirlo por nosotros mismos. Buen trabajo, chico.

Desconfiado, di un paso hacia atrás.

—No sé de qué me hablas...

—¿Estás seguro? —Entre sus dedos se escurrió la cadena de un reloj de bolsillo. El mío. Quedé boquiabierto, ¿qué hacía ella con él? Quise reclamar, tenía tantas dudas... No tuve ocasión, pues un estornudo tras la cortina nos interrumpió. Alguien nos espiaba—. ¿Quién anda ahí?

No obtuvo respuesta, mas yo alcancé a descubrir unos pequeños pies descalzos que asomaban bajo la tela. No tardé en atar cabos.

—¡Zeimos, Siset! —exclamé por impulso. Me cubrí la boca al instante, consciente de que, sin pretenderlo, acababa de delatarlos.

Ambos compañeros salieron a la luz sujetos de la mano. Vi lágrimas en sus ojos y los pasos que daban eran rígidos e indecisos. Zeimos tamborileaba con los dedos de los pies y Siset se mordía el labio inferior.

—¡Mis pequeños! ¡Al fin os encuentro! —La mujer se olvidó de mí y fue hacia ellos—. Qué alegría volver a veros, mi hija necesita nuevos amigos.

No me sentí a gusto con la reacción de los niños ni con las palabras de la mujer. La visualicé como un monstruo a punto de devorarlos y, en un impulso de coraje efímero, la agarré fuerte del brazo con tal de detenerla.

—¡No los toques!

—Los niños me pertenecen, ¿no lo sabes? —replicó ella, altiva—. Tu amigo me los robó, ya es hora de que los recupere. —Se zafó de mi agarre y puso mi minutero en el bolsillo de mi chaleco. Mi valor se esfumó, estaba petrificado. Aprovechó mi inanición para agarrar a los críos de las orejas. Ambos lloraban, incluso Zeimos, mas no presentaron batalla. Era como si esa mujer tuviera poder sobre todos nosotros.

No. No sobre mí. Estaba harto. ¿En serio iba a consentir que una desconocida me intimidara? ¿A mí, que ya estaba al borde de la muerte y que había yacido con un demonio?

—¡Suelta a mis hijos! —grité. La empujé sin medida, haciéndola caer hacia atrás. Los niños aprovecharon para refugiarse tras mis piernas—. ¿Se puede saber qué hacíais ahí? ¿Me estabais espiando? —les reproché. No contestaron, quizá por la obviedad de la respuesta o por el terror en el que estaban inmersos.

La mujer se puso en pie con cierta dificultad, haciendo malabares con el corsé y masajeándose el trasero.

—¡Qué falta de respeto! —se quejó—. No son hijos tuyos, me pertenecen y tengo planes para ellos. Devuélvemelos ahora mismo.

—Son míos —insistí de nuevo—. Los he adoptado de forma legal. —No era del todo falso, si bien faltaban los aspectos burocráticos, yo ya había accedido a ello y tenía la certeza de que Pau habría adelantado las cosas—. Será mejor que te mantengas alejada de ellos o...

—¿O qué? ¿Llamarás a tus amiguitos para que terminen conmigo?

Ignoré sus palabras y me agaché ante los niños. Temblaban. Pensé que igual habían malinterpretado aquel «son míos» que mencioné, pero la forma en la que se agarraban a mi ropa mientras evitaban mirarla, delataba que la conocían y que ella era el demonio al que se habían referido la noche anterior.

—Nadie os va a hacer nada —les quise calmar—. No lo consentiré. —Luego me volví hacia ella, con una seguridad algo sobreactuada. El corazón golpeaba contra mi pecho, temí que fuera a explotar en ese instante, dejando mi cadáver sobre el gres y a los niños expuestos. No hubiera sido oportuno, por lo que me centré en mis latidos e intenté alargar la pausa fugaz que se producía entre ellos—. Si mandara a mis amiguitos, como tú dices, no llegarías a mañana.

—¿No? ¿Y eso? A ver si lo adivino: Bernat se beberá hasta la última gota de mi sangre, ¿verdad? Lo dudo: gracias a ti, Bernat ya no es un problema.

La seguridad con la que habló me heló la sangre.

—¿Qué-qué quieres decir? ¿¡Qué le ha pasado a Bernat!?

Una sonrisa malévola se dibujó en su rostro. Le di una mano a cada niño y los tres comenzamos a retroceder hacia la salida. No pensaba irme sin su respuesta, mas necesitaba asegurarme de que Zeimos y Siset estuviesen a salvo. Ella no hizo nada por evitar que nos fuéramos, tan solo nos contemplaba con sus ojos oscuros y fríos mientras reculábamos. De súbito, sentí que chocaba contra alguien. Un grito sobresaltado huyó de mis labios.

—¿Ya os vais? —El tipo contra el que había chocado era flaco, menudo, de ropas caras... Tuve que achicar los ojos para reconocerlo. Era Eloy, mi reciente cuñado—. Tú y yo aún no hemos tenido ocasión de conocernos.

—Yo... Tenemos que irnos, lo siento —mascullé incómodo, aun sin perder de vista a mi adversaria—. Siento no haberos acompañado ayer.

—No te preocupes, mi esposa me comentó que estabas indispuesto, aunque me consta que le hubiera encantado que su hermano estuviera con ella en un día tan especial.

«Su hermano», eso dijo. Pero eso era algo que él no sabía: me presentaron como el primo de Melisa, de Anna, para ser exactos. Tragué saliva. Al notar que mi amarre flojeaba, los niños me agarraron más fuerte. Yo no sabía si Melisa le había confiado la verdad a su enamorado o si el vástago había descubierto por sí mismo el engaño. Ambas realidades eran muy diferentes entre ellas.

Eloy me dio una fuerte palmada en el hombro y se dirigió hacia la mujer con una refinada reverencia.

—Ha amanecido bellísima, doña Colometa. ¿Su marido está listo para salir de caza conmigo?

Ella sonrió encantada.

—Oh, cuánto lo lamento. Mi querido Robert se ha adelantado. No quería que sus dos presas se le escaparan. Ese ladrón endemoniado y su hermosa cómplice se dirigen a su propia tumba, pero me ha prometido no matarlos hasta que te reúnas con él en la abadía.

De pronto todo cobró sentido: aquella mujer era la esposa de Robert, debí verla alguna vez en su local, ¡de eso la conocían los niños! Si tenía mi reloj, era porque él entró en mi cuarto cuando estuvimos en la fonda, una mera forma de demostrarme su poder sobre mí.

—¿Qué insinúas? —pregunté, sabiendo muy bien quiénes eran sus presas.

—Oh, cuñado —contestó Eloy—. ¿Acaso creíais que no me enteraría de vuestras tretas? Lo cierto es que casi lo lográis, pero, por suerte, Colometa y Robert me advirtieron a tiempo.

Reculé de nuevo. Las manos me sudaban y los dedos de los pequeños se me escurrían entre ellas. La neblina mental se tornó tan densa que apenas alcanzaba a ver más allá del puente de mi nariz. Las voces me sonaron lentas y ahuecadas, los colores se unificaron entre blancos, negros y grises. Yo solo podía negar con la cabeza.

—Ella es inocente; Robert prometió que no le haría nada...

Colometa sonrió victoriosa.

—¿Inocente? ¿Usurpar una identidad y asesinar a una familia es un acto inocente?

—¡Melisa no ha asesinado a nadie! —grité.

Ellos se miraron con complicidad, como si yo mismo acabara de delatar la verdad. Así era.

—¿Ves, Eloy? Ahí tienes la última prueba. —Colometa retiró un pañuelo de su manga y lo utilizó para secar el sudor que se me escurría de la frente—. Bernat es... especial... Por tanto, terminaremos con él de una forma especial. Pero tu hermana... Ella sí podrá convalecer ante la justicia.

Negué de nuevo.

—Bernat no lo consentirá.

—Bernat va directo a una trampa, cariño, y tú no puedes hacer nada por evitarlo. Aunque la oferta de trabajar para mí sigue en pie. —Se acuclilló frente a los niños y arrugó la nariz—. Os doy la oportunidad de venir conmigo ahora mismo, no querréis que lo haga a la fuerza.

Me aterré en cuanto la vi hacer amago de arrebatármelos.

—¡Corred! —les grité, y tiré de ellos en dirección a la salida.

Ahora, salir de aquel condenado lugar en el que los pasillos se ausentaban, dando de una habitación a otra, se me hizo horrible. No sabía a dónde ir, ni siquiera sabía si nos seguían o si iban a mandar a alguien a cazarnos. Los niños supieron guiarme hasta la salida principal.

Pau estaba fuera, ante la berlina y dando de comer manzanas a Tramontana y Queralt.

—¡Tenemos que irnos! —advertí—. Zeimos, Siset, subid adentro. ¡Ya!

Ellos obedecieron al instante y yo me senté en el asiento del conductor. Pau titubeó unos segundos, parecía exhausto, algo cansado. De hecho, parecía que estuviera de regreso más que preparándose para partir.

—¿Se puede saber qué pasa? —preguntó.

—Tenemos que ir a por Bernat y Melisa, los van a matar...

—Tranquilo, Marc. Cuéntame qué sucede.

—Lo saben todo, todo... Lo han descubierto: saben a dónde van y que Melisa es Melisa... Van a por ellos. Tenemos que advertirles...

Unos pasos rápidos avanzaban hacia nosotros: Eloy nos había alcanzado.

—Oh, el criado se ha dejado caer por aquí —se mofó—. Te estuve buscando toda la mañana, ¿dónde estabas?

Pau tomó asiento junto a mí, haciéndose con las riendas.

—Tenía asuntos importantes de los que ocuparme, además, tú y yo no tenemos nada de lo que hablar —gruñó.

—¿En serio no te quieres quedar un rato? Tengo ganas de contarte al detalle lo que le hice ayer a tu enamorada, después de veros besuqueándoos a escondidas.

¿Qué les había pillado? ¿Cómo pudieron ser tan irresponsables? No sabía si Eloy iba de farol o no, pero vi malicia en él y me hirvió la sangre.

—Mátalo —pronuncié en un susurro.

—Algún día, no lo dudes —contestó Pau.

Arrió las yeguas y estas iniciaron el trote con un relincho de inconformidad. 

Nota de autora: 

Por fin entramos en la última parte, no queda casi nada para terminar y solo dos actualizaciones para el capítulo que me llevará al infierno (intentaré publicarlo en San Valentín, aunque he de terminar el anterior). 

¿Creéis que llegarán a tiempo de advertir a Bernat y Melisa?  

Os mando un fuerte abrazo y, como siempre, os doy las gracias por acompañarme en este viaje. Un fuerte abrazo <3

PD. Hoy, en cabecera, no he dejado una canción acorde al capítulo, aunque sí una que últimamente no logro dejar de escuchar. Me encanta demasiado y me apetecía compartirla.

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