27. Caminos paralelos: Noche de bodas

Fui una ingenua desde el principio, una cría con un hambre voraz que por fin se atrevía a soñar con una vida plena. Hasta entonces, todo fueron espejismos en los que refugiarme, pero ahora no: sentía el amor, el odio, el enojo, la excitación... Los colores eran vívidos, los sentimientos, en ocasiones, tan intensos que incluso dolían. Me convertí en adicta, aterrada por el miedo a perder mi regalo. La venda de mis ojos era tan fuerte que no supe ver la forma en que jugaban conmigo, con nosotros. Solo vi una cosa: la inmortalidad que se me ofrecía era hermosa y con ella beneficiaba a todos: a Marc, que ya no tendría que preocuparse por mí; a Pau, quien, a mi entender, se merecía el Molino Viejo más que nadie, y a mí. Fui una niña engañada por caramelos inexistentes.

Aquel día estaba rota, nadie libró cuenta de ello, ni siquiera Marc. Me sequé las lágrimas y permití que lo apartaran de mí. De hecho, dejé que creyera que aquella era mi decisión.

Mientras me contemplaba al espejo con el traje de novia, tuve la férrea sensación de que aquella mujer del reflejo no era yo ni lo sería jamás, aunque, ¿cómo iba a saberlo? Entretanto, Griselda me arreglaba el tocado y asentía en gesto de aprobación a su propia labor. Marc permanecía en el cuarto que le habían asignado, con a saber quién, sufriendo, con la firme convicción de que lo había abandonado y con todas las palabras que le dije, distorsionadas en su mente. Sí, merecía su odio. Intenté apartarme, pensé que así sería más fácil. No lo fue. Quise protegerlo del monstruo que lo acechaba, aquel que podía terminar con su vida en cualquier momento y arrastrarlo al infierno, pero estaba ciego. Los dos lo estábamos y, como consecuencia, los dos remamos en direcciones equivocadas.

No había un solo día que no maldijera todo lo que hizo por mantenerme en vida, lo que aún hacía, junto a Bernat.

El camino a la capilla se me hizo escarpado y arisco, también raudo y desmedido. Seguí el camino de las antorchas como si estas fueran fuegos fatuos, brillando solo para engañarme.

Al llegar, Pau me ofreció su mano.

—Estás hermosa —dijo.

Y sonreí, porque sabía que era lo que él quería que hiciera. Todo el mundo anhelaba ver feliz a Anna Munnè, pues Melisa Aymerich había muerto días atrás. Montserrat y el abogado se encargaron de ello.

—Vamos, hija —mencionó Montserrat, quien me sostenía del brazo.

La iglesia estaba llena de desconocidos que ansiaban la llegada de la novia y, frente al altar, aguardaba el iluso con el que me iba a casar. Era tan menudo e insignificante que sentí compasión por él desde el inicio. Casi me alivié al saber que, quizá, su muerte no sería necesaria. En él vi un buen chico, un marido que no me crearía grandes problemas. Sin embargo, la sonrisa que lucía la noche de nuestra boda no fue la misma con la que lo había conocido.

Me detuve a medio camino y sentí el deseo imperioso de salir corriendo. Aquella noche firmaba la condena, y desde que Montserrat entrara en acción nada sería lo mismo.

Al ver que me detenía, mi nueva madre me agarró más fuerte y besó mi mejilla. Me mareé, nunca supe cómo di los siguientes pasos. Cuando el sacerdote preguntó si aceptaba a mi esposo, juraría que no fue mi voz la que asintió, pero estaba hecho, el teatro debía continuar.

Ya en el jardín busqué a Marc con la mirada. Tenía la estúpida idea de que se escaparía para hablar conmigo una última vez. No lo encontré.

—¿Te encuentras bien, querida? —me preguntó Eloy, tras el baile. Suspiré hondo.

—Algo mareada.

Entonces, me tomó de la mano, dio parte a Montserrat y me llevó hasta la habitación. Según él, era la hora de consumar, así podría irme. Aquellas palabras me aterraron. No era tonta, sabía lo que tenía que pasar, me había concienciado, pero llegado el momento no estaba lista. Le convencí para que esperara mientras buscaba a Griselda, ella sabría qué ofrecerme para que se me pasara el malestar. Eloy conocía mi enfermedad y era sabedor de que viajaba para curarme, por lo que no fue difícil que aceptara. De hecho, fue mi madrastra y especie de suegra la misma que le convenció de ello.

Por el largo pasillo me encontré con Pau. Él me miró en la lejanía sin decir nada, esperé que se acercara, que me abrazara. No lo hizo, no de inmediato. Durante unos instantes nos contemplamos en silencio. Yo sentía la presión en el pecho, los nervios en el vientre, el dolor en el alma. Agaché la cabeza. En aquel instante, Pau revisó ambos lados y se acercó, parándose seco frente a mí.

—¿Ya... ?

—No —lo interrumpí. No quería que dijera en voz alta lo que pasaba por su mente—. No aún, pero pasará.

Suspiró, apoyó su frente contra la mía y me tomó de la quijada.

—Te quiero —dijo con mucha seguridad.

Lo abracé fuerte y sollocé en su hombro.

—¿Qué estamos haciendo? —murmuré a su oído—. Nadie gana, nadie gana...

Él alzó mi rostro y besó mis labios con dulzura.

—Aunque ahora no puedas verlo, todos ganamos, tú la primera. —Nunca se cansaba de repetirme aquello—. Marc estará bien, te lo prometo, y Montserrat nos ha prometido el Molino.

—¿Le contarás la verdad a mi hermano?

—Se lo contaré todo, te lo prometo.

Guardé la esperanza de que, con el tiempo, quizá podría escribirme con Marc. Renunciar a él era lo más doloroso que había hecho en la vida, pero tras tenerlo preso por tantos años, debía dejarlo ir. Era lo mejor para ambos.

Pau besó mi cuello y me apretujó contra él, lo que me arrancó un gemido inesperado. Era reconfortante tenerlo tan cerca. En los últimos días, se había convertido en mi amante, mi amigo, mi guía.

—Quiero que seas tú —mencioné.

No era la primera vez que se lo proponía, pero ni siquiera entonces cedió.

—Bastante arriesgado es que finjas ser quien no eres.

En aquel momento lo sentí injusto, pero callé. Nos separamos lentamente para, al final, romper el nudo que formaban nuestras manos. Él se marchó sin mirar atrás. De haberlo hecho, se hubiera percatado de que Eloy nos contemplaba a pocos metros.

—¿Te encuentras mejor? —replicó mi ahora esposo.

El pánico me paralizó, ni siquiera pude articular palabra, mas él no se mostró enfadado. Tan solo me tomó de la cintura y me guio a la habitación. No sabía qué pasaría, me sentí aterrada, casi no podía ni andar.

—No es lo que parece... —logré articular, ya en el umbral.

—Es exactamente lo que parece.

Cerró la puerta y me hizo acomodarme en la cama. Después, empezó a desabrochar los corchetes de mi vestido.

—Siento lástima por ti —me dijo—, de verdad me gustabas.

—¡No he estado con él! —Me giré y dejé que viera en mí la molestia.

—Shhh... —Me hizo agachar la cabeza de nuevo y prosiguió con el vestido—. Los matrimonios concertados traen despedidas románticas, eso es inevitable, aunque... ¿Con Pau? —añadió con ironía—. Creí que mi Anna Munnè tendría más clase.

Me mantuve en silencio, temblando. Él se percató, pero no por ello se detuvo. Me bajó la parte superior del vestido, dejando pechos y hombros al descubierto, y empezó a besarme por el cuello, el mismo sendero que antes había recorrido Pau.

—¿Sabes por qué no estoy enfadado? —me preguntó entonces.

—¿No lo estás?

—¿Por qué iba a estarlo? Esto es demasiado bueno... Bernat y Pau querían joderme, te aseguro que no lo van a lograr. Ahora bien, me encanta saber que estoy a punto de tirarme a la enamorada de Pau.

De súbito, me agarró de las muñecas y me inmovilizó boca arriba con una sola mano. Con la otra, se bajó el pantalón y me subió el faldón.

—No soy la enamorada de Pau —lo reté—. Soy tu esposa y me debes respeto.

—No hasta que consumamos.

Me soltó despacio. Sabía que no me resistiría, aunque deseaba hacerlo. Él tenía razón, si no consumábamos, el matrimonio no sería válido, y tan pronto como termináramos vendrían a revisar las sábanas.

Separé mis piernas y dejé que se acomodara. Solo necesitaba relajarme y cerrar los ojos, quizá, así, la pesadilla pasaría antes.

—No será tan fácil —dijo él.


A Bernat le gustaba la lluvia. Por más que quisiera, apenas lograba evocar la sensación del frío, no más allá de un recuerdo residual. Sin embargo, la lluvia despertaba en él diminutas sensaciones, una por cada gota. Le aclaraba la mente y le ayudaba a encontrar el camino correcto. También le gustaba Marc, pues despertaba en él sensaciones similares.

Excepto por lo de la calma.

La despedida fue breve, silenciosa y poco clara. Le hubiera gustado despedirse en condiciones, asegurarle que todo iba a ir bien, que se ocuparía de que no le faltaran los mejores médicos, pero ahora, mientras cabalgaba caminos embarrados, bajo la lluvia y con la luna cubierta por un halo rojo, comprendía que había hecho lo mejor. No podía arrastrar al joven a su infierno ni robarle ninguno de los días que le quedaban. Tras lo sucedido, el demonio se mostraba más hambriento que nunca, clamaba por Marc, y no era para menos: el mismo Marc se había entregado.

Aligeró el caballo, no quería pensar.

Partieron en comparsa junto a Montserrat, Griselda y un mozo de cuadra que su madre trajo con ella. El carruaje destacaba por su discreción. Era alargado, negro, y las ventanas no eran más que mera decoración externa, pues la parte interna estaba tapiada. Sin duda, un carro apropiado para viajes largos.

Melisa también fue a caballo. De vez en cuando lo alcanzaba, mas él, rápido, volvía a dejarla atrás.

—¡Eres un capullo! —le gritó la joven, de pronto.

Bernat tiró de las riendas, lo que provocó un relincho de disconformidad por parte del corcel.

—¿Me has llamado capullo?

Melisa desmontó. Estaba empapada, sus mejillas parecían hundidas, los labios habían adquirido un tono azulado y el vaho surgía entre ellos en forma de pequeñas nubes.

—Sí, ¡un capullo! —Tampoco sus ojos lucían un buen aspecto. Párpados hinchados y córneas enrojecidas—. Te recuerdo que estamos juntos en esto y que he cumplido mi parte. Espero cierto compañerismo: al contrario que tú, yo no puedo ver en la oscuridad... —Se detuvo a estornudar y se llevó la mano al pecho, como si le doliera—. Somos hermanos, ¿no?

—Acabas de casarte con mi hermanastro. ¿Eso cuenta como incesto? —se jactó él. La mujer ignoró la grosería, tomó de las riendas a su caballo y besó al animal en la frente. Después, miró a Bernat con odio y comenzó a andar con la capucha descubierta, sin importarle que se le mojaran las ropas o que la lluvia rociara su rostro, pese a que el frío al que se exponía era evidente—. ¿Adónde vas? —exigió Bernat—. ¿No pensarás ir andando? Si no quieres galopar, ve con mi madre, acogerá a su nueva hijita con los brazos abiertos.

—Lo último que quiero es ir con la arpía de tu madre —murmuró ella. Montó de nuevo y apretó los ojos al hacerlo.

El amanecer no tardaría en llegar. Ya de lejos se divisaban algunas carretas y los gallos cantaban las primeras alboradas. Galoparon en silencio hasta la fonda. Mercè salió a recibirlos con extrañeza, como si no los esperara. Melisa ni la miró, tan solo desmontó y se adentró sin mirar atrás. Griselda tuvo que aligerar el paso entre bufidos para alcanzarla. Bernat tampoco se tomó la molestia de saludar a la «mestressa de la fonda», tan solo una breve reverencia con la cabeza. Luego, prosiguió hacia su cuarto, estudio y sepulcro.

Su madre, que había salido después de él, ya lo esperaba, cepillando sus canas frente a un espejo que no reflejaba nada.

—Aún estás a tiempo de parar todo esto —le advirtió.

—No debió entrometerse. Ha ido demasiado lejos, madre.

—¿Lejos? ¿Yo? Me lo dice el que secuestró a una doncella y chantajeó a dos huérfanos por avaricia. Todo lo que tienes se lo debes a Codina. No pienso permitir que le hagas nada a su hijo. He hecho lo que tenía que hacer para protegerlo...

—¿Protegerlo? Eloy no es mi hermano. ¡Ni siquiera es tu hijo!

—Pero sí lo es del hombre que amé, el mismo que te legó todas tus riquezas.

—¡Al que tú mataste!

Montserrat suspiró abatida. Dejó la capa sobre un pequeño colgador y replicó a la par que desabrochaba sus zapatos.

—Sabes que fue un accidente. Y Melisa también hubiera tenido un accidente si yo no hubiera adelantado la boda. Incluso tú hubieras acabado matando a aquel mocoso que tanto te gusta. Os he salvado a todos de vosotros mismos. Nada puede cambiar lo que somos.

La luz de la única vela se reflejaba sobre las gotas de humedad que se agolpaban en una de las múltiples telarañas. Centré la vista en ellas. No podía negar que su madre estaba en lo cierto, no obstante, el orgullo era más fuerte.

—No debiste separarlos así. Marc tenía derecho a llevarla al altar antes de despedirse.

—¿Y exponernos a que la delatara en un arrebato? Hubiéramos terminado expuestos: he tenido que matar a los padres de Anna Munnè para que no os descubrieran. ¿En serio pensaste que nunca se darían cuenta de que alguien suplantaba a su hija? ¿Qué le hiciste a esa joven?

—¡Nada! Se cayó ella solita por un barranco, pero era mayor de edad, al igual que Melisa. No puedes tener su tutela.

—Oh, cielo, claro que puedo. Melisa, al igual que Anna, está enferma, desvalida y es huérfana. De hecho, legalmente ha muerto —sonrió Montserrat—. Ella solita, en nombre de Anna, se declaró loca ante Ràfols.

—¡Porque la hipnotizaste!

—¿Y por qué no lo hiciste tú? Es mortal, impredecible, no sabe lo que quiere. Eso de transformarla... Podías haberla manipulado y ya.

—No lo he hecho por la misma razón por la que has preferido adoptarla en lugar de matarla, lo sabes.

Ambos bajaron la mirada unos instantes. El demonio no se conformaba con lo que ellos le daban, quería más, otra cazadora que lo alimentara. Hubiera sido tan fácil hipnotizarla para que se casara, lograr que Eloy Codina muriera «accidentalmente» y que, por ley, ella tuviera que casarse con Bernat. Aquel era el plan inicial, y lo hubiera llevado a cabo si Anna no hubiera huido sin mirar dónde pisaba.

—Somos monstruos —reconoció Bernat.

—Lo somos, hijo. Pero dentro de nuestra monstruosidad podemos ser elegantes. Cumpliré la promesa que le hice a mi esposo de la misma forma que tú cumplirás la promesa que me hiciste a mí, tanto directa como indirectamente, ¿queda claro? —Lo retó con la mirada. Bernat carraspeó, descubierto por las trampas, y se tumbó en su lecho. Su madre hizo lo mismo y le acarició el cabello—. Siempre fuiste un buen chico, estoy segura de que el cerebro de tu estúpido plan es Pau...

—Pau no tiene nada que ver en esto.

—Pau quiere el Molino para él, y lo entiendo, sé cuánto se esforzó en levantar el negocio, pero Pau solo era un sirviente. No le corresponde.

—¡Pau un sirviente! —se mofó él—. ¿En serio no lo sabes?

Montserrat detuvo la caricia maternal y endureció el gesto.

—¿Qué es lo que no sé?

—Pau es mucho más que un sirviente, madre. ¿Jordi Codina no te habló de su hermano bastardo? —Ante el incómodo silencio de su madre, Bernat prosiguió—: Tu suegro dejó embarazada a una sirvienta, una sirvienta que tuvo un niño antes de morir, un niño que vivió encerrado, bajo la tutela de su hermano mayor, por no despertar vergüenzas, pero que no necesitó salir para encontrar el amor, casarse y tener un bebé. Los padres fueron asesinados en el mercado, pero ese bebé es el sobrino de Codina.

—Eso es mentira.

—¿Tú crees? Entonces, mi querida madre, dígame, ¿por qué iba Codina a criar y educar a un simple sirviente? ¿Nunca le pareció extraño?

—Todo esto es ridículo, Codina me lo hubiera dicho...

—Quizá, pero te lo comiste.

Bernat se giró y deseó que la muerte se lo llevara pronto. Por fortuna para él, así fue.

Nota de autora: 

¿Creéis que Melisa y Bernat se llevarán bien o están destinados a odiarse? 

¿Pau es sincero con ella? 

Y, solo por curiosidad: ¿qué os parece Montserrat?

Como siempre, muchísimas gracias por continuar a mi lado. 

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