26. La condena del pasado
Cuando rememoro aquel tiempo, lo primero que recuerdo es cómo me sentí: la forma en que Bernat me erizaba la piel, la incertidumbre respecto a Melisa, los momentos en que pasé pánico, dolor, pena... rabia. Por eso puedo afirmar que aquel día no sentía nada, ni siquiera curiosidad.
La estancia a la que me llevó Pau vestía paredes tapizadas del mismo color que las mantas de la cama. Una estantería se erigía junto al armario y, cercana a la ventana, una mesa circular con un brasero a los pies y acompañada con sillas de forja, me daba la bienvenida. Algunas lámparas de aceite iluminaban el lugar junto a una decena de velas. También aprecié un hermoso reloj de cucú, tallado con motivos silvestres, cuyo tic tac sonaba a la perfección.
Aguardé unos instantes con el oído afinado. Supuse que no tardaría en escuchar una llave que delatara mi encierro. No fue así.
Pasados unos minutos, me asomé a la ventana que daba al jardín. La tormenta había pasado de largo, en dirección al oeste, y el cielo despejado le ofrecía a la luna unas vistas espléndidas.
Mis recuerdos de aquel jardín se centraban en el olor a sangre, la muerte inminente del joven músico, la oscuridad y Robert. Ahora, el escenario se mostraba vivaz, adornado con múltiples antorchas. La servidumbre había dispuesto mesas y sillas por doquier, así como algunos adornos con flores secas. Poco a poco, se fue llenando de gente. Mujeres ataviadas con altos y elaborados sombreros, hombres fumando en pipa... Se escucharon risas y las notas de un piano lejano. Descubrí a Bernat apoyado en un árbol. Su pose era elegante, como siempre. Portaba ropas lujosas y el cabello recogido en una cola baja con algunos mechones sueltos por delante. Me pareció triste.
Acaricié la cortina y le susurré que me mirará, que lo sentía, que me diera ocasión de verlo una vez más. Justo entonces llegó mi cita.
—Siento el retraso, quillo.
Jamás esperé que Bernat me hubiera reunido de nuevo con el doctor Gutiérrez, aquel que me visitó cuando la fiebre prendió mi cuerpo. Observé una vez más a Bernat, quien ahora conversaba con su madre, y cerré la cortina aprisa.
—¿Qué haces aquí? —pregunté. Su recuerdo me era agradable, no obstante, los días sin verlo habían reconstruido el muro con el que me protegía de los desconocidos. Por otro lado, su rostro casi se había desdibujado en mi mente, por lo que, de no haber sido por el acento sevillano, jamás lo habría reconocido.
—¿Te molesta verme? —Sonrió con amabilidad y señaló al catre—. Yo sí me alegro de reunirme contigo, espero que te encuentres bien. —Dispuso sus utensilios y colocó su reloj junto a ellos, igual que la vez pasada—. Vamos, desnúdate y túmbate.
Parpadeé fuerte.
—No voy a desnudarme.
Él se rio tanto que llegué a imaginarlo con los ojos saliéndosele de las cuencas.
—No te puedo auscultar por encima de la ropa, muchacho. Además, no tienes nada que no haya visto.
Ya habían pasado algunos días desde mi resfriado. Aún me quedaba algo de tos, algún que otro mareo y dolor de cabeza en determinados momentos, pero estaba mucho mejor.
—No estoy enfermo, no hay razón para que me revises.
—Me han pagado por haserlo. ¿No es una buena razón? Vamos, es por tu bien, créeme.
Me crucé de brazos y me senté en una de las sillas. ¿Acaso era una broma de despedida?
El médico, muy cortés, agarró su reloj y se arrimó de nuevo.
—Vamos, te lo prestaré un rato.
Brillaba más que la última vez, desprendía el aroma característico de un desengrasado reciente y las agujas se movían con precisión. Para variar, no me tomé la molestia de pedir permiso para toquetearlo. Darle cuerda a aquel instrumento hizo que me recompusiera y la neblina de no sentir que me acompañaba empezara a diluirse. Suspiré con alivio, como si hubiera portado una larga carga y, al fin, me hubiera deshecho de ella. Ya más tranquilo, me atreví a mirar a los ojos oscuros de acompañante.
—No voy a acostarme contigo —le advertí serio.
Gutiérrez se atragantó con su propia saliva, tosió y se puso en pie, echándose hacia atrás, palmas arriba. Su expresión se endureció, como si preparara una bronca, para torcerse, justo después, en melancolía. No quiero imaginar todo lo que pasó por su mente en cuestión de un segundo, mas cuando habló, lo hizo de una forma muy suave, controlando sus gestos, y algo triste, también.
—Bastará con que te descubras el pecho. Solo quiero escuchar.
Obedecí. Ya tumbado, respiré profundo y apretujé el minutero entre mis dedos.
—¿Por qué te gustan tanto los relojes? —preguntó él.
—Me relaja el sonido.
Si le hubiera explicado que los relojes eran mi única forma de medir el tiempo, que gracias a ellos sentía que podía detener o ralentizar el destino o que, incluso, concentrarme en un reloj y entornar los ojos me ayudaba a inmortalizar un momento que temiera olvidar, me hubiera tomado por loco.
Di un respingo al sentir el oído del médico contra mi pecho, incluso aguanté la respiración hasta que hubo terminado.
—Siéntate —pidió entonces. Miró mis ojos, lagrimales y uñas. Después, recorrió mi espalda con sus dedos, me pareció que revisaba las pequeñas cicatrices, obsequios de los clientes. Muy lentamente, estirando la piel al paso, llegó hasta la venda del brazo. Frunció el ceño, detuvo el examen para cambiar el vendaje y prosiguió la exploración. Aquella visita era muy distinta de la anterior, como si buscase algo, y cada vez que me pellizcaba, temía que lo hubiera encontrado—. Lo suponía —murmuró al final.
—¿Qué sucede?
—¿Cuánto hace que tienes estas marcas?
Me habían surgido algunas manchas, muy pocas, de tono rosado y difuminadas por el vientre y la espalda. Casi ni las vi, pues solía cambiarme aprisa y no era la primera vez que, tras estar enfermo, mi piel producía reacciones extrañas.
—No lo sé, no me fijé.
—En algunos casos los síntomas son mucho más evidentes, pero a veces, como en tu caso, son tan leves que pasan desapercibidos.
—¿Síntomas? ¿De qué estás hablando?
—Para estar seguro debería revisar tus genitales.
Me ericé como un gato y con un movimiento brusco me aparté y me abracé a mis rodillas.
—¡Déjame! ¡Sabía que no podía confiar en ti!
—Marc, nesesito saber si tienes...
—¡No tengo nada, mentiroso! Quieres aprovecharte de mí, nada más. ¡Vete!
Lo empujé fuerte hasta hacerlo caer de la cama. Él insistió y yo perdí el control de mí mismo. Grité, sé que le arrojé algo, aunque no recuerdo el qué. El médico me hizo presa por la espalda y me abrazó con tanta fuerza que creí que me rompería las costillas. Quedé apelmazado, respirando de forma irregular mientras él me pedía que me calmara.
—Vale, solo dímelo, Marc. ¿No tienes nada? ¿Ninguna llaga? ¿La tuviste alguna vez?
Cuando se me pasó el disgusto, asentí. Habían pasado varios meses, una sola llaga en una zona que prefiero no nombrar. Bastó un poco de aceite para que desapareciera. Ya no estaba, se había curado, así que no tenía por qué enseñarle algo que no existía.
—Algunas personas pueden vivir años con la infección —prosiguió—, pero en tu caso el panorama es distinto.
—¿Qué infección?
Me soltó y se acomodó de nuevo, como si no le preocupara lo más mínimo el ataque anterior.
—Sífilis, Marc —suspiró.
El aire se tornó denso, de nuevo, me vi rodeado por la maldita neblina mental. No podía creerlo: dejé mi pasado atrás, Bernat me prometió que todo cambiaría, que me esperaba una nueva vida. Ahora, el pasado castigador regresaba en forma de condena.
—¡Estoy bien! —sollocé—. ¡Voy a tener una vida nueva! Quizás estudie... no sé, medicina, como tú. Me dijiste que podría ser un gran médico. Me lo dijiste tú...
—¿Medicina? —Arqueó las cejas y me tomó de las manos, juntándolas ante su pecho—. Tener algo a lo que aferrarse es bueno, y en otras circunstancias quizá lo tuvieras más fácil, pero el problema no es la sífilis, sino el corasón.
Todo iba demasiado rápido. Su voz se tornó ahuecada, como si me hablara desde un punto lejano. Me aparté y comencé a darle cuerda a su reloj.
—¿Qué le pasa a mi corazón? —pregunté, sin dejar de contemplar el baile de las agujas. Quería gritar, empujarlo de nuevo, pese a que no tuviera la culpa. Me mantuve preso en aquella esfera.
—Está dañado —decía—. Puigdomènech me explicó lo de tu hermana, es común que en las familias se den varios casos... Tuviste más suerte que ella, pero ahora sigues sus pasos y ha empeorado desde la última vez que te ausculté. La sífilis terminó de dañarlo.
El aire se tornó cristal y los colores se difuminaron en sombras. No logré alzar la cabeza, solo podía mirar el minutero, cuyas agujas marcaban la media noche.
—¿Voy a morir? —pregunté a duras penas.
—Eso me temo —reconoció él—, pero nunca se sabe: ¡mira a tu hermana! A veces ocurren milagros.
¿Milagros? ¿Pactar con un demonio era un milagro? Morir me aterraba más que nunca. Si el señor me castigó en vida por el pecado pasado, ¿con qué me condenaría en la muerte, tras haber sacrificado el alma de Melisa?
El doctor Gutiérrez encendió un par de velas, retiró una petaca con coñac de su maletín y me ofreció un trago.
—Es un golpe duro —dijo—, pero no vas a estar solo. Tienes a gente que se preocupa por ti y lo de estudiar puede ser un gran aliciente. Solo cuídate, quizá logres desafiar a la naturaleza.
Ya no podía escucharlo ni verlo. Sé que puso incienso, porque el aroma traspasó la cúpula que me había formado; me arropó, porque por mí hubiera sido incapaz de hacerlo; y avivó el fuego, porque de no ser así, se hubiera consumido. Incluso juraría que me habló, pero de eso no guardo certeza alguna.
Peor que mi enfermedad, fue la marabunta mental que vino después. Me imaginé reprochando a Bernat que me lo hubiera ocultado. Me pregunté si acaso Melisa sabría algo, ¿qué sentido tenía ahora lo de casarme con Paula? Deseché la idea de estudiar, ¿para qué? Me fustigué por odiar a mis padres, me agobié pensando en que pronto debería rendir cuentas con ellos; luego recordé que me esperaban en el cielo y yo iría al infierno. A medida que avanzaba el tiempo, más deseaba que mi corazón se detuviera con tal de que callase el ruido. Deseé morirme por un minuto, solo un minuto. Un minuto de paz.
No fue mi corazón lo que me salvó de mí mismo, sino los aplausos y gritos de «¡qué se besen!» provenientes del jardín. Abandoné el fuerte de la cama y me asomé a la ventana. Todo el mundo se preparaba para un gran baile. Mi hermana lucía un vestido precioso, con mangas de encaje y un velo que caía bajo sus caderas. A la luz de las antorchas, la blancura del mismo relucía en tonos ígneos, y el cabello, negro azabache, sobresaltaba cada vez que algún mechón se escapaba del recogido. La vi bailar con su reciente marido, un pobre iluso que, sin saberlo, había cavado su propia tumba. Yo debería haber estado allí, haberla llevado al altar y bailado con ella. La señora Montserrat los observaba de cerca mientras conversaba sin interés con otra invitada. Tras ellas estaban Pau y Bernat.
Abrí y me acodé en el alféizar. Bernat, cuyo oído parecía entrenado para situaciones de ese tipo, alzó la vista y susurró algo al oído de su compañero, quien también alzó la vista.
De nuevo, mi mente se alborotó. Regresé a la cama, cubrí mi cabeza con la almohada, gruñí un «por favor» lastimero. Estaba enfermo, iba a morirme y ni siquiera podía permitirme el lujo de pensar en ello en medio de todo aquel ruido. Gruñí más fuerte, me alcé y di varias vueltas sin sentido por la habitación. Murmuré conmigo mismo, me supliqué una tregua, un descanso. Los pensamientos cada vez iban más apresurados, me vi azotado por unos y otros, mientras mi corazón latía con violencia. Mi respiración también se aceleró, llegué a creer que me desmayaría, pero no. Golpeé mi frente con tres toques, rogando por el descanso negado. Tampoco sirvió. Al final, me acurruqué en una esquina y mordí con saña mi puño. Poco a poco, mi respiración se calmó, viéndose sustituida por un mareo, y los pensamientos bajaron un par de tonadas. No aflojé la mandíbula hasta pasados unos minutos. Luego, vi la marca de mis dientes y, con vergüenza, la cubrí con la tela de la camisa.
No quería seguir en ese cuarto, solo con mi pesar, tampoco quería estar fuera, en pleno bullicio.
Los niños descansaban en la habitación de al lado. Me sobrevino un pensamiento infantil. No quería estar solo.
Abrí despacio y me aseguré de que no venía nadie; luego, entré sin hacer ruido...
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Pau.
La lámpara estuvo a punto de caérseme de las manos, de hecho, la agarré al vuelo y la llama hizo un vaivén extraño. Por suerte, se mantuvo encendida.
—Quería asegurarme de que los niños estaban bien. Hay demasiada gente...
—No iba a dejarles solos, son mi prioridad. —Al oírle, suspiré con fingido alivio—. Ve a descansar, no tienes buena cara y mañana saldremos temprano.
A punto estuve de obedecer, sin embargo, algo me repateaba por dentro:
—Tú lo sabías, ¿verdad? ¿Sabías que estaba enfermo? —Su silencio fue mi respuesta. Apreté los labios—. ¿Melisa también lo sabe?
—No. —Se acercó y colocó su mano en mi hombro, sus dedos eran fuertes a la par que elegantes—. Marc, ella no tiene opción, su final es inminente. Tu caso es distinto. Sea una semana, un mes o un año, podrás vivirlo. ¿Sabes lo que pasará si Melisa se entera?
—No importa —dije—. Me basta con saber que no estaba al tanto.
Yo no quería convertirme en la preocupación de mi hermana, casi prefería que siguiera sumida en la ignorancia. No obstante, de no haber sido así, los días pasados serían aún más dolorosos. El hecho de que me hubiera alejado como lo hizo, pese a mi condición, y siendo consciente de ello, hubiera provocado en mí una herida incurable.
—Marc —insistió Pau—, portar al demonio es una condena. Melisa deberá aprender a luchar contra él, al principio será difícil, alguien morirá y ella cargará con ello, por eso debe renunciar a ti. Ser como ellos no es ninguna ventaja.
—No entiendo...
—Llevo muchos años junto a Bernat, le he visto saciarse y sufrir por matar sin querer. Aprender a desligarse de las víctimas es complicado, «nunca pongas el corazón donde hinques el diente». Yo mismo no podré ver a tu hermana durante mucho tiempo por la misma razón.
No entendía por qué me contaba aquello.
—No quiero el demonio en mi sangre —afirmé rotundo—. ¿Es eso lo que estás insinuando? ¿Por eso no se lo habéis dicho?
Pau rehuyó mi mirada.
—Lo siento, Marc. Pensé que...
—¿Qué? ¿Que os rogaría por la maldita cura? ¿Acaso no veis mi infierno? No me importa morir, me da miedo, pero no me importa. Solo quiero vivir en paz.
Empecé a llorar, no un llanto de pena o rabia, tampoco un llanto de frustración. Eran lágrimas sinceras, de las que nacen de un alma desnuda y gritan verdades incomprendidas.
Pau me abrazó, yo apreté los brazos contra mis caderas, tenso y a la defensiva.
—Ojalá lo consigas —me dijo.
Respiré hondo y me separé en un intento de no ser desagradable. Entonces, noté que apenas quedaban voces en el jardín.
—¿Se ha terminado la fiesta?
—Los novios se han retirado —mencionó Pau, y sus dientes casi rechinaron. Retiró un puro de su solapa y se dispuso a prenderlo.
—Aquí no. —Señalé a los niños con la barbilla. Permanecían abrazados en la misma cama, pese a que disponían de dos. Siset roncaba y de vez en cuando tosía fuerte. No me parecía correcto que Pau fumara delante de él.
Para mi sorpresa, él estuvo de acuerdo. Los arropó con ternura y se quedó pensativo.
—Si todo va bien, en unos años serán unos grandes empresarios. Yo no disfrutaré de la fábrica con el reconocimiento que merezco, pero para cuando sean adultos, es posible que el mundo haya cambiado, ¿no crees?
No lo creía, tampoco me importaba. Sonará egoísta. Si me lo hubieran dicho un día antes o varios días después, hubiera reflexionado en ello. Hubiera expresado lo injusto que me parecía el que unos pocos poseyeran el mundo y hubiera debatido sobre por qué Dios permitía que se premiasen el odio y la injusticia. Yo había tomado cariño a los niños, aunque fueran como fantasmas, pero acababa de averiguar que me iba a morir. ¿Acaso eso no eclipsaba todo lo demás, aunque fuera por unas horas? ¿Me hacía menos humano que el mundo hubiera dejado de importarme?
—Melisa no tenía por qué casarse —retomó Pau—, ese era el plan inicial, pero tuvo opción de decidir. Todo lo hizo por ti. Te quiere mucho más de lo que imaginas.
Suspiré. No quería hablar. Tuvieron tanto tiempo para contármelo todo, tantas preguntas que realicé y de las que jamás me dieron respuestas. ¿Tenía sentido hacerlo ahora?
—Me voy a morir —mencioné arisco—. Si lo ha hecho por mí, no le ha servido de nada.
—Eso no puedes saberlo, y los niños no tienen ninguna culpa. Si Montserrat no se hubiera interpuesto... —Dio un paso fuera del umbral y se encendió el puro—. Mandé a buscar a Paula —comentó de pronto—. ¿Lo de casarte con ella sigue en pie?
—Supongo, siempre que ella acepte y yo no la palme de camino al altar.
Hizo amago de reír, pero no le salió bien. Era evidente que su psique estaba tan colapsada como la mía.
—Sé que tienes muchas dudas, te lo contaré todo de camino a Lleida, pero antes necesito pedirte un favor —hizo una pausa y dio una calada larga—. Quiero que reconozcas a Zeimos y Siset como tuyos.
Miré a los niños, arropados por el miedo que compartían —que compartíamos—, alejados de la cama cercana al balcón, probablemente, por miedo a sus pesadillas. ¿Quién se creería que eran mis hijos? En fin, no necesitaba demostrar nada, pronto no tendrían un padre al que rendir cuentas. Reconocerlos no me suponía problema alguno.
Asentí.
—Aunque no sé cómo les va a servir un padre moribundo y pobre.
—Si mueres, reclamaremos la herencia que os robaron a ti y a Melisa. Podríamos hacerlo ya, si quieres. Tenemos un buen abogado.
¿Qué sentido tenía, tanto tiempo después, con mi hermana casada y yo a punto de morir? No quería malgastar mi tiempo en las batallas que debí luchar antes, pero me pareció legítimo que se preocupara por los niños.
—Lo pensaré —mentí.
Pau se mostró algo aliviado, aunque cuando se marchó, lo hizo con pasos furiosos, concentrado en sus adentros. Me quedé absorto, contemplando la forma en que se alejaba. Vislumbré su alma herida. Pau cargaba con todos: con Melisa, con los muchachos, con Bernat y, quizá, en menor medida, conmigo. ¿Quién cargaba con él?
No quise volver a mi cuarto, donde me aguardaba el eco de la reciente noticia. Preferí ocupar la cama desierta, junto a los niños. Intenté dormir.
Poco después, unos pasitos se me acercaron y Siset apareció acurrucado a mi lado. Al abrir los ojos, observé que Zeimos nos miraba enfadado. No dije nada: me levanté, empujé las camas hasta unirlas y volví a mi sitio como si nada hubiera sucedido. Siset rio un poco, la tos le apremió por ello. Después se abrazó a mí con plena confianza. Sentir su bracito alrededor de mi espalda fue lo que hizo que me derrumbara. Lloré en silencio, con disimulo, intentando no molestarlos. Junto a ellos yo era un niño más que buscaba consuelo. ¿Cómo iba a convertirme en su padre?
No sé si se dieron cuenta o no, pues al cabo de un rato, yo continuaba despierto mientras ellos respiraban rítmicamente. Fuera, la tormenta regresaba sin ánimo de volver a diluirse. Cayó un rayo. Temí que la lluvia que chocaba contra el cristal y agitaba la contraventana exterior despertara a los pequeños, así que, con sumo cuidado, me aproximé al cristal para cerrar las pértigas.
Entonces lo vi.
Bernat se hallaba en el exterior del balcón. Lo invité a pasar, mas él se apartó y me amenazó en gestos: si yo abría, él se iba.
Retrocedí un paso y se acomodó de nuevo. Nos miramos en silencio, después, puso la mano sobre el cristal. La contemplé unos instantes, más tarde, avancé y quedé apoyado contra el vidrio, con ambas manos extendidas, la frente gacha y las lágrimas recorriendo mi mejilla.
—Mírame —me dijo sin mover los labios, aunque con total claridad. El demonio batallaba con el humano, podía verlo en el refulgir de sus ojos, en su expresión. Con un dedo perfiló mi contorno—. Ojalá nos hubiéramos reunido en otras circunstancias. —Hubo un efímero instante en el que nos sentimos el uno al otro, lejos, queriendo romper la distancia física. Sentí el tacto de sus labios sobre los míos y su rabia palpitando mi pecho. No hubo reproches ni palabras, solo el dolor de una despedida a oscuras. Luego saltó.
Abrí con celeridad, me asomé y lo llamé a pleno pulmón. Me empapé con las gotas enérgicas que caían de los cielos. Alcancé a ver su figura huyendo, una sombra rápida, tan animal como humana. Se enfiló a un caballo y arrancó al galope. A su lado cabalgó mi hermana y tras ellos, el carruaje de Montserrat.
—Ya no tenemos que preocuparnos —se escuchó entonces—. Se ha ido...
Era una voz infantil, algo aguda y desafinada. Me sorprendí al darme cuenta de que pertenecía a Siset. Aquello fue muy significativo, por un momento pude apartar mis miedos, mis dudas... ¡Siset había hablado delante de mí!
No forcé la situación, regresé a la cama y el pequeño se acurrucó. Justo después, fue Zeimos quien rompió el silencio.
—Él se va, pero el verdadero demonio viene a nuestro encuentro.
Nota de autora:
Quiero agradecer a @sakurasumereiro su ayuda en cuando a la sífilis. Ella es mi enciclopedia médica, pese que a veces le toca comerse spoilers por ello XD (lo siento).
Un abrazo y, como cada semana, mil gracias por seguir aquí <3
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