24. Entre Cartas
Sant Feliu de Llobregat
Colometa permanecía sentada junto al ventanal, sumida en la paz matutina, poco frecuente, e inspeccionando los quehaceres de los vecinos. Muchos la hubieran llamado cotilla, pero ella, poseedora de varias artes, conocía bien la importancia de estudiar a sus potenciales clientes, o a sus potenciales traidores. Le gustaba tener oídos en las calles, también en los locales y, en especial, en las escaleras. No le interesaba lo más mínimo que Luisa, la vecina del sexto, le pusiera los cuernos al panadero; sí le interesaba conocer su miedo a quedar preñada. Alguien tendría que prepararle el té de flores de zanahoria, conseguirle una copa de mercurio si era preciso o, en el mejor de los casos, hacerle una intervención directa que beneficiase a ambas partes.
A pocos metros, sobre el brasero, una jarra de bronce humeaba, cubriendo la mañana con el aroma del café, mucho mejor del que, en ocasiones, surgía de su despensa.
La paz duró poco. Desde el cuarto venidero, se escucharon algunos sollozos, aunque más silenciosos que en días anteriores. Justo después, la pequeña Enriqueta arribó con legañas resecas en los ojos.
—Mamá —dijo la pequeña—, quiero otro. Este se queja mucho.
Una criada retiró la cafetera y le sirvió el brebaje en una taza de porcelana con flores dibujadas en ella. A la mujer le temblaba el pulso. Parecía nerviosa, nada fuera de lo habitual en un servicio que, cada vez, dejaba mucho más que desear.
—Retírate, Elvira. —Colometa dio un sorbo lento. Después, contempló a su pequeña sobre el filo de la taza—. Veré qué puedo hacer. Ahora regresa a tu cuarto, cielo.
La niña hizo un puchero, pero obedeció. Luego, su madre volvió la vista al ventanal. Pese a ser temprano, el humo de las fábricas cubría el cielo con un manto ocre. Sobre el enrevesado balaustre de forja, se posaba una paloma gorda con un mensaje atado al arnés. En agradecimiento, Colometa le dio algo de grano.
»Muy querida mía:
»Espero que cuidar de sendos negocios no le esté pasando factura a tu belleza. Sin duda, es posible que a nuestros clientes se les haga extraño que sea mi esposa quien les atienda, no obstante, estoy seguro de que te tratarán con respeto, más aún, sabiendo que eres la misma persona que les provee sus medicamentos.
»¿Cómo está Enriqueta? ¿Conserva a sus «amigos»? Espero que sí, pues hasta mi regreso no dispondremos de nuevas mercancías.
»Mucho me temo que el viaje será más largo de lo esperado, aunque claro, eso ya lo sabías, ¿verdad?
»Confieso que no estabas muy lejos de la verdad. Fui a ver al padre de Bernat Puigdomènech a Montserrat. Parte del camino la hicimos de noche, bajo la lluvia. Nos acompañaban los aullidos de los lobos y los berridos de los zorros que, como sabrás, están en época candente. Cuando llegamos a los pies del monte, el sol nos daba la bienvenida con rayos tenues. Descansé un par de horas en una posada, allí también descansaron mis hombres, pues quise ir solo (la información a manos de la servidumbre es peligrosa).
»Por suerte, desde esa misma posada, cada día partían algunos aldeanos en sus burros para llevar alimento a los curas, así que les pagué para que me dejaran acompañarlos.
»El ascenso no fue sencillo: hacía mucho frío, las rocas estaban resbaladizas debido al hielo de la madrugada y el burro que me asignaron parecía imbécil, pues se detenía cada vez por tres e incluso trató de lanzarme al suelo un par de veces.
»Una vez en lo alto, nos recibieron un monje y un monaguillo, las campanadas y los cantos que se escuchaban daban fe de que el resto de sus hermanos estaban rezando. El viejo guio a mis acompañantes a la cocina, mientras que el otro, un adolescente muy guapo, pero con una cara de tonto, se me quedó contemplando de arriba abajo.
»—Necesito hablar con Josep Puigdomènech —le dije.
»Las pupilas del joven parecían dilatadas. Cuando habló, lo hizo con una voz aguda y a un ritmo lento.
»—El padre Puigdomènech está indispuesto, caballero. Me temo que no recibe visitas.
»No me pareció apropiado agarrarlo del cuello y estamparlo contra la pared más cercana, así que encendí un puro y le lancé un anillo de humo a la cara.
»—Es referente a su familia. He dado un largo viaje para llegar hasta aquí, así que no pienso irme sin hablar con él.
»El chico miró a su alrededor, después a mí. Creo que buscaba algún superior que le diera permiso, así que, aborrecido, lo aparté de un empujón y me propuse registrar el templo a la fuerza.
»—¡Espere, señor! —gritó el joven—. Deje que... hable con él.
»Sonreí satisfecho.
»Recorrimos uno de los edificios más largos, un pasillo empedrado que apestaba a incienso de curas, y nos detuvimos ante una puerta.
»—¿Qué tiene que decirle? —se le ocurrió preguntar, con la mano en el picaporte.
»Cualquier persona de mente despierta, me hubiera hecho esa pregunta en primera instancia y ya habría hablado, al menos, con uno de sus superiores.
»—Traigo noticias de su hijo Bernat.
»Sus cejas se alzaron en una expresión de sorpresa, aquello hacía que sus ojos aún parecieran más redondos de lo que eran, como dos burbujas a punto de explotar.
»—Se confunde... —habló con lentitud. Juro que me salieron arrugas—. El padre Puigdomènech no tiene...
»—El padre Puigdomènech follaba como un poseso antes de estar aquí. ¿Puedes avisarle de una puta vez?
»Agachó la cabeza y asintió avergonzado. Yo esperé tras la puerta, escuchando. Al principio solo susurraron. Luego los murmullos se volvieron gritos y, finalmente, el monaguillo salió y me dijo que no podía pasar. El padre Puigdomènech negaba que Bernat fuera su hijo. Por si fuera poco, no quería verme.
»Me dio tanta rabia que, al final, cumplí mi deseo y arrojé al puto monaguillo contra la pared. Después, entré sin pedir permiso.
»El cuarto apestaba a muerte y algunos ratones huyeron ante mis pasos.
»—¡Sal de aquí, demonio! —quiso gritar el vejestorio desde su lecho.
»Trató de levantarse, pero estaba tan débil que tan solo logró rodar por el colchón hasta caerse sobre el suelo calizo. Le saludé con una reverencia de sombrero y lo ayudé a regresar a la cama.
»—Vengo en son de paz, padre. Me temo que Bernat es peligroso, se ha llevado a dos niños que estaban a mi cuidado.
»El padre suspiró profundo y creo que sollozó.
»—Bernat no es mi hijo, ya no... Es un maldito demonio.
»Un ataque de tos entrecortó sus palabras.
»Me encendí otro puro esperando a que se le pasara, pero tardó en cesar. Dejó sus mantas impregnadas de sangre y mocos y yo llegué a pensar que el vejestorio se moriría ahí mismo.
»De pronto, llegaron varios monjes, imagino que el monaguillo los avisó. Quizá no era tan tonto. Me sacaron arrastras, querida. Fue humillante. Pero lo peor fue ver que ese viejo rozaba la tumba, ¡creí que mi viaje había sido en balde!
»Ya fuera, agarré las riendas del burro. Deseé aporrear a ese apestoso animal, pero lo necesitaba para el descenso.
»—¡Espere! —me llamó alguien. Era el monaguillo y llevaba un manuscrito en la mano—. El padre... Puigdomènech me ha pedido que le dé... esto. Si él pudiera ver lo que yo, no lo haría... Pero debo obedecer.
»Pasé por alto la impertinencia y hojeé el manuscrito por encima. En la primera página figuraba un título: Confesiones del padre Puigdomènech. Aquel diario amarillento era el tesoro que había venido a buscar, Colometa. En él leí grandes desvaríos, sus investigaciones, sus viajes en busca de su familia antes de recluirse, lo que averiguó sobre la sangre del demonio y de cómo terminar con él... Me he tomado la molestia de transcribir una parte que, considero, te encantará.
—¡Mamá! ¡Marçal no quiere jugar! —La voz de Enriqueta la obligó a detener la lectura. Estoy harta de él, ¡harta!
Se escucharon golpes, no sollozos. Colometa suspiró y dejó que su vista se perdiera por la ventana.
—Pronto te traeré otro, cariño —pronunció alto para que su hija la escuchara—, pero esta vez quiero que te dure más.
La niña salió del cuarto. Parecía una muñequita de porcelana, aunque las manchas de sangre mancillaban su palidez.
—No se mueve, mamá, no habla, no grita... ¡No sirve para nada!
—¿Que te he dicho de hablar haciendo gachas? Hazle dibujos, ponle ropa... Tienes muchas posibilidades. Vamos, cielo, mamá necesita terminar de leer esto. Enseguida estoy contigo.
Enriqueta apretó los labios, entornó los ojos, cerró los puñitos y soltó un chillido antes de ir a su cuarto. Luego, desapareció de su vista con un portazo.
«No tiene remedio», se dijo Colometa. Dio un sorbo al café y continuó con la lectura.
»Pocas cosas pueden ser tan desgarradoras como la muerte de un hijo, Montserrat y yo tuvimos que pasar por ello demasiadas veces. Tras tantos embarazos perdidos y tantos niños fallecidos al nacer, nuestro Bernat fue el único consuelo que conseguimos, sin embargo, la alegría no duró muchos años.
»Nada quedó del niño risueño, la enfermedad arraigó en él en una agonía larga, lenta, asfixiante. Montserrat y yo padecimos cada uno de los últimos días, aunque lo peor fue, quizá, el sabor a liberación que portaban —al menos a mí—.
»Aquel fatídico día hubiera querido consolarla, pero no sabía qué decirle. Ambos habíamos perdido a nuestro hijo. ¿Qué sentido tenían las palabras? Además, había demasiada gente. Demasiada. Todo el mundo nos miraba con pena y tan solo unos pocos nos daban el pésame.
»Me refugié en un lateral de la iglesia, sentado en un pequeño banco de piedra, junto a la pila bautismal. Montserrat permaneció en la otra punta, ella también buscaba ocultarse. Le daban el pésame y asentía como si su mente no estuviera consigo. Hasta que se le arrimó un hombre ajeno al barrio. Poseía un cabello canoso y un rostro envejecido; su cuerpo era fuerte, de espalda amplia. Su altura también era un punto a destacar, pues cuando se acercó a mi esposa, tuvo que inclinarse para mirarla. Entonces sentí frío. Ellos se contemplaron el uno al otro, en silencio, como si el resto de los presentes hubieran dejado de verlos. Por un momento me hirvió la sangre al presenciar un beso inminente. La llamé y se separaron, Montserrat se llevó la mano al corazón y con señas me dijo que me quería.
»Quise alcanzarla, alguien me interrumpió para compadecer mi desdicha. Cuando volví a buscar a Montserrat, ella ya no estaba. Desapareció.
»La busqué durante mucho tiempo, sin embargo, las semanas pasaron y no recibí noticia alguna. Había perdido a mi hijo y a mi esposa en un mismo día.
»Bernat murió en pleno agosto, cuando el sol nos insultaba desde lo alto y las tormentas se mantenían apresadas en el horizonte.
»Se secaron las hojas de los árboles, llegaron el olor de las castañas y los ramos de los muertos. Llegó el frío, llegaron las flores, las vendimias... Regresaron las castañas y los boniatos. De nuevo, el frío. Aquel invierno fue uno de los más fríos que recuerdo. Nevó, y fue como si el cielo se deshiciera en pequeñas virutas de algodón, pero nadie salió a jugar a la calle, pues pocas personas tenían prendas apropiadas para enfrentar aquella climatología.
»Mi salud había empeorado en los últimos días, vivía sumido en la dejadez y tan solo comía aquello que me ofrecían algunos vecinos. Deseaba reencontrarme con mi mujer y mi hijo, por ello, saqué mi silla de mimbre al portal y me senté a la espera de que el tiempo acabara conmigo. El frío cada vez se hacía más insoportable y la nieve se filtraba a través de mis ropas mugrientas. Una manta roñosa era mi único abrigo, un pedazo de hogar. Si el cielo había descendido en mi búsqueda, yo no pensaba oponer resistencia.
»Poco a poco, me quedé dormido.
»Una caricia helada me despertó. Lo primero que vi fue la silueta de una mujer cubierta por una capa negra de gran capucha. En mi delirio, supuse que era la dama de la Muerte, hermosa, fría y dulce. Se inclinó sobre mí y me besó en los labios. «Hemos regresado, cielo», me dijo. Me froté los ojos y a la sazón la reconocí, mi esposa. Tras ella aguardaba nuestro hijo, aunque sin signos de enfermedad y con un porte fuerte. El Señor se había apiadado de mí, estaba en el cielo, con ellos, o eso creí.
»Montserrat me acompañó al interior, prendió la chimenea e intentó sacarme de la hipotermia. Debí sospechar, entonces, demasiado mundano para ser el cielo.
»Bernat miraba, mas no decía nada.
»—¿Cómo es posible? —le pregunté a mi esposa, en cuanto comprendí que estábamos vivos.
»—Un milagro —contestó ella. Me tomó de las manos y me cubrió con besos fríos que abrigaron mi alma. La contemplé en silencio. Entonces, descubrí un brillo violeta en sus ojos. Me giré hacia Bernat y vi el mismo brillo en los suyos. Además, pese a su juventud, le habían salido algunas canas. No tenía nada que ver con el hombre joven y enfermizo al que había visto morir.
»—Satán está aquí —balbuceé—. Les ha robado el cuerpo a dos almas puras, hermosas, y las ha arrastrado al infierno.
»Ambos se rieron.
»—Satán nos ha salvado, padre. —Bernat se arrodilló junto a Montserrat y besó mi frente.
»—Seremos una familia, de nuevo —añadió ella—. Pero esta vez sin penurias. Lo he arreglado todo para que tengamos un lugar en el que vivir los tres. Ni la muerte ni la pobreza volverán a visitarnos.
»Sus labios se entreabrieron y unos dientes amarfilados quedaron a la vista. Me besó sensual y me dejé hacer. Añoraba tantísimo a mi esposa... Hasta que Bernat la apartó.
»—Lo siento —jadeó ella entonces—. Nos hemos alimentado antes de venir, pero contigo es más difícil...
»Me llevé la mano a la herida. Montserrat se relamió y Bernat inspiró fuerte.
»—Tengo hambre —dijo.
»—Y yo —confesó ella.
»Meneé la cabeza. Pese a la borrosidad de la visión, Montserrat, en su madurez, lucía más bella que nunca. Su espíritu se había fortalecido. Acarició mi cuello, se impregnó los dedos con mi sangre y luego empezó a lamerse. El violeta en sus ojos ya era mucho más que un brillo, se había incrementado de tal forma que incluso se reflejaba sobre las mejillas pálidas de mi esposa.
»—Te he echado tanto de menos... —Me besó de nuevo y gimió entre mis labios. Sentí el roce de sus dientes. Antes de que volviera a morderme, Bernat la empujó hacia atrás.
»Los dos respiraban fuerte, como si lucharan contra sí mismos. Su tez recién adquiría un tono grisáceo y sus ojos refulgían cada vez más.
»Alguien llamó a la puerta.
»Ambos compartieron una mirada y después, con demoníaca rapidez, abrieron.
»—¿Sí? —preguntó Bernat.
»—Traigo algo de sopa para Josep.
»—Pase, le sentará bien.
»Montserrat cerró la puerta tan pronto como el hijo de mi vecina dejó el cazo sobre la mesa. Entonces, ocurrió... El demonio se apoderó de ellos.
»Bernat fue el primero en atacar. Mordió con saña a aquel joven, que recién llegaba a la adolescencia, a la par que lo estrangulaba.
»—¡Ten cuidado, hijo! —lo abroncó Montserrat.
»Él gruñó como un animal, pero no se separó. Mi esposa se arrodilló a su lado y besó en la boca al muchacho, quien gritaba despavorido. Cuando rompió el beso, la sangre brotaba del muchacho y su lengua asomaba entre los labios de mi señora. Tras escupirla, ella me miró sonriente. El color escarlata resaltaba el candor de sus dientes.
»—Te amo —me dijo—. Y de nuevo volvió a su presa, esta vez en el cuello, mientras desabrochaba la camisa para hacer una hendidura en su vientre, de la cual después succionó Bernat.
»No reaccioné. Creí que todo era una especie de pesadilla, o visión. Un juego de mi mente enferma. Cerré los ojos y me dormí, suponiendo que así despertaría.
»Lo hice. Ya no estaba en el salón, sino en mi cama, abrigado con mantas de lana y con mi esposa sentada a los pies.
»—Te has recuperado —dijo con un dulzor especial. Se tumbó y me acarició la mejilla.
»—¿Dónde estabas? —pregunté yo—. Me abandonaste.
»Ella entrecerró los ojos, que eran de nuevo tal y como yo los recordaba.
»—No podía perder a otro, mi amor. No podía dejar que Bernat nos abandonara. ¿Sabes lo que sufrí con cada pérdida? Él era mi luz de esperanza... Dios se ha llevado a muchos de mis hijos, le llegó la hora de saldar cuentas.
»—Él no es nuestro hijo, Montserrat. Él murió. Yo... —No me encontraba bien, seguía convencido de que la interrupción del muchacho había sido una pesadilla, pero entonces descubrí restos de sangre en las ropas de Montserrat. Poco a poco arribaron los eventos sucedidos, abandonaron la consistencia de sueño para convertirse en recuerdo. Era real—. ¡Asesina! —grité—. ¡Satán os ha poseído! ¡Sal de mi esposa, Satán! ¡Ayúdame, Señor!
»Ella cubrió mi boca.
»—El Señor no está para nadie, cariño.
»—Asesinasteis al chico... —sollocé.
»—Lo necesitábamos para que el demonio nos deje vivir. Ese es el trato que hicimos con el señor de la abadía al beber su sangre del grial. Nosotros alimentamos al demonio, él nos hace inmortales. Oh, cariño, si supieras todo lo que he logrado... Gracias a este don, viviremos juntos eternamente, como siempre quisimos.
»Un candelabro de tres brazos parpadeaba desde la estantería. No quería creerlo, mi esposa y mi hijo convertidos en demonios, exhumando vidas, nutriéndose del pecado.
»Con esfuerzo agarré la lumbre.
»—Abandona los cuerpos de mi familia, bestia inmune —exclamé. La amenacé con las llamas y ella retrocedió—. ¿No te gusta el fuego?
»—Detente, querido...
»La ataqué de nuevo, ella se apartó. Conocedor de su flaqueza, me dejé llevar por la locura y por una fuerza inusual que latía en mí. El Señor había acudido, ¡yo era su instrumento!
»Quemé las cortinas, las sábanas, abrí el armario y encendí las prendas.
Lo que seguía a continuación era una oración por algunos vecinos que perdieron la vida durante el incendio y cómo decidió emprender una cruzada personal con tal de purificar su alma y la de su familia.
Lo que le pareció interesante a Colometa fue la mención a la abadía y al grial de hueso. De ser así, allí se dirigía Bernat con Melisa. El anciano jamás dio con su ubicación, pero pronto averiguarían.
También, al final de la carta, halló una invitación a una boda.
Se puso en pie y fue al dormitorio de Enriqueta. El suelo estaba bañado de sangre y poco quedaba del pobre Marçal, a quien la niña peinaba con esmero.
—Hija, tengo que salir de viaje, debo llevarte con tu tía.
—¿Me lo puedo llevar? —preguntó la niña entre canturreos y sin abandonar el juego en el que estaba sumida.
—No, pronto empezará a apestar. Pero tranquila, te traeré dos nuevos juguetes cuando regrese. Ahora recoge tus cosas.
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