17. En llamas

Todo giraba, y no digo que todo girase a mi alrededor, porque eso significaría que yo me sentía estable, como en el ojo de un tornado. No. En esta ocasión, el tornado me llevaba a remolque. Agarré la almohada con todas mis fuerzas —que no eran muchas—, clavando en ella las yemas de los dedos y rezando para que el exterior no tardara en estabilizarse. Tenía calor, pero temblaba de frío y una niebla mental envolvía mis pensamientos. Paralelamente, me dolían los huesos, en especial los de la espalda, y una fuerte opresión en el pecho me dificultaba respirar. Estaba en un cuarto distinto, este era más amplio y con una única cama. Varios relojes decoraban un elegante escritorio secreter, formando una línea recta seguida de una hilera de velas con un candelabro central. También había velas en la mesilla, sobre la estantería y sobre la cómoda, ambas talladas al mismo estilo que el escritorio. Aquello me alivió: pese al gran distanciamiento que se había producido entre ambos, mi hermana se había preocupado de demostrar que seguía a mi lado.

—Le prometí a Melisa que cuidaría de ti —me dijo Pau, de pronto. Estaba sentado en un balancín de mimbre, con las piernas cruzadas y con un diario abierto entre las manos—. No podemos permitir que ella se contagie, no sabemos si su corazón lo resistiría, ¿lo entiendes?

Mantuve silencio y me cubrí con la manta. Al momento, debido al calor, me deshice de ella y me removí incómodo.

—Has de sudar, así te curarás antes. —Pau dejó su diario y me arropó en un gesto que me resultó paternal—. No puedes viajar en estas condiciones.

Cerré los ojos y murmuré una queja ininteligible, el cochero rio sin pudor.

—¿Sabes? Creo que entiendo cómo te sientes. A mí tampoco me entusiasma la decisión de tu hermana, empezábamos a buscar otras opciones, pero no debemos olvidar que es su decisión y, sin duda, que se case con Eloy es lo mejor para todos.

«¿Lo mejor para quién?», pensé, mas no llegué a pronunciarlo. No quería hablar con el cochero, ni siquiera tenerlo cerca. Parecía un buen tipo, pero él era el titiritero de Melisa y se me ocurrió que, quizá, también manipulaba a Bernat. ¿Qué pintaba en todo eso? Por lo poco que entendí durante la velada y aunado a mis escuchas anteriores, la fábrica de la que tanto hablaban era la herencia que el padrastro de Bernat había dejado a su hijo ilegítimo. No entendía cómo les beneficiaba que mi hermana se casara con el heredero haciéndose pasar por otra persona, ni menos en qué forma podía llegar esa herencia a manos de un criado, porque por fuerte que fuera el pacto que le unía a Bernat, el mundo jamás aceptaría a Pau de otra forma.

Me hice un ovillo y saqué los pies fuera de la manta con intención de refrescarlos un poco. Después me quedé muy quieto, con los ojos entrecerrados y dejando que la luz de las velas bailara entre mis pestañas mientras escuchaba el relajante tic tac de los relojes. Me daban serenidad y, pese a que no eran míos, los sentía como un pedacito de hogar.

Quedé sumergido en una especie de letargo en el que mi piel se derretía bajo un calor inaguantable. Por desagradable que pudiera parecer, en esa ensoñación yo continuaba pendiente de mis nuevos tesoros. Cada reloj marcaba la misma hora; cuando marcaron las doce, alguien llamó a la puerta.

—¿Ha despertado? —preguntó Bernat, entreabriendo como si acaso le hubiéramos dado permiso.

—Sí, aunque delira por la fiebre —contestó Pau—. La lluvia le pasó factura. ¿Cómo están los niños?

—Enteros, tranquilo.

—Me alegro. Está claro que cuidar de otros no es lo tuyo.

Se palpaba cierta tensión entre ellos. Escuché a Bernat resoplar con molestia, después se sentó a mi lado, sobre el colchón. De él manaba un frío que apagaba mi fiebre y que yo, enajenado y febril, sentí como una especie de oasis.

Instantes antes había achacado mi malestar a un castigo divino, ni siquiera a día de hoy me atrevo a descartarlo, pero en ese momento mi raciocinio se vio afectado. Todo me era ajeno y las voces de Bernat y el cochero eran como un eco que se distorsionaba en la lejanía. Me olvidé de mi hermana y de las palabras de Robert, porque ahora, en mi devaneo, yo estaba en llamas y el tacto de la piel fría apagaba a la mía, así que en cuanto Bernat estuvo a mi alcance, lo agarré de la mano.

—Te necesito —rogué.

Apretó sus dedos entre los míos e intercambió otras palabras con Pau de las cuales tan solo entendí una advertencia del socio: «así no cuenta, tú verás». Hubo un portazo y no volví a oírle, supuse que fue él dejándonos a solas.

—No necesitas a nadie —me dijo Bernat, entonces.

Se había inclinado sobre mí, situación que aproveché para abrazarlo y pedirle que se tumbara a mi lado, bajo la manta. Sus músculos tensados eran testigo de lo poco que le agradaba estar ahí, aunque obedeció. Indiferente a su incomodidad, me alargué en busca de un roce que abarcara mi cuerpo al completo. Su frío era la cura de mi enfermedad. Al final, quedamos rostro contra rostro, pies entrecruzados, yo adormecido y susurrando sinsentidos.

—¿Por qué quieres robarme a mi hermana?

Acarició el contorno de mi mandíbula y me observó detenidamente.

—Nadie puede robarte lo que no es tuyo.

Le devolví el gesto, estiré sus comisuras en busca de la sonrisa que tanto me agradaba, a la vez, intenté meditar en lo que me había dicho, pero no lograba pensar con claridad, no se me ocurrió qué contestarle. Estuvimos interminables segundos en silencio hasta que conseguí hablar de nuevo:

—Jugaste conmigo todo ese tiempo, creí que era yo quien estaba en deuda contigo. Tu intención siempre fue utilizar a mi hermana para tus fines.

Sus ojos se volvieron grises y me mostraron su tormento. No puedo decir que antes estuviesen violetas, no me fijé, sin embargo, tuve la sensación de que recién cambiaban.

—Puede, pero no así. A veces las cosas no salen cómo planeamos: en esta ocasión han salido mejor, pues Melisa es libre de decidir y tú eres libre de irte, algo que no te impediré.

Mi hermana también me invitó a marchar. Puede que aquel ofrecimiento pudiera parecer honorable por su parte, pero no lo era. Yo ya no tenía adónde ir, no me quedaba nada. Si regresaba a Barcelona, Robert me encontraría y acabaría conmigo, pues ya no estaba dispuesto a cumplir nuestro trato inicial ni a aceptar la segunda oferta.

—¿Adónde iré? No tengo nada.

—Quédate aquí, si quieres —solventó con rapidez—. Mañana retomaremos el viaje y no creo que debas viajar en estas circunstancias.

Me dio un ataque de tos que me obligó a enderezarme. Volví la vista hacia los relojes, a las manecillas que se movían a la par, y revisé las candelas. Una se había apagado.

—Cúrame. —Quise robarle un beso, me lo negó. Tragué saliva y, de nuevo, me acomodé encarado a él. Delineé todas sus facciones y deslicé mi índice entre sus labios. Acaricié sus dientes y descubrí que sus colmillos estaban afilados—. ¿Eres la novia de Corinto? —divagué.

—Su instrumento, diría yo —repuso él, introspectivo.

Percibí cierta tristeza, quizá ilusoria, que me colmó de compasión. Lo estreché más fuerte y me dejé llevar por el vaivén del mareo. De pronto, más que ser la víctima de un tornado, era como un bebé al que mecían en su cuna. El sueño volvió para llevarme con él, sintiéndome arropado y a salvo.

—Te daría mi reino con tal de tenerte conmigo, pero prefiero darte un futuro —susurró Bernat.

Eso fue lo último que escuché.

Desperté muchas horas después. En mi colchón solo estaba yo, los relojes marcaban las siete y las velas de mi mesilla continuaban encendidas, incluso aquella cuya llama se había extinguido a traición. Por contra, un hedor nauseabundo se esparcía por la estancia. No tardé en descubrir de dónde provenía: había varias cebollas partidas en dos, una de ellas, junto a mi almohada.

No estaba solo. Un joven imberbe, de cabello oscuro y ojos saltones, se sentaba a mi lado.

—Al fin despiertas —exclamó—. ¡Tienes mejor aspecto que esta mañana!

Me sorprendió saber que había pasado el día inconsciente y que se acercaba la noche, no obstante, aún me sorprendió más que hubiera un intruso en la habitación. Sobresaltado, me eché hacia atrás de un respingo.

—¿Quién eres? —espeté.

—Calma, quillo. —Alzó las manos y me mostró el maletín de piel que había traído consigo—. Tengo que hacerte una revisión.

Tenía un suave acento andaluz a juego con la piel morena y los iris oliva. No podía confiar en él. ¿Y si trabajaba para Robert?

—¿Quién te ha llamado? No necesito ningún médico.

—Todo el mundo necesita un médico.

El desconocido extrajo algunos utensilios que colocó minuciosamente sobre una bandeja de plata. Todo estaba bien alineado y ordenado de mayor a menor, aquello me agradó. Asimismo, dispuso un reloj que apareció en mi mano justo después. Era lindo, con relieves ondulados que formaban ramas doradas, aunque una de las manecillas, terminada con la forma de una hoja, se atascaba cada tres segundos.

—Veo que te gustan los relojes —comentó, señalando aquellos que lucían sobre el escritorio—. Este era de mi padre, en paz descanse.

No le pedí permiso para darle cuerda, era evidente que el pobre artilugio lo necesitaba. El médico frunció el ceño, sin embargo, no me regañó. Me lo arrebató con suavidad, lo guardó en su bolsillo y me ofreció una copa de coñac. «Te ayudará», aseguró. Aguardó hasta que di el primer sorbo. Luego, se presentó como el doctor Gutiérrez y, ante mi mirada vivaz, explicó para qué servía cada instrumento. Me revisó la garganta, la temperatura... Finalmente, sin previo aviso, puso su oreja sobre mi pecho descubierto.

Fue entonces cuando fui consciente de mi desnudez.

No medité ni un segundo en mis actos: lo empujé hacia atrás y me cubrí con la manta hasta el mentón. Aquel hombre no era muy fuerte, pero sí ágil. Pese a que lo lancé contra el suelo, se puso en pie sin ningún esfuerzo y se me arrimó de nuevo.

—¡Como me toques te mato! —le grité entre toses. Me hubiera gustado salir corriendo, pero de haberlo hecho aún me hubiese expuesto más.

—Tengo que auscultarte, solo será un momento.

—¿Auscultarme? —repliqué trémulo.

—Los pulmones. Bernat espera que le diga si puedes o no puedes viajar, todo depende de lo que hayas mejorado en las últimas horas.

Entonces, recordé que Bernat me había mencionado que se irían esa misma noche, conmigo o sin mí. Yo... Yo no quería quedarme atrás, supongo que no quería estar solo. Una sensación difícil de explicar para alguien que no soportaba estar rodeado de gente, y menos cuando la situación con los acompañantes se hacía tan complicada, pero así era, no quería volver a sentirme huérfano.

Cuando mis padres murieron no alcancé a procesar lo sucedido. Melisa lloraba, la gente nos dejaba de lado y los primeros días ni siquiera tuve fuerzas para explicar cómo me sentía. Abandonado. Me sobrepuse, rompí el silencio y busqué empleo y la forma de mantener a mi lado a la única persona que me quedaba, empero, la injusta sensación de abandono me persiguió durante largo tiempo, ahora me volvían a abandonar. No podía consentirlo. No de esa manera.

Me destapé de nuevo.

—Estoy mejor —fue todo cuanto dije.

Volvió a inclinarse sobre mi pecho y me dio unos ligeros golpes.

—Aún no suenas bien, pero has mejorado —observó—. Y el corasón te late como el de un gorrionsillo que ha visto la sombra de la parca. —Hizo hincapié en esto último y, para demostrármelo, tomó mi mano y me enseñó a tomarme a mí mismo el pulso.

La verdad es que el modo en que me trató fue un tanto infantil, no obstante, me agradaron sus atenciones. Le pregunté por los toques que me había dado y me explicó algo de que el sonido variaba. Luego, con mucha más inocencia de lo que pueda parecer, le pedí que se desvistiera y me dejara intentarlo. Tras dudar unos segundos, accedió.

No averigüé cómo funcionaba lo de los toques, pero sí que me fascinaba el sonido de su corazón. Y es que los latidos de un corazón vigoroso poseen algo mágico, revitalizan, representan la vida en sí, y para mí, en aquel instante, aquello parecía mucho más hermoso que ninguna melodía. Sentí ganas de llorar de emoción, porque si existía la música celestial, sin duda, esta no era más que el coro que formaban los cientos de corazones que habitaban el edén.

El médico me observó en silencio. No dijo nada, esperó a que saciara mi curiosidad.

—Debe de ser maravilloso —dije al fin—. Dios te ha dado el poder de salvar vidas.

—No es un poder —replicó él, a la par que se abrochaba los botones de la camisa—. Es el resultado de años de estudio. ¿Te gustaría ser médico?

Los estudios desaparecieron de mis planes tan pronto como me vi cuidando de mi hermana. Primero, porque no podía costearlo de ninguna manera; segundo, porque el hecho de plantearme algo así hubiera significado reconocer que quería su muerte. No podía permitirme soñar.

Sin embargo, sí era cierto que, de pequeño, en más de una ocasión, había observado el ir y venir de los médicos y yo mismo había jugado a ser uno de ellos. De haber sido así, quizá hubiera podido curar a Melisa con mis propias manos.

Hubo un carraspeo y descubrí a Bernat acomodado en el umbral de la puerta. Tenía la cabeza semi inclinada y una mirada felina. Me recordó a nuestra primera cita.

—¿Ha terminado? —preguntó.

El doctor asintió y extendió su mano hacia mí a modo de despedida. Antes de irse se volteó para saludarme de nuevo:

—Estoy seguro de que, si quisieras, serías un gran doctor, Marc.

Después, ambos salieron afuera y hablaron tras la puerta. Cuando terminaron los cuchicheos, escuché el tintineo de las monedas y los pasos del doctor alejándose por el pasillo.

Nadie regresó a mi cuarto en toda la noche, aunque no observé ningún movimiento desde mi ventana. Por si acaso, en lugar de dormir, estuve pendiente de los sonidos y me asomé varias veces más hasta que el cielo se tornó malva y Pau entró sin previo aviso con una infusión de tomillo.

—Esperaremos a que mejores —anunció. Solo entonces logré conciliar el sueño.

Pasamos tres días más en aquella fonda y fue mi culpa. No entendí por qué no me curó el mismo Bernat, pero su decisión de dejar que mi enfermedad siguiera su curso fue firme. No pensaba gastar saliva en mí. Melisa no vino a hablar conmigo en todo ese tiempo, aunque cuando Pau se ocupaba de mis cuidados, ella lo aguardaba tras el umbral de la puerta y nos contemplaba en silencio. En otras ocasiones, escuchaba su voz proveniente del exterior y yo me asomaba a la ventana para descubrirla atendiendo a los críos o a los caballos. Parecía una mujer completamente distinta cuando se veía en compañía de dichos animales. Hablaba con ellos y ellos le contestaban, se sentían a gusto. Además, estaba cogiendo muy buen color. Si tuvo recaída, nadie me lo transmitió.

Quién sí vino a verme fue Bernat. Lo hizo la segunda noche. Ya casi no tenía fiebre, pero seguía cansado y con algo de tos, por lo que aún no podía salir de la habitación. Sin embargo, en uno de mis despertares sentí una corriente fresca y descubrí que varias velas se habían apagado. Aquello me colmó de tristeza, porque di por sentado que Melisa, al fin, se había olvidado de mí. Me dispuse a buscarla para pedirle perdón, pues tantas horas en cama habían significado tiempo libre para reflexionar: había sido injusto con ella. Ya no era cuestión de que se casara o no —¿y si se había enamorado y yo no lo había tenido en cuenta?— ni de que se alejara de mí, lo único que no quería era que nuestro vínculo se disolviera en una nube de reproches. Si nuestros caminos debían separarse, algo que seguía sin saber cómo afrontar, al menos, que esa separación no significara el fin de nuestro amor fraternal.

Dando eses llegué a la puerta y abrí con algo de brusquedad debido a la torpeza de mis gestos. Bernat aguardaba al otro lado, listo para entrar y con varias velas en la mano. Los dos nos sorprendimos, lo supe por el sutil movimiento de sus cejas.

—¿Te envía Melisa? —pregunté a bocajarro señalando las candelas.

Bernat las miró e hizo un largo silencio. Luego asintió.

—Tu hermana no quería que nos fuéramos hasta asegurarse de que estás bien, pero cada día aquí es un día lejos del remedio a su enfermedad. ¿Has decidido qué hacer?

—Quiero ir con vosotros, al menos hasta que tenga la certeza de que ella va a estar bien —aseveré.

Le dejé pasar y cerré despacio. Entretanto, él repuso las velas gastadas y se aseguró de que todas estuvieran prendidas. Lo hizo con movimientos hipnóticos y su tez, a la luz de la lumbre, adquirió un tono cálido. Me miró de reojo con una sonrisa cercana. El violeta y el gris convivían en sus ojos, ahora también lo hacía el ámbar del fuego. Se echó el cabello hacia atrás, aunque al inclinarse este cayó sobre su hombro. Aquella escena tan familiar le favorecía y me vi encandilado por ella. Deseé que me abrazara. Le había temido, le había deseado, le había odiado... De improviso, con aquella sencillez tan natural, sin palabras ni miradas profundas, me invadió un sentimiento nuevo y desconocido que se sobrepuso a los anteriores.

—Háblame de ti —le pedí.

Me tumbé en el lecho, semi sentado, y analicé su reacción. Mi propuesta le había sorprendido.

—¿Qué quieres saber? ¿Cómo me convertí en lo que soy?

—Hoy no. Hoy quiero conocer tus sueños.

Rio, no dejaba de ser paradójico que por una vez fuera él quien se tuviera que enfrentar a esa pregunta. Se acercó y me plantó un beso breve en los labios.

—Te asustarías.

—Pruébame.

Deslizó su boca por mi hombro desnudo y depositó pequeños e inocentes mordiscos a medida que ascendía por mi cuello. Deseé que esos dientes húmedos se hincaran en mis venas, tal como hiciera en mi pesadilla. Me separé un poco, confundido por ese deseo intrusivo e ilógico. En respuesta, él me agarró de la cintura y me estrechó contra sí.

—Eso es exactamente lo que deseo —murmuró a mi oído.

Me gustaba sentirlo cerca, pero me ofendió que malinterpretase mi petición.

—Hablo en serio —reproché—. Quiero conocerte. ¿Cómo fue tu vida antes de ser lo que eres? ¿Qué harás cuando logres esa fábrica?

De nuevo, su risa cantarina llenó la estancia.

—Eso son muchas cosas, no sabría por dónde empezar.

—¿Qué tal por el principio?

—El principio queda muy lejos.

—Tenemos tiempo —susurré a su oído.

Aquella noche terminé acurrucado entre sus brazos mientras él jugueteaba con mi cabello y me contaba el progreso de su enfermedad en un mundo hostil en el que la guerra y la hambruna habían sido aliadas de la muerte. La tonada de su voz cada vez me hipnotizaba más, así como las caricias furtivas que me ofrecía con el único fin de saber si aún tenía fiebre. Antes de caer dormido, descubrí que sabía muy bien el nombre de aquel sentimiento desconocido: puede que Bernat fuera un demonio o un vampiro, que sesgara vidas y que su avaricia hubiera truncado mi vida y la de mi hermana. Sin embargo, por mucho que quisiera, no podía negar la realidad: lo amaba.




Nota de autora:

Tuve que reescribir el capítulo por culpa de un fonendoscopio. Falta muy poco para que se invente, muy muy poquito, menos de diez años, pero antes de ello las auscultaciones se hacían con escucha directa. 

Metí la cebolla por ser uno de los remedios de la abuela más efectivos que conozco, y lo dice una que jamás se libra de las bronquitis: la cebolla hace milagros. ¿Soléis usar remedios de este tipo? ¡Propongo un recetario! 

¿Propuestas?

¿Creéis que durará la calma? 

Os mando un fuerte abrazo, tanto por acompañarme en este camino, como por mostrar vuestro apoyo.

¡Gracias!


Edito: quiero dedicar este capítulo a sakurasumereiro y a la sopa de pollo que no le puse. ¡Gracias por escucharme cuando quedo atrapada en mis bucles!


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